9
Beso
El primer beso no se da con la boca, sino con los ojos.
O. K. BERNHARDT
Martes, 17 de marzo de 2009
08:12 horas
—¿Y cuál es el motivo de su súbito interés en reunirnos de nuevo?
La voz de Cobitz hizo que Alex dejara de remover su café. Estaban en un reservado de un lujoso hotel, desde donde contemplaban la playa, vacía a esas horas. Estaba ubicado en uno de los rincones más turísticos del sur español: Roquetas de Mar. Miles de europeos, durante casi todo el año, residían en esa pequeña localidad, años atrás abandonada de la mano de Dios, y ahora una de las más ricas del país. Sobre la ostentosa mesa había termos con café y leche, pasteles tiernos y una jarra de zumo recién exprimido. Un apetecible bufé de desayuno reposaba a un lado, aunque ninguno de los cuatro asistentes comía nada.
—Supongo que estarán muy preocupados por la paralización del proyecto —dijo Alex mirando a sus compañeros de mesa, los mismos de la anterior reunión—. Confiamos en reanudar el trabajo lo antes posible.
—No sabe lo que eso nos tranquiliza —dijo Cobitz.
Alex se dio cuenta de que Stokes, al igual que en la anterior reunión, se limitaba a observar y escuchar. Cada vez le parecía un tipo más inteligente, y desde luego más válido que el otro. Boggs, sin embargo, sí reflejaba una evidente tensión en el rostro.
—Pero para conseguirlo necesito conocer la verdad, y ya no me trago sus cuentos —dijo de forma cortante, consiguiendo sorprender a todos—. Si quieren que intente resolver su problema, necesito que me proporcionen información sobre ese chip: en qué tecnología se basa, cómo se ha diseñado y ensamblado, el código que se ha usado con él… —hizo una pausa, para dejar que asimilaran sus palabras—. En resumen, todo.
Los directivos cruzaron de forma fugaz sus miradas y Alex apreció, con satisfacción, que Cobitz estaba palideciendo por momentos.
—Pero… —comenzó a decir el ejecutivo, dubitativo— ¡eso es imposible! ¿Sabe usted la legión de abogados que tendríamos que consultar antes? ¡No somos una empresa de dos amigos que trabajan en un garaje! ¿Usted sabe a cuántos accionistas represento?
—Déjeme continuar —interrumpió Alex, con una evidente nota de desprecio en su voz—. Nuestro software no tiene ningún error, así que la causa de los problemas que estamos teniendo reside en su chip. No creo que eso sea una buena noticia para sus accionistas… o sus dos chavales en el garaje.
Un tenso silencio se adueñó de la sala durante unos segundos en los que solo se oyó la respiración del ejecutivo, cada vez más agitada. Alex se dio cuenta de que debía de estar eligiendo cuidadosamente sus palabras. Sonrió, al recordar su videojuego favorito de estrategia, el Starcraft: había momentos cruciales, durante las batallas, que podían encarrilar una victoria; o por el contrario, echar por tierra horas de planificación. Pensó que ese era uno de esos momentos, solo que aquello no era un videojuego y las vidas perdidas eran reales. Una descarga de adrenalina le invadió el cuerpo al recordar lo que se estaba jugando.
—Doctor Portago —dijo por fin Cobitz, pasándose una mano por la sudorosa frente—, sus dudas son comprensibles, y comprendo hasta el hecho de que nos pida esa delicada información. Sin embargo, debe entender que… —dudó unos instantes— conseguir este chip ha costado una auténtica fortuna a sus accionistas, a los que represento en esta reunión. Mi misión es salvaguardar su inversión. Lo que usted me pide es algo que no podemos decidir aquí, sentados a esta mesa, pero me puedo comprometer a consultarlo.
Alex meditó unos instantes sobre la expresión que había utilizado el ejecutivo, «conseguir este chip». ¿Qué es lo que ocultan?, pensó, escrutándolo con la mirada. Vio cómo el labio inferior de Cobitz comenzó a temblar y, con una leve sonrisa, se dio cuenta de que por primera vez en semanas estaba reduciendo las distancias con sus adversarios. Con suerte, en unos instantes iba a tomar por fin la iniciativa:
—Señor Cobitz, me temo que no ha comprendido usted mi mensaje —dijo, dejando la servilleta sobre la mesa—. Dada la inteligencia que le presupongo, lo más probable es que no me haya expresado bien: por muchas cláusulas de exoneración de responsabilidad que incluyan en sus contratos, resulta llamativo que hagan exámenes neurológicos tan exhaustivos a las personas que entran a formar parte de su proyecto, más aún, que se admita a empleados con antecedentes de patologías neurológicas. Pero lo que de verdad atrae la atención es que estos terminen falleciendo por causas relacionadas con esos antecedentes. Una evocativa casualidad, sin duda —hizo una breve pausa para dejar que su interlocutor comprendiera la gravedad de lo que acababa de exponer—. Creo que ni una legión de abogados lograría evitar a un buen fiscal.
—Nuestros accionistas disponen de mucho dinero —dijo el ejecutivo, sonriendo nerviosamente—, y no nos faltan esos buenos abogados, créame. Es un riesgo que están dispuestos a asumir.
—¿Y si alguien, como yo mismo, por ejemplo… —preguntó Alex, entrecerrando los ojos—, hiciera un informe técnico? En un principio, a nivel interno, pero vinculante para la empresa, claro.
El rostro de Cobitz palideció.
—Cualquier informe que usted nos entregue —balbuceó, nervioso— se estudiará y será ponderado a la hora de tomar una decisión.
Alex se dio cuenta de que era el momento del movimiento arriesgado. Sin previo aviso, dio un puñetazo sobre la mesa que hizo tintinear la porcelana y el metal que había sobre ella:
—¡Basta de estupideces! —exclamó, furioso, para sorpresa de todos—. ¡Hay indicios sobrados de que pueden estar cometiendo un delito!
—Señores —se interpuso Boggs—, deberíamos calmarnos y…
—¡Si cree que puede demandarnos, hágalo! —le interrumpió el ejecutivo, con el rostro rubicundo fijo en Alex, y señalándole con su rechoncho dedo—. ¿Piensa que así nos va a intimidar? ¿Usted… solo? —finalizó, mirando de reojo a Boggs, que no movió ni un músculo.
Alex sintió una oleada de satisfacción, aunque intentó que no se le notara. Ese idiota había mordido el anzuelo. Estaba muy cerca, pensó.
—No, señor Cobitz —dijo, en un tono de voz meloso que sorprendió a su interlocutor—, no lo haría así.
Con premeditada parsimonia, depositó su iPhone sobre el delicado mantel. Desbloqueó el terminal deslizando por la pantalla su dedo índice, pero dejó este a menos de un centímetro del cristal. Señaló un icono que mostraba el rostro del conocido payaso de una famosa serie de dibujos animados. Debajo se leía el nombre de la aplicación Krusty 1.0.
—Doctor, si me permite tomar la palabra… —dijo Stokes, hablando por primera vez, con su amable tono y mostrando las palmas de las manos hacia arriba—. ¿Qué es eso?
El médico respiró profundamente antes de contestar:
—Le he pedido un favor a un gran amigo —dijo, sin alejar el dedo de la pantalla—. Me ha creado este programa, que puedo activar de diferentes formas. Por ejemplo, pulsando sobre él ahora mismo. Su función es enviar un archivo a miles de blogs y webs de todo el planeta, entre ellos los de universidades, policía y fiscalías. Ese documento contiene lo que sé de este proyecto, mi teoría acerca de lo que ha podido producir las muertes y, mucho más interesante, por qué creo que ustedes conocían los riesgos antes de que estas se produjeran. —Hizo una breve pausa antes de continuar—. Estoy seguro de que esta información generaría un pequeño revuelo informativo que merecería ser contrastado dados los datos, instituciones y personas que aquí se mencionan —dijo, satisfecho al ver cómo iban cambiando las expresiones de sus rostros—. Y así comprobaríamos si esas cláusulas de confidencialidad están por encima de lo que esta investigación pudiera destapar. Claro que eso ya lo decidirían los jueces. —Volviéndose hacia Cobitz, añadió, mostrando una sonrisa—: Por su expresión algo me dice que ahora sí que he conseguido explicarlo, para que hasta usted lo entienda.
—Creo que lo hemos comprendido todos —dijo Stokes, rompiendo el tenso silencio que se había generado—. Lleva usted razón, le debemos una explicación seria —añadió mirando a Cobitz—. Si me concede unos minutos la tendrá; y si en algún momento le decepciono, le invito a que active usted ese programa y nos someteremos a la investigación que proceda.
Esta vez fue Alex quien abrió los ojos de forma ostensible. ¿Era Stokes un simple ingeniero?, pensó. Dudó de si podía ser una trampa, recordando la advertencia de Jules, pero algo en el discurso de ese hombre y en su tono de voz le resultó agradable, incluso familiar. Por algún motivo, le inspiró confianza.
—Espero que la explicación sea convincente —dijo, retirando la mano y apoyándola sobre la mesa.
—Para que lo sea, antes he de mostrarle algo —dijo Stokes, sonriendo.
Sin ninguna prisa se quitó las gafas, y después unas lentillas. Alex apreció, sorprendido, cómo con esos dos simples gestos su rostro cambiaba considerablemente. Pero si es clavado a…, comenzó a pensar. Cuando finalmente se fijó en el color real de sus ojos, un marrón casi rojo conocido en todo el planeta, se quedó sin aliento.
—No puede ser… —balbuceó.
—¡Es imposible! —oyó que exclamaba Boggs.
—Con el pelo sin teñir sería más fácil reconocerme —dijo el supuesto Stokes—. El tinte moreno no me favorece nada, prefiero mi color pelirrojo habitual.
¿Cómo he sido tan inocente?, pensó, mirando a Boggs. Este no daba crédito a lo que veía. Delante de ellos se encontraba William Baldur, multimillonario y propietario de varias de las empresas de tecnología más conocidas y prósperas del planeta: ordenadores, programas, sistemas operativos, webs, cadenas de televisión, radio, reproductores de sonido y cualquier aparato tecnológico diseñado por el hombre. Según la revista Forbes, la mayor fortuna del planeta.
—¡Señor Baldur! —consiguió pronunciar Alex—. Esto es… —dijo, recuperando el aliento— una auténtica revelación.
El millonario sonrió de esa forma que era tan propia de él, y Alex comprendió por qué le había resultado tan familiar el supuesto ingeniero. Era un disfraz brillante, aunque no perfecto. Se dio cuenta de que, gracias a los consejos de Jules, no se había fiado de su primera impresión, y le había echado un pulso al ejecutivo. El resultado era que le había vencido, y el mismísimo William Baldur había tenido que entrar en escena para ofrecerle una explicación, y desde luego que viniendo de alguien como él a la fuerza iba a ser satisfactoria. Aún consternado, Alex pensó que iba a tener que hacer más caso a su antiguo compañero de facultad.
—Me resulta mucho más cómodo viajar bajo la identidad de Adam Stokes —aclaró William—. Me la proporcionó el gobierno de mi país, hay mucha gente deseando enterrarme, y me enorgullece saber que mi figura influye en el PIB de Estados Unidos: las exportaciones de mis productos suponen un buen pellizco —dijo, guiñando un ojo—. Así también puedo seguir de cerca los proyectos que financio: si mis empleados supieran que estoy cerca se pondrían nerviosos y tratarían de agasajarme, algo que detesto. Me gusta dejar que la gente actúe y se desenvuelva por sí misma —añadió, sonriendo.
Alex miró a Boggs, que parecía estar contemplando una aparición divina, y reparó en que, aunque Baldur era competencia directa suya en varios campos, como el de los ordenadores y sistemas operativos, para el proyecto se habían adquirido las marcas de las empresas de Boggs. Sin duda, una genial jugada de estrategia para despistar, y vaya si lo había logrado.
—¿Esto es legal? —protestó Boggs, intentando reaccionar ante la súbita aparición de un rival de esa entidad—. ¡Estoy trabajando para un competidor!
Cobitz abrió la boca, pero Baldur le frenó con un gesto de la mano.
—Stephen —dijo, con su melosa voz—, si bien usted es accionista de alguna compañía que compite con una o varias de mi propiedad, creo que debo recordarle que para este proyecto se le contrató de forma personal a usted, no a ninguna de sus empresas. Y su contrato lo ha firmado con la universidad, no con ninguna de mis empresas. Es evidente que yo participo aportando recursos económicos y materiales, como por ejemplo el prototipo de procesador, pero sería muy complicado deducir que está usted trabajando para mí. Dado el potencial de este desarrollo, y el hecho de que pienso compartir con usted parte de los beneficios, tal y como está reflejado en su contrato, entiendo que no debería haber ningún problema en esta relación. ¿No lo ve usted así? Al fin y al cabo, nadie más tiene por qué saber que usted y yo… —hizo una pausa, como buscando las palabras— nos llevamos bien.
—Supongo que no me queda elección —dijo Boggs, asintiendo lentamente con la cabeza—, pero no tengo claro que haya jugado usted limpio.
—Agradezco su comprensión —dijo Baldur, dando por zanjado ese tema—. Ahora, es el momento de satisfacer su curiosidad —continuó, mirando a Alex—. Piensen que han estado ustedes probando su software en un chip cuya potencia deja en ridículo a cualquier otro. Mi equipo de ingenieros ha analizado la situación, y creemos que la explicación de sus problemas podría estar relacionada con el hecho de que, al trabajar con software no optimizado para él, se puedan estar generando bucles, al procesar millones de veces la misma información.
—¿Bucles? —preguntó Boggs, desconfiado.
—Sí, lo llamamos «redundancia de proceso» —explicó Baldur—: el procesador trabaja mucho más rápido que el resto de los componentes del dispositivo, por lo que procesa las mismas operaciones millones de veces antes de que el resto del sistema esté preparado para recibir su respuesta.
—Y de esa forma… —se adelantó Alex— una ideación residual, casi inconsciente, como, por ejemplo, una mínima idea de suicidio, podría haber sido recogida por el lector de ondas cerebrales, ser amplificada y transmitida de nuevo al cerebro, ¿es así?
Baldur asintió, satisfecho, y le invitó a continuar con un gesto.
—Pero el cerebro —continuó el médico— no sería consciente de estar recibiendo esas pautas. Sería algo así como recibir órdenes mediante hipnosis, solo que en vez de proceder estas de un hipnotizador externo, vendrían del propio individuo. Se trataría de sus propias ideas, aún residuales o inconscientes, inoculadas de nuevo en su cerebro, pero amplificadas.
—Pero, si esas ideas son anormales —inquirió Baldur—, ¿por qué su programa, Predator, no las ha detectado?
Alex escuchó la pregunta, aunque de forma lejana. En los últimos segundos su mente parecía haberse alejado a años luz de distancia de la confortable sala. En su cabeza bullían términos como potencia, proceso, iteración de ideas, Predator, amplificación de pautas anómalas… De repente sus neuronas parecieron congelarse, en el interior de su cabeza todo quedó como si alguien hubiera pulsado la tecla de «pausa». Supo que, fuera de todo eso, tres personas esperaban su respuesta. Pautas anómalas, se repitió.
—¡Porque eran normales! —exclamó, volviendo a la realidad.
Baldur se quedó pensativo durante un momento, y una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro. Por el contrario, los rostros de Cobitz y Boggs reflejaban una evidente curiosidad.
—¿A qué te refieres? —preguntó este último.
—¡A las pautas! —contestó Alex acelerado—. Predator buscaba respuestas anormales, ¡pero no las había! Había pensamientos amplificados millones de veces, sí, eso es correcto. ¡Pero eran pensamientos normales, no había nada extraño en ellos! Y por eso Predator no los ha detectado.
—Pero —protestó Boggs—, ¿cómo una idea de suicidio puede ser normal?
—¡Igual que puede serlo, por ejemplo, un cáncer! —contestó Alex, que sintió una descarga de adrenalina recorrer sus venas—. El problema de los tumores es que proceden de células del organismo. Su única particularidad es que empiezan a dividirse, crecer y viajar por el cuerpo sin control, ¡pero son células normales! Por eso, el sistema inmune no las ataca, en la mayoría de los casos.
—¿Y el dispositivo podría haber hecho algo parecido a eso? —preguntó Baldur.
—¡No ha hecho algo parecido, ha hecho exactamente lo mismo! —dijo Alex—. Ha multiplicado sin control pensamientos propios del individuo, pensamientos como una ideación de suicidio, que en sí misma es normal: ¡todos la tenemos alguna vez durante nuestras vidas! y de hecho la inmensa mayoría la descartamos sin más. Pero estas ideas, al verse aumentadas de tamaño, al igual que ocurre con las células tumorales, han resultado ser dañinas.
Un intenso silencio se apoderó de la estancia durante unos segundos. Al final fue Baldur el que lo rompió:
—Enhorabuena, creo que esa teoría es factible, aunque aún quedarían muchas cuestiones por resolver.
—Al menos —dijo Alex, sonrojándose—, explicaríamos los comportamientos anómalos: el deseo de suicidio, la búsqueda de tiendas de alcohol, de iglesias, de drogas —y de Lia, se dijo a sí mismo—. Pero por desgracia aún nos quedan por explicar los accidentes neurológicos, que también creo que están relacionados de alguna forma. El problema es cómo averiguarlo y, sobre todo… —hizo una pausa, en la que aprovechó para mirar a Baldur a los ojos—, cómo garantizar que el chip es seguro.
—Para eso confío en ustedes —dijo Baldur, sin perder la sonrisa.
—Pero este proyecto, ahora mismo, es peligroso —replicó Alex—. Ya ha muerto gente, y sigue habiendo vidas en juego. No creo que nosotros seamos las personas adecuadas para garantizar la seguridad.
—No solo lo son, sino que si solucionan el problema —insistió Baldur— entrarán en el consejo de administración de mi holding de empresas. Es un círculo muy selecto y limitado, como se imaginan. No es fácil acceder a él.
—Es todo un halago —dijo Alex, reclinándose en la silla—, pero me temo que yo no puedo aceptar, no puedo jugar con la vida de personas a cambio de dinero o poder.
Era un farol, ya que en realidad estaba pensando en la reacción de Lia, que era lo único que él quería tener a su lado. Ella nunca entendería que él aceptara seguir con esos experimentos, siendo partícipe del riesgo que entrañaban. Le aceptaría de mucho mejor grado si él se oponía a esa atrocidad, que ella no compartiría nunca.
—Creo que hay algo más que debe saber, doctor Portago —dijo Baldur, con una sonrisa seductora—. Dentro del grupo de personas que compondrían su gabinete dentro de mi holding estaría la doctora Santana. Trabajarían juntos para mí, siempre que usted aceptase este reto, claro.
Alex sintió cómo la sangre se le agolpaba en las mejillas. Pero ¿cómo es posible?, pensó, azorado.
—No —balbuceó—, ella no creo que…
—Siempre me he rodeado de los mejores talentos —se adelantó Baldur—, pero este tipo de ofertas las hago solo una vez: no las repito, tampoco puedo permitirme el lujo de esperar la respuesta mucho tiempo. La competencia es rápida y no entro en subastas. Sé que a usted el dinero le atrae menos, pero estar con ciertas personas, como con la doctora Santana, y la posibilidad de tener tiempo para compartirlo con ella, desarrollando proyectos que beneficiarán a la humanidad, estoy seguro de que eso sí que le interesará. ¿Me equivoco?
Alex sintió el amargo sabor de la derrota subiendo por su garganta. Era fácil entender cómo había conseguido Baldur su fortuna: siempre ganaba. Y era obvio que se le había adelantado, atrayendo a Lia a través de la única obsesión de la chica: ayudar a los demás. Así que si él no se integraba en ese proyecto, se podía despedir de cualquier posibilidad de estar con ella. Vivirían en dos mundos diferentes. Pero si aceptaba la propuesta de Baldur con el fin de poder estar cerca de ella, estaría arriesgando las vidas de los integrantes del proyecto, algo que no sabía si ella llegaría a entender, y máxime, teniendo en cuenta que entre esas vidas estaban las suyas.
Se dio cuenta de que estaba ante un serio dilema.
—Esta mañana he vuelto a reunirme con los proveedores del chip.
Lia le miró con expresión dubitativa. Aún no le había explicado por qué estaban caminando por la playa, ellos solos. Al principio ella se había resistido a acudir, alegando que Boggs los necesitaba, y Alex le había explicado que este estaba con él en ese momento. Sin entender nada, Lia había aceptado acudir a la cita.
—¿Un ejecutivo estirado y un ingeniero más joven y simpático?
—Veo que no soy el único que ha hablado con ellos —dijo en tono ácido, aunque pensando que si se refería a Stokes como «un ingeniero» es que no sabía quién era realmente.
—Hace unas semanas el ejecutivo, Cobitz, me hizo una propuesta —explicó Lia—: trabajar para el mismísimo William Baldur, en su equipo de confianza. Siento no haberte dicho nada, pero me pidieron expresamente que no lo revelara a nadie. Y aunque hubiera podido hacerlo, tampoco creo que lo que nos pasó ayer justifique que ya tenga que contarte todo.
—Ya, supongo que el que me abraces no significa nada para ti —dijo él, con amargura.
—¡No seas infantil! —dijo ella, sonriendo—. ¡Pensaba contártelo! Solo que, quizás, en un momento algo más… —le lanzó una mirada pícara— íntimo. No hemos tenido oportunidad de estar solos, ¿no?
Alex sintió su pulso acelerarse.
—¿De verdad pensabas contármelo? —preguntó, tímidamente.
—¡Pues claro que sí, tonto! —respondió ella, acercándose a él—. Anoche me di cuenta de que, si aceptaba y me trasladaba a Estados Unidos, dejaría de ver a alguien que me está ocasionando un enorme estrés últimamente.
—¿Y… —Alex tragó saliva— si no dejaras de ver a esa persona?
—Espera, ¿acaso te lo han ofrecido a ti también? —dijo ella, dando un paso atrás y abriendo los ojos de par en par.
¿Tan transparente soy? —pensó Alex—. ¿O es que ella también tiene aumentada la capacidad de intuición?
—Me han ofrecido que forme parte del consejo de dirección —dijo, intentando sujetarla de los hombros.
—¿En serio? —preguntó Lia, separándose y sin rastro de su anterior sonrisa—. Me alegro…
Alex se dio cuenta de que el encanto de hacía unos instantes se había roto. Un nuevo paso atrás en esa relación que cada día le recordaba más a un rompecabezas, de esos que si no ves la solución al principio nunca das con ella.
—Pero antes debo concluir este proyecto —dijo, intentando acercarse emocionalmente a ella.
—«¿Concluir el proyecto?» —preguntó ella, torciendo el gesto—. ¡Eso es imposible, lo sabes! ¿Quién va a garantizar la seguridad?
—Nosotros —respondió él, tragando saliva—. Concretamente tú y yo, aunque con la ayuda del resto del equipo.
—¡Eso es absurdo! —protestó ella—. ¿Se te ha olvidado que ayer estabas convencido de que el chip era el causante de la muerte de varias personas? —dijo, respirando aceleradamente—. Y esta mañana vas y hablas con dos directivos de tres al cuarto, te prometen un puesto de ensueño y… —hizo una pausa, pensativa, y añadió—: ¿De repente ya confías en ellos? Te conozco, Alex, ¡y aquí hay algo más! ¿Qué es lo que te han prometido?
El médico intentó pensar una respuesta, pero los ojos de ella, encendidos y atravesándole las pupilas, le bloquearon. Poder estar cerca de ti, eso es lo que me han prometido, se dijo a sí mismo, con amargura. Frustrado por no saber qué decir, decidió jugar la única carta que le quedaba:
—Lia, escucha, la oferta no me la han hecho «unos directivos de tres al cuarto», como tú dices.
—¿Qué tiene eso que ver con lo que te he preguntado? —dijo ella, con los labios contraídos.
—Stokes es una identidad falsa. Ese tipo en realidad es William Baldur.
Lia abrió la boca de par en par. Intentó decir algo un par de veces, sin éxito. Alex también intentó decir algo, pero ella no le dejó. Vio que agachaba la cabeza y caminó, sola, durante unos metros. Él la siguió, sin abrir la boca, hasta que por fin ella se detuvo. Antes de que él pudiera decir nada, Lia por fin habló, con la voz entrecortada:
—Esta historia me está generando un profundo asco. Tuve mis dudas cuando me llamó Stephen para ofrecerme el trabajo, pero acepté, era un reto en el que podía ayudar a mucha gente, me dijo. Luego, comenzaron los sucesos y decidieron llamarte a ti —dijo, haciendo hipos—. Para mí fue un duro golpe, me resultó obvio que habían decidido que yo no iba a poder arreglarlo sola, y me sentí aún más responsable de todo lo que estaba pasando. Por primera vez en mi vida había fracasado.
—Lia, estás siendo muy dura contigo misma.
—¡Déjame que acabe! —exclamó ella con los ojos enrojecidos por las lágrimas—. Luego llegas tú, y rebrotan los recuerdos de nuestro pasado. Siempre me has gustado, ¡de hecho es que me vuelves loca! ¿Es que aún no lo entiendes? —dijo entre lágrimas, y él sintió un profundo hormigueo en el estómago—. Sin embargo, no tengo claro lo que siento de verdad por ti —el hormigueo se transformó súbitamente en un puño— y, para rematar, me dices que William Baldur, el auténtico William Baldur, claro, te ha ofrecido un puesto relacionado con el mío, incluso mejor, cómo no… ¡pero con la condición de que me traiciones! Alex, te lo aseguro, no sé qué te han prometido, pero creo imaginarlo, y me parece muy rastrero por tu parte, pues hay formas mejores de conseguir estar cerca de mí.
Él se quedó helado. ¿Cómo ha podido saberlo?, pensó. Definitivamente, ella también parecía afectada por lo que fuera que estaba influyendo en sus cerebros. Sin embargo decidió aparcar ese tema, que ya estudiaría en otro momento.
—Lo peor de todo —siguió ella— es que el propio Baldur me hizo la oferta también a mí, ¡pero disfrazado! ¿Por qué no ha confiado en mí? ¿Acaso porque soy mujer? Mira, creo que lo mejor es… —hizo una breve pausa, como si dudara unos segundos— dejarlo todo.
—¿Qué? —exclamó Alex, sintiendo cómo todo se estaba yendo al traste—. ¡Lia, por favor, no hagas eso!
—Lo siento, no aguanto más vuestro infantil machismo. Voy a llamar a Baldur, el auténtico, por supuesto, y voy a renunciar de una maldita vez, dejándole claros los motivos. —Él intentó protestar, pero Lia le acalló con un gesto de la mano—. Creo que habéis perdido la noción de ética entre todos, unos por el dinero y otros por… —hizo una pausa, negando con la cabeza— no sé por qué, Alex. No valgo tanto como crees.
Ella se dio media vuelta y comenzó a andar. Alex actuó sin pensar:
—¡Lia, espera! —dijo, sujetándola por el hombro—. Creo que tengo derecho a responder, ¿no?
Ella le miró y vio que tenía los ojos húmedos. A pesar de la extraña situación, pensó en besarla hasta morir acurrucado en aquellos ojos. Sacudiendo la cabeza Alex desechó esa idea y se concentró en sus siguientes palabras, que iba a tener que improvisar. De ellas dependían muchas cosas. Cogió aire y se encomendó a su intuición para encontrar las adecuadas:
—Lia, cielo, llevas razón, todo esto es horrible —dijo, intentando que su voz sonara calmada, convincente—, pero si nosotros renunciamos, otros harán este trabajo, y seguro que con menos escrúpulos. Es cierto que me he dejado llevar por la influencia de Baldur, admito que ese hombre convencería a una piedra para que levitara. —La atrajo hacia sí, y notó sorprendido que ella no oponía resistencia—. Si esa es tu decisión, yo también dejaré el proyecto, y no nos veremos más —le dolió el pecho solo de pensar en esa posibilidad—, pero creo que tenemos una inmejorable oportunidad para desentrañar este asunto, y sin arriesgar la vida de nadie. De hecho, sigo pensando que ese maldito chip es la base de nuestros problemas. Podemos investigar una pista de alguien que me ha demostrado que me puedo fiar de él: Jules Beddings.
—¿¡Qué!? —exclamó ella—. ¿Pero qué pinta él en todo esto? ¿Es que ya no recuerdas que es un ambicioso sin escrúpulos?
Alex rememoró la imagen del rompecabezas. Cada vez que parecía acercarse a la solución, esta se desvanecía. Decidió jugárselo todo a una carta:
—Lia, me gustas. Me gustas muchísimo y, a diferencia de ti, yo sí creo que nuestra relación podría funcionar. Déjame que te demuestre que puedo conseguir llegar al fondo de esto y salvar el proyecto sin arriesgar una sola vida más. —Ella negó con la cabeza, mirando al suelo—. Lia, me conoces, ¡sabes que soy capaz! —Ella alzó la mirada—. Pero para ello necesito la ayuda de la persona por la que más siento en este momento, la más inteligente, dulce y preciosa que he conocido. La persona con mayor devoción que puedo encontrar, la que siempre me va a estar recordando que hay que pensar en los demás…
Las mejillas de Lia se tiñeron de color rojo y sus lágrimas comenzaron a resbalar sobre ellas. Alex no sabía si eso significaba lo que él deseaba que significara.
—No creo que, yo… —balbuceó ella.
—La persona —le interrumpió él, cogiéndole el rostro delicadamente con sus manos—, en cuyos ojos me dejaría morir, porque contemplarlos es la mejor imagen que me puedo llevar de este mundo, y que me gustaría disfrutar durante toda la eternidad.
Ella empezó a llorar abiertamente, con la cabeza apoyada en sus manos. Sin darle tiempo a añadir nada más, y sin dejar de mirarle a los ojos, se acercó a sus labios y empezó a besarle con pasión, incluso mordiéndole y apretándole el rostro con sus manos. Alex sintió cómo ella le acariciaba el cuello, la nuca y el pelo, como si el mismísimo diablo fuera a venir a arrebatárselo y ella quisiera tenerlo bien agarrado. Consternado por lo que estaba sucediendo, sintió una oleada de placer recorrer todo su sistema nervioso, desde la médula y el cerebro hasta las terminaciones más pequeñas de sus dedos. Fue como si la vida y la muerte se unieran en un solo cuerpo, en aquellos oscilantes ojos azules como el mar. Eran los de Lia, y por fin suyos.
—Preferiría que no le contaras a nadie lo que acaba de pasar.
Alex sintió las palabras de Lia como un bofetón en el rostro. Se dirigían de vuelta al laboratorio en el coche de ella. Acababan de besarse apasionadamente durante casi una hora en la playa, como dos auténticos adolescentes, y ambos se habían reído al vaciarse los bolsillos de arena mientras caminaban de vuelta al vehículo.
—¿Te avergüenzas, acaso? —dijo él en tono amargo.
—No empieces con eso otra vez —respondió ella sin apartar la vista de la carretera—. Hemos pasado un rato estupendo, pero… —hizo una pausa que no gustó nada a Alex— no quiero equivocarme de nuevo. Ya lo hice una vez y juré que no volvería a ocurrirme.
Alex resopló, cerrando los puños con fuerza y pensando que la historia se repetía. Las imágenes de unos instantes antes revolotearon en su cerebro: Lia besándole, mordiéndole, abrazándole y aplastándole contra ella. Enseguida se mezclaron con el sentimiento de amargura que le estaba mordiendo por dentro. Intentó aparcar su frustración y cambiar el rumbo de la conversación:
—Pues me alegro mucho de que hayas roto tu juramento —dijo, intentando sonreír—. Además, no lo has hecho nada mal, así que me gustaría que volvieras a romperlo una y otra vez…
—Por favor, no insistas —dijo ella con las mejillas sonrosadas y lo que parecía un atisbo de sonrisa—. Estoy bien contigo, de acuerdo, y me gustas, pero no sé si eso es suficiente como para empezar una relación en serio. Ya no somos niños, ¿sabes?, y no puedo permitirme el lujo de cometer errores.
Lo que más sorprendió a Alex fue que ella fuera capaz de confesar sus temores sin ni siquiera apartar la vista de la carretera.
—¿Y qué más necesitas? —protestó él—. Estás cómoda, te gusto, ¿se puede saber entonces qué es lo que te falta para comenzar una relación?
—¿No ves normal que busque un poco de seguridad antes de comenzar una relación?
—¡Por supuesto que no! —exclamó él—. Muchas parejas no llegan a estar seguras ni después de toda una vida, ¿y tú pretendes tener claros todos tus sentimientos desde el primer momento? ¿No sería más fácil dejarte llevar?, ¿disfrutar de lo que podamos compartir, y esperar a que el tiempo y lo que vivamos juntos nos haga ver si somos una buena pareja?
Ella se mordió los labios y apretó el volante con fuerza. Tanto, que los nudillos se le pusieron de color blanco.
—Lo siento, no puedo actuar en contra de mi naturaleza —dijo al fin—. Necesito estar segura de que las cosas van a funcionar para embarcarme en algo. Siempre he sido así: en mis estudios, mi trabajo, contigo… —hizo una breve pausa, en la que se mordió el labio inferior—. Tú y yo nunca vamos a tener una relación normal.
—¿Y eso qué significa, según tu particular forma de entender las relaciones? —preguntó él, en voz baja.
—Alex, ahora mismo he pasado un rato estupendo contigo, ¿no podemos dejarlo así?
¿Por qué tendrá que ser tan complicada?, pensó, preguntándose si no sería eso precisamente lo que la hacía atractiva. Por otra parte, se dio cuenta de que la respuesta tampoco le aclaraba su situación: ni siquiera sabía si podían seguir besándose, viéndose o hablándose como algo más que compañeros de trabajo. Intentó llevarla a su terreno:
—Yo también estoy muy bien contigo —dijo, suavizando su voz—. Aparte, creo que eres la mejor persona con la que puedo contar para salir de este embrollo. Y me gustaría que me ayudaras, Lia… —hizo una pausa, y ella le lanzó una fugaz mirada de reojo—. Creo que puedo arreglar lo del proyecto, pero con tu ayuda. ¿Puedo confiar en ti?
—¿Eres tonto o qué? —exclamó ella, mirándole directamente por primera vez desde que se había puesto al volante—. Si no confías en mí, lo entiendo, pero si quieres contar conmigo, no me hagas esa ridícula pregunta —dijo, volviendo a mirar hacia delante.
¿Pero qué demonios habré visto yo en esta chica?, se preguntó, suspirando mientras miraba al cielo. Enseguida sonrió al darse cuenta de que precisamente eso era lo que le atraía de ella: su estrambótica forma de ser.
—¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? —preguntó ella.
—Nada —contestó él, riendo con sinceridad—. Quiero que estés conmigo en esto. Lo malo es que si no me mata el proyecto, lo harás tú.
—¡Qué tonto eres, de verdad! —contestó ella, más relajada—. Te vas tú a enterar de lo que valgo…
Las últimas palabras de su compañera le provocaron un estremecimiento de placer, que se transformó súbitamente en un escalofrío al ver el letrero que anunciaba el desvío hacia el laboratorio. Miró a Lia y de repente deseó que ese mal presagio no tuviera nada que ver con ella. Sin embargo, en lo más profundo de su cerebro, algo le decía que así era.
—Muchas gracias, Doctor Portago, es suficiente.
Sintiendo un profundo alivio, Alex se despidió con un descortés gruñido y salió del despacho a toda prisa. Había permanecido varias horas con dos auditores, repasando la estructura de Predator y los experimentos realizados con él. Afortunadamente no habían logrado encontrar ningún indicio de la prueba no autorizada que había llevado a cabo con la ayuda de Chen. Los registros, hábilmente encriptados en su maraña de carpetas personales, no habían llamado la atención de los técnicos. De momento…, pensó. En cuanto estuvo a solas sacó su teléfono y buscó un número en la agenda.
¡Tchunda-tchunda-tchunda!, tronó por el altavoz del teléfono. Alex lo tapó con la mano a toda prisa, mirando a su alrededor.
—¿Owl, estás ahí? —preguntó en voz baja.
—¿Pues no me estás llamando, acaso? ¡Claro que estoy aquí! —oyó por encima del machacón ritmo.
—Necesito hablar un momento contigo. ¿¡Puedes bajar el maldito volumen de esa cosa!?
—Me pillas un poco liado —protestó el pirata—. Hay unos tipos, creo que son de Polonia, rastreando unos servidores en los que, bueno, igual tengo algún que otro archivo. Son buenos, se mueven rápido, así que no puedo perder mucho tiempo.
—Pues lo siento mucho, de verdad… —dijo Alex, apenas entendiéndose a sí mismo, por culpa del tchunda-tchunda de fondo—. Seguro que sales de esa.
—¡No lo sabes bien! —dijo el hacker, riendo—. Estaba preparándoles un archivo bomba que, después de formatearles los ordenadores, se va a instalar en su servidor. Así podré echar un vistazo de vez en cuando. Siempre es bueno tener fuentes de información fiables, ¿no crees?
—Sí, qué mejor que controlar a la policía polaca…
—Pues que sepas que con suerte son de la CIA. A lo mejor tengo acceso a su base de datos. ¿Crees que no sería capaz?
Sí, de hecho puede que hasta me encuentres en ella…, pensó, con cierta ironía.
¡Tchunda-tchunda-tchunda!
—Por supuesto que serías capaz de eso y de mucho más. Pero ¿puedes prestarme atención un maldito momento? Y, sobre todo, ¿¡bajar esa condenada música!?
—Vale, tío, vale… ¡qué impaciencia!
El sonido se mitigó, aunque no desapareció del todo. Alex se sintió inmediatamente más tranquilo. No entendía cómo a su amigo podía gustarle esa música.
—Escucha, estoy en un buen lío.
—¡Seguro que ahora hay una tía! —le interrumpió Owl, sorprendiéndole, y su silencio debió de ser suficientemente elocuente—. ¡Joder!, ¿es que te has olvidado? ¡Las mujeres solo traen problemas! Ya sabes lo que digo siempre, un ordenador nunca te va a traicionar ni a generar problemas, ¡ellas sí!
Alex no podía creer lo que estaba oyendo. Hablar con su amigo era como hacerlo con un niño de diez años.
—¡Por favor, escúchame! —exclamó, susurrando—. Ahora mismo no puedo hablar mucho.
—¿Entonces, para qué me llamas?
El neurólogo puso los ojos en blanco. Si hubiera podido, hubiera golpeado con gusto a su amigo. Intentó refrenarse las ganas de gritarle y habló despacio a la vez que contaba mentalmente hasta diez.
—Owl, necesito que localices ya a la persona de la que hemos hablado —masculló entre dientes—. Creo que empieza a estar en juego mi vida y la de Lia.
—¿¡Lia!? —exclamó el pirata—. ¿Otra vez, tío?, ¿es que no has escarmentado? Joder, ya sabes lo que va a ocurrir: os liaréis, te enamorarás y luego, ¡bumba!, un nuevo palo. Tío, tan listo que eres para algunas cosas, pero para otras parece que no hubieras ido a la escuela.
A pesar de desear matarle, esta vez Alex se dio cuenta de que su amigo llevaba razón.
—Sí, eso mismo dice ella —contestó, sonriendo por primera vez al pensar en ella—. De acuerdo, admito que es una mujer muy especial, pero quizá me guste por eso. Y sí, está mezclada en esto, pero no tiene nada que ver contigo. Tú ayúdame y te prometo que vas a salir muy beneficiado, y no me refiero solo en términos económicos.
—¿No solo dinero, dices? Pocas cosas me gustan más que el dinero, salvo… —Owl hizo una breve pausa, como si pensara—. ¡No, todo lo que me gusta se puede comprar con dinero! —añadió, junto con una sonora carcajada.
Alex sonrió abiertamente. Si por un casual mencionaba a su amigo que ese trabajo iba a desarrollarse bajo la supervisión directa de William Baldur, Owl podría sufrir un infarto. Baldur era odiado por la comunidad hacker en general, ya que las palabras «gratis», «libre» o «freeware» no figuraban en su vocabulario corporativo. Pero muchos de esos piratas hubieran quemado sus discos duros con gusto si ello les hubiera permitido trabajar con ese individuo, que estaba situado en la cima del desarrollo tecnológico mundial. Su amigo Owl, por supuesto, era uno de ellos, y si todo salía bien se lo llevaría consigo y conocería en persona al mismísimo Baldur, pero aún no era el momento de decirle nada, ya que todo eso estaba demasiado lejano aún y sus problemas más inmediatos eran otros.
—Te aseguro que lo que tengo en mente no puedes comprarlo con dinero —dijo, intentando proporcionarle un sutil anticipo de su futura recompensa—. Solo te daré una pista, hablo de un trabajo, y no puedo decirte más, de momento.
Durante unos segundos Alex no oyó nada. Cuando fue a preguntar a su amigo si este seguía ahí, le llegó su respuesta:
—¡Vale, tío, has despertado mi curiosidad! Sé que no eres de los que bromean con esas cosas, así que ¡acepto! Voy a rematar a esos policías de tres al cuarto llenándoles su servidor de fotos guarras y mandando un correo al fiscal de Varsovia, o de Cracovia. Y en un rato estoy localizando a tu amigo, el tal Mil…
—¡No digas nombres! —dijo Alex, enmudeciendo a su amigo y mirando a su alrededor—. No confío en nadie, empieza a haber mucho en juego.
—Vale, vale, ¡qué paranoia! —oyó que se quejaba Owl—. Aunque puedes estar tranquilo, tío. Tu ordenador y tu teléfono son seguros, llevas instalado mi pequeño programa antiespías.
—¿También en el iPhone?
—Pero ¿con quién crees que tratas? —dijo su amigo, con sorna—. ¿Te piensas que iba a hablar de, digamos, mis cosas, si no estuviera seguro de que puedo hacerlo sin riesgo?
—Aun así prefiero que hablemos lo justo, ¿de acuerdo?
—Vale, tú ganas… —contestó Owl a la vez que se oía una voz de fondo—. Te dejo, colega, que mi madre ya está montándome el pollo para que baje a cenar. ¡Qué pesada!
Un nuevo grito de la madre fue interrumpido por el final de la comunicación. Alex se quedó mirando el teléfono, pensando en la persona en la que había puesto sus esperanzas para poder escapar de la maraña en la que estaba inmerso.
Un tío al que su madre persigue por la casa para que baje a cenar, pensó, sin dejar de mirar el teléfono.