Capítulo 13

Alguien estaba aporreando la puerta. El ruido sacó a Isaac de un sueño placentero que sabía que no recordaría en cuanto abriera los ojos. Por unos momentos luchó contra la conciencia… hasta que oyó el timbre varias veces seguidas.

Parpadeó al tiempo que soltaba un gemido y miró por la ventana mientras volvía a la realidad. Ahora vivía en un pueblo de sólo mil quinientos habitantes en las montañas al norte de Boise. Tres semanas antes estaba esperando para volver al lugar más exótico del planeta. Ahora, tendría suerte si podía ir al cine.

—Debería haber matado a Keith cuando empecé a sospechar —masculló—. Así no estaría ahora aquí.

Se oyeron más golpes en la puerta. ¿Quién demonios podía tener tanta prisa? Nadie sabía que estaban allí. ¿Y dónde estaba su hermana, por cierto?

—¿Liz? —llamó, pero no obtuvo respuesta. No se oía ningún ruido en la casa. Incluso los niños parecían haber desaparecido. Por lo que sólo quedaba él para atender al visitante.

Tal vez fuera Keith, ofreciéndole la oportunidad perfecta para romperle la cabeza a su ex cuñado.

Aquella posibilidad lo animó a levantarse de la cama. Se puso los vaqueros y avanzó dificultosamente por el pasillo. Sus ojos parecían papel de lija. Sin duda había dormido demasiado.

Pero todo el cansancio se desvaneció de golpe en cuanto abrió la puerta.

Reenie ahogó un grito cuando lo vio y se echó hacia atrás, como si la hubiera abofeteado.

—Eres tú —murmuró.

—Reenie…

—¡Maldito hijo de perra!

—Reenie, escúchame…

—¿La has traído tú? —lo acusó ella, mirando las cajas del vestíbulo—. ¿La has traído aquí?

—Esto no tiene nada que ver contigo —dijo él en voz baja, esperando apaciguarla.

—Oh, claro —dijo ella con un hilo de voz. Se llevó la mano al pecho y respiró con rapidez, como si estuviera sufriendo una hiperventilación.

Él la agarró del brazo e intentó tirar de ella al interior, donde al menos estaría seca y cálida. Pero ella reaccionó como si estuviera intentando meterla en un ataúd con un cadáver. Se soltó de su mano y retrocedió con tanto ímpetu que resbaló en el escalón y cayó.

Cuando aterrizó torpemente sobre una mano, Isaac maldijo y se agachó para ayudarla. Pero ella no le permitió tocarla.

—Te dije que podía quedarse con él —espetó, intentando levantarse—. Mi matrimonio ha terminado. Te aseguraste de que así fuera cuando viniste aquí hace unas semanas. ¿Es esto lo que querías confirmar con tus amistosos mensajitos? Puedes recoger tus cosas y volver a Los Ángeles… ¡y llévate a mi marido contigo!

—No es tan sencillo, Reenie —intentó explicarle, pero ella no escuchaba. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas, pero en vez de sucumbir a ellas, levantó la cabeza y lo miró desafiante.

—¿No? Para mí si lo es. Keith y tu hermana pueden pasar juntos el resto de su vida. En California.

—¿Quieres pasar para que podamos hablar? —le presunto Isaac.

La furia ardía en sus ojos, pero a Isaac le resultaba imposible no admirar su arrojo.

—Vete al infierno —espetó ella—. No puedes hacerme daño, ¿me oyes? ¡No puedes hacerme daño! ¡Así que ya te puedes ir marchando! —puso una mueca de dolor al mover su mano lastimada y corrió hacia la furgoneta, que había dejado con el motor en marcha en el camino de entrada.

—¡Ten cuidado! —le gritó él, temeroso de que pudiera matar a alguien, o a sí misma, si conducía en ese estado. Pero ella no parecía escucharlo. Salió disparada del camino de entrada y a punto estuvo de chocar con un Lincoln que se acercaba en ese momento por la calle.

Celeste Holbrook aparcó lentamente mientras Reenie se alejaba a toda velocidad.

—¿Ésa era Reenie? —preguntó al bajarse del coche.

—Eso me temo —dijo Isaac con un profundo suspiro.

—Pero… ¿qué hacía en tu casa? ¿Qué le pasa? —añadió, antes de que él pudiera responder.

—Ha sufrido un shock. Tal vez debería ir usted con ella y asegurarse de que está bien.

Celeste pareció percatarse entonces de que Isaac estaba desnudo de cintura para arriba y descalzo.

—Lo haré… Ahora mismo —dijo, y volvió a subirse al coche.

Isaac se giró para meterse en casa, pero justo entonces apareció Liz.

—¿Qué estás haciendo aquí fuera? —le preguntó mientras se bajaba del todo terreno.

—Ha venido Reenie —dijo él, cruzándose de brazos para protegerse del frío.

Hubo un largo silencio.

—¿Qué ha dicho? —preguntó finalmente Liz.

—Quiere que nos llevemos a Keith de vuelta a Los Ángeles.

Liz puso una mueca mientras asimilaba la información.

—¿Le has dicho que Keith no responde a mis llamadas?

—No. No me ha dado oportunidad para decirle nada.

—Nosotros también tenemos derecho a estar aquí —declaró su hermana.

—Supongo que sí —murmuró Isaac, y los dos entraron en casa.

 

A Keith se le formó un nudo en el pecho al mirar el sobre que acababa de sacar del buzón de sus padres. Había llegado antes a casa porque estaba esperando su última paga de Softscape y necesitaba el dinero. No le había enviado nada a Liz desde que se marchara de Los Ángeles y había que pagar la hipoteca de la casa. Y estaba seguro de que también Reenie andaba escasa de dinero.

Pero aquel sobre no era su nómina. Era un abogado llamado Rosenbaum… de Boise.

En la otra habitación, sus padres estaban discutiendo acaloradamente por la colocación de una foto que Georgia había comprado la semana anterior. Por maravillosos que fueran sus padres, vivir con ellos no era fácil. Echaba de menos a Reenie, a Liz, a sus hijos, y el dinero que ganaba…

¿Qué pasaba con la terapia de la que habían hablado? Reenie se había mostrado dispuesta la última vez que la llamó, pero no le había mencionado nada de un abogado.

El corazón le latía frenético mientras abría el sobre. Sabía lo que contenía, pero aun así fue un golpe muy duro ver el documento de divorcio.

Se quedó tan destrozado que no oyó a su madre entrando en la habitación ni se molestó en ocultar los papeles.

—¿Qué es eso? —le preguntó su madre.

—Reenie va a divorciarse de mí —respondió él con la voz quebrada.

—¿Qué? —espetó Georgia, acercándose para examinar los documentos—. Cariño, debió de empezar con esto antes de acceder a la terapia. ¿La has llamado?

—No —dijo. Tenía miedo de llamarla, de que le corroborara lo que decían aquellos documentos.

—Pues no te quedes ahí parado, como si alguien te hubiera disparado —lo acució su madre—. Llámala.

—La llamaré esta noche —murmuró. Tenía la garganta seca y dolorida.

—Llámala ahora mismo. Esto es más importante que cualquier otra cosa.

—Me ocuparé de esto más tarde —dijo. Cuando pudiera respirar…

—Si lo postergas, la perderás para siempre, Keith. Hazlo ahora.

Keith respiró hondo y, tras arrojar los papeles a la mesa para perderlos de vista, fue al teléfono.

Reenie respondió al cuarto toque, pero no se parecía en nada a la mujer que él conocía.

—¿Reenie?

—¿Qué?

—¿Has estado llorando?

Ella sorbió por la nariz, sin responder, y a Keith se le formó un nudo en la garganta que casi lo ahogó.

—Lo siento, nena, lo…

—¿Por qué me llamas? —le preguntó ella bruscamente.

Keith parpadeó para reprimir sus propias lágrimas.

—He recibido los papeles.

—Por favor, fírmalos y mándaselos al abogado. Quiero… quiero acabar con esto cuanto antes.

Él apretó con fuerza los párpados y se presionó una mano contra el pecho.

—¿Y la terapia? Dijiste que…

—He cambiado de idea.

—¿Por qué?

—Vuelve con Liz, Keith.

—No quiero volver con Liz. Quiero arreglar las cosas contigo y…

—¡Eso es imposible! ¿Es que no lo entiendes?

—No firmaré los papeles, Reenie.

—Entonces iré a la policía. Lo que hiciste es ilegal, Keith.

El no supo qué responder. ¿Realmente sería capaz de denunciarlo?

—Seguro que una vez amaste a Liz.

El timbre de la puerta sonó, sacando a su madre de la cocina. Agradecido por quedarse solo, Keith buscó una respuesta que Reenie pudiera entender. Había amado a Liz. Y en muchos aspectos la seguía amando. Pero no como amaba a Reenie.

Pero no había modo alguno de hacérselo entender. Ni siquiera él lo entendía.

—Tú y yo hemos estado juntos desde el instituto, Reenie. La mitad de nuestra vida. Tenemos tres hijas. ¿Vas a olvidarte de todo eso?

—Yo no, Keith —dijo ella—. Fuiste tú quien se olvidó. Ahora sólo quiero que me dejes en paz para cuidar de mis hijas. No quiero que los hijos de Liz vayan al mismo colegio que las niñas. No quiero tropezarme con ella cuando pare a echar gasolina. No quiero…

—¿De qué estás hablando? —preguntó él, pero en ese momento su madre volvió a aparecer.

—Keith, ha venido una mujer que quiere verte.

El pánico le atenazó la garganta.

—¿Quién es?

—Dice que es tu mujer —respondió su madre con expresión de angustia.

Los latidos del corazón de Keith parecieron resonar en la habitación. Bump, bump. Bump, bump.

—¿Está Liz ahí? —le preguntó Reenie, quien obviamente había oído a Georgia.

—Sí —respondió él, aturdido.

—Tal vez puedas salvar tu segundo matrimonio, Keith —dijo ella, sin mostrar la menor sorpresa en la voz—. Por… por tus otros hijos. Pero, por favor, llévate a Liz y a tu familia de vuelta a California.

—No puedes hablar en serio —dijo él—. Tenemos que hablar…

Sólo le respondió el tono de llamada. Reenie había colgado.

 

Liz nunca se había sentido más fría en toda su vida. Estaba sentada remilgadamente en el sofá de los padres de Keith, esperando a su marido mientras miraba a su suegra… una mujer a la que había creído muerta y en cuyos ojos se advertía el desprecio. Georgia O'Connell no la quería allí.

No quería ni que Liz existiera.

—Estoy intentando no causar problemas —dijo Liz.

—Entonces ¿qué quieres? —le preguntó Georgia con voz gélida—. Mi hijo está casado con una mujer encantadora. Han tenido tres hijas. Los padres de su mujer son buenos amigos nuestros.

Liz había supuesto que la familia de Keith sabía que estaba en el pueblo… de lo contrario habría esperado para aquel enfrentamiento. Pero ¿cómo era posible que los padres de Keith no supieran nada? ¿Por qué Reenie no se lo había contado?

Tal vez porque Reenie se sentía tan humillada como ella misma. Pero al menos Keith había amado de verdad a Reenie y quería salvar su relación con ella.

—¿Y bien? —la apremió Georgia—. ¿Qué tienes que decir?

Liz deslizó la uña bajo la tirita que le cubría el pulgar y se la hincó en la cutícula. Había pensado que sería mejor hablar con su marido en casa de sus padres, pero se había equivocado.

—Me… me doy cuenta de que esto es muy difícil para todos… —empezó, pero en ese momento Keith entró en el salón y ella se quedó sin aliento al verlo. Aquél era su marido, el hombre al que amaba. Tenía que haber algo verdadero en su relación.

Se levantó, porque no sabía qué otra cosa hacer. Su primer impulso fue ir hacia él, sentir cómo la rodeaba con sus fuertes brazos… Pero él apenas le dedicó una sonrisa. Parecía triste y derrotado.

—Liz —dijo, asintiendo cortésmente.

—¿Quién es esta mujer, Keith? —preguntó su madre, mirándolos a ambos.

Keith se presionó la mano contra la frente y cerró los ojos. Liz contuvo la respiración.

—¿Keith? —repitió Georgia, con una voz tan aguda que pareció sacar a Keith de su estupor.

Un hombre mayor entró en el salón. Era de la misma estatura que Keith, pero más grueso.

—¿Qué ocurre, Georgia? —le preguntó—. ¿Estás bien?

Tenía que ser el padre de Keith, el hombre a quien el encargado de la gasolinera se había referido como Frank. Liz podía ver el innegable parecido con su hijo y la preocupación de sus ojos cuando vio la angustia de su esposa.

—Mamá, papá… He… he cometido un terrible error —dijo Keith.

Liz se hincó más la uña en el pulgar, haciéndose sangre. ¿Así que ella no era más que un error? Debería haberle permitido a Isaac que la acompañara, como él había sugerido. Pero había pensado, había esperado que Keith entrara en razón en cuanto la viera y se diera cuenta de lo mucho que la amaba. Isaac jamás podría entender por qué quería recuperar a Keith.

—¡Has tenido una aventura! —exclamó Georgia con voz ahogada.

Keith frunció el ceño, pero sin apartar la mirada de Liz. Ella tuvo la impresión de que también él la echaba de menos. Pero algo lo retenía.

—Empezó como una aventura —dijo suavemente.

Liz sintió que le flaqueaban las rodillas. Georgia pareció que iba a desmayarse y Frank corrió a sostenerla.

—¿Por eso quiere Reenie divorciarse de ti? —le preguntó Georgia mientras Frank le agarraba la mano—. ¿Porque… porque la engañaste con ella?

Keith se puso pálido y sólo pudo asentir.

Georgia se puso tan pálida como su hijo.

—¿Y quién es esta mujer? No la he visto nunca. Pero dice que estás casado con ella.

—No puede estar casado con ella —dijo Frank—. Ya tiene una esposa.

—Estamos casados —insistió Liz—. Y tenemos dos hijos.

Cuando Keith no lo negó, Georgia entornó la marida.

—¡No! Keith, no… no… Eso es ilegal. No te educamos para eso…

—¿Dónde están los niños? —preguntó Frank.

Liz sacó dos fotos del bolso.

—Christopher, nuestro hijo, está con mi hermano —dijo. Le tendió la foto de Chris a Frank y la de Mica a Georgia—. Mica, nuestra hija, está en el colegio.

Los dos contemplaron estupefactos a los nietos que nunca habían conocido.

—¿En qué colegio? —preguntó Keith, y Liz experimentó su primer atisbo de esperanza. Su marido estaba ansioso por ver a los niños.

—En la escuela Caldwell.

—¿Aquí, en Dundee? —gritó Georgia, levantando la mirada de las fotos.

Liz asintió.

—He alquilado la casa que está al otro lado de la calle.

—Oh, Dios mío —gimió Georgia, y se derrumbó en el asiento.

 

Aquella tarde, Reenie aparcó junto al colegio y tamborileó nerviosamente con los dedos en el volante mientras esperaba a que sus hijas salieran de clase. ¿Habrían tenido más contacto con Mica y Christopher? ¿Habrían hablado los niños de su padre? Los pequeños no solían dar nombres. Decían únicamente «mi mamá» o «mi papá», por lo que había una posibilidad de que sus hijas no sospecharan por tener el mismo apellido.

Y también había una posibilidad de que sí sospecharan…

Jennifer salió del edificio y Reenie contuvo la respiración hasta que su hija mayor vio la furgoneta y sonrió. A continuación apareció Isabella, saltando y agitando un papel. Obviamente estaba complacida con el papel asignado para alguna obra. Reenie las recibió con todo el entusiasmo que pudo, pero la multitud de niños empezaba a disiparse y Angela aún no había aparecido.

—¿Dónde está vuestra hermana?

—No lo sé —respondió Jennifer, sacando el cuarto libro de Harry Potter de la mochila y buscando la página por donde lo había dejado—. No la he visto.

—¿Salió al patio en el recreo?

—Seguramente. Pero ella va normalmente a los columpios, y yo a la cancha de baloncesto.

A Reenie se le formó un nudo en el estómago.

—Quedaos aquí. Enseguida vuelvo —les dijo a sus hijas, y tras apagar el motor corrió hacia el colegio.

 

En cuanto abrió la puerta supo que sus peores temores se habían cumplido. Mica y Angela estaban sentadas en sendas sillas, rodeadas por Tom Clavis, el director, Sherry Foley, la secretaria, y Agnes Scott, la profesora de Angela.

—Vaya, por fin —dijo Tom al verla—. Te estábamos esperando. Te he dejado dos mensajes.

Reenie hacía crecido con esas personas, por lo que siempre se habían tuteado. Incluso había salido con Tom en el instituto.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. Había estado con su madre, Gabe y Hannah en el restaurante Jerry's y luego habían ido al estudio de Hannah para llamar a Garth a Boise. Ahora toda la familia sabía lo sucedido y le prestaban su apoyo.

—Mica dice que mi papá es su papá —dijo Angela con lágrimas en los ojos.

—Me lo dijo mi madre —insistió Mica.

Tom soltó una incómoda carcajada.

—He intentado convencerlas de que debe de haber dos Keith O'Connell. Pero Mica insiste en que su padre ha vivido aquí mucho tiempo, y sé que no hay dos Keith O'Connell en Dundee.

Reenie sintió que le ardía la garganta. ¿Cómo podía explicarlo? Tendría que humillarse delante de todo el pueblo. Pero lo peor era el daño que la verdad les causaría a sus hijas.

—Angela…— tragó saliva con dificultad y miró a Mica. La niña no era tan bonita como su hija, pero algún día sería una auténtica belleza. Sus ojos brillaban de inteligencia, pero en aquel momento estaban tan cargados de indignación y dolor que a Reenie se le encogió el corazón. Quería odiar a esa niña tanto como a Liz, pero ¿qué ganaría? Aquella pobre criatura era una víctima del error de Keith, tanto como ella y sus propias hijas.

Se arrodilló delante de las niñas, tomó la mano de Angela y se obligó a hacer lo mismo con Mica.

Al principio los fríos dedos de la niña le provocaron rechazo. Mica era el resultado de la traición de Keith, y simbolizaba el reto más difícil que había tenido que afrontar Reenie en su vida. Pero la fragilidad de aquel cuerpecito y de aquellos ojos que parecían saber demasiado para su corta edad le hicieron apretarle afectuosamente la mano.

—Angela, ¿recuerdas cuando te dije que papá había cometido un error?

—Sí —respondió su hija—. Dijiste que fue como cuando Isabella rompió tu jarrón favorito.

—Eso es. Papá hizo algo que tuvo consecuencias. También hemos hablado de eso, ¿verdad?

Angela asintió, pero los ojos volvieron a llenársele de lágrimas.

Mica puso una mueca de dolor cuando a Angela se le escapó un sollozo, y eso hizo que también a Reenie se le saltaran las lágrimas.

—Bien, una vez, cuando papá estaba de viaje, antes de que tú nacieras, se enamoró de la madre de Mica y…

Mica bajó la mirada a la alfombra.

—Y formó otra familia —concluyó Reenie.

Al oírla, Sherry Foley ahogó un gemido. Agnes se llevó una mano a la boca y Tom abrió los ojos como platos. Reenie los ignoró y consiguió sonreír a través de las lágrimas.

—Mica dice la verdad. Sólo hay un Keith O'Connell. Pero él os quiere a las dos por igual.

De repente la puerta se abrió y apareció Liz, impecablemente vestida y acicalada y con gafas de sol ocultando sus ojos.

Reenie soltó al instante la mano de Mica, quien corrió hacia su madre.

—Quiero volver a California —dijo entre sollozos.

Angela se arrojó en los brazos de Reenie, llorando.

—Yo también quiero que se vayan.

Reenie se levantó lentamente y encaró a la mujer con la que su marido se había acostado durante los últimos nueve años. Era imposible adivinar lo que estaba pensando tras aquellas gafas de sol. Parecía tan distante, tan fría y serena… Pero tenía tiritas en todos los dedos. Aquello indicaba algo…

—Siento llegar tarde —les dijo Liz a los sobrecogidos testigos, y se marchó con su hija como si Reenie y Angela no estuvieran allí.

Reenie se frotó los ojos y besó a Angela en la cabeza.

—Todo saldrá bien —le prometió, pero no pudo contener las lágrimas cuando Tom, Sherry y Agnes las abrazaron a la vez.