15 de junio de 1952.

Templo de las Inscripciones. Chiapas, México.

Tres metros bajo el nivel del suelo.

—Señor… la hemos abierto.

Ruz L’Huillier levantó la vista, sin creérselo aún. Llevaba mucho tiempo esperando aquel momento. Al mirar a su ayudante, este asintió, confirmándoselo. El arqueólogo de cuarenta y seis años le dio un empujón y avanzó hacia la entrada de la tumba. Sintió el olor a moho, y la humedad de la cripta hizo que el sudor de su espalda se le pegara a la camisa. Respirando agitadamente, introdujo la cabeza por la angosta abertura.

—Linterna… —dijo, estirando su brazo derecho.

Enseguida sintió el objeto en su mano y, al encenderla, se dio cuenta de que el haz de luz temblaba. Intentando tranquilizarse, hizo un rápido barrido, respirando un aire que había estado encerrado durante más de mil años. De repente, frenó en seco su mano, que apuntaba al techo.

—No puede ser… —murmuró, avanzando un paso.

Cientos de estalactitas poblaban la cámara. Un crujido, bajo su pie, le hizo enfocar al suelo, plagado de estalagmitas. Esto no es lógico…, pensó. Según sus estudios previos la cámara tenía unos mil seiscientos años de antigüedad; sin embargo la presencia de esas formaciones parecía indicar mucho más tiempo, y eso no tenía sentido. Murmurando en voz baja recorrió el interior con la luz. Calculó que debía de tener unos cuatro metros de ancho y unos seis de altura. Entonces vio algo más. En el centro de la estancia, sobre el suelo, había una gran lápida de piedra y sobre ella se distinguía, perfectamente, un grabado. Con cuidado para no estropear nada, avanzó y enfocó con la linterna.

—Pero… ¿qué demonios es esto? —masculló.

Dio un paso hacia atrás, sin dar crédito a lo que veía. El movimiento de la linterna hizo que en la pared de la derecha se dibujara una sombra que parecía una silueta humana. Se le aceleró el corazón. Rápidamente enfocó hacia el bulto y distinguió los restos de varios cadáveres, dispersados por el suelo. Algo más aliviado, exhaló el aire que había retenido. Algo más le llamó la atención y se acercó, cautelosamente, a uno de los cuerpos. De pronto se dio cuenta de que fuera no se oía ningún ruido, y todos los hombres de su equipo permanecieron en silencio, algo inédito en los tres años que llevaban trabajando en esa cripta.

Enfocó el cráneo de uno de los cadáveres y Ruz L’Huillier ahogó un grito. A pesar de su amplia formación académica, y una experiencia de nueve años como arqueólogo, nada —ni nadie— le había preparado para ese hallazgo: ante él descansaban los restos óseos de un cuerpo que parecía humano, pero con un cráneo extremadamente alargado, y sin dientes en las mandíbulas. Enfocó los otros especímenes y los pelos se le pusieron de punta: tenían exactamente la misma estructura ósea. Dejando caer la linterna, dio media vuelta hacia atrás y, oyendo el crepitar de varias estalagmitas bajo sus pies, salió apresuradamente de la cavidad.