7
Lechuzas

No hay un gran genio sin mezcla de locura.

ARISTÓTELES

Domingo, 15 de marzo de 2009
06:30 horas

El pitido de la alarma vibró en los tímpanos de Alex, llegando a su corteza cerebral inmediatamente, aunque su consciencia tuvo que atravesar lo que le pareció una densa niebla para darse cuenta por fin de que estaba en su cama y oyendo su despertador. Sus neuronas comenzaron a enviar impulsos y, con los ojos aún cerrados, lo golpeó sin piedad de un manotazo, apagándolo. Se había olvidado de desconectarlo a pesar de ser su día de descanso. Al menos no he tenido pesadillas, pensó, algo más despierto. Entonces recordó lo ocurrido la tarde anterior.

La imagen de Lia se le apareció, copando toda su atención. Aún no tenía del todo claro cómo había logrado encontrarla. Él no creía en las casualidades, aún menos en las de ese tipo, pero tampoco podía llegar a comprender cómo el dispositivo podría haberle ayudado. Es algo demente, se dijo. Y para colmo, Predator había detectado una nueva pauta anómala, motivo por el cual le había llamado Chen, justo en el preciso instante en que casi se daba de bruces con su compañera. Por suerte, ella no le había visto. Pero todo aquello debía de estar relacionado, pensó. Por desgracia, la posterior conversación con Chen no le ayudó en absoluto: el informático le confirmó que, efectivamente, Predator había encontrado una nueva pauta de respuesta anómala, pero, a pesar de ser el segundo hallazgo positivo de esa tarde, tampoco había podido localizar el código asociado a dicha respuesta. Según los análisis estadísticos, la trayectoria que había recorrido se debía al azar, algo que, evidentemente, no se tragaba.

Poniéndose en pie, Alex pensó que, definitivamente, su teoría de que el fallo pudiera estar en el hardware había ganado enteros. Sin embargo, aún quedaba mucho trabajo por hacer, incluido el explicar a Stephen y al resto del equipo su arriesgada maniobra de haber sacado el dispositivo fuera del laboratorio sin permiso. Agotado, Alex le había propuesto a Chen almacenar los datos en una carpeta protegida, y posponer las explicaciones. El asiático aceptó enseguida.

Ya con una taza de café en la mano y aún dándole vueltas a la cabeza, Alex encendió su portátil. Puso una expresión de sorpresa al ver cómo el icono del programa de chat comenzaba a dar saltos nada más arrancar el sistema operativo de su portátil. Pero ¿qué demonios…?, pensó. Sin darle más tiempo, una voz emergió de los altavoces del Macbook.

—Madrugador como siempre, aunque sea tu día de descanso.

Alex se quedó con la boca abierta y la taza pegada a los labios. El rostro de Jules Beddings le sonreía, desde una ventana que había emergido en su pantalla. Se las había apañado para iniciar una videoconferencia en su portátil.

—¿¡Pero qué estás haciendo!? —dijo, furioso—. ¿Cómo puedes saber que hoy no trabajo? Y, más importante aún, ¿¡qué haces accediendo a mi ordenador!?

—Me subestimas, amigo —dijo Jules, con sorna—. Lo importante no es cómo sé cosas, sino qué cosas sé…

—No estoy para juegos de ingenio, Jules —siseó Alex, escupiendo las palabras—. Eres un insensato, y sin escrúpulos. ¡Te pido que interrumpas ahora mismo esta videoconferencia no autorizada!

—Solo unos minutos, compañero… —dijo Jules, hablando despacio—. Y no me hables de escrúpulos, que tú también optaste por la empresa privada. Y cuando están en juego miles de millones, esos escrúpulos hay que dejarlos a un lado. —Alex hizo un gesto de desprecio que Beddings pasó completamente por alto—. Aparte del dinero, ¿te has planteado que podrías formar parte de la Historia? Créeme, hablo de una tecnología que pondrá patas arriba la forma que tenemos de ver el mundo. ¿Acaso piensas que el juguete de Stephen solo sirve como callejero? Se pueden crear aplicaciones de todo tipo, enfocadas a casi cualquier profesión… Solo para empezar, ya puedes dar a los GPS por muertos. En unos años todo el mundo usará ese dispositivo en su lugar. —Jules hizo una pequeña pausa antes de continuar—. Pero ve más allá: un ejemplo que te sonará cercano, la medicina. ¿Has pensado lo útil que sería ese dispositivo para, por ejemplo, guiar intervenciones o asistir a los cirujanos con poca experiencia? ¿Y los ingenieros y técnicos industriales? ¡Ya no necesitarían planos, ni ellos ni nadie! En ese dispositivo la información se muestra en tres dimensiones, en tiempo real y ajustada a las necesidades del usuario. ¡No se trataría solo de ganar dinero vendiendo el dispositivo, ya que todo el mundo querría uno! ¡El verdadero negocio residirá en el software que se genere para él!

Alex asintió sin darse cuenta. El discurso de su compañero le tenía embelesado. Abrumado por los problemas que le habían pedido resolver, ni se había parado a plantearse las maravillosas posibilidades que ofrecía la tecnología con la que estaba trabajando.

—¿Te das cuenta —continuó Jules— de que cada persona podría adquirir paquetes adaptados a sus necesidades? Se podrían comprar de forma inmediata, por la red, y personalizados. Esto va a suponer una revolución equivalente a la industrial o a la de Internet, ¡pero con copyright! —el tono de su discurso aumentó—. ¿Y entiendes que quien venza en esta carrera va a ganar muchísimo dinero y formar parte de la Historia? ¿No te das cuenta de que probablemente el Nobel esté llamando a la puerta del equipo que lo desarrolle? ¡Estoy seguro de que el propio Einstein cambiaría su aportación a la Segunda Guerra Mundial por algo como esto!

Jules terminó su discurso enfervorizado, y Alex se dio cuenta de que se había dejado atrapar por él. Prácticamente le había faltado aplaudir al final. Por contra, un intenso silencio se hizo en la habitación. Estaba tan abstraído, que apenas recordaba la afrenta que suponía que ese hombre hubiera entrado en su ordenador sin permiso.

—Ya tengo un compromiso —fue lo único que consiguió balbucear, intentando ganar algo de tiempo. Tenía la sensación de que no estaba controlando la situación.

—Te resumiré tu «compromiso» —contestó Jules, complaciente—: es un gran fracaso. «Tú» eres el más brillante de ese grupo. Sin embargo, Stephen te ha llamado el último, y lo ha hecho cuando ha sido consciente de que no iba a poder resolver sus problemas con las personas que había seleccionado. Muy típico de él, si me lo permites. Es un mediocre, y tú eres un parche de última hora en un proyecto que está condenado al fracaso. Seamos francos, el mayor aliciente que tienes para seguir en ese proyecto no es el dinero… —hizo una breve pausa, y pronunció sus siguientes palabras muy despacio—. ¿Por qué no la invitas a «ella» a venirse? También puedo mejorarle su sueldo.

Alex sintió por fin que algo le explotaba por dentro: Jules había dado en el clavo.

—¡Esta vez has ido demasiado lejos! —gritó, señalando la pantalla con un dedo—. ¡No te consiento que hables de esa forma de mi vida, no eres quién para juzgarme, mucho menos para saber qué es lo que me conviene! ¡No todos somos como tú, maldita sea! ¿Quieres saber, realmente, lo que pienso de tu visión, del dinero y de la fama?

Jules arqueó las cejas.

—Claro, por supuesto que me encantaría saberlo… —dijo, con voz suave.

Alex se dispuso a gritar de nuevo, pero entonces se dio cuenta de que no encontraba las palabras. ¿O era el ánimo? Sintiendo cómo se le nublaba la vista, y sin pensar en lo que hacía, pulsó la combinación de cuatro teclas que provocaban un apagado inmediato del portátil. En menos de dos segundos el ordenador dejó de funcionar, y en el despacho solo se oía su respiración agitada. No había podido decirle a Jules lo que pensaba de su visión… porque realmente le parecía mejor la de Stephen.

Alex pulsó el timbre por tercera vez. Al igual que en las anteriores veces, nadie respondió. A punto de desesperarse, decidió usar su móvil para llamar a la persona que vivía en aquella casa en la que el timbre de la puerta no parecía servir para nada.

—Hola, tío, ¿dónde andas? —oyó al fin, por el móvil.

—¿Cómo que «dónde andas»…? —respondió, resoplando—. ¡Estoy delante de tu casa, he llamado varias veces al timbre!

—¡Vaya! Se ve que mis padres no están, y yo tengo los auriculares puestos. He visto la llamada de milagro, colega.

Alex bufó. Unos instantes después entraba en el dúplex de los padres de Jairo Moyer, más conocido como Owl, su nick de Internet. El mote, que significaba «lechuza» en inglés, le venía como un guante: podía pasar noches sin dormir ejerciendo como hacker, y luego simular llevar una vida normal, como administrativo de nivel bajo en una Oficina de Empleo de la capital. Ese trabajo le permitía disimular bastante bien frente a Hacienda y frente a sus propios padres, que pensaban que lo que su hijo hacía por las noches era jugar con el ordenador, algo que, en cierto modo, era cierto, tal como afirmaba él mismo.

—¿Cuándo piensas emanciparte? —preguntó Alex, despegando de su zapato un trozo de pizza que había pisado.

Le resultaba bastante curioso que uno de los mayores piratas del inframundo de Internet, con más de treinta años, viviera aún con sus padres. No era por falta de dinero, ya que había amasado una pequeña fortuna pirateando desde niño. Empezó copiando cintas de casete para los ordenadores de la época: Spectrum, Commodore, Amstrad y MSX. Luego fueron los disquetes, los CD-Rom, los DVD, los cartuchos, los videojuegos para consolas… Cualquier formato digital creado por el hombre había pasado (ilegalmente) por sus manos. En los últimos años se había especializado en la transferencia masiva de contenidos a través de servidores «prestados» en Internet, olvidando el almacenamiento físico. No existía software comercial que él no controlara en su «nube» de archivos de la red.

—Pues que sepas que estoy harto de mis padres, tío. ¡Cada día me dan más la lata! ¿Te puedes creer que anoche mi madre me preguntó que para qué quiero tantos ordenadores? —dijo con los ojos desencajados, como si la pregunta de su madre hubiera sido que por qué no degollaba un cordero como sacrificio a los dioses—. ¡Me asfixian, colega!

—Los pisos han bajado de precio, deberías plantearte comprar uno —respondió Alex, mientras rascaba los restos de masa de la pizza del borde de su zapato.

—¿Estás loco? ¿Quién me va a hacer entonces la comida, o lavarme la ropa? —contestó el hacker, con los ojos completamente abiertos—. Tienes unas ideas absurdas. A veces creo que no piensas las cosas que dices, tío.

—Comida y lavadora —contestó Alex—. Dos escollos insalvables…

—Para mí, sí —dijo Owl, mordiendo un pedazo de pizza que acababa de coger de una caja grasienta—. ¿Qué te trae por aquí? Estaba ocupado, leyendo unos archivos, digamos, un poco confidenciales, sobre el escándalo ese de la financiación política, el que ha salido en la tele. ¡Menudos huevos tiene ese tío, el periodista que lo ha sacado todo a la luz! ¿Quieres leerlo?

Owl era un fanático de esos programas de televisión nocturnos que se dedicaban a airear trapos sucios ajenos bajo una supuesta fachada de periodismo de investigación. Lo malo es que millones de espectadores parecían pensar lo mismo.

—No te molestaré mucho —dijo Alex, observando las montañas de discos duros que poblaban las mesas—. Esta mañana me han hecho un ataque: han entrado en mi Macbook Pro a través de Internet.

—¿A ti? ¡Supongo que te habrás asustado! —dijo el pirata, riendo con la boca llena, y Alex le fulminó con la mirada—. Vale, tío, era broma. ¿Quieres que descubra quién lo ha hecho?

—No, sé quién es. De hecho, hemos hablado por videoconferencia, ese ha sido el ataque: ha iniciado el programa nada más arrancar el sistema. Está claro de que lo ha hecho así para que sepa que me tiene controlado.

—Eso es chungo, tío… —dijo Owl, masticando.

Alex asintió.

—Sí, muy «chungo», como tú dices. Escucha, estoy metido en un nuevo proyecto que tiene unas cláusulas de confidencialidad draconianas, y estoy trabajando con el portátil. Necesito que elimines lo que sea que permite a ese tío acceder, y que me garantices que nadie más va a poder hacerlo. Es muy importante, no me importa pagar si es necesario instalar o comprar algún programa.

—¿Estás de coña? —dijo Owl, frunciendo el ceño—. Tío, hoy dices unas cosas muy raras. ¿Se te ha olvidado que tengo almacenado algún que otro programa? —dijo, guiñando un ojo—. Tranquilo, que creo que encontraré algo para ti, y otro día me invitas a una pizza, ¡que este mes no sé si me llega! —dijo, riendo con la boca llena y escupiendo pequeños trocitos de masa.

El pirata se puso manos a la obra. En unos instantes había instalado un par de programas en el portátil, que se había bajado de los servidores del mayor banco español y de unos grandes almacenes muy conocidos. En ambos casos disfrutó mostrándole a Alex cómo acceder a sus supuestamente protegidos ordenadores sin excesiva complicación. Sus dedos regordetes se movieron sobre las teclas a toda velocidad. Escribía órdenes directamente sobre el terminal del sistema, así accedía más rápido a lo que necesitaba. Prácticamente no usó el trackpad del portátil.

—¡Aquí está! —no habían pasado ni cinco minutos desde que había empezado a teclear—. Tienes instalado un programa que avisa a un servidor externo cuando te conectas. La mala noticia es que permite ver lo que haces; la buena, que lo han usado esta mañana por primera vez, así que poco han podido rastrear.

—¿Has sacado todo eso en menos de cinco minutos? —preguntó Alex, incrédulo—. ¿Puedes hacer que no ocurra más?

—Sí, claro —respondió su amigo, masticando—. Instalaré un programa residente encargado de monitorizar las entradas y salidas. Aparte de eso, hay un par de preguntas que tú deberías hacerte, ¿no crees?

—Llevas razón —dijo Alex, pensativo—. Supongo que la primera es fácil: ¿cómo han instalado ese programa?

—¡Premio! —dijo Owl—. El sistema operativo de estos cacharros en general es seguro, el programa no ha llegado en forma de virus.

—Tampoco me he descargado nada últimamente, así que, ¿cómo ha llegado ese programa al disco duro de mi ordenador?

—¡Esa es la pregunta correcta! —dijo el pirata, señalándole con ambos dedos índices y los pulgares levantados—. Y la respuesta no te va a gustar nada: ha sido instalado a mano.

—¿A mano? ¡Pero si no me separo del ordenador! Además, hace falta conocer la contraseña de administrador para acceder e instalar programas, ¿no?

—Cálmate y piensa un poco —dijo el hacker, poniendo los ojos en blanco—. En tu nuevo trabajo, ese que es tan secreto, ¿es posible que te hayas separado de tu portátil en algún momento?

—Continuamente, Owl, pero allí no creo que…

—Pues ha sido allí, a menos que tengas fantasmas en casa. Ahora, la segunda pregunta: ¿te he preguntado tu contraseña?

—Esto… ¿no lo has hecho? —preguntó Alex. Una sombra pasó por su semblante cuando comprendió lo estúpido que había sido.

—Hazte un favor a ti mismo —continuó Owl— y cambia tu contraseña. Por favor, deja de usar «Lia» de una vez.

Alex notó un sabor amargo subiéndole por la garganta y aterrizando en su lengua. En los últimos días parecía que nada le salía bien. Se sintió especialmente torpe y desprotegido.

—Todo esto es de locos… —dijo, mirando a su amigo y negando con la cabeza— y encima yo he sido el más estúpido de todos.

En ese momento sonó su móvil. Sin mirar la pantalla descolgó y se pegó el aparato a la oreja. Antes de poder decir nada, oyó la voz de Boggs, en tono imperativo:

—Alex, reúnete ahora mismo conmigo en el laboratorio. Smith se dirige hacia tu casa.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó, confundido.

—Voy a detener el proyecto.

—¿Qué? —exclamó Alex—. ¡No, Stephen, justo ahora no! Mañana pensaba contarte que…

—Alex, no tengo otro remedio —oyó que decía Boggs, en tono apesadumbrado—. Ha muerto otro operario.

—Uno de los técnicos de mantenimiento, Jeremy, ha fallecido como consecuencia de una hemorragia cerebral aguda —Boggs miró su reloj—. Ha ocurrido hace unas dos horas.

Su voz sonó cansada, algo que concordaba con su aspecto. Lentamente, posó la vista sobre cada uno de los presentes. Alex había tenido una sensación de déja vu nada más entrar en el despacho, donde ya estaban sentados sus compañeros. Todos estaban muy serios, y Lia tenía, además, los ojos enrojecidos y las mejillas húmedas. Le resultó obvio que había estado llorando.

—La hemorragia ha sido de instauración brusca —continuó Boggs—. Es difícil saber cuál es su origen, ya que al parecer el técnico ha sufrido una caída y ha quedado inconsciente, no volviendo ya a despertarse. El problema reside en que los facultativos que le han atendido no saben si la hemorragia ha sido la causa o la consecuencia de dicha caída. Por desgracia, ambas posibilidades son factibles.

Alex pensó que esta era la cuarta persona afectada en el seno del proyecto. Tres habían muerto ya, y el que sobrevivía lo hacía a duras penas, pues su pronóstico era infausto. Se dio cuenta de que el problema se les había ido de las manos. ¿Estará Jules en lo cierto?, pensó. Antes de responderse a sí mismo, se sorprendió pensando en que lo más llamativo era que seguía sin ser del todo evidente que la causa de los eventos residiera en el proyecto. Hizo un rápido recuento mental: un suicidio en una persona deprimida, una rotura de aneurisma en un cocainómano, un accidente de tráfico en un enfermo de epilepsia, y ahora una hemorragia cerebral que podía ser consecuencia de una caída. Ninguno parecía relacionado con el resto, ni por supuesto con el proyecto.

Él no creía en las casualidades, pero estas podían producirse: cualquiera podía caerse al suelo y golpearse la cabeza. En ese caso la hemorragia sería una consecuencia lógica. Él había tratado innumerables cuadros así, pero si la caída había ocurrido como consecuencia de la hemorragia, entonces todo cambiaba, por ello era fundamental conocer el origen de la hemorragia intracraneal. Otro aneurisma roto sería como para salir por patas de aquí…, pensó, con cinismo. Depresión, aneurisma, epilepsia, hemorragia cerebral…, meditó, ¡cerebral!, pensó de repente, y casi lo dijo en voz alta. ¡Ese tiene que ser el nexo!…, se dijo a sí mismo, y se prometió investigarlo más tarde. El discurso de Boggs, que continuaba hablando, le hizo salir de su ensimismamiento:

—Así que estoy preocupado por el proyecto, pero también por la seguridad del personal. Creo que los sucesos no están relacionados… —hizo una pausa—, pero la prudencia me obliga, en contra de mi criterio, a paralizar nuestra labor —dijo al tiempo que levantaba la mirada desde la mesa.

Un profundo silencio invadió el despacho. Parecía que nadie se atreviera ni a respirar. Chen rompió el hielo:

—Hemos repasado el software de arriba abajo, y vamos a seguir haciéndolo. Tengo razones para creer que es posible que este no sea la causa de lo que le ha ocurrido a estas personas —dijo, mirando de reojo a Alex.

—Estoy de acuerdo —dijo Gekko, para sorpresa de todos—. Nosotros también hemos hecho los deberes. Hemos rastreado todos los equipos en busca de radiaciones de cualquier tipo, fugas, electricidad estática… y nada, todo funciona a la perfección. Además, Jeremy era parte del equipo de mantenimiento, y no se había acercado al dispositivo. Supongo que eso resta bastantes probabilidades a la hipótesis de que su muerte pueda estar relacionada con este, ¿no es así?

Stephen asintió con la cabeza y se dirigió a Lia y a Alex:

—¿Qué pensáis vosotros?

—Me contrataste para que coordinara el desarrollo de las pruebas —contestó Lia, con un evidente temblor en su voz—. Y tras ver lo que ha sucedido, solo puedo concluir que está ocurriendo algo que desconocemos y que está perjudicando a nuestros hombres. Solo puedo aconsejar detener las pruebas e incluso el proyecto, hasta que sepamos qué es lo que está pasando. No puedo dejar que ocurran nuevos incidentes —concluyó, con la voz ahogada, y limpiándose las mejillas de lágrimas. Alex hubiera deseado coger sus manos, separárselas de la cara y besarla, con ellas cogidas. Se dio cuenta de que Boggs le estaba mirando con gesto interrogante. Esperaba su respuesta:

—Ya sabéis todos que no creo en las casualidades… —dijo con voz firme, y se fijó en que Boggs contrajo el rostro—. Estoy casi seguro de que estos eventos están relacionados. El origen tiene que encontrarse en el seno de este proyecto, pero no puedo demostrarlo de ninguna forma, ni siquiera tengo una teoría de por qué puede estar ocurriendo —mintió, pensando que no era el momento de exponer la vaga idea que se le acababa de ocurrir—, así que tampoco puedo recomendar que se detenga el proyecto.

Boggs volvió a respirar, evidentemente aliviado, incluso se le escapó una leve sonrisa. Estaba claro que esperaba que saliera a su rescate, y así lo había hecho, lo curioso era que no habían necesitado ni hablarlo. Mucho más complicada, pensó, iba a ser la reacción de Lia. Al mirarla, vio que le estaba atravesando con la mirada. Genial, pensó irónicamente.

—¿Estás seguro? —le preguntó Boggs.

—Completamente —contestó él—. Insisto en que no puedo recomendar que se detenga, pero en caso de que sigamos adelante creo que debemos adoptar ciertas medidas preventivas. Además —dijo devolviéndole la mirada de soslayo a Chen—, creo que debemos empezar a trabajar en la parte del proyecto sobre la que menos control tenemos.

—¿A qué te refieres? —dijo Boggs, enarcando las cejas.

—Hemos repasado el software y las pautas de respuesta que este genera. Todo parece correcto, y aunque Predator ha encontrado anomalías, es importante destacar algo: que no las localiza en el código. Es un detalle fundamental que no quiero que se pase por alto. Por su parte, Mark afirma que sus equipos funcionan perfectamente, y acaba de señalar que no hay emisiones incontroladas de ningún tipo. Sin embargo, hay una parte que ni Mark, ni ninguno de nosotros, controlamos —hizo una pausa para captar la atención de todo el equipo—: el chip del procesador central, el que nos han cedido para que probemos el dispositivo. Este escapa a nuestro desarrollo, es la parte que menos conocemos y controlamos, y, por exclusión, en la que deberíamos centrarnos ahora.

La expresión de sorpresa de sus compañeros fue más que evidente.

—¿El chip? —preguntó Lia, con evidente gesto de sorpresa—. Pero ¿qué tiene que ver…?

—Stephen —dijo Alex interrumpiéndola, pero satisfecho por haber atraído su atención—, ¿estamos completamente seguros de que este chip está libre de código y que se limita a procesar el que le enviamos nosotros?

—Entiendo tus dudas acerca del chip —respondió Boggs, con lentitud—, pero tenemos unas condiciones para su uso.

—¡Al cuerno con las condiciones! —dijo el neurólogo, levantándose—. No te estoy pidiendo que subas su foto a Facebook, ni que lo abras como si fuera un libro…, ¡solo quiero saber si tiene código en su interior! ¡Y no creo que las cláusulas de confidencialidad que todos hemos firmado sean un impedimento para responder con un «sí» o un «no» a esa sencilla pregunta!

Todos se volvieron hacia Boggs, que había palidecido. Este habló con voz calmada, a pesar de que su nerviosismo era evidente. Alex admiró su capacidad de autocontrol.

—De acuerdo, tranquilicémonos. Había pensado en detener el proyecto de forma inmediata, pero creo que podemos demorar la decisión unas horas.

—Stephen, debes detenerlo ahora mismo —dijo Lia, con voz gélida.

Sin embargo, Boggs no contestó. Los ojos de la neuróloga brillaron, furiosos, y mantuvo la mirada del americano durante unos segundos que se le hicieron eternos a todos, especialmente a Alex. Este notó cómo el color de los labios de su compañera cambiaba del rojo al blanco. Finalmente, Boggs habló:

—Lia, necesito unas horas para lo siguiente: voy a tratar de organizar una reunión urgente con los desarrolladores del chip —dijo, para sorpresa de todos—. Esto es alto secreto, ni siquiera vosotros deberíais saber que vienen. Alex —añadió, volviéndose hacia él—, tú eres el que has mostrado dudas acerca del chip, y ellos son los que nos lo proporcionaron, así que pediré permiso para que estés presente. Propongo celebrar esa reunión, y en función de lo que se acuerde en ella, y de lo que opine Alex, decidiremos si seguimos adelante o no.

Alex se quedó sorprendido por la idea de Stephen, sin saber qué decir. Se dio cuenta de que, poco a poco, todos empezaron a asentir con la cabeza, aprobando su propuesta, salvo Lia, que le miraba con los labios contraídos. Al final, todos se volvieron hacia él, expectantes.

—Por mí, perfecto —dijo él en voz alta, y asintiendo también.

Todos le sonrieron excepto Lia.

Lo primero que vio Alex al bajar del vehículo fue una hilera de camiones de las principales cadenas de televisión. Se alineaban alrededor del estadio de fútbol de la ciudad. Su equipo jugaba en Primera División, y esa noche el visitante era el Fútbol Club Barcelona. Por suerte aún era temprano y apenas se veían unos pocos seguidores. Unas horas más tarde eso sería un hervidero de gente, pensó Alex. Vio que Boggs le señalaba hacia el restaurante ubicado frente al estadio, era uno de los más elitistas y reservados de Almería.

—Solo una pregunta —dijo, antes de entrar—. ¿Cómo has podido organizar esta reunión tan rápidamente? Apenas hace unas horas que ha ocurrido la última muerte.

—Pensaba que lo habrías intuido —contestó Boggs, sonriendo—. Ya la tenía organizada.

—Espera un momento —Alex se detuvo—. ¿Estas personas ya estaban de camino mientras nosotros hablábamos en el laboratorio?

—A punto de aterrizar, para ser más exactos. Alex, es más sencillo de lo que piensas —dijo Boggs, poniéndole las manos sobre los hombros—. Hay mucho dinero en juego aquí, bastante más del que te puedas imaginar, pero han muerto tres personas, y otra está en coma, y ni siquiera nosotros, que conocemos el proyecto a fondo, conseguimos ponernos de acuerdo sobre si esos sucesos están relacionados con él o son pura casualidad. Y eso que se supone que somos unas mentes privilegiadas… —al decir esto último sonrió de forma irónica—. ¿Crees que me ha costado mucho deducir que iba a ser necesario organizar esta reunión? Simplemente me he adelantado al último de los acontecimientos, una habilidad que siempre he tenido y por la que supongo estoy aquí. Ahora vamos dentro, llegamos tarde.

Boggs entró en el lujoso local y Alex le siguió. Tenía una sensación creciente de que le ocultaban algo y no sabía si podía fiarse de Boggs. Molesto, se prometió a sí mismo empezar a tomar la iniciativa en ese asunto, y decidió que esa conversación iba a ser un buen momento para empezar a hacerlo.

Smith les acompañó, aunque se quedó junto a la pequeña barra de la entrada, con las manos cogidas por delante. En esa postura, Alex pensó que se asemejaba mucho más a un agente de la CIA que a un simple chófer. Todo aquello empezaba a recordarle a los thrillers que tanto le gustaba leer. Los dos últimos que había leído, precisamente, estaban protagonizados por un sacerdote exagente de la Agencia, el padre Anthony Fowler. En ese momento le hubiera gustado parecerse a él. Ese sí que sabe desenvolverse, pensó con fastidio, no como yo, incapaz de distinguir un chófer de un espía.

Sumido en esos pensamientos siguió al maître, que les condujo a un reservado donde esperaban, ya sentadas, dos personas. Una era un varón blanco, de unos cincuenta años, con evidente sobrepeso, gafas amplias y con un impecable traje gris a rayas. Se presentó a sí mismo como John Cobitz, y Alex lo catalogó inmediatamente como el típico ejecutivo americano, rico y pagado de sí mismo. El otro tipo parecía ser más joven, tenía el pelo alborotado y unos pequeños ojos verdes que escondía tras unas gruesas gafas. Podía tener unos cuarenta años, y daba la sensación de que le habían sacado de la cama a patadas para meterle en el avión. Stephen lo presentó como Adam Stokes, ingeniero informático, y a Alex le inspiró bastante más confianza que el otro.

Una vez que estuvieron todos sentados, tras unas breves palabras de cortesía de Boggs, Alex dijo:

—Señores, creo que ya me conocen, así que no les haré perder su precioso tiempo. No confío en su chip.

Un silencio glacial se apoderó de la sala. De reojo, Alex vio que una gota de sudor asomó por el borde superior de la frente de Cobitz. Estaba claro que por fin había tomado la iniciativa, pensó. Lo que le sorprendió fue ver una fugaz sonrisa en el rostro del informático, que parecía estar divirtiéndose, algo que, evidentemente, le llamó la atención.

—Señor Portago… —comenzó a decir Cobitz, aprovechando su breve momento de despiste.

—«Doctor» Portago. Y si me permite, aún no he finalizado mi exposición —dijo Alex rápidamente, para sorpresa del ejecutivo, que se quedó callado—. No tengo ninguna prueba objetiva de que los sucesos que nos han traído hasta aquí estén relacionados, así que no puedo pedir que se paralice el proyecto. Sin embargo, sería estúpido no suponer, al menos, que dichos eventos pudieran tener algo que ver, ya que todos se han producido después de la llegada de su chip.

—¿Y la epilepsia de Cole o la depresión de Alexis? —protestó el ejecutivo—. Por no hablar de…

—Sí, el consumo de cocaína de Connor —se adelantó Alex, satisfecho de ver las nuevas expresiones de sorpresa, incluida la de Boggs—. ¿Acaso piensan que soy idiota? Investigo, señores, ustedes me pagan para eso. Y sin embargo, se me ha ocultado información. De momento, obviaremos esta parte, ya que es intrascendente para lo que deseo transmitirles. —Alex se dio cuenta de que realmente estaba disfrutando—. Lo importante es que, si bien esos antecedentes existían, ¿por qué nadie había sufrido ningún percance hasta la llegada de su chip?

—Supongo que el estrés acumulado… —intentó contestar Cobitz, con la frente perlada de gotitas.

—¡Se lo advierto, no juegue conmigo! —saltó Alex—. Le recuerdo que no tengo nada que demuestre que debamos parar el proyecto, pero tampoco garantías para poder seguir. ¡Hoy mismo ha muerto otra persona! Si de nuevo ha sido por un proceso neurológico, les aseguro que va a ser muy difícil defender ante un tribunal que decidimos seguir con el proyecto, así que solo lo preguntaré una vez: ¿pueden garantizarnos que ese chip es seguro?, ¿que no contiene código?, ¿que no altera el software?

De nuevo la sala quedó en silencio. Alex respiraba algo más agitado de lo que hubiera deseado, y vio que Boggs tenía los ojos desencajados. Tras unos segundos, Cobitz por fin habló:

—Doctor Portago —balbuceó, como si estuviera midiendo cada palabra—, entienda que trabajamos para una empresa de gran renombre en el panorama internacional, que ni siquiera puedo citar. Estas muertes son un inconveniente, pero…

Alex puso los ojos en blanco, dándose cuenta de que ese cretino estaba enrocado en un papel del que jamás podría salir. Le habían mandado un interlocutor no válido para esa conversación. Sintió la sangre hervir en sus venas, al recordar la oferta de Jules y las miradas de desprecio de Lia. Quizá se había equivocado de equipo, pensó, aunque a lo mejor aún estaba a tiempo de arreglarlo.

—¡Le dije que no me tomara por idiota! —dijo, levantándose bruscamente—. Señores, abandono el proyecto.

En ese momento el ingeniero habló por primera vez:

—Doctor Portago, había oído hablar de usted —dijo con voz suave y gestos conciliadores de manos—, e incluso he leído alguno de sus trabajos. Me halaga conocer, en primera persona, que su reputación es tan cierta como imaginaba. Es usted un hombre de principios —dijo, con una sonrisa que parecía sincera—. Por favor, le ruego que se siente, si es tan amable. Si me lo permite, le explicaré por qué creemos que nuestro chip no es el causante de los sucesos de su equipo, y por qué puede usted confiar en él. Le garantizo que tras esta explicación va a desear continuar trabajando en el proyecto. Yo mismo no estaría aquí si no creyera en mi trabajo, que ahora también es el suyo.

—Adam —dijo el ejecutivo—, no creo que debas…

—Creo que debo, John —contestó el informático, sin perder su atractiva sonrisa—. Me has hecho venir hasta aquí, de forma urgente, por si necesitabas ayuda, ¿no? Pues a mí me parece que la necesitas.

Sin dejar de sonreír miró de nuevo a Alex, invitándole a sentarse con un gesto de la mano.

Alex llamó al timbre de la casa de Owl por segunda vez ese día. Aún le daba vueltas a la conversación, ahora más tranquilamente, que había mantenido con Stokes, el ingeniero. Este le había explicado incluso los fundamentos sobre los que habían desarrollado el chip. Al parecer, el problema que limitaba la potencia de los procesadores era el calor que generaban al funcionar. Este, a su vez, era debido a la energía que se perdía, disipada, por la mala conductividad de los materiales de los chips. La mayoría de los fabricantes optaba por utilizar aparatosos sistemas de refrigeración externos, desde inmensos disipadores hasta circuitos de refrigeración líquida. Pero ellos habían emprendido un camino distinto basado en la miniaturización y los materiales superconductores. Con ello habían conseguido reducir las pérdidas de energía y, por lo tanto, la generación de calor.

—Así que en teoría han resuelto el principal escollo que había a la hora de aumentar la potencia de los procesadores actuales —dijo Alex, asintiendo.

—Sí, pero con matices —respondió el ingeniero con una sonrisa—. Siempre habrá pérdida de calor, evitarla es físicamente imposible. Pero si esta es mínima entonces podemos reducir la importancia de su disipación de la energía. Lo importante es que esta, como intuyes, depende de la superficie del chip.

—Exacto, se necesita superficie para disipar el calor. Cuanta más, mejor —añadió Alex—. Así que si el calor no es un problema, os podéis centrar en reducir su tamaño. Y al hacer esto, la energía eléctrica que hace funcionar el chip a su vez recorre menos distancia…

—Por lo que se pierde menos —continuó Stokes—, generando a su vez menos calor y aumentando su eficiencia energética.

—¡Y así habéis invertido un círculo vicioso, convirtiéndolo en beneficioso! —exclamó Alex—. Habéis desarrollado un procesador que pierde poca energía gracias a los superconductores, lo que hace que no se caliente, y posibilita el reducir su tamaño. Con ello, habéis utilizado el mínimo de energía para hacerlo funcionar… ¡brillante!

—Gracias —exclamó el ingeniero—. Las malas noticias son dos: la primera, que el desarrollo ha sido carísimo; la segunda, la tremenda complejidad que requiere el proceso de ensamblaje del chip. Es una obra maestra de ingeniería moderna.

Alex estaba gratamente sorprendido con el discurso de Stokes.

Por fin la potencia del chip dejaba de ser un misterio y pasaba a tener una explicación científica comprensible. Pero a pesar del embelesamiento que producían las amables palabras del ingeniero, no se olvidó del verdadero motivo de la reunión, por lo que hizo la pregunta que había ido a formular:

—¿Hay alguna posibilidad de que el chip contenga algún código que pueda estar interfiriendo con el nuestro?

—¿Y que explique los problemas que están teniendo? —dijo Stokes.

Alex no se amedrentó, a pesar de la amenaza velada que se escondía en esas palabras: el ingeniero insinuaba que podían estar buscando una justificación externa a sus problemas. Era algo que ya había pensado.

—Tengo indicios suficientes para, al menos, estudiarlo con detenimiento. Puedo presentar un informe, si es necesario.

—No es necesario, ya conocemos los resultados de Predator, y entiendo que su suposición es razonable —dijo Stokes.

Alex se sorprendió, pero enseguida se dio cuenta de que, tras los graves incidentes, era normal que Stokes se hubiera informado antes de viajar. Puede que incluso lo haya hecho durante el vuelo. Por eso Cobitz se ha hecho acompañar de un ingeniero, y no de uno cualquiera —pensó, admitiendo que ese tipo le caía bien, e incluso le resultaba familiar—. Ha hecho bien en traerlo consigo.

—Me gustaría entonces que respondiera a esa sencilla pregunta —dijo, sin dar su brazo a torcer.

—Ese chip es un prototipo experimental —dijo Stokes, apoyando los codos sobre la mesa y cruzando los dedos—, de ultima generación y con un desarrollo terriblemente costoso y complejo. Pero, al contrario de lo que usted supone, no contiene nada que pueda estar interfiriendo con el código de su proyecto.

—¿Ondas, radiaciones, residuos de cualquier clase…? —insistió el neurólogo—. ¿Quizás algún otro dato que debamos conocer?

Stokes negó con la cabeza.

—Ni el chip ni ninguno de sus componentes por separado generan emanaciones que puedan afectar al organismo, si es a eso a lo que se refiere. Le garantizo que lo hemos certificado, nuestros estándares de seguridad son los más exigentes de la industria. Es algo que ustedes mismos han comprobado también, aunque no a un nivel tan exigente como el nuestro.

—Tiene que haber algo, entonces… —insistió Alex—. El problema tiene que estar en él.

—Doctor Portago —le interrumpió Stokes, en un tono cordial—, debe usted creerme: hemos realizado múltiples pruebas con ese chip, y actualmente estamos llevando a cabo ensayos con otros similares a ese, investigamos continuamente. En ninguno de nuestros desarrollos ha sucedido nada siquiera remotamente parecido a los incidentes que han acontecido en este proyecto, así que el problema, sea cual sea, no puede residir en nuestro procesador.

Esas palabras fueron definitivas para Alex. Si lo que Stokes acababa de afirmar era cierto —y no tenía motivos para suponer que no lo fuera—, el problema residía en alguna parte de su experimento y no en un procesador que, en otros ámbitos, funcionaba sin incidencias. Era algo bastante razonable.

—De acuerdo, Adam —dijo, asintiendo—. Seguiremos con el proyecto, pero hemos de garantizar la seguridad de las personas que están en él.

—Esa es nuestra máxima prioridad —dijo Stokes, sonriendo.

El ingeniero se levantó y le tendió la mano amistosamente, sellando con ello su acuerdo y respaldando las decisiones que Alex pudiera tomar. Con esas últimas palabras dieron por finalizada la reunión y se despidieron.

En cuanto se hubo separado de Stephen, Alex volvió a llamar a Owl, por eso estaba de nuevo frente a su puerta. De repente esta se abrió, y el hacker apareció, gritándole a alguien, probablemente a su madre:

—¡No vayas a tocar nada de mi cuarto, ya te lo he dicho mil veces: son ordenadores, no adornos! —se volvió hacia Alex, suspirando—. Me tiene frito, tío, ahora le ha dado por decir que tengo muchos aparatos encendidos todo el día y que gastan demasiada luz. ¡Pero si la pago yo! —Hizo un gesto de impotencia y le indicó que entrara, mientras seguía despotricando—. Ya me dirás qué quieres, no te veo en meses y hoy vienes ya dos veces. Te aseguro que te recibo porque me coges de buen humor y tenemos confianza, pero estoy muy ocupado, ¿sabes? Y no tengo todo el día.

—Necesito un favor —le interrumpió el neurólogo—. Y es gordo.

Owl se le quedó mirando. Alex sabía que su amigo era terriblemente curioso.

—Vaya, hoy eres una caja de sorpresas. Tú dirás…

Alex le relató su petición. El pirata se tomó unos segundos para pensar, antes de contestar:

—Tío, hacer eso es muy fácil, no me costará nada —murmuró, con el ceño fruncido—. ¡Y como plan es la bomba! Lo que de verdad me pregunto es: ¿estás seguro de que quieres que haga eso, sabes las consecuencias que podría tener si lo terminas utilizando?

Alex suspiró, sin saber si sonreír o lamentarse:

—Creo que ni yo ni nadie puede imaginárselas.

Una hora después Alex salió de su casa en dirección al centro de la ciudad, en busca de una pizza. Había sido un día duro, y pensaba invertir lo poco que le quedaba frente al televisor viendo alguna película que le permitiera evadirse un rato, con unos cuantos tercios de cerveza bien helados como única compañía para su cena. La imagen de Lia se le vino a la mente y sintió una punzada en el estómago. Enseguida desechó la idea de llamarla, pues aún recordaba las miradas que le había dedicado esa misma mañana en el despacho de Boggs. No parecía el momento adecuado de intentar un acercamiento. Debería pensar menos en ella, se dijo a sí mismo, algo complicado, dado que ahora la veía a diario.

Siguió caminando, y lo que había sido un leve pinchazo, que había achacado al recuerdo de su compañera, se transformó en una extraña sensación de opresión creciente en el abdomen. Ligeramente preocupado, se sentó en un banco para descansar y ver si se le pasaba. Una pareja de ancianos le miró, y se dio cuenta de que debía de tener mala cara al ver la expresión que ponían. Fue consciente de que la sensación de inquietud iba en aumento, transformándose progresivamente en angustia. Debía de ser algo bastante parecido a lo que describían los enfermos con ansiedad cuando acudían a urgencias.

Decidió tomar algo que le aplacara los nervios. Empezó a andar de nuevo, esta vez buscando una cafetería, ya no tenía el estómago para pizzas. Sin embargo, las que encontró estaban atestadas de gente viendo el partido de fútbol, aún en juego. Por eso estaban las calles desiertas: no todos los días jugaba el Almería con el Fútbol Club Barcelona. Se acordó entonces de un pequeño pub decorado al estilo irlandés donde, si no recordaba mal, no disponían de televisores en las paredes. Ese seguro que estaba vacío, pensó, así que se encaminó hacia allí.

Al llegar a la puerta del local se detuvo de nuevo, esta vez llevándose la mano al pecho en un movimiento reflejo. Alarmado, se dio cuenta de que su corazón parecía desbocado. ¿Es esto lo que les ha pasado a los otros?, se preguntó, angustiado. A lo mejor los otros accidentes habían ocurrido así. Con ansiedad, empujó la puerta y entró, por si tenía que pedir ayuda. Vio que el local estaba oscuro y que apenas había gente. Lejos de sentirse mejor por eso, su sensación de inquietud aumentó. Miró a su alrededor, y entonces descubrió algo que le frenó en seco aquella angustia, el malestar, y prácticamente el latido cardíaco.

Al fondo había una pareja sentada: un hombre joven, de complexión atlética, estaba enfrascado en la conversación que mantenía con una chica. Esta tenía el pelo liso y, a pesar de estar de espaldas, él supo enseguida que tenía los ojos azules, unos ojos que él conocía muy bien. Él sonreía, mientras hablaba, y ella soltó una carcajada. Actuando sin pensar, Alex se dio media vuelta y salió del pub a toda prisa.

Sintió un escozor en los ojos fruto de las lágrimas. Apretó los puños y los labios, sintiéndose el hombre más estúpido de la creación. Durante diez minutos caminó a toda prisa, conteniendo el llanto y maldiciéndose a sí mismo de mil formas diferentes. A punto de romper a gritar, respirando de forma agitada, y sintiéndose agotado por caminar tan deprisa, de repente se detuvo, cayendo en la cuenta de algo que su obnubilación no le había dejado notar en los últimos minutos: la angustia y la taquicardia habían desaparecido, al igual que el pinchazo del estómago, y por supuesto, la opresión en el pecho.

No puede ser, se dijo a sí mismo, con los ojos humedecidos, y ahora abiertos de par en par. Hacía media hora, hubiera dado cualquier cosa por estar con Lia, pero no se había atrevido a llamarla. Y sorprendentemente, ahora creía entender por qué no lo había hecho: ¡había intuido que no era un buen momento! ¿Y cómo podía saber eso?, pensó preocupado. Pero la peor parte de esa historia residía en que, de forma inconsciente, y supuestamente sin querer, se había ido acercando a ella… ¡y la había localizado! Y, conforme lo hacía, se había ido encontrando peor, como si algo dentro de él supiera no solo dónde estaba, sino el riesgo que corría si la encontraba. Entonces se dio cuenta de que había encontrado a Lia, otra vez, con la misma facilidad que cuando probó el dispositivo el día anterior, solo que en esta ocasión no lo llevaba puesto.