6
Samnuloc
El hombre que no ha amado apasionadamente ignora la mitad más bella de la vida.
HENRI BEYLE
Sábado, 14 de marzo de 2009
—No podemos permitir que el desánimo cunda dentro del equipo —dijo Boggs, sentado al otro lado de su mesa, frente a Alex—. La moral del grupo ya está demasiado baja, aunque no tenemos ninguna evidencia de que este suceso, por llamarlo de alguna forma, esté relacionado con el proyecto. Además, Connor tenía… —pareció buscar la expresión correcta— factores de riesgo.
Alex alzó la mirada, extrañado. Estaban solos en el despacho. Habían pasado cinco días desde el repentino ataque de Connor, que continuaba grave en el hospital. Su diagnóstico era «rotura de aneurisma cerebral», una lesión de tamaño pequeño, pero que había originado un abundante sangrado que le había comprimido el cerebro casi hasta matarlo. Le habían drenado el hematoma in extremis, pero el daño ya estaba hecho; aún estaba en la UVI y sería un milagro si sobrevivía. Uno de los detalles que el neurólogo no había pasado por alto fue que la ambulancia que lo trasladó desde el complejo la conducía Smith. Su supuesto chófer parecía servir para muchas cosas.
—¿A qué te refieres con… «factores de riesgo»?
—Lo siento, es un episodio de la vida de Connor que no puedo revelar. Ya sabes, secreto médico —contestó Boggs, echándose hacia delante y entrecruzando los dedos—. Confía en mí, su patología no está relacionada con el proyecto. Ahora háblame de los avances del programa de análisis.
Alex se mordió los labios. Ambos sabían que no había ningún avance que contar.
—Hemos analizado dieciséis versiones del software —relató, desconfiado—, siguiendo en todas el mismo procedimiento: primero la revisión del código; luego, prueba en laboratorio. Predator no ha conseguido encontrar nada, pero aún nos queda una por realizar. Si existe un error en el software, tiene que estar ahí.
—¡Perfecto! —dijo Boggs, con un entusiasmo que a Alex le pareció exagerado—. Otra cosa… también me preocupa la moral del equipo.
Así que era eso, pensó.
—¿A qué te refieres?
—Estoy preocupado —contestó Boggs—. En parte es por tu programa. Pero sé que si en la última prueba no encuentra el error no habrá pasado nada nefasto, tan solo se habrían perdido unos días y aún tendríamos más de cinco meses. Pero… —hizo una pausa—, ¿no te has fijado en tus compañeros? Chen parece un espectro, con Lia apenas se puede hablar y es obvio que tiende a esquivarte, y el personal de Mark y de Lee empieza a acusarse, además, de todo lo que está ocurriendo. ¿Es que no has notado nada?
Se dio cuenta de que Stephen llevaba razón. A la única persona a la que había prestado atención había sido Lia, y la evidente hostilidad de ella solo había servido para que se encerrara más en sí mismo y en las pruebas. Era cierto que el ambiente estaba enrarecido en los últimos días y tampoco le hizo gracia pensar que la actitud de Lia se había hecho tan evidente para todos. Si Stephen la había notado, se dijo, el resto también.
—Supongo que el incidente de Connor y los más de treinta experimentos que hemos realizado en menos de cinco días pueden haber afectado algo al estado de ánimo del equipo.
—¿«Algo»? —preguntó Stephen, enarcando las cejas—. Con estos plazos de tiempo el personal ha trabajado al límite, y el agotamiento ha dado paso al desánimo. Es evidente que este se ha instalado en el laboratorio y, si seguimos así, no sé cómo puede acabar este experimento.
—¿Y cómo piensas subirles la moral? —preguntó Alex—. Ahora mismo, pienso que solo si Predator encontrara el error…
—No es la única vía —le interrumpió Boggs—. He decidido lo siguiente: hoy realizaremos la prueba de la última versión que queda: la 1.36. Y, encontremos el error o no, voy a dar mañana el día libre a todo el personal, salvo al estrictamente necesario para el mantenimiento de las instalaciones y equipos.
—Pero ¿y si Predator encuentra algo?
—Será una enorme alegría: lo celebraremos esta noche, y pasado mañana estaremos trabajando en ello.
—¿Y si no encuentra nada? —dijo Alex—. En ese caso no podemos permitirnos…
—Si Predator no obtiene ningún hallazgo —le interrumpió Boggs—, vamos a necesitar toda la energía posible para afrontar el gravísimo problema al que nos enfrentaremos, ¿no crees?
De vuelta al laboratorio Alex entró en la sala de descanso, sintiendo que necesitaba un café. Los ecos de la conversación con Boggs se esfumaron en cuanto vio a Gekko, el responsable de hardware.
—¿Cómo se encuentra, doctor? —le preguntó este.
—Un poco cansado… —respondió él—. Cuando son personas las afectadas por los posibles fallos de otras todo se complica mucho.
—No es fácil perder a un compañero y ver caer a otro.
Mark contestó con un cierto tono de amargura. Alex observó en aquel momento que también tenía aspecto de cansado. Era la persona idónea para comentar una idea que le venía rondando por la cabeza durante unos días sobre qué hacer si Predator no encontraba nada, lo que era posible, de hecho, a falta de un solo experimento por realizar.
—Mark, me gustaría contar con tu opinión de experto —dijo muy serio Alex mientras se servía un café.
—Estaré encantado de poder ayudar —respondió el ingeniero.
—Si los resultados de hoy fueran negativos —comenzó a decir lentamente—, tendremos que plantearnos nuevas posibilidades. Concretamente hay una a la que llevo varios días dándole vueltas, y que me gustaría comentar contigo antes que con el resto… —hizo una pausa antes de lanzar el dardo—. Pudiera ser que el fallo estuviera en el hardware, no en el software.
—¡Un momento! —dijo Gekko, levantándose del sillón—. Si está insinuando que alguno de mis hombres ha metido la pata… —gritó, señalándole con el dedo—, ¡por ahí no paso! ¿Se le ha olvidado que he perdido a dos de ellos? ¿O que todavía no sé si ha sido por el estrés, o por un fallo de esos listos de software? ¿De verdad piensa que… —respiró agitadamente— mis hombres han matado a dos de sus compañeros?
Gekko tenía la cara congestionada y el labio inferior le temblaba. Alex contestó con voz calmada. Apeló a su experiencia en tratar con pacientes que no reaccionaban bien frente a los diagnósticos.
—No digo que os hayáis equivocado vosotros, y por ello provocado la muerte de uno… o potencialmente dos hombres. Mi hipótesis es otra.
Mark respiró hondo varias veces, aunque más despacio que unos instantes antes.
—¿A qué se refiere? —preguntó, con las cavidades nasales dilatándosele.
Alex trató de contener sus propios nervios y de que su voz sonara convincente.
—Sé que estáis trabajando muy duro en esto, más que el resto, de hecho, ya que las personas afectadas eran compañeros vuestros.
—Sabe Dios que eso es cierto… —dijo Mark, con el rostro menos rubicundo.
—El nuevo chip —siguió Alex, más confiado—, ese que aportó la empresa que financia el proyecto, ¿seguro que no contiene ningún tipo de código?
Gekko pareció comprender por dónde iban sus pesquisas y dio la impresión de relajarse, aunque solo en parte.
—Esa pregunta ya nos la hicimos en su momento. En realidad fue Lee quien se la formuló al propio Stephen. Algunos procesadores llevan código integrado, sería algo normal que este hubiera podido contenerlo.
—¿Y…? —preguntó Alex, sintiendo una punzada en el pecho.
—Pues que Boggs dijo que le habían garantizado que el procesador estaba limpio de código. De hecho, nos recordaron que no podíamos abrirlo ni manipularlo, ya que tan solo podíamos utilizar con él el software.
Un piloto empezó a parpadear en lo más hondo del cerebro de Alex: algo no encajaba. ¿Por qué esa insistencia?, se preguntó.
—¿Y lo comprobó alguien? —inquirió, en tono desconfiado.
—¡Por supuesto! —respondió Gekko, sentándose de nuevo—. Lee ejecutó unos cuantos programas rastreadores, ya sabe, de esos que intentan extraer información digital del procesador, como número de serie, versión… y rastros de código. Y con ello no violó las premisas de la compañía. Ya sabe, la prohibición de abrir o manipular el chip.
—¿Encontró algo? —preguntó Alex, dejando su café a medio sorber.
—¡Absolutamente nada! —respondió Mark—. Ni siquiera un número de serie, algo que nos pareció extraño, desde luego, pero que Boggs entendió que podía ser normal.
—¿No le dio importancia? —preguntó Alex, arrugando el entrecejo.
—Ninguna. Dijo que era normal, al tratarse de un prototipo secreto del que no querían que nadie supiera nada. Esto es muy propio de las grandes corporaciones.
—Ya… —murmuró Alex, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta—. En fin, era solo una teoría.
Sin embargo, la luz roja de alarma de su cerebro parpadeaba con intensidad.
—No dude en preguntarme sobre cualquier otra que se le ocurra —añadió Gekko.
En la mente de Alex surgió una asociación de ideas:
—Solo una cosa más: Connor era uno de tus hombres, ¿le conocías bien?
—Sí —respondió Mark, perdiendo la sonrisa—. ¿Por qué?
—Porque Stephen está convencido de que su accidente no tiene nada que ver con el proyecto. ¿Es eso cierto?
—Sí, rotundamente —respondió inmediatamente, haciendo que la alarma de Alex aumentara en intensidad.
—¡Estupendo! —dijo él, fingiendo optimismo—. ¡Eso es una buena noticia! Lo contrario hubiera podido repercutir negativamente en la moral del equipo.
En el momento en que se disponía a despedirse, Mark le hizo un gesto para que se acercara. Sorprendido, Alex obedeció y el ingeniero habló en voz baja:
—Lo de Connor era un secreto, pero… se lo relataré. Siéntese —dijo, mirando de reojo hacia la puerta, y Alex le obedeció—. El chico llevaba años esnifando cocaína, y hará unos seis meses que su novia le dio un ultimátum. Él me contó, en confianza, que lo había dejado, pero ya sabe cómo son esas cosas…
—No, no lo sé —dijo Alex, fastidiado por ser el último en enterarse de la adicción del técnico—. ¿Qué ocurrió?
Gekko resopló.
—Verá, yo nunca me tragué del todo que ya no estuviera esnifando, y menos después de lo que pasó hace unos días. Ya sabe, lo de su hemorragia cerebral. Tenga en cuenta que él no ha hecho pruebas con el simulador, así que la rotura de ese jodido aneurisma solo puede deberse a su adicción.
—Sí, es posible —dijo—. Pero no por ello debemos descartar ninguna posibilidad, Mark.
—¡Vamos, doctor! —protestó Gekko—. No me irá a decir ahora que el aparato, o el software, le ha roto el aneurisma a Connor. Sería tan absurdo como pensar que eso también fue lo que provocó el ataque de epilepsia que sufrió Cole, y que hizo que se estrellara con el coche. ¡Casi rozaría la mayor de las paranoias!
—¿Qué? —dijo Alex, sintiendo cómo la sangre se le agolpaba en la cabeza—. ¿Otra víctima más?
—Sí, un accidente de tráfico. Fue por culpa de un ataque de epilepsia —dijo Gekko—, nada que ver con el proyecto.
—¿Cómo que no…? —contestó Alex, aunque enseguida tuvo otra idea—. ¿Sería complicado poder conocer cuántas personas relacionadas con el proyecto han muerto ya?
—Doctor, nadie le ha ocultado nada. Simplemente, usted… —tartamudeó el ingeniero, echándose hacia atrás. Al percibir la furiosa mirada de Alex, comenzó a enumerar contando con los dedos—: Alexis se suicidó tras usar el simulador, de acuerdo, pero aún no está claro que haya una relación causal directa. De hecho, todos creemos que ya tenía decidido matarse antes de realizar la prueba. En el caso de Connor, tras haber esnifado cocaína durante años, parece lógico pensar que esa es la causa más probable de que le haya reventado un aneurisma, ¿no?
—No he pedido una justificación de los accidentes, sino conocerlos todos —dijo Alex, en un tono ácido—. Ahora, ¿me podrías explicar quién es ese tal Cole y, sobre todo, qué le pasó?
—Lo de Cole fue un accidente… —respondió Mark, esquivando su mirada—, de eso no hay ninguna duda.
Alex levantó una ceja y cruzó los brazos sobre el pecho, en actitud desafiante.
—Soy todo oídos…
Mark suspiró, resignado.
—Ocurrió nada más empezar a hacer las pruebas con los módulos de respuesta mental; creo que estábamos usando la versión 1.25. El hombre era un técnico de software de Lee. Ese día estaba muy nervioso, y discutió con un compañero sobre unos algoritmos que no le cuadraban, así que Lee le relegó a analizar código en solitario. Ya sabe, para que se calmara. Según los registros de salida se quedó en el laboratorio hasta tarde. Debió de sentir remordimiento, no lo sé. El caso es que, y nadie sabe por qué, se quedó trabajando muchas horas.
Una teoría comenzó a tomar forma en la mente de Alex.
—Y ese tal Cole, ¿tenía antecedentes de epilepsia conocidos? —preguntó.
—Pues sí… —respondió Mark, alzando las cejas—. Figuraba en su ficha, aunque es obvio que no resultaron un inconveniente para su incorporación. Llevaba años sin padecer crisis, creo que ni siquiera necesitaba medicación. Se le hicieron las preceptivas revisiones médicas al entrar, como a todos. Estaba tan sano como cualquiera de los demás integrantes del equipo. O, al menos, eso me dijeron…
—Sí, todo maravilloso —ironizó Alex, y continuó, alzando la voz conforme hablaba—. ¡Salvo por sus antecedentes de epilepsia, claro! Un pequeño detalle que, si no se tiene en cuenta, puede hacer que se exponga a estrés, sobrecarga de trabajo y falta de sueño a una persona que en cualquier momento puede sufrir un ataque, ¿no es así?
—Doctor Portago, por favor… —respondió Mark, bajando la vista—, no me haga sentir peor. Cole estaba irritable ese día, sí, pero nadie le había exigido nada especial. Fue él quien inició la discusión con su compañero. Chen lo relegó, para evitarle estrés, y él se quedó hasta tarde, pero fue de forma voluntaria. Si tuvo un ataque de epilepsia mientras conducía de vuelta a casa esa noche, creo que ninguno debemos echarnos la culpa. Pudo haberle ocurrido en cualquier otro momento.
Las luces de alarma se multiplicaron en lo más profundo de la mente de Alex. Intentaban decirle que todo eso no podía ser casual, y él captó el mensaje sin ningún problema. Seguro que su ataque de epilepsia estaba relacionado con lo que allí estaba pasando.
—Mark, ¿cuándo probó Cole el simulador?
El ingeniero movió la cabeza de lado a lado, parecía que se iba a derrumbar en cualquier momento. De repente alzó la mirada y clavó sus ojos en los de Alex. Estaban congestionados.
—¿Es que no lo entiende? —dijo el ingeniero con voz temblorosa—. ¡Cole tampoco había usado nunca el simulador!
—¿Se puede saber por qué nadie me había dicho que había otra víctima relacionada con el proyecto? —preguntó Alex, resoplando.
Había irrumpido en el despacho de Lia, concentrada en su monitor. Al oír su pregunta alzó la cabeza, con evidente gesto de sorpresa. Tras unos segundos pareció recomponerse, y respondió:
—Veo que no has cambiado nada, sigues viendo fantasmas por todas partes.
Otra vez más, el neurólogo se preguntó qué era lo que podía atraerle de esa mujer, que tan extraña le resultaba a veces. No solo no había respondido a su pregunta, sino que, una vez más, le atacaba a él personalmente. Esa maldita forma suya de reaccionar, haciéndome daño, pensó. Se dio cuenta de que estaba muy tenso, e intentó calmarse, sin éxito, antes de hablar.
—¿Acaso veo fantasmas cuando descubro que soy contratado para averiguar por qué muere gente en un proyecto…? —inspiró aire profundamente—. ¡Y se me oculta una de esas muertes!
—No seas paranoico —contestó ella, sin perder su serenidad—, nadie te ha ocultado nada. Si no se te ha informado de la muerte de Cole, que es a quien supongo que te refieres, es porque no ha tenido absolutamente nada que ver con el proyecto. Murió en un accidente de tráfico desencadenado por un ataque de epilepsia.
—¿Y cómo podéis estar todos tan seguros de eso? —preguntó él—. ¿Cómo sabéis que no fue al revés, que murió primero y por eso tuvo el accidente?
Ella puso los ojos en blanco.
—Intentaré que hasta tú lo comprendas… —dijo Lia, perdiendo parte de su compostura—. Era epiléptico, por si no lo sabías, aunque aparentemente estaba completamente sano. Tras un día de intenso trabajo sufrió una crisis mientras iba conduciendo a su casa. El conductor que circulaba detrás lo relató todo, ya que se vio implicado. De hecho, tuvo que frenar bruscamente porque el vehículo de Cole redujo su velocidad y se le echó encima. No lo arrolló de milagro. Al fijarse, vio que el técnico estaba sufriendo sacudidas. Inmediatamente el vehículo se salió de la carretera y cayó por un terraplén, para horror del testigo. Este avisó a emergencias y cuando llegaron el chico aún estaba convulsionando, como reflejaron después en su informe. Es decir, estaba vivo, Alex. Pero desgraciadamente murió durante el traslado, a causa del grave traumatismo craneal que sufrió en el accidente. Está todo constatado, no hay misterios ni conspiraciones.
—¿Y cómo puedes estar tan tranquila precisamente con esa muerte —replicó él—, dado lo que te preocupan las otras?
Lia suspiró, cada vez le quedaba menos paciencia.
—Cole era un gran informático, pero no soportaba bien la presión. Eso era algo que todos sabíamos. De vez en cuando se le desencadenaban ataques de ira, y últimamente estaba muy nervioso. Personalmente creo que fue el estrés lo que le llevó a sufrir esa crisis, y para que reduzcas tu grado de paranoia, ya te anticipo que no utilizó nunca el dispositivo de realidad aumentada.
—Ya lo sé —dijo él, escupiendo las palabras. No le había gustado nada eso de «paranoia».
—Me alegro —continuó ella—. Y, por si eso aún no te convence, te recuerdo que el accidente de Cole sucedió con una versión temprana del software: la 1.25, que es anterior a los terribles sucesos que provocaron tu llegada. Y esa versión, por cierto, ha pasado sin problemas el análisis de tu software, ese al que has bautizado con nombre de marciano.
Alex contrajo los puños y sintió una intensa furia que le recorrió todos los nervios. Esa mujer tenía la extraña habilidad de volver todo en su contra. Discutir con ella era absurdo: no solo era fría y cruel, sino que con su mirada y sus amargas palabras era capaz de embotarle el pensamiento. Pensó en irse, fastidiado, antes de que la discusión degenerara del todo. En el momento que iba a hacerlo, se le ocurrió una nueva pregunta:
—Tenía entendido que todos los técnicos habían probado el simulador.
—Y así es… salvo en el caso de Cole, claro.
—Y, ¿por qué él no lo hizo? —dijo Alex, pensando que iba a ser complicado que le diera una respuesta convincente.
Sin embargo esta llegó como un jarro de agua fría:
—¿Nos tomas por retrasados, acaso? —dijo Lia, exasperada, y con gesto de asombro—. ¡Cole tenía antecedentes de epilepsia! ¿De verdad pensabas que íbamos a exponerle a un dispositivo que interactúa con las ondas mentales y que envía información lumínica en parpadeos directamente a sus retinas? ¿Es que se te ha olvidado que la fotoestimulación puede desencadenar un ataque?
Alex se dio cuenta de que si estuviera en un combate de boxeo, en ese momento estaría cayendo a cámara lenta hacia la lona, mientras cientos de gotas de sangre saldrían despedidas de su rostro y el público aclamaría a su compañera, que ni siquiera se dignaría mirarlo mientras alzara los brazos, victoriosa.
Se sintió ridículo al darse cuenta no solo de su derrota, sino del humillante razonamiento con el que ella le había destrozado: ningún epiléptico se hubiera expuesto a luces que destellearan de esa forma, algo que se advertía hasta en los videojuegos. Furioso por la arrogancia de Lia, pero más aún por su propia ineptitud, se sintió terriblemente solo y vacío al otro lado del inmenso muro de hielo que Lia siempre había mantenido entre ellos. Sin molestarse siquiera en despedirse abandonó el despacho. El escozor de las lágrimas le inundó los ojos.
—¿Ve usted correctamente, doctor Portago? —le preguntó el técnico, mientras ajustaba las gafas del dispositivo.
Alex leyó el apellido en su tarjeta de identificación.
—Está perfecto, Langman, gracias.
Langman sonrió mientras ajustaba el cableado. Alex se entretuvo en contemplar el enjambre de personas que se movían a su alrededor, algo completamente normal, pues estaba sentado en el sillón de pruebas del dispositivo. En solo unos instantes iba a comenzar la prueba de la única versión del software que quedaba por analizar, la 1.36. Si había algún fallo, tenía que salir a relucir en esa prueba, y como era de suponer nadie quería perdérselo, menos aún tras enterarse de quién era el «sujeto de pruebas».
Alex suspiró, fijándose en la aparentemente anárquica coreografía del personal: los informáticos tecleaban y movían sus ratones, siguiendo indicaciones de Lee. Mezclados entre ellos, los ingenieros de Mark comprobaban los cables, las comunicaciones y la temperatura de los servidores. Todos se movían a la vez, y la sensación era de «caos organizado», concepto que a él, personalmente, le encantaba.
Cerró los ojos durante unos segundos, en los que recordó la conversación de un par de horas antes con Stephen. Tras hablar con Lia, Alex sabía que no iba a estar a su lado durante la prueba, como había hecho en las anteriores. Si Predator fracasaba, lo que también fracasaría sería su idea, y no estaba dispuesto a soportar sus cínicos comentarios. Por ello decidió ofrecerse a realizar la prueba, lo que le permitiría forzar el software, a lo que Boggs en principio se negó. Ningún jefe de equipo había realizado los tests, y no quería incumplir esa norma que él mismo había impuesto, por seguridad. Ellos estaban allí para analizar, por eso se les pagaban esos astronómicos sueldos. Alex le había replicado en su despacho:
—Stephen, en esta versión tenemos que encontrar algo —dijo, apoyando los brazos sobre su mesa—. Ya han muerto dos personas y una tercera está en coma en el hospital. Quiero probarlo yo, estoy sano y la neurología y el comportamiento son mis especialidades. ¿Acaso necesitas leer mi curriculum de nuevo? Si hay un error en el software… —hizo una pausa para añadir fuerza a su argumento— te aseguro que lo encontraré.
Boggs intentó discutir con él, sin mucho énfasis. El americano tenía muchas ganas de encontrar algo que poder reportar a los patrocinadores del proyecto. Alex sacó partido de eso y de que, al igual que el resto del equipo, estaba cansado e irritado. En pocos minutos de intenso debate el americano cedió, una hora después todo el personal sabía quién iba a probar el dispositivo.
Langman, el técnico que acababa de ajustarle las gafas, apareció de nuevo en su campo de visión, apoyando una mano en su hombro, cariñosamente.
—Estamos seguros de que va a encontrar ese error —y susurrando, añadió—. Además, he apostado por usted desde el principio. Hasta ahora he perdido mucho, pero hoy seguro que me recupero con creces, ¡ánimo!
Sonrió ampliamente y se despidió con un saludo. Alex asintió con la cabeza; desconocía que se hubieran realizado apuestas alrededor de su software, pero se alegró de estar ahí, en medio del meollo. Seguro que los técnicos ahora le mirarían de otra forma.
—Iniciando la última prueba, la versión 1.36 del software del dispositivo —anunció Lia.
A Alex se le aceleró el corazón cuando oyó, por su auricular, cómo ella daba las órdenes preparatorias que ya se sabía de memoria, mientras Chen iniciaba la simulación.
De repente volvió a estar, virtualmente hablando, en Madrid. Concretamente en la plaza de Bilbao, con esa bella mezcla de edificios antiguos y nuevos que solo puede verse en esa ciudad. Los cientos de letreros luminosos flotantes de sus gafas le indicaban dónde estaba y hacia dónde podía ir. Empuñó el joystick con fuerza y empezó a desplazarse.
Durante veinte minutos cumplió al pie de la letra el protocolo, solicitando mediante órdenes verbales y mentales una serie de indicaciones preestablecidas de antemano. Tras completarlas, se encontró en la plaza de Alonso Martínez, maravillado como siempre del excelente comportamiento del dispositivo. No era lo mismo verlo funcionar desde fuera que con las gafas puestas. Sin embargo, también se entristeció, al no haber notado nada extraño. Se consoló pensando en que, hasta ese momento, era más o menos normal no haber notado nada. Los siguientes minutos eran cruciales. Lia le pidió lo que él estaba esperando:
—A partir de este momento, por favor, camina sin rumbo.
Alex intentó dejar la mente en blanco y caminar sin pensar en ningún destino. Gracias a las etiquetas que aparecieron en sus gafas, supo que andaba por la plaza de Santa Bárbara, en dirección a Fernando VI. Siguió andando, tratando de no prestar atención a los nombres de las calles, y giró a la izquierda, sin saber por qué. Buena señal, pensó. Al pasar vio un bar que le era familiar. ¿Por qué?, se preguntó, y entonces recordó que había estado allí con Lia con una extraña mezcla de excitación y fastidio. Siguió deambulando, intentando zafarse de la imagen de su compañera. Pasó frente a una cervecería, donde una vez cogió una buena borrachera con otros dos médicos del hospital con los que compartía las guardias, y por la puerta de un pub, donde también recordaba haber estado.
Sonrió brevemente, pensando en que iban a creer que era un alcohólico. Sin embargo, él supo que su subconsciente estaba rememorando sitios en los que había estado con personas a las que apreciaba. Súbitamente, la sonrisa se esfumó de su rostro, al recordar que no le quedaba mucho tiempo. Y algo le decía que había algo más en su ruta. Trató de concentrarse y, tras despejar de nuevo la mente, giró a la izquierda, de nuevo sin saber por qué. ¿Buena señal también?, se preguntó de nuevo, solo que con más dudas que antes. Tras andar unos metros se encontró en una calle más ancha; sabía que era Génova, pues desembocaba en la plaza donde había empezado a andar poco antes. Descubrió que había caminado en círculo.
No puede deberse al azar —pensó—, pero ¿cuál es la relación? Tampoco entendió por qué Predator no detectaba nada. Si había algún fallo, ya debería haber salido a la luz. Comenzó a sentirse angustiado, y una gota de sudor comenzó a deslizarse por su frente. Siguió andando y cruzó un paso de cebra, mientras el dispositivo le bombardeaba con todo tipo de información, a la que ya apenas prestaba atención. ¿Dónde está el maldito fallo? ¿Por qué no aparece de una vez?, se preguntaba sin parar. Fue entonces consciente de que el laboratorio estaba completamente en silencio. La tensión era palpable, aunque él estuviera concentrado en su camino. Si no encontraba el fallo inmediatamente, todo habría terminado, pues quedaban escasos instantes para que Lia diera por terminada la prueba.
Se dio cuenta de que otra vez había pensado en ella. Contrayendo la mandíbula, intentó dejar, por enésima vez desde que inició el simulacro, la mente en blanco. Para ello centró su mirada en el lugar que tenía delante, y en ese preciso instante la sangre se le heló en las venas. Frente a él, casi invitándole a entrar, se encontraba un conocido local de copas, el Samnuloc. Era un pub como cualquier otro de los miles que había en Madrid, salvo por un pequeño detalle: allí, un frío día de invierno, él se había sentido el hombre más feliz del planeta. Había salido con unos cuantos compañeros, Lia entre ellos. Casi a punto de irse a casa, Alex había notado cómo ella se acercaba y, tras un rato de coqueteo, se abrazó a él. En aquel momento pudo sentir cómo su corazón se detenía, mientras que un hormigueo le devoraba por dentro. Y es que en ese sitio, instantes después de abrazarle, fue donde Lia le besó por primera vez.
Salió de su recuerdo al oír varias alarmas a su alrededor que saltaron al unísono, con distintos sonidos y colores. Las oyó a través del auricular, pero también fuera de este. Procedían de varios monitores del laboratorio, en los que las pantallas se habían teñido de mensajes y recuadros en rojo. Escuchó varias voces hablando al unísono. A duras penas distinguió la de Lee, por encima del resto, repitiendo un mensaje:
—¡Ha encontrado algo! Repito… ¡Predator ha encontrado algo!
—¿Cómo lo has hecho? —dijo Stephen—. ¡Pensaba que no lo ibas a conseguir!
Se oyeron risas nerviosas. Todos los coordinadores, menos Chen, estaban en el despacho de Boggs. El asiático estaba aún concluyendo sus análisis, y en cualquier momento aparecería por la puerta con los resultados definitivos. Mientras, Alex estaba siendo sometido a un incómodo interrogatorio.
—No lo sé —contestó, azorado—, no he hecho nada en especial.
Era una verdad a medias. La parte cierta era que no había hecho nada conscientemente, pero de alguna forma el dispositivo le había guiado hacia un sitio con un gran significado en su relación con Lia. Y eso era lo que Predator debía de haber detectado. Así que esa versión del software era la errónea, pensó, pues permitía encontrar aquello que el subconsciente deseaba. Aun así, el hallazgo no cuadraba con el hecho de que se hubieran producido muertes anteriores a ella. Él estaba seguro de que todos los sucesos tenían que estar relacionados, pero la evidencia de que esa versión era la anómala parecía casi definitiva. Si no, ¿por qué iba a haber detectado un fallo Predator?, pensó.
Miró alrededor y vio que todos, a excepción de Lia, miraban a Boggs, que seguía su exposición de lo poco que conocían hasta el momento. Ella se mostraba indiferente, de hecho no había dado ninguna muestra de haber recordado el Samnuloc. Es imposible, hasta para ella tuvo que significar algo, se dijo, dubitativo. Mordiéndose el labio, se dio cuenta de algo: los resultados de Chen le podían meter en un aprieto. Y es que si le preguntaban por el pub y mentía, Lia sabría que lo había hecho, y podría obstaculizar el avance del proyecto. Pero si decía la verdad, no quería ni imaginarse la reacción de su compañera. Desalentado, volvió a centrarse en la pantalla. Se le heló la sangre en las venas cuando vio que el americano mostraba una imagen de la entrada al condenado local.
—Sé que es una pregunta complicada, Alex —dijo, volviéndose para mirarle—, pero he de hacértela por el bien del proyecto. —El médico notó cómo se le erizaba el vello—: ¿Alguna vez has tenido problemas con el alcohol?
Se hizo un silencio sepulcral, todos volvieron sus cabezas hacia él. Tras coger aire, soltó una sonora carcajada.
—Stephen, te aseguro que me alegra responder que… ¡en absoluto!
Oyó murmullos de aprobación y vio los gestos de asentimiento de los presentes. Por milímetros…, pensó. Había estado seguro de que le iba a preguntar por el Samnuloc, pero no fue así, y Stephen había orientado el fallo al habitual tópico del vicio oculto. Era cierto que tenía algunos: uno de ellos, sin ir demasiado lejos, tenía los ojos azules y estaba presente en esa misma habitación. ¿Pero el alcohol? ¡Menuda tontería!, pensó satisfecho.
En ese momento se abrió la puerta y apareció Chen, con su portátil en las manos, abierto y con la pantalla iluminada. Alex dio un respingo cuando vio que se dirigía directo hacia él. Intuía que sus conclusiones no iban a ser tan inocentes como las de Boggs, pues el asiático era muy meticuloso y se sentía responsable de todo error, seguro que se había empleado a fondo.
—Doctor Portago —le preguntó, acercándose—, es muy importante que me responda ahora mismo a una cuestión: ¿ha percibido alguna pauta de anormalidad en su ruta? ¿Algo familiar en ella, quizá?
Alex sintió cómo de repente la sangre se le agolpaba en las mejillas, y la vista se le nubló. Debía pensar una excusa, y rápido.
—Lee —se adelantó Boggs—, ¿sabes ya dónde está el error?
Alex respiró agradecido, acababa de ganar unos segundos.
—Ese es el problema —contestó Chen—, Predator ha indicado que había un fallo, en concreto en una pauta de respuesta que ha considerado anómala, relacionada con los bares por los que ha pasado, sobre todo el último. Por eso es importante saber si el doctor tiene algún tipo de enlace emocional con ellos.
El pulso de Alex se aceleró. Quiso mirar a Lia de reojo, pero fue incapaz. Notó una bola de saliva atascarse en su garganta.
—Pero el doctor Portago dice que no tiene problemas con la bebida… —matizó Boggs—. ¿A qué se debe, entonces?
—Sí, lo he oído por el intercomunicador —dijo Chen, señalándose el auricular bluetooth—. No es eso lo que busco. Verá, hemos realizado análisis de todas las variables, y por supuesto hemos tratado de localizar el código que generaba dicha respuesta. Si Predator ha encontrado algo, es que existe una pauta relacionada con esos sitios por los que ha caminado el doctor Portago.
—¿Entonces, has encontrado algo? —preguntó Boggs, ligeramente irritado.
Alex sintió cómo el corazón le golpeaba con fuerza la pared torácica. A pesar del aire acondicionado, notó el sudor recorriendo su espalda.
—Hemos verificado los resultados, por eso he tardado tanto —dijo el asiático, alzando sus manos en señal de paciencia—. La ruta escogida por Alex, según los análisis… —la pausa se le hizo eterna a Alex— se debe por entero al azar.
El médico por fin soltó el aire que estaba reteniendo, y un hormigueo de relajación le recorrió la piel. Había faltado poco para que centraran la discusión en el maldito Samnuloc, así que le importó bastante poco ver los rostros de decepción del grupo. Para él, era una gran noticia que no sospecharan nada de ese local. Lo importante era que si había una respuesta anómala que había hecho saltar las alarmas, Predator habría marcado el código que la generaba. Bastaba con modificar ese código y, con suerte y esfuerzo, podrían cumplir los plazos. Todo, por supuesto, gracias a él, pensó, y una oleada de satisfacción recorrió su cuerpo. Quizás hasta Lia se dejara invitar a cenar, para celebrarlo.
—Entonces, ¿qué es lo que ha detectado Predator? —inquirió Boggs.
—Eso es lo más curioso —respondió Chen—. Predator ha detectado una pauta de respuesta anómala… Por eso le he preguntado al doctor Portago si esos sitios significaban algo para él —dijo, mirando de nuevo al neurólogo.
Otra vez no, pensó Alex. Solo que en esta ocasión estaba más preparado que antes.
—No, en absoluto —mintió.
—Me lo imaginaba —añadió Chen, dirigiéndose de nuevo a Boggs—. Tenemos un problema, cuando hemos ido a localizar el código que ha generado la pauta que ha hecho saltar las alarmas de Predator… —tragó saliva antes de continuar—, este no ha señalado ninguno.
—¿¡Qué!? —saltó Alex—. ¿Dices que Predator no ha sido capaz de marcar el código erróneo? ¡Eso es imposible…!
—Espera —le interrumpió Chen alzando las manos, que le temblaban ligeramente—, no he dicho que Predator no haya sido capaz de marcar el código erróneo… —De nuevo tragó saliva, gesto que fue evidente que le costaba trabajo hacer—. He dicho que Predator no ha marcado código, que es distinto.
El despacho de Stephen se quedó en silencio. Alex estaba con la boca abierta, y supo lo que Chen iba a añadir un segundo antes de que este hablara:
—El problema es que, según Predator, el software no es lo que ha generado esa respuesta anómala.
Varias horas después, Alex viajaba en el asiento trasero del Audi. Como siempre, en compañía de su silencioso chófer, que cada vez se le asemejaba más a un guardaespaldas. Confió en que una de sus misiones no fuera espiarle, dado lo que se traía entre manos en ese preciso instante. Al pensar en esa posibilidad, se dio cuenta de que tamborileaba con los dedos sobre la mochila, y dejó de hacerlo de forma brusca. Miró a Smith, que se mostraba impasible y silencioso, como siempre, al menos el trozo de nuca que era capaz de ver. Tranquilo, es imposible que sospeche…, pensó, intentando que no se le notara nervioso. Una gota de sudor resbaló por su frente.
—¿Desea que baje un par de grados el aire acondicionado, doctor?
Alex dio un respingo al oír la voz grave de Smith. Por el retrovisor, vio los ojos del gigante clavados en los suyos.
—Sí, por favor… —dijo torpemente—. Hoy hace bastante calor.
Los dedos del chófer manipularon el climatizador, y volvieron, sobre el volante, a su posición habitual. Alex intentó tranquilizarse y no pensar en lo que escondía en el fondo de su mochila: las gafas y el dispositivo de bolsillo del equipo de realidad aumentada.
La parte más difícil había consistido en convencer a Chen de la necesidad de hacer otra prueba, pero en condiciones reales. No podía confesarle la verdad acerca de lo que había ocurrido en el simulacro de esa tarde. Que, de forma inconsciente, había vagado hasta el Samnuloc, un lugar muy especial para él por lo que significaba en su relación con Lia. Lo malo era que, a pesar de haber localizado el error, Predator no había sido capaz de señalar el código incorrecto. Según su programa, no había código incorrecto. Dado que aparentemente estaban en un callejón sin salida, Stephen había dado por finalizada la jornada, posponiendo el ulterior análisis de los resultados, probablemente, para evitar afrontar la cruda realidad: que el problema podría no residir en el software. Así que les ordenó descansar veinticuatro horas, tal y como había planeado, y plantear nuevas alternativas a la vuelta.
Pero él sabía que Predator había detectado algo y, aunque una hipótesis rondaba por su cabeza, necesitaba cerciorarse. Por ese motivo, tras la reunión, decidió hablar a solas con Chen. Estaba angustiado por todo lo que estaba ocurriendo, pero aprovechó que el ingeniero también estaba cansado para ir directo al grano:
—Necesito probar el sistema en condiciones reales —le dijo, para su sorpresa—. Es la única manera que se me ocurre para forzarlo de verdad, y asegurarnos de que el software no falla. Si es así, casi podríamos descartar el código como responsable de las pautas de respuesta. Pero es muy importante que nos aseguremos, por eso tenemos que hacerlo ya, ahora mismo. Stephen nunca me dejaría hacer una prueba fuera del laboratorio, así que hemos de aprovechar este momento.
—¿¡Qué!? —respondió Chen, con los ojos fuera de las órbitas.
—Lee, creo que puedo probar que el software no es la causa de los problemas. Déjame que te lo explique…
Alex expuso su teoría. De ser cierta, le recordó, eximiría a Chen de la responsabilidad de todos los sucesos que habían ocurrido. El anzuelo era demasiado bueno, por lo que Lee lo mordió enseguida. En cuanto se hubieron marchado todos, el asiático preparó un servidor para llevar a cabo su idea.
—Gracias a la capacidad de conexión 3G del dispositivo —le dijo—, podrás utilizarlo sin problema mientras tengas cobertura telefónica —le dijo, antes de salir del laboratorio—. Espero la señal convenida para empezar el análisis desde aquí. ¡Suerte!
Rememorando las palabras de despedida de Chen, Alex volvió a la realidad al sentir cómo el vehículo frenaba frente a la puerta de su casa. Bajó de un salto.
—Que descanse, doctor Portago —oyó decir a su chófer, mientras cerraba la puerta.
No tuvo tiempo ni de decir adiós. Unos minutos después caminaba en dirección al centro de la ciudad. Nadie se fijó en él, a pesar de que portaba unas gafas de pasta anchas. Afortunadamente, parecían estar de moda las de ese estilo. Hizo una llamada, y en breves segundos el mundo que él vislumbraba cambió. El dispositivo volvió a maravillarle: era aún mejor en la vida real. Estaba en la calle principal de Almería, y su campo de visión se llenó de innumerables etiquetas y letreros, primero unos pocos y luego por decenas, demostrando que el software funcionaba de forma impecable sobre el terreno, y la base de datos, a la perfección. Era algo que en el laboratorio ya sabían, pero que él no había tenido la oportunidad de comprobar. Entendió que ese invento iba a revolucionar la forma de interactuar con el entorno.
Al mismo tiempo que sonreía, mirándolo todo embobado, Predator, a unos treinta kilómetros de distancia, comenzó a analizar los datos que le llegaban cifrados a través de la conexión 3G. Alex caminó sin prisa, disfrutando de lo que veía a cada paso. La información era ingente, pero se presentaba de forma tan natural que en ningún momento abrumaba. En un par de ocasiones se quitó las gafas y comprobó, con tristeza, que volver a ver el mundo real, a secas, era incluso decepcionante.
Pensó que ese invento se iba a vender de maravilla. Intuyó que el precio no iba a ser ningún problema, aunque seguro que Lia insistiría en que fuera asequible, algo que antes o después ocurriría. Lia…, murmuró para sí. Como era costumbre, todo le hacía volver a pensar en ella. Sacudió la cabeza, tratando de dejar la mente en blanco, algo casi imposible para él. Caminó sin rumbo, concentrándose en la cantidad de información que le brindada el sistema.
Tras unos cuantos giros se dio cuenta de que estaba caminando otra vez en dirección al centro. ¿Es normal…?, se preguntó. Desalentado, recordó que no debía despistarse, ya que desconocía cuánto podía durar la batería. Miró alrededor, y se dio cuenta de que, a pesar de ser sábado por la tarde, había muchos comercios abiertos. El software del aparato proporcionaba información sobre ellos, pero también, si alzaba la vista, las empresas que se ubicaban en los edificios. Probablemente extraía la información de Google Maps… era sencillamente espectacular.
Al ver una fachada supo que algo no marchaba bien. Ya la había visto antes, al comenzar la prueba. Había vuelto al punto de origen, algo que le resultaba curioso, pues no había allí nada que le atrajera. Pero lo que más le llamaba la atención era la sensación de inquietud que estaba empezando a apoderarse de él. ¿Será un efecto secundario del uso en un entorno real?, pensó. Preocupado por esa sensación, miró la hora y decidió conceder un par de minutos más al software. Luego, se quitaría las gafas y llamaría a Chen.
Pasó por delante de dos ópticas y de una tienda de maletas, cuya información destacó en su campo visual. Miró a un matrimonio que discutía, caminaban cogidos de sus dos niños pequeños. La sensación de inquietud aumentó, se sentía como si estuviera en un mundo que no controlaba del todo. Debe de ser eso —razonó—, es una nueva forma de ver el mundo y, lógicamente, abruma a la corteza cerebral, no acostumbrada a recibir tanta información. Es comparable a poner a un hombre del medievo a caminar por el centro de Nueva York en el siglo XXI. Probó a mirar por encima de las gafas, y el mundo le pareció aburrido y sin interés: gente paseando, algunos vehículos, comercios. Una gran cantidad de etiquetas apareció sobre ellos en cuanto volvió a ponerse las lentes.
En ese momento se dio cuenta de que esa ruta tampoco era casual. Pensó en si estaría caminando de nuevo hacia un punto concreto, sin ser consciente de ello, tal y como le había ocurrido esa tarde, en el simulador, y con esas mismas gafas. La idea le atosigó, y empezó a notar un incipiente dolor de cabeza. Ya está bien, pensó con fastidio: había llegado el momento de dar por terminada la prueba. Se llevó las manos a las gafas para quitárselas y se volvió hacia un escaparate con el fin de disimular el gesto. Sin embargo se quedó paralizado, con los dedos índice y pulgar de cada mano sujetando las patillas de las gafas.
A través del cristal de una tienda de medias, pudo vislumbrar el interior. Allí había, como era de esperar, varias mujeres. Lo que no era tan normal es que una de ellas enseguida le llamara la atención. En el momento en que supo quién era, su móvil empezó a sonar. Él apenas se dio cuenta, absorto como estaba, contemplando a Lia.