14
Encuentro
El miedo es mi compañero más fiel, jamás me ha engañado para irse con otro.
WOODY ALLEN
Domingo, 22 de marzo de 2009
Nada más abrir los ojos, Alex dio un respingo. Por un segundo no supo dónde estaba, pero enseguida recuperó la memoria y buscó con la mirada a su compañera, que permanecía acurrucada junto a él. Apreció los surcos producidos por las lágrimas sobre la suciedad de las mejillas de Lia. Aun así le pareció el rostro más hermoso que había contemplado en su vida.
El miedo volvió al recordar, como si de una aparición se tratara, a los cuatro individuos. Vestidos completamente de negro, hubieran resultado invisibles desde su posición si no hubieran utilizado las gafas de visión nocturna mientras ellos aparecían de la nada para quemar su tienda. Gracias a Dios, un par de horas antes había salido de ella con las gafas de visión nocturna para echar un vistazo, pero no logró ver nada. Al girarse para volver al interior de la tienda contempló desolado que las formas regulares de esta se distinguían perfectamente con las gafas.
En ese momento había sido consciente del error que acababan de cometer: si ellos tenían unas gafas de visión nocturna, ¿por qué no iban a tenerlas sus perseguidores?, se preguntó. Azorado, había entrado de nuevo para decirle a Lia que tenían que irse de allí a toda prisa. Ella, inmersa en su papel de generar falsos rastros, le propuso dejar la tienda como señuelo. Entonces Alex se acordó del conejo que acababa de ver y le contó una idea a su compañera.
Localizaron las dos entradas de la madriguera del animal. Lia había hurgado con una rama en una de ellas y Alex había esperado en la otra —rezando para que no hubiera más—, y tapándola con uno de los sacos de dormir. En unos minutos este estaba lleno de roedores, frustrados por el súbito encierro. Alex depositó su captura dentro del saco de dormir —que dejó bien cerrado— sobre el suelo de la tienda. Cogieron lo imprescindible y echaron a andar sin mirar atrás.
No habían recorrido ni doscientos metros cuando la intuición de Alex le hizo detenerse, aun sin saber por qué. Entonces oyó varios sonidos, como si estuvieran descorchando botellas a lo lejos. Alex no necesitó pensar mucho para sospechar que eran disparos realizados con un silenciador. Lia debió de deducir lo mismo, ya que ambos se tumbaron sin decirse nada, agazapados tras una roca y observando en dirección a su excampamento. Gracias a la visión nocturna, pudieron ver aparecer a los cuatro tipos. En aquel momento Lia suspiró aterrorizada y él rápidamente le tapó la boca con su mano. Alex también fue consciente de que su burdo engaño de los conejos seguramente no iba a ser suficiente, pero fue incapaz de reaccionar. En cuanto se dieran cuenta de su trampa, echarían a andar en su dirección y en unos minutos serían dos cadáveres. Sacó su móvil del bolsillo y buscó el icono de Krusty, el programa que revelaría todo lo que sabía hasta el momento. No pensaba entregar su vida en vano, así que lo dejó en primer plano. En cuanto esos tipos comenzaran a caminar hacia ellos, lo activaría. Pensó que al menos así alguien conocería esa extraña historia.
Sin embargo, y para su sorpresa, sus potenciales asesinos prendieron fuego a la tienda tras el fugaz examen del interior que realizó uno de ellos. Pensó, suponiendo acertadamente, que si hubieran descubierto el engaño habrían reanudado la persecución. Lejos de eso, permanecieron unos minutos allí, mientras la tienda ardía, asegurándose de que nadie escapaba con vida. Aliviado, pensó que gracias a Dios —o a lo que fuera— había acertado de nuevo con sus suposiciones. Si no hubiera salido de su refugio con las gafas de visión nocturna, no se hubiera dado cuenta de lo expuestos que estaban, y habrían muerto acribillados a balazos o abrasados.
Nosotros deberíamos haber estado ahí, se había dicho Alex, y suponía que Lia debía de estar pensando algo parecido. Cuando la miró vio que las lágrimas le caían por el rostro; pero lo peor fue apreciar que, aunque silenciosa, estaba prácticamente fuera de sí, temblando con los ojos desencajados. Temeroso de que les oyeran, Alex no se había atrevido a decir nada: se limitó a abrazarla y acariciarle la cara. Ella le miró, horrorizada, pero sin decir absolutamente nada. Así al menos no harían ruido, había pensado Alex.
Más tarde los hombres desaparecieron en dirección opuesta, y Alex por fin suspiró. Exhausto y sin decir nada, tras esperar unos minutos en los que pareció quedar claro que no iban a volver, desenrolló el saco de dormir que les quedaba. Lo extendió al lado de Lia, a la que envolvió en la prenda con movimientos cariñosos. Luego él se introdujo también, para aprovechar el calor corporal mutuo. Le susurró a su compañera al oído que intentara descansar. Él estaría atento a cualquier ruido, le dijo. Ella, negando rítmicamente con la cabeza, balbuceó entre lágrimas y con voz apenas audible:
—Iban a por nosotros…
Él había asentido con la cabeza y la había abrazado con más fuerza aún, pero ella apenas reaccionó. Tras unos largos minutos Lia por fin se quedó dormida. Tras varias horas sin poder dejar de pensar, Alex se dio cuenta de que el amanecer le había sorprendido. Mirando al cielo, que comenzaba a clarear, calculó que habría descansado alrededor de una hora. En ese momento Lia dio un respingo.
—¿Qué ocurre? —preguntó, con la mirada desorbitada.
—Tranquila… —dijo él en voz baja—. Estamos a salvo, al menos de momento. Han pasado varias horas y no creo que vuelvan.
Ella le miró desconcertada. Su rostro se ensombreció cuando pareció recordar dónde estaban y lo que había estado a punto de ocurrirles varias horas antes.
—¿Quieres seguir adelante? —dijo Alex, sin apenas confianza.
Ella asintió, mordiéndose el labio.
—¿Estás… bien? —insistió él.
—¡No! —respondió ella—. ¡No estoy bien en absoluto, si es eso lo que realmente quieres saber! —dijo, con voz temblorosa y ronca—. Estoy al borde de la histeria y he perdido toda la confianza, no solo en ti sino en mí misma —tragó saliva para añadir—. Te lo advierto, si cuando lleguemos al sitio que dice tu amigo, el pirado de los ordenadores, resulta que allí no hay nada, haré que te encierren en un psiquiátrico de por vida. Eso, si nadie nos mata antes, claro, que es algo que dudo… —añadió, hipando de nuevo.
Alex respiró hondo, buscando sin éxito las palabras adecuadas. Frustrado, no supo si abrazarla. Con una enorme sensación de tristeza, lo único que tuvo claro es que, si salían de aquel infierno, ella no se lo iba a perdonar nunca. Eso, en caso de que no terminara odiándole para el resto de sus días.
Un par de barras energéticas con chocolate, un litro de agua, el aumento de la temperatura y la luz del sol, consiguieron que Alex se sintiera bastante más animado. Habían olvidado el módem que les había proporcionado Alfonso Juárez en su apresurada huida de la tienda de campaña, pero Alex había comprobado con alegría que su iPhone era capaz de conectarse a la red de datos mexicana, algo crucial para acceder a Internet y, sobre todo, para usar el GPS integrado en el teléfono. Este era bastante más limitado pero igual de efectivo, y gracias a él se estaban acercando a su destino. Animado por las circunstancias se atrevió a dirigirse a Lia:
—¿Mejor?
Estaba tan confiado en recibir una mirada de reproche, que se sorprendió cuando ella asintió con la cabeza. Definitivamente, pensó, con la luz del día todo se veía distinto.
—Lia —dijo preocupado—, siento todo lo que nos está ocurriendo. Admito que lo lógico es que fuéramos en busca de ayuda, pero si lo hacemos sin una buena cobertura no nos servirá de nada. Quienquiera que nos siga, antes o después nos atrapará, y, al fin y al cabo, no tenemos nada para protegernos de ese alguien, salvo la suposición de que Milas encontró aquí el maldito chip.
—Ya lo sé —respondió ella, sin perder su aspecto cansado—. Ya te he dicho que te acompañaré en esto, pero estoy muerta de miedo —dijo ella torciendo el gesto—, no sé si eres capaz de entenderlo. De hecho, si sigo andando es porque es el miedo el que me empuja —se detuvo para suspirar y añadir—: pero es algo que no me va a durar mucho tiempo. Solo quiero que esto acabe e irme a casa de una vez sin que nadie intente matarme.
Alex deseaba igualmente que todo aquello terminara, pero, sobre todo, para disfrutar con ella de una nueva vida juntos, algo que no parecía rondar por la cabeza de Lia, pensó. Siguió caminando con resignación sin atreverse a decir nada por miedo a empeorar las cosas. Meditando las posibles respuestas que darle a su compañera, vio aparecer una roca, de aspecto más o menos rectangular, y de unos dos metros de altura por cuatro de ancho que parecía emerger del suelo. Con un gesto rápido consultó su teléfono.
—Es aquí —dijo, con un ligero temblor en los dedos.
Despacio, echó un vistazo a su superficie: estaba cubierta de vegetación, musgo y algunas ramas caídas. Nada más que le llamara la atención.
—Busquemos por separado —le dijo a Lia.
Ella asintió y comenzó a palpar la superficie. Él la imitó y al cabo de unos minutos se reencontraron al otro lado. Ninguno había encontrado nada.
—¿Y si no es aquí? —preguntó ella.
—Tiene que ser —insistió él, aunque preocupado—. Pensemos los dos juntos. No me ha gustado dejar de verte, aunque haya sido solo unos instantes… —añadió, sonriendo.
Ella también sonrió levemente, y él sintió una oleada de endorfinas recorriendo sus venas. Esa mujer le volvía loco: haría lo que fuera por tenerla, y algo le decía que estaban cerca de la solución.
—Tiene que haber algo por aquí —dijo él, sin separar sus manos de la piedra—, los archivos de Milas no dejan lugar a dudas.
—¿Y si marcó el sitio de forma incorrecta? Para despistar, por ejemplo —dijo ella.
—¿Milas? —contestó él, frunciendo el ceño—. No lo creo, recuerda que guardaba todo a buen recaudo en un ordenador que ni siquiera conectaba a Internet. Nadie sabía quién era él ni los viajes que había hecho, por supuesto dudo que deseara volver aquí, pero sí el vender la información en el futuro. Milas investigaba historias sucias, pero era un tipo bastante directo, bastante distinto a mí, por ejemplo —dijo sonriendo—. Yo sí alteraría la información; pero no creo que él lo hiciera.
—Pues entonces nos hemos equivocado… —dijo ella, mordiéndose el labio.
—O no estamos enfocando el problema con la perspectiva adecuada —dijo él, mirando hacia arriba.
—¿Qué?
Pero Alex ya no estaba a su lado. Se había encaramado a la roca, agarrándose de las matas y de un saliente.
—¿Dispuesta a ver el problema desde un nuevo punto de vista? —preguntó él, sonriendo mientras le tendía la mano desde la parte superior de la roca.
Con satisfacción, Alex vio cómo los ojos de Lia parecían recobrar parte de la vida que había desaparecido de ellos. Se concentró en el examen de la roca y apreció que la superficie de la roca era irregular y estaba plagada de pequeños matorrales, en el centro. Unos de mayor tamaño que el resto le llamaron la atención. Miró a Lia y vio que ella también los observaba. No hizo falta decir nada para que ambos se acercaran, y con gesto nervioso el médico extrajo una navaja de la mochila y comenzó a cortar hojas.
—Tranquilo, que te vas a cortar un dedo —le dijo ella, apoyando una mano sobre su hombro.
Jadeando, Alex supo que Lia llevaba razón: si se amputaba un dedo o sufría cualquier otro percance, tendrían que salir de allí a toda velocidad, con el riesgo de encontrarse de nuevo con los individuos de negro. Se dio cuenta entonces de que tenía el pulso acelerado y estaba sudando, algo que pensó que podía achacarse al agotamiento físico y la falta de sueño, pero que también intuía que era por algo más.
—Llevas razón —le dijo, respirando de forma entrecortada—, no sé por qué me he puesto tan nervioso al llegar aquí. Supongo que es porque, de una u otra forma, nos estamos acercando al origen de esta historia…
Sus últimas palabras quedaron en el aire al ver el rostro de Lia, que tenía la mirada fija en el suelo, justo donde él había estado cortando unos segundos antes. Se volvió bruscamente y comprendió la expresión de su compañera: en el suelo había, grabado, un dibujo. Aunque sus trazos eran toscos e imprecisos, y parecían erosionados por el paso del tiempo, la imagen del conjunto resultaba bastante clara: un guerrero maya subido en lo que, a todas luces, era una nave espacial.
Miró a Lia, que de repente había vuelto a reflejar una creciente tensión en el rostro. Él sonrió, intentando tranquilizarla sin éxito, así que con rápidos gestos de su muñeca cortó los restos de hierba y apreció el dibujo en su totalidad.
—Es… maravilloso —dijo, con una sonrisa que no pudo evitar—, ¿no lo crees así?
—¿Qué puede significar? —dijo ella, con un leve temblor en sus labios.
—No lo sé, pero es evidente que este es el sitio que buscábamos… —respondió él, palpando y empujando la zona alrededor del dibujo.
—¿Puede ser una especie de cerradura? —preguntó Lia.
—Algo me dice que sí —dijo él, acercando su rostro al dibujo—. El problema es que no sabemos cuál es la llave que la abre.
Acercando el rostro al suelo examinó el grabado con detenimiento. Era similar al que había visto en los archivos de Milas: una copia, en pequeño y bastante burda, del que adornaba la tumba de Pacal el Grande. Una vez más pasó las manos por la superficie del dibujo, solo que esta vez, al hacerlo con la punta del dedo índice, un hormigueo pareció subirle por los brazos.
—¡He notado algo! —exclamó, mirando a Lia.
Antes de que ella pudiera decir nada, empezó a recorrer todo el dibujo con la yema del dedo, y el hormigueo se transformó en una agradable sensación de calor que le recorrió la espalda. Para su sorpresa vio que el dibujo realmente se componía de una sola línea, algo que no había apreciado antes. Recordó haber leído en uno de los archivos que les había mandado Owl que eso era típico de las famosas figuras de Nazca. Estas, ubicadas en el desierto de Jumana, habían sido trazadas en el suelo hacía miles de años, representaban en su mayoría a animales que medían cientos de metros y solo podían ser apreciadas desde el cielo. Y cada una de ellas, por compleja que fuera, se componía de una sola línea, una obra impensable para un pueblo con tan limitados recursos. Otro misterio de difícil explicación, pensó, mientras seguía el recorrido de la línea con el dedo. Sin apenas darse cuenta, la sensación de calor se había ido incrementando. Además de ser especialmente reconfortante, ahora la sentía en todo el cuerpo. Miró a Lia, y en ese preciso momento oyó, bajo ellos, un ruido sordo y lejano, que le pareció un metal golpeando piedra. Volvió a mirar el dibujo y vio que lo había recorrido entero: su dedo índice reposaba sobre lo que parecían los ojos del supuesto astronauta maya.
Ahogó un grito cuando la roca cedió, saltando hacia atrás y cayendo sobre su trasero. De no haberlo hecho, se hubiera precipitado por una abertura de algo menos de un metro de diámetro, justo en el lugar donde unos segundos antes se ubicaba el guerrero maya. Alex se asomó con prudencia, pero no pudo apreciar nada debido a la oscuridad, a excepción de una especie de escala esculpida en la roca. Miró a Lia, que parecía atemorizada. Esa era la entrada.
Alex sintió el sudor resbalar por su rostro. Desconocía el tiempo que llevaban descendiendo desde que decidieron arrojar una cerilla para comprobar la profundidad del agujero. Al ver el fósforo caer y consumirse, en lo que se le antojó una altura imposible, su vértigo asomó, agarrotándole todos los músculos. Cada paso se había convertido así en una epopeya: no soltaba un saliente de la pared de roca hasta haber agarrado con fuerza el siguiente. Como resultado de la tensión muscular, estaba empezando a sentir los primeros pinchazos en brazos y piernas. El sudor le empapaba los brazos y las palmas de las manos, haciendo más complicado aún el descenso. Para colmo, cuando necesitaba limpiarse el rostro del sudor —gesto que repetía cada escasos minutos ya que de no hacerlo le escocían los ojos— debía soltar una mano de la pared, operación que le aceleraba aún más el pulso.
Definitivamente lo estaba pasando mal. Todo lo contrario que Lia, quien parecía moverse con facilidad, pues no tenía vértigo, y el peso que tenían que sostener sus brazos era evidentemente menor que el suyo.
—Hemos llegado —dijo Lia, susurrando.
Su voz hizo salir a Alex del ensimismamiento en el que estaba sumido. Miró hacia abajo, atreviéndose por primera vez desde que habían comenzado el descenso, y vio que la linterna de su compañera alumbraba el suelo. Con alivio, bajó los escasos escalones que le separaban de la tierra firme y finalmente pudo enjugarse el sudor de la cara con facilidad, recuperando el resuello y dejando que su corazón se calmara. En ese momento fue consciente de que el aire parecía enrarecido, tenía ese típico olor a cerrado y de cueva con humedad, pero también a algo más que no logró distinguir, algo que parecía oler como el metal, pensó. Casi por instinto, sacó su iPhone del bolsillo y vio que tenía cobertura. Extrañado, le mostró el aparato a Lia:
—Esto es muy raro —dijo, con gesto pensativo—. Debemos de estar a decenas de metros de profundidad. Algo debe de estar haciendo de conductor de la señal aquí abajo.
Ella apenas le hizo caso. Alex apreció que estaba explorando con ayuda de su linterna: solo se veía roca viva, nada más, ni rastro de vegetación, animales o insectos. Lia movió el haz de luz en todas direcciones hasta que por fin encontró una abertura.
—Debe de ser por allí —dijo con voz nerviosa.
La luz mostraba un angosto pasillo de algo más de dos metros de altura pero bastante estrecho. Iban a tener que caminar en fila, así que Alex se adelantó.
—¿No deberías usar las gafas de visión nocturna? —le dijo Lia.
Él la miró, sorprendido por el olvido. No estaba acostumbrado a llevar aparatos de esos cuando salía de casa, pensó, y extrajo el dispositivo de la mochila. Acarició el rostro de Lia, en señal de agradecimiento, aunque ella le respondió con una sonrisa apenas visible. Él le cogió la mano —gesto que ella aceptó de buen grado— y comenzó a andar.
Tras un rato, Alex había perdido de nuevo la noción del tiempo. Era incapaz de suponer la distancia que llevaban recorrida: el pasillo parecía interminable, y no tenía la más remota idea de si estaban siguiendo la misma dirección que al principio, ya que allí no podía consultar la posición GPS. La señal de los satélites no daba para tanto como la cobertura de su teléfono, que parecía no tener límites. Tuvo la sensación de caminar en una suave pendiente hacia abajo.
Tras una caminata que le pareció bastante larga, vislumbraron una oquedad por la que parecía asomar algo de luz, pero al quitarse las gafas no pudo apreciar nada. Le resultó extraño, así que avanzó con cautela. Sintió el pulso acelerarse de nuevo conforme se acercaron a ella, y pegado al borde, asomó la cabeza para echar un vistazo. Lo que vio no tuvo ningún sentido: era una especie de sala gigantesca con una luz tenue en su interior y algo, más brillante, al fondo. Se dio cuenta de que el olor metálico era más intenso allí.
Con un gesto brusco se quitó las gafas y volvió a mirar, impaciente: ante él tenía una enorme cueva de forma semicircular y con el techo bastante alto y plagado de estalactitas. Ocupando casi todo el suelo había una especie de pequeño lago de agua no demasiado ancho, pero que sí parecía bastante profundo. Precisamente del fondo parecía surgir una luz azulada que iluminaba débilmente la cueva, excepto en sus porciones más elevadas, donde el techo resultaba apenas visible. Alex sabía que esas formaciones donde quedaba atrapada agua subterránea se denominaban cenotes. Eran frecuentes en esa zona y, si el techo de la gruta terminaba derrumbándose por el paso del tiempo, terminaban siendo visibles en la superficie. Pero lo que más le sorprendió fue lo que había al otro lado del cenote: ante sus ojos se elevaba, imponente, una inmensa masa metálica de aspecto ovalado. Estaba aparentemente enclavada en la roca, en ángulo inclinado, en la orilla opuesta del lago, y con su mayor parte sumergida en el agua. Su parte más elevada apuntaba hacia ellos.
Alex sintió cómo el corazón se le aceleraba al mismo tiempo que Lia apretaba su mano con fuerza, aunque apenas sintió el dolor que le produjo el crujir de sus falanges. Su cerebro intentó calcular el tamaño de aquella estructura, pero enseguida se dio cuenta de que era imposible, al estar parcialmente enterrada en la roca viva. Debía de estarlo desde hacía miles de años, pensó con ansiedad, si los datos que Owl había aportado sobre la presencia de estalactitas eran ciertos. Lo único que pudo concluir fue que, ante sus ojos, tenía una enorme estructura que, a todas luces, se correspondía con alguna especie de artefacto tecnológico espectacularmente avanzado, y que era evidente que el hombre no había construido.
Probablemente fueron solo unos segundos, se dijo Alex, pero durante ellos miles de pensamientos e imágenes cruzaron por su mente: vislumbró cientos de escenas de sus sueños, aquellos en los que había huido de seres extraterrestres que arrasaban la Tierra. Un planeta indefenso frente a una especie superior destinada a exterminar a los pueriles y poco evolucionados seres que creían dominarlo antes de que ellos llegaran, unos seres que no se habían preocupado más que por satisfacer sus deseos y placeres más egoístas, una especie, a los ojos de los alienígenas, que no se merecía el suelo que pisaba.
En un plano más consciente su mente recreó las imágenes de sus sueños con las de los colonos españoles, arrasando quinientos años atrás sin piedad las tierras de México y el resto de los países colindantes. Fue una civilización superior tecnológicamente que había devorado sin piedad a otra que consideraron inferior desde su primer contacto, y de la que menospreciaron absolutamente todo: su cultura, sus creencias, sus religiones, sus formas de ver el mundo, y, por supuesto, sus conocimientos, entre los que se encontraban ciertas teorías astronómicas bastante interesantes, y que terminaron por perderse definitivamente.
Con sus neuronas consumiendo gran parte de la glucosa que en esos momentos corría por sus venas, Alex se dio cuenta de que había una enorme similitud en ambos casos: una «nueva» civilización surgía de la nada, menospreciaba a la otra, la arrancaba de raíz de su entorno y se quedaba con todas sus posesiones, pisoteando por el camino los sueños, los deseos y las esperanzas de todo un pueblo, y sin más motivos que el ansia de poder, de riquezas, de satisfacer deseos. Esto se derivó del egoísmo inherente a la vida autodenominada «inteligente».
Su mente se emborrachó con otros miles de recuerdos bastante diferentes. Estos eran suyos, y abarcaban desde su más remota infancia: juegos, películas, conversaciones de madrugada, charlas bajo las estrellas… Todos estaban relacionados con la remota posibilidad de que un día pudiera ocurrir el mayor acontecimiento de la historia del hombre: contactar con seres de otro mundo, un acontecimiento que siempre había recreado con ansia de que pudiera ocurrir, aunque ahora no estaba tan seguro de que fuera bueno para el hombre.
Angustiado, se dio cuenta de que su cerebro trabajaba febrilmente. Sintió su frente seca y le dio la sensación de que efectivamente tenía la piel caliente. Nunca había sentido esa capacidad de procesar miles de imágenes de forma simultánea, y en el centro de ellas, en su plano consciente, seguía la anodina imagen de esa asombrosa creación que tenía delante clavada en la roca, parcialmente hundida en el agua desde hacía miles de años. Y que no era humana.
Eufórico se volvió hacia Lia, haciendo un descomunal esfuerzo para dejar de mirar el deslumbrante descubrimiento. Azorado, se dio cuenta de que hasta ella había quedado en segundo plano. Era la primera vez, desde que la había conocido, que le ocurría eso. Sacudiendo su cabeza, y sintiéndose mareado, se acercó a su compañera.
—¿Estás bien? —le dijo, susurrándole.
Ella parpadeó y, con evidente esfuerzo, apartó la vista del inmenso objeto. Cuando por fin le miró, Alex comprobó que sus ojos brillaban con un intenso azul debido al reflejo del agua, humedecidos por las lágrimas. No le hizo falta apreciar el temblor en sus labios para darse cuenta de que estaba aterrada.
—Tranquila —le dijo él, poniendo un dedo sobre sus labios—, si fuera peligroso ya estaríamos heridos o muertos. Debe de tener miles de años y, por su posición, creo que debió de estrellarse. Estoy seguro de que sus ocupantes debieron de morir o, si sobrevivieron, convivieron con el pueblo maya de alguna forma, como podría deducirse de sus relatos y grabados. Esto explicaría sus sorprendentes conocimientos, sus leyendas acerca de hombres venidos del cielo y, por supuesto, el grabado de la tumba de Pacal o los de la superficie de Nazca.
Ella le miró fijamente, con la mirada temblorosa. Las lágrimas le caían en regueros sobre las mejillas y, aunque tenía la boca parcialmente abierta, ningún sonido salió de ella.
Él la cogió por los hombros y vio que estaba al borde del colapso.
—Lia, ¿no te das cuenta? —dijo con voz suave—, ¡estamos salvados!
Ella le miró, interrogante, y negando ligeramente con la cabeza. Parecía ausente. Él siguió hablando, intentando transmitirle toda la calma posible.
—Creo que… —dijo, tragando saliva— eso que tenemos delante prueba que existe la vida extraterrestre. Si no lo ha construido el hombre —dijo pensativo—, estamos ante el mayor descubrimiento de la humanidad. No sé cómo Milas la encontró, pero por algún motivo prefirió ocultar su existencia. Seguramente para seguir permaneciendo en el anonimato, no podía publicar un hallazgo así ni bajo un seudónimo. Antes o después hubieran dado con él, dada la envergadura del descubrimiento. Y eso… —dijo, mirando la enorme estructura— es lo que deben de querer encontrar, o quizás ocultar, nuestros perseguidores.
Ella asintió, sin dejar de temblar.
—Voy a hacer unas cuantas fotos —continuó él— y las adjuntaré a todos los archivos de los que disponemos. ¡Ese será nuestro salvoconducto!
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —preguntó ella con la voz quebrada.
—Porque creo que las personas que nos han seguido, lo que no querían era que lo encontráramos. Si hubieran estado buscándolo, se habrían limitado a seguirnos hasta aquí. Así que si lo que no quieren es que se sepa, haremos justo lo contrario: en cuanto salgamos de esta cueva, activaré el programa de Owl, el que lo relata todo. En unas horas todo el mundo estará aquí y será imposible ocultarlo. Nuestras vidas ya no correrán peligro.
—¿Y las cláusulas de confidencialidad de nuestros contratos? —dijo ella entre lágrimas.
—Lia —dijo él, abrazándola—, creo que las cláusulas quedarán completamente obsoletas en cuanto se conozca el hallazgo que acabamos de encontrar: esto es patrimonio de la humanidad, no de un holding de empresas. Esto —dijo señalando a la nave— que está aquí enterrado cambiará la historia del hombre. ¿Crees que alguien nos juzgará por haberlo revelado?
—Ya no sé qué creer, Alex… —dijo ella, llorando de nuevo.
—Confía en mí —insistió él—. Funcionará. En cuanto salgamos de aquí por fin estaremos a salvo.
La estrechó entre sus brazos pensando en lo extraño que resultaba abrazar a la mujer que amaba junto a la materialización de uno de sus mayores miedos: la existencia de vida extraterrestre. Sintió un vaivén de sentimientos opuestos que, curiosamente, le parecieron acordes con una historia tan disparatada y sin sentido como aquella. Dolorido por tener que separarse momentáneamente de Lia, extrajo su iPhone e hizo decenas de fotos al inmenso objeto desde casi todas las distancias y ángulos posibles que le permitieron las zonas de alrededor del cenote. Con varios toques de la pantalla agregó las imágenes al programa de Owl y bloqueó de nuevo el terminal. No quería agotar la batería, bastante mermada.
—Busquemos una entrada —dijo, mirando la nave.
—¿¡Qué!? —preguntó Lia, mirándole con los ojos desencajados—. ¿No tienes ya lo que buscabas?
Alex se acercó a ella.
—No del todo —dijo, sujetándola por los hombros—. Solo tengo unas fotos hechas con un móvil de una superficie brillante en el interior de una cueva oscura, hay miles de páginas web que muestran imágenes más esclarecedoras que estas.
—Entonces me has mentido, ¡has dicho que nos íbamos! —gritó ella, intentando soltarse.
—¡En absoluto! —protestó él—. Ya casi tenemos lo que necesitamos, pero para que de verdad nos crean necesito enviar algo mucho más contundente, algo irrefutable, ¿me entiendes? —hizo una pausa y vio la duda reflejada en aquellos arrebatadores ojos—. Si consiguiéramos entrar en… eso —señaló de nuevo el objeto—, obtendríamos mucha más información y, sobre todo, las pruebas definitivas que necesitamos.
—¿Pretendes entrar ahí? —dijo ella, aterrorizada—. ¿¡Te has vuelto loco!?
—¡No es peligroso!
—¿¡Cómo puedes saber eso!?
—Porque… —Alex suspiró— estoy seguro de que Milas encontró el chip dentro. Así que, si él pudo entrar, e incluso coger algo como ese procesador, nosotros deberíamos ser capaces de hacerlo también.
—¿No te das cuenta de que solo quieres satisfacer tu maldito ego? —insistió ella, en tono suplicante.
—¡Vale! —dijo Alex apretando los dientes y sorprendido ante la clarividencia de Lia, que probablemente estaba también relacionada con lo que le ocurría a él—. ¡Cabe la posibilidad de que podamos ver algo que a lo mejor ningún hombre ha visto jamás! ¿Es eso tan malo?
—¡No para ti, pero para mí, sí! —dijo ella llorando—. ¿Es que no ves que estoy al límite? ¡No puedo más!
—Por favor —insistió Alex, acariciándole el rostro—, no me dejes solo… Te necesito.
Él sintió la piel de Lia fresca al tacto, señal de que la suya debía de estar caliente. De hecho se sentía febril. Algo normal, ya que estaba azorado y envuelto en un torrente de sentimientos: por un lado quería satisfacer el deseo de Lia, pues sabía que ella llevaba razón: debían marcharse de allí cuanto antes; pero por otro algo le decía que debía entrar. Esa nave —o lo que fuera— le llamaba y no podía resistirse. Se arrepentiría el resto de su vida si no atendía esa llamada.
Con satisfacción vio que ella le miraba, confundida y suplicante. Tras unos instantes en los que Lia le sostuvo la mirada, asintió con la cabeza. Fue un gesto apenas perceptible, pero suficiente para cambiar la historia de la humanidad, pensó Alex en el momento en que un nuevo escalofrío le recorría la espalda. De ninguna forma podía saber que ese repentino estremecimiento se debía a que, en la superficie, una figura comenzó a descender por la abertura de una roca, la misma por la que ellos habían bajado a la cueva.
—Creo que he encontrado algo —dijo Lia, sobresaltándole.
Se habían separado para investigar el objeto, al que ambos ya denominaban como «la nave». Vista de cerca, su superficie había sorprendido a Alex: el aspecto pulido que habían percibido desde la distancia resultó no ser del todo cierto. El metal tenía realmente un aspecto mate parecido al del aluminio anodizado, pero lo que más le había llamado la atención era que toda su superficie estaba cubierta por infinidad de finos y largos surcos, poco profundos y de un color ligeramente oscuro, que se entrecruzaban en todas las direcciones posibles. Apenas eran visibles, pero vistos de cerca se apreciaban sin dificultad y provocaban un evocador y embriagador efecto visual.
Alex no había estado en absoluto convencido de que fueran capaces de encontrar una forma de entrar. Aunque Milas lo había hecho, pensó, puede que él hubiera tenido algún objeto necesario para lograrlo, o que hubiera estado en posesión de alguna información que ellos desconocían. Así que el grito de Lia le hizo recuperar de golpe su esperanza de acceder al interior de aquel inmenso objeto.
Caminó hacia ella sin dudarlo ni un segundo. Al alcanzarla, vio que su compañera contemplaba un punto de la superficie donde parecían confluir decenas de esas líneas oscuras. Lo que lo distinguía del resto de los puntos de confluencia era que sobre ese se apreciaba un dibujo en forma de espiral.
—¿Crees que significará algo? —le preguntó Alex, ansioso.
—Deberías ver las cosas «desde otra perspectiva», como dices tú… —dijo ella a modo de respuesta y dando un paso atrás.
Alex la imitó y se sorprendió al ver que la espiral estaba situada en el centro de una especie de rectángulo definido por varios de los surcos, que debía de medir unos tres metros de alto por otros dos de ancho.
—Parece un acceso —añadió Lia.
—Es el pensamiento más lógico… —dijo él, pensativo— desde nuestro punto de vista. Pero recuerda que nuestra idea de puerta o de acceso no tiene por qué ser la misma que tienen ellos.
Mientras decía las últimas palabras se acercó y alzó su brazo con intención de tocar el surco en forma de espiral.
—¿Estás seguro de querer hacer eso? —le dijo Lia, poniendo su mano sobre el brazo del médico.
Él la miró, y no necesitó decir nada más para dejar de sentir su oposición. Puso su dedo índice sobre el punto más exterior de la espiral y comenzó a recorrerla en dirección al centro. Al hacerlo sintió la misma sensación de hormigueo que había notado al abrir la entrada de la cueva, sin embargo, cuando llegó al centro, en esta ocasión no ocurrió nada. Pensativo, repitió el gesto de dentro hacia fuera, y esta vez el calor le pareció más intenso. Soltó una exclamación cuando un siseo precedió a un rápido movimiento del rectángulo, que se desplazó rápidamente hacia la derecha. Miró a Lia con la boca abierta:
—Se ha… abierto —dijo, casi sin poder articular las palabras.
Consciente de la importancia del momento, intentó atisbar el interior, sin éxito. Así que, sin pensarlo más, se aupó hasta el borde de la nave. Su primera impresión fue algo lóbrega: la luz era oscura, casi negra, y parecía proceder de unas líneas azules que recorrían el techo de la pequeña cámara donde se encontraba. A medida que sus pupilas se adaptaron a la escasa luminosidad, apreció que todo parecía estar hecho con una especie de polímero de plástico o de carbono. Parecía resistente aunque, al tocarla, su textura le resultó parecida a la de la goma, de hecho, el suelo era mullido y permitía un buen agarre, a pesar de estar inclinado. Frente a él había otro rectángulo, del que ya no le cabía ninguna duda de que era una nueva puerta. Esto debía de ser una especie de cámara intermedia, pensó. Así que fuera lo que fuese que estaban buscando debía de encontrarse tras esa otra puerta. Dio un paso adelante y solo entonces se acordó de que no estaba solo. Volviéndose hacia Lia, le dijo:
—Acércate, es… —intentó no sonar demasiado excitado— sencillamente impresionante.
Se dio cuenta de que la mirada de su compañera traducía sentimientos diametralmente opuestos a los suyos: el miedo y la preocupación habían ahondado en su rostro. Casi como para corroborarlo, Lia negó con la cabeza, asustada. Alex volvió sobre sus pasos e, inclinándose, le tendió la mano. Por fortuna, y a pesar de resultar evidente que deseaba lo contrario, ella aceptó y subió de un salto. Con el rostro teñido de ansiedad a los ojos de Alex, Lia contempló la pequeña estancia con la misma admiración que él había mostrado instantes antes, sin embargo no se atrevió a tocar nada.
Sabiendo que debía tomar la iniciativa, Alex avanzó hacia la siguiente puerta. Sobre ella había otro fino grabado. Lo recorrió con el dedo índice y la que estaba a sus espaldas se cerró con el mismo siseo con el que se había abierto. Lia dio un grito.
—Tranquila —dijo él, abrazándola—. Debe de ser un mecanismo de seguridad. Estoy seguro de que podremos volver a abrir esa puerta sin problemas. Esto debe de ser una especie de cámara intermedia. —En la que espero que no hagan ningún tipo de descompresión, desinfección o adaptación a su atmósfera…, pensó, consciente de lo perjudicial que podía resultar cualquiera de esas acciones sobre ellos.
En ese momento la puerta ubicada frente a él se abrió y Lia profirió una exclamación. Afortunadamente no sucedió nada anormal y Alex se dio cuenta de que se sentía sorprendentemente tranquilo. Estaba en el interior del mayor descubrimiento de la historia de la humanidad, y, sin embargo, se sentía completamente en paz. No estaba nervioso o preocupado, ni sentía la más mínima ansiedad. Todo lo contrario, pensó, se sentía casi… cómodo, y es que algo en todo aquello le resultaba extrañamente familiar.
Dándose cuenta de que ese era un pensamiento absurdo —salvo sus sueños con extraterrestres, no tenía sentido que él pudiera conocer nada de todo lo que le rodeaba en ese momento— dio un paso adelante y se introdujo en un estrecho pasillo. Este era de color gris metalizado, como el exterior de la nave, y bastante más luminoso y atractivo que la cámara anterior. Por toda la superficie se apreciaban las sempiternas y finas líneas, en número de miles, que se correspondían con los surcos que había visto en el exterior y en la primera cámara. Por fortuna el suelo seguía permitiendo un buen agarre, lo que les permitió avanzar hasta aproximarse a una nueva puerta que Alex abrió realizando un nuevo dibujo en espiral hacia fuera con su dedo, sin ninguna dificultad, como si llevara haciéndolo toda la vida. Al ver su interior no pudo evitar soltar una exclamación de asombro.
—¿¡Qué es todo esto!? —preguntó Lia, mirando alrededor.
Alex apenas percibió el contacto de la mano de su compañera, pues aún no había logrado salir del ensimismamiento que le había producido el poner el pie en aquella sala. Al hacerlo, le había venido a la mente aquella frase de «un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad», que aun habiendo sido pronunciada cuarenta años antes, le había parecido ideal para ese momento. Y es que al cruzar el umbral se encontró en el interior de una sala bastante más grande que las anteriores. En ella, y a pesar de que la luz volvía a ser tenue —solo había unos resplandores azules en el techo—, aparecieron multitud de superficies lisas e inclinadas por todas partes que parecían formar parte de una especie de centro de control. Sin embargo, en ellas no se evidenciaba ningún teclado o pantalla, tan solo la infinidad de surcos a los que ya se estaba acostumbrando, aunque, a diferencia de los que había visto antes, en algunos de estos, y de vez en cuando, se vislumbraba un sutil haz de luz de diferentes colores que los recorría a gran velocidad.
—Parece una especie de sala de mando —dijo, incapaz de dejar de observar todo—. Pero eso no es lo más importante… —añadió, centrando la vista en una de las consolas.
—¿A qué te refieres? —preguntó ella con un hilo de voz.
—A que todo esto está funcionando, por si no te habías fijado —dijo, señalando un pequeño punto de luz verde que se desplazó a toda velocidad por uno de los surcos.
—Alex, esto no me gusta nada… —dijo ella, con voz temblorosa.
Abstraído, el médico hizo caso omiso del comentario. Se sentía extrañamente en paz, como si todo aquello le resultara conocido. Algo absurdo, se repitió, ya que era la primera vez que veía algo así. Acercó el rostro a la superficie inclinada que tenía delante, realmente parecía una consola de mando, y apreció que quedaba ligeramente elevada para su altura. Pensó que sus ocupantes debían de ser bastante más altos que ellos. Dudando, acercó una mano y notó el peculiar hormigueo.
—No pensarás tocarlo, ¿verdad? —dijo Lia, tensando los músculos.
Durante un par de segundos Alex dudó. Sin embargo, algo le decía que no se estaba equivocando, y sin darle ninguna explicación a su compañera, terminó de acercar la mano a la consola. Apoyó su dedo índice en uno de los surcos, que comenzó a recorrer lentamente. Enseguida el caluroso hormigueo aumentó, y un zumbido pareció emerger de todas partes y a la vez de ninguna. Oyó que Lia soltaba una exclamación, que le sonó lejana.
Cuando se volvió para mirarla se llevó un susto al darse cuenta de que ya no estaba pisando el suelo: estaba flotando, como si un colchón de aire —y, por supuesto, invisible— se hubiera inflado bajo su cuerpo y ahora estuviera sentado a algo más de un metro sobre el suelo, sin nada bajo él. Se movió, pero permaneció suspendido. Pasó el brazo por debajo de su trasero y vio que ahí no había nada. Literalmente, estaba levitando.
Aceptando su nueva —y cómoda, por otro lado— situación, se fijó en la superficie de metal. Esta había quedado a la altura de sus manos y estaba más iluminada que antes ya que numerosos haces de luces de diferentes colores la atravesaban a toda velocidad. Pero lo que más le llamó la atención fue que, por encima de su cabeza, habían aparecido decenas de hologramas, la mayoría en forma de cubos que giraban sobre sus ejes lentamente, conteniendo una innumerable cantidad de imágenes, gráficos y signos. Como era de esperar, todos le resultaron completamente incomprensibles.
Movió un brazo, tentado de tocar alguno de aquellos cubos flotantes, pero enseguida se detuvo. Aparte de que esa podía ser una maniobra con consecuencias letales para ellos dos, pensó que, si, por ejemplo, provocaba que la nave se desplazara de repente, esta podría partirse en dos, ya que gran parte de su estructura estaba enterrada en la roca. Y quién sabe en qué estado —pensó—. Podría terminar de destruirla, un crimen mucho mayor que la mera pérdida de dos vidas humanas. No puedo dejar que se pierda lo que hay aquí dentro…
Con ese último pensamiento surgió de forma concomitante de lo más hondo de su mente, y como si hubiera recibido una descarga eléctrica, una pregunta: ¿Realmente debe el hombre conocer esto? Recordó haber leído sobre el denominado proceso de «aculturización»: este consistía en los cambios que se producían en dos culturas cuando estas se encontraban, un proceso que generalmente solía perjudicar a una de ellas. Sobre todo si la diferencia tecnológica es considerable, recordó. La explicación era sencilla: sabía que una civilización adquiría sus progresos de forma acorde con su desarrollo físico, tecnológico, social, psicológico e intelectual, de forma autónoma y a su propio ritmo. Así, en pleno siglo XXI, había en la Tierra tribus que aún vivían en cabañas, mientras que otras naciones habían llegado a la Luna. Cada una progresaba a un ritmo diferente, aprendiendo de sus errores y asimilando sus descubrimientos gracias a nuevos errores producidos debido a ellos. La bomba atómica o la destrucción de la capa de ozono eran dos errores recientes de la civilización avanzada, consecuencia de malas aplicaciones de los avances tecnológicos. De ellos se había aprendido. Poco, pensó Alex, pero al menos algo.
Cuando una civilización avanzada entraba en contacto con otra menos desarrollada, el daño podía ser considerable. En el mejor de los casos —donde los menos evolucionados no fueran sometidos— estos adquirirían sin esfuerzo unos medios tecnológicos para los que todavía no estaban preparados. Además, el precio solía ser elevado: la explotación de sus recursos naturales y su mano de obra, de los que se beneficiaría la civilización más avanzada. A cambio, recibirían una tecnología —aunque escasa, y que no podían fabricar— con la que podrían dominar a sus iguales, desprovistos de ella. Moneda de cambio habitual en estas situaciones solían ser las armas; era algo que había ocurrido miles de veces a lo largo de la historia: naciones acostumbradas a vivir en chozas o al aire libre, de repente conocían las metralletas y los fusiles, una historia que nunca terminaba bien, pensó Alex.
Precisamente, en ese momento, él se encontraba en el interior de una creación a miles de años de lo que el hombre era capaz de crear, a pesar de sus siglos de progreso. Procedente de una cultura antigua, lejana y desconocida, si los procesos de aculturización habían hecho estragos entre culturas de la propia Tierra a lo largo de la historia de la humanidad, y con seres de la misma especie, ¿qué efectos podría producir ese nuevo hallazgo?, se preguntó.
Con enorme pesar, Alex se dio cuenta de que si esa tecnología caía en manos de un solo país, el ya precario y corrupto equilibrio existente del planeta se rompería para siempre. Lo normal es que ese país intentara aprovecharse, y que el resto tratara de arrebatársela, o, al menos, de impedir que sacaran tajada, es decir, que, en cualquier caso, habría auténticas guerras por apoderarse de los secretos que encerraba esa cueva. Por fin creyó comprender el extraño silencio de Skinner: consciente de lo que aquello podía suponer, había decidido dejarlo allí, ocultando su hallazgo. Él quizá no hubiera pensado en un posible nuevo orden mundial, razonó, pero desde luego no quería problemas, y allí habría demasiados si se levantaba la liebre. Sin embargo, fruto de ese egoísmo inherente al ser humano, no había podido evitar arrancar unas cuantas piezas como prueba de la existencia de aquello, quizá para tratar de venderlas, como al final había hecho, una vez descubierto su potencial.
Alex pensó que, probablemente, Skinner trató de colocar los chips pensando que nadie sospecharía de su origen. ¿Quién iba a pensar que provenían de otra civilización?, dedujo Alex, como si estuviera en la mente de Skinner. Así que —continuó pensando—, si las metralletas ya son de por sí peligrosas en tribus africanas que no cuentan ni con agua, ¿qué supondría toda esta tecnología en manos inadecuadas? Recordando las vidas que ya se habían perdido por culpa de unos chips que apenas habían comenzado a utilizarse, tuvo claro que esa nave supondría el principio del fin. Con aquel pensamiento rondando su cabeza, Alex por fin supo lo que realmente debía hacer. Extrajo su iPhone del bolsillo y comenzó a tomar fotos de todo lo que le rodeaba. Lia le contemplaba sin atreverse a hablar. Con unos movimientos de su dedo, las agregó en bloque al programa de Owl.
—Con esto creo que ya tenemos la protección que buscábamos —le dijo a su compañera—. Ahora debemos salir de aquí. Inmediatamente.
Ella cerró los ojos, aliviada. Sin embargo, él no lo estaba tanto: necesitaba poner los datos a buen recaudo y avisar a quienes fuera oportuno de su intención de desvelarlos si a ellos les ocurría algo. Permanecer allí un minuto más de lo necesario supondría un riesgo: cualquier persona —o algo peor— podría aparecer en cualquier momento con intenciones aviesas. Y aquello era una ratonera, por lo que morirían sin oportunidad de amenazar con revelar aquel secreto.
No se sentía tranquilo, ni tenía claro que fueran a poder salir de allí sin problemas. De hecho, su primer obstáculo consistía en deshacerse del colchón de aire que le envolvía y del que no tenía ni la más remota idea de cómo se manejaba, pero no quería forcejear y caer de forma que pudiera torcerse un tobillo. Espoleado por la nueva prisa, buscó a Lia con la mirada para pedirle que le echara una mano.
Para su sorpresa, al hacerlo vio que el rostro de ella estaba desencajado. Sus ojos, que parecían querer salírsele de las órbitas, miraban hacia la puerta por la que habían entrado unos minutos antes. Sintiendo una inmensa angustia subirle desde el estómago, Alex siguió la dirección de la mirada de la chica. Sintió que el corazón parecía darle un vuelco cuando vio, perfectamente dibujada en la entrada de la sala, una silueta.