16
Pérdida
Cualquiera puede dominar el sufrimiento. Excepto el que lo siente.
WILLIAM SHAKESPEARE
Martes, 24 de marzo de 2009
¡Estaba en lo cierto!, pensó mientras respiraba agitado y varias gotas de sudor frío le bajaban por la frente: el chip era la causa última de los accidentes, amplificando ideas que residían en lo más hondo de los cerebros de los afectados. Y de los no afectados, se recordó Alex, rememorando con un estremecimiento la última imagen que había contemplado, la de millones de toneladas de masa gris pulsando a la vez. Malditos procesadores, se dijo, y de repente supo lo que querían de él:
¡Queréis los chips!, pensó, dirigiéndose a los seres.
Durante un par de segundos no percibió nada en el interior de su cabeza salvo un extraño silencio. Una oleada de ideas procedentes de los extraterrestres lo desgarró de forma súbita:
—Hace unos mil seiscientos años nuestros antepasados cometieron un error: dar por sentado que nuestra aeronave se había desintegrado en su impacto con vuestro planeta. Eso ha sido así hasta hace poco.
Alex se preguntó cómo podían haber sabido de su existencia. La respuesta le llegó casi al mismo tiempo que se lo planteó:
—Detectamos una señal emitida con nuestra tecnología, procedente de este planeta.
¿Que procedía de los chips?, pensó Alex.
—Exacto —creyó captar un leve tono de aprobación en la respuesta, si es que eso era posible en esa forma de comunicación; las ideas continuaron llegando—. Al comenzar a funcionar esos chips, emitieron una potente señal que captaron vuestros cerebros. Afortunadamente para nosotros atravesó la atmósfera y nuestras… sondas pudieron captarla. —A Alex no le pasó desapercibida la difusa forma en la que le llegó la idea de «sondas»—. Fuimos enviados aquí y encontramos los restos de la aeronave. Gracias a las emisiones de los procesadores localizamos el laboratorio donde trabajabas, junto a la mujer que te acompaña. Desde entonces te hemos vigilado, y a la vez hemos observado a decenas de posibles candidatos para ayudarnos, pero tú eres la persona que hemos seleccionado para cumplir con nuestra misión y desaparecer sin que nadie más note nuestra presencia.
¿Yo? ¿Qué tengo de especial yo? ¿Y por qué no Jules, por ejemplo? Al parecer su cerebro se había adaptado mejor a vuestro chip… Si es así, ¿por qué le habéis matado?
—Él era igual de inteligente que tú y algo más hábil en ciertos aspectos útiles… —de nuevo se hizo una llamativa pausa—, pero sus intenciones con nosotros eran bastante complicadas de asumir.
Alex no comprendió el significado exacto de esta última idea. Disgustado apreció que en esa forma de comunicación no se usaban palabras sino ideas, por lo que podía resultar complicado extraer un significado literal. Quizá fuera por eso que a veces a ellos les costaba encontrar las ideas adecuadas para expresarse en términos comprensibles para él.
¿Y qué os hace pensar que yo sí os ayudaría con éxito?
—Porque tú deseas algo, y lo obtendrás si nos ayudas.
Alex sintió cómo su corazón parecía detenerse dentro de su pecho. ¿Era posible que esos seres supieran…?
¿Y qué es eso que tanto deseo… como para traicionar a los míos? —pensó, desafiante.
La respuesta llegó de muchas formas diferentes pero él la pudo resumir en una sola sílaba:
—Lia.
Un estremecimiento le recorrió la piel, al ver la imagen de su compañera procedente del cerebro de unos seres de otro planeta. Sin apenas darse cuenta, tensó casi todos sus músculos, algo que sin duda los seres también debían de haber notado, pensó, con fastidio.
—Y no traicionarás a nadie —continuaron enviándole—: colaboraréis en ayudarnos y eso a su vez os ayudará a vosotros. Sabes que esta tecnología en manos del hombre solo serviría para ayudarle a conseguir su autodestrucción. Y en cuanto a vosotros —vio la imagen de Lia abrazándole—, existe un sentimiento mutuo que se ve frenado por vuestra particular forma de racionalizar. El chip os ayudó a disminuir vuestras diferencias porque amplificó el deseo que ella siente. Eso volverá a ocurrir.
Alex se sintió ofuscado por el torbellino de ideas. Aturdido, intentó razonar: ¿ayudar a unos seres de otro planeta a permanecer ocultos para conseguir a una mujer? ¿Aunque esa mujer fuera Lia? Pensar en ella hizo que se le encogiera el estómago, ante la posibilidad de tenerla a su lado. Entonces comprendió el dilema al que se enfrentaba.
¿Y ocultar así el mayor descubrimiento de la Historia del hombre?
—Pensar que el hombre no conoce nuestra existencia —creyó captar un tono de reproche— es un error bastante propio de tu especie: hace miles de años que tenéis constancia de ello, pero estáis tan recreados en vuestro egocentrismo que, a pesar de tener un rico legado en forma de leyendas, dibujos y otras historias que hablan de nuestra presencia aquí, os resistís a creerla. Sois como todas las especies inferiores, os creéis el mayor ser de la creación y no aceptáis a nadie por encima de vosotros, salvo unos dioses que os inventáis a medida para dominar a vuestros semejantes. La mera idea de un ser superior os asusta, dado lo que habéis hecho con el resto de las especies que pueblan vuestro propio planeta. Pero de resultas os habéis hecho un favor: para vosotros no existimos… aún, algo que disminuye el riesgo de vuestra autodestrucción. De ti depende que eso siga ocurriendo…
Alex suspiró, meditando sobre la profunda verdad que anidaba en el pensamiento que le acababan de transmitir: el hombre, egoísta y efímero por naturaleza, se cerraba en banda a la hora de aceptar que pudiera haber una inteligencia mayor en la naturaleza que la suya, a pesar de que era evidente que la había: de hecho, las pruebas estaban dispersas por todo el planeta, esperando a que alguien las aceptara de una vez. Y, por añadidura, estaba de acuerdo con los seres en que era mejor que su tecnología no cayera en manos equivocadas: básicamente, las de cualquier humano. Aun así había muchos cabos sueltos:
¿Y si os ayudamos nos vais a dejar vivir? ¿Cómo sé que no nos mataréis, al igual que hicisteis con Milas y… —respiró hondo—, Owl.
—Al único ser humano al que hemos matado nosotros ha sido a ese hombre que yace en el suelo, que iba a… —se hizo una pequeña pausa— traicionarnos.
¿Entonces quién ha matado a Milas y a Owl? —pensó desesperado—. ¿Quién nos ha perseguido e intentado dispararnos?
—Es algo que no nos concierne. Si tú no hubieras llegado, habríamos elegido a otro para nuestra misión.
Se dio cuenta de la inmensa crueldad que se escondía tras ese pensamiento.
¿Y… qué tendría que hacer?, pensó, sin darse cuenta de que, implícitamente, estaba dando un importante paso.
—Ayudarnos a recuperar los tres chips.
¿Y por qué no lo hacéis vosotros? —esta vez el tono de furia lo puso él—: estoy seguro de que tenéis tecnología suficiente para poder entrar donde os apetezca y coger lo que necesitéis. Acabáis de demostrarlo con Jules… —la última imagen que les envió fue la de un Jules cociéndose en el interior de su propia piel, con los globos oculares estallando.
—Nuestras armas son poderosas —le interrumpieron ellos— y nuestros camuflajes fiables, pero hay… unos límites físicos. Si entráramos en los complejos de seguridad donde están dos de los tres chips, tendríamos que erradicar a todos los que nos vieran o detectaran nuestra presencia. Necesitaríamos tiempo y asegurarnos de que no dejamos el más mínimo rastro. En otras circunstancias utilizaríamos armas mucho más potentes y efectivas que vuestras bombas nucleares o los pulsos electromagnéticos. Sin embargo, eso solo haría nuestra presencia más evidente, y nuestra misión es recuperar los chips sin dejar ninguna prueba de nuestra presencia. Si dejamos atrás una sola evidencia, habremos fracasado, por eso necesitamos recuperar los procesadores.
Al recibir aquellas últimas ideas, una luz se encendió en lo más hondo de su cerebro: ¡aún disponía de algo que podía usar contra ellos! Preocupado, trató de ocultar ese pensamiento en lo más profundo de su mente.
—¿Qué pasará con esta nave? —preguntó rápidamente e intentando dejar el resto de su mente en blanco.
—Se desintegrará. Vosotros lo llamáis implosión.
¿Y Lia y yo? Si no queréis dejar pruebas de vuestra existencia… —tragó saliva—, indudablemente nos mataréis.
Un nuevo silencio se le hizo especialmente largo. Afortunadamente fue roto por un apresurado torbellino de ideas:
—Si recuperamos los chips… —Alex retuvo el aire durante esta nueva pausa—, eso no será necesario. En el poco probable caso de que os diera por relatar esta historia sin pruebas físicas, simplemente seríais dos personas más de las muchas que afirman haber entrado en contacto con seres de otro planeta. Nadie os creería, lo achacarían al estrés que habéis sufrido recientemente. El hombre no está dispuesto a aceptar nuestra existencia, y tampoco creemos que queráis correr el riesgo. Si volviéramos, entonces sí seríais un estorbo.
Alex tragó saliva a la vez que empezaba a vislumbrar una lógica demente en las ideas de esos seres. Sintió su cerebro excitado, en un estado casi febril, e intentó no llevarse por la euforia de lo que estaba viviendo. Intentando serenarse, pensó que, aparentemente, esos seres solo querían recoger las pruebas de su existencia y desaparecer. Si los ayudaba, privaría a la humanidad de uno de los mayores descubrimientos de la Historia. Pero él mismo había defendido frente a Jules —antes de convertirse en un guiñapo— que eso era lo mejor que podía ocurrir: si desvelaba la existencia de esos seres podría terminar desencadenando la desaparición del hombre, o al menos una de las etapas más oscuras de su existencia. Pero si los ayudaba, quizás evitaría eso…
Y conseguir a Lia, pensó, ocultando inmediatamente esa idea en lo más hondo de su mente y dándose cuenta de que para él era imposible evaluar ese grave dilema con objetividad.
¿Qué nos ocurrirá a Lia y a mí cuando no estén los chips? —preguntó, intentando ocultar su nerviosismo.
—El chip puede modificar la estructura funcional y física de los cerebros de forma permanente, ¿has olvidado acaso que fuiste capaz de encontrar a Lia sin necesidad del chip?
Alex se quedó petrificado. ¿Su cerebro… se había modificado?, pensó, sintiendo un intenso frío. La respuesta, afirmativa, le llegó de forma inmediata:
—Fue gracias a lo que aprendiste de él: modificó la forma de funcionar de tu cerebro, que terminó resolviendo un problema, encontrar a esa mujer, con lo aprendido del chip. Es un primer escalón hacia el funcionamiento de nuestros cerebros, eso sí, no todos los humanos estáis preparados para eso: tú y Lia os adaptaréis, los efectos del chip serán permanentes y os ayudarán a estar juntos. Nadie más tendrá un vínculo como el vuestro.
Un motivo más para aceptar, un motivo más para decir que sí y poder conseguir a Lia. Esos malditos extraterrestres llevaban razón: la seguía deseando. Al fin y al cabo, ella no le había traicionado, sino que había hecho caso a sus pueriles creencias, de las que Jules se había aprovechado para engañarla. De hecho, recordó la expresión de horror que ella mostró cuando su rival le apuntó con la pistola, y al ver de nuevo su pálido y ojeroso rostro se dio cuenta de que la amaba, más que a nada en el mundo. Durante unos segundos vio su rostro en un sinfín de situaciones que había vivido con ella, y supo que no podría vivir sin ella. No necesitó más para darse cuenta de que ya había tomado una decisión. Intentando relajarse respiró hondo varias veces, y tras hacerlo, ideó dos sencillas palabras en su mente:
Lo haré.
Lo haré.
Dos sencillas palabras que cambiaban el devenir de la Historia. Al visualizarlas en su mente, Alex confió en salvar a la humanidad de una más que segura autodestrucción, pues aquella era una tecnología para la que el hombre no estaba preparado. Ayudando a aquellos seres ayudaría a sus congéneres. Y conseguiría a Lia.
Sin embargo, lejos de encontrarse con la relajación que esperaba sentir su cerebro, se dio de bruces con una inesperada sensación de avidez: una mezcla de frío, oscuridad, hambre y un deseo insano y expectante que le resultó repulsivo. Aterrorizado, se dio cuenta de que esa sensación procedía del exterior, pues él jamás había sentido algo así. Su primer impulso fue alejar su mente de ella, pero inmediatamente se frenó: a pesar de ser consciente de que era probable que terminara arrepintiéndose, decidió asomarse a ese voraz sentimiento.
Un intenso frío le estremeció los huesos al acercarse a aquella oscuridad. Cerró los ojos y dejó que la parte más profunda de su mente —la que estaba convencido que no percibían esos seres— descendiera a esa especie de oquedad que se había abierto en la conexión con esos seres. Un nauseabundo olor, gélido y podrido, le golpeó. De forma refleja arrugó la nariz, a pesar de saber que solo existía en el interior de su mente, y avanzó. A punto de cruzar la abertura, oyó un grito profundo, lejano y desgarrador que se acercó a toda prisa. Parecía venir de detrás de él, mejor dicho, de detrás de su pensamiento.
Sin más tardanza, e intuyendo que el grito venía de «ellos», hizo que su mente saltara al interior del agujero. Nada más hacerlo sintió que este se cerraba. Con alegría, supo que afortunadamente él ya estaba dentro. Helado, apestado por el nauseabundo olor y muerto de miedo, pero dentro.
¿Dónde estoy?
Abrió los ojos —o lo que él creía que eran sus ojos— y lo que vio estuvo a punto de provocarle un infarto de lo bruscamente que le subió la tensión arterial: ya no se encontraba en el interior de la sala, ni siquiera tenía una forma física que él pudiera percibir. Su cuerpo no estaba. De hecho, supo que, de alguna manera, simplemente no existía, al menos en el plano físico.
Horrorizado, perdió el control. Trató de gritar, pero no pudo —no tenía garganta—; agitó los brazos sin éxito y, tras unos instantes, intentó no perder la cabeza. Supo que si eso ocurría jamás podría salir de allí. Durante unos terribles instantes temió realmente volverse loco, pero tras un lapso de tiempo imposible de determinar —sabía que, donde fuera que estuviese, el tiempo no existía— se sosegó. Allí solo había imágenes, ideas. Todas a la vez, mezcladas. E inmediatamente supo que no estaba utilizando los ojos: de una forma que se le antojó sorprendentemente natural pudo ver en todas las direcciones del espacio que le rodeaba. Y supo también que no había un «él».
Al menos, físicamente, razonó. Tampoco había un punto donde estuviera ubicado. Todas esas ideas no pertenecían a ese lugar, y de alguna forma, comprendió que lo que estaba allí era su percepción, no su cuerpo. Solo entonces se dio cuenta de que su pensamiento fluía más rápidamente, como si se hubiera liberado de una atadura. Enseguida entendió cuál: la de tener que atravesar las neuronas y sus conexiones, las sinapsis, supeditado a las múltiples debilidades y limitaciones de la transmisión nerviosa humana, como el rozamiento inherente a la materia y la inestabilidad del delicado equilibrio celular necesario para su funcionamiento. Allí todo eso estaba de más y su esencia —o conciencia— eran completamente libres.
Tras unos primeros momentos en los que estuvo aturdido —y a la vez eufórico— por ese cúmulo de sensaciones, por fin descubrió que lo más llamativo no era que pudiera percibir de esa forma tan plena, sintiéndose energía pura, y sin las restricciones del plano físico, lo más sorprendente fue lo que comenzó a percibir después.
Le rodeaba un intenso colorido, y al preguntarse por qué estaba allí, todo alrededor se volvió negro, pero no un negro oscuro y amenazante (esas sensaciones habían desaparecido nada más cruzar la abertura), sino un negro azulado y salpicado de lejanas estrellas. Dedujo que debía de estar en algún lugar del firmamento. Entristecido, echó de menos tener algún conocimiento de astronomía. De repente fue consciente de que estaba viendo algo que reconoció inmediatamente: la Tierra, con la Luna y el Sistema Solar. Extasiado, contempló la magnificencia de la imagen, sintiéndose minúsculo y ridículo. Cuánto les faltaba a los hombres por comprender, se dijo.
Emocionado por aquel espectáculo se preguntó de nuevo qué hacía allí y buscando respuesta viajó a velocidades impensables hasta que por fin distinguió algo, que inmediatamente reconoció como una abrumadora flota de impresionantes naves con una amenazadora forma entre ovalada y triangular, con un atractivo, inquietante y reluciente color gris.
Temiendo conocer la respuesta, se preguntó cómo serían de cerca, y lo percibió de forma instantánea: las superficies de estas descomunales aeronaves parecían de aluminio anodizado y estaban cubiertas de infinidad de finos surcos que las recorrían en todas las direcciones posibles. De vez en cuando algunos haces de luz de atractivos colores —la mayoría en tonos verdes y azules—, los atravesaban fugazmente. La imagen le resultó tan bella como amenazante.
Se preguntó qué hacían allí, y de nuevo todo alrededor cambió: el espacio fue sustituido por una pradera. Supo que lo que estaba viendo pertenecía a algún lugar real de la Tierra y supo que seguía sin tener cuerpo. Simplemente se limitaba a percibir. Lo que vio le recordó uno de sus sueños: había una enorme extensión de césped y al fondo parecía vislumbrarse el mar. Incluso creyó ver las ruinas de un pequeño castillo a lo lejos. La imagen cambió, como si se hubiera desplazado en el tiempo, y lo pavoroso de la nueva fue que por todas partes veía ahora también seres altos, espigados y de color gris. Cientos de pelotones recorrían la superficie escoltados por inmensas naves que flotaban a cientos de metros del suelo, haciéndolo vibrar con el zumbido de sus motores. Supo que si hubiera sido humano ese sonido habría reverberado en cada uno de sus huesos, anunciándole que la muerte y la destrucción se acercaban.
Angustiado, quiso gritar, pero no pudo, pues no disponía de una garganta con la que hacerlo. Una intensa zozobra se apoderó de él y supo que, si no la controlaba, volvería el pánico. Aterrado, intentó moverse a pesar de no tener forma. Para su sorpresa notó que algo oponía resistencia a sus esfuerzos. ¡Si hay resistencia, es que hay rozamiento!, pensó, y al hacerlo, se dio cuenta de que ese pensamiento había sido lento y torpe, como si estuviera de nuevo anclado a un pesado soporte físico y con las limitaciones que eso conllevaba. Supo que estaba volviendo a su cerebro —y a su cuerpo— cuando el peso de la materia le hizo sentirse viejo, anclado y, sobre todo, atraído hacia el suelo. ¡Estoy siendo consciente de la fuerza de la gravedad!, se dijo, fascinado. A la vez sintió cómo la sangre circulaba, sus músculos se contraían y el corazón producía un ruido ensordecedor al latir. Oyó el crujir de sus huesos y el chapoteo de los litros de agua que había en sus diferentes tejidos.
Enseguida volvió la negrura, y con ella el silencio. Alex sintió de nuevo sus brazos y sus piernas, que le parecieron sorprendentemente pesados hasta que recuperó parte de su tono muscular. Respiró conscientemente y sintió cómo el aire entraba en sus pulmones. Agradeció esas sensaciones, incluido un incipiente dolor de cabeza que le sirvió para certificar que había retornado a su estado natural: el interior de un cuerpo humano. Pero también supo que iba a echar de menos esa extraña e inconmensurable forma de percibir que acababa de vivir. De alguna forma supo que no entraba en los planes de esos seres. En ese momento, su mente encajó definitivamente en su cuerpo y sintió sus neuronas achicharrándose. Abrió los ojos y comenzó a gritar de una forma desgarradora, casi inhumana.
—Tranquilízate.
Sin embargo, Alex fue incapaz. Ardiendo de dolor siguió gritando. Sentía todas y cada una de sus neuronas retorciéndose, sufriendo, casi chirriando literalmente por el sufrimiento. Como respuesta los seres le enviaron nuevas imágenes, y enseguida comprendió que eran del interior de su cuerpo. Sin saber cómo, vio su corazón, golpeando desbocado a más de doscientos latidos por minuto. Su sangre fluía a presión, disparando así su tensión arterial. Vislumbró pequeños vasos en su cerebro amenazando con romperse, y a lo lejos distinguió la inconfundible figura de un globo hinchado a punto de estallar: un aneurisma cerebral. Esa imagen le angustió aún más. Decenas de preguntas se agolparon en su pensamiento superior, aquel que mantenía en contacto con los seres:
¡Me habéis mentido! ¿Qué es eso que he visto? ¿El pasado, el futuro, el presente acaso…? ¿¡Era la Tierra!?
Volvió a contemplar, más hinchado, el pequeño globo en el interior de su cerebro. Alertado, se dio cuenta de que había aparecido una raja, por donde asomó de repente una gota de sangre. El estallido era inminente, pensó horrorizado. En el plano consciente percibió cómo uno de los seres le señalaba con el brazo, lo que en un principio le asustó aún más, hasta que, inmediatamente, constató que su corazón frenaba el ritmo de sus latidos. Al mismo tiempo su respiración se acompasó y una extraña, pero aplastante, sensación de calma cayó sobre él. Vio el aneurisma comenzar a desinflarse, lo que permitió que la sangre dejara de salir por la herida. Asustado, intentó comprender lo que estaba sucediendo.
—Hemos relajado tu ritmo cardíaco —le llegó la respuesta— y bloqueado parcialmente los efectos de la adrenalina. Tu cerebro acaba de experimentar, digamos, una sobreexposición.
¿¡Sobreexposición!? ¿Qué narices es eso? ¿Y qué es lo que he visto? ¿Eran recuerdos, pensamientos vuestros, o… algo que va a suceder?
Sin darle tiempo a preguntar nada más comenzaron a llegar las respuestas en un tono (si es que lo podía llamar así) sincero:
—Lo que has visto es real —expresaron los seres—: hubo un tiempo en que nuestra especie estuvo colonizando planetas. El vuestro era uno de los objetivos, pero nuestros antepasados descubrieron que ya estaba habitado por una especie con principios de inteligencia, y eso los hizo desistir, ya que no es nuestra intención aniquilar civilizaciones.
¿Entonces por qué he visto esas imágenes? —pensó Alex, exasperado—. ¿Y por qué sueño que nos destruís, desde que tengo uso de razón?
—Tus sueños son normales en muchos humanos: nuestra aeronave, los chips y todo lo que había en ella han ejercido una fuerte influencia en vuestras mentes. Han afectado a algunas especies de monos, a los delfines y, como era de esperar, a los humanos, y, por supuesto, no a todos por igual. Algunos habéis logrado establecer una especie de vínculo con nosotros, con nuestros recuerdos y con nuestra consciencia. El que hayas soñado con nuestra civilización se debe a que una parte de tu cerebro ya nos conocía: ha recibido la influencia de nuestra tecnología desde el día en que comenzó el desarrollo de tu tejido nervioso, dentro del útero de tu madre.
Pero ¿cómo es posible?
—Nuestra tecnología tiende a interaccionar directamente con los sistemas neurológicos: es un paso evolutivo de la tecnología que aún no habéis alcanzado. En tu caso, tu… peculiar estructura cerebral permitió que te amoldaras desde que fuiste concebido, pero esta fusión se potenció exponencialmente cuando empezaste a trabajar próximo a uno de nuestros chips. Tu cerebro y nuestra tecnología ahora son solo uno. No eres el único humano al que le ha sucedido, pero sí el único que ha logrado encontrarnos, por eso sabemos que eres una de las escasas personas que nos podría ayudar. Pocos humanos soportarían comunicarse con nosotros de esta forma, y casi ninguno sobreviviría a la sobreexposición que acabas de sufrir.
A pesar de no sentir dolor, Alex estaba agotado, y era incapaz de pensar con claridad. ¿Fusión entre tecnología y cerebro? ¿Otros humanos afectados? Pensó que saber aquello debería haberle generado un intenso estrés, pero por algún motivo ni siquiera se sorprendió. Estaba agotado y solo quería descansar, incluso una mente como la suya no estaba preparada para todo lo que estaba viviendo. Sin apenas fuerzas, intentó preguntar por la imagen que más le había estremecido.
¿Por qué… he visto la Tierra invadida por vosotros?
—Esa parte no es real —el pensamiento de los seres pareció tajante—, formaba parte de tu subconsciente. Uno teme a lo desconocido, y en tus sueños una parte de tu cerebro te mostraba algo que tu otra parte, la consciente, no conocía. Eso, unido a tu aprendizaje sobre lo que puede ser una civilización ajena a tu planeta han motivado que tus sueños, con nuestros recuerdos, se hayan tornado en lo que vosotros llamáis pesadillas: la visualización de vuestros mayores temores durante la fase REM de vuestro sueño. No estabas preparado, al igual que ningún humano, para admitir que existíamos, ni para comprender que no fuéramos violentos, aun estando más desarrollados. Esto es algo que os resulta imposible de asimilar.
Alex sintió una profunda angustia que le subió por el pecho. Decenas de luces rojas se encendieron en el interior de su cerebro, advirtiéndole de que todo aquello era irracional. La antes incipiente cefalea era ahora una realidad que le estaba destrozando el cráneo. La angustia le devoró, sin saber qué creer. Solo quería dormir durante mucho tiempo, desaparecer, borrarse del mapa y acabar con aquella pesadilla. En resumen, acabar con su propia vida, una idea que, para su alivio —y sorpresa—, le sorprendió gratamente.
La siguiente idea que se posó en su mente le heló la sangre en las venas:
—No puedes quitarte la vida.
Abrió los ojos desconcertado. Los seres seguían enfrente, y le habían leído un pensamiento de los «profundos». Debía andar con más cuidado si quería ocultarles información y ponerla a buen recaudo.
—Solo hay una opción inteligente —insistieron ellos.
Al mismo tiempo que recibía ese último pensamiento, un rostro llenó su mente. Dos inmensos ojos azules y sonrientes le devoraron con la mirada mientras Lia acercaba sus labios a los de él. Supo que se correspondía con la noche en la que se besaron por primera vez. ¡Están utilizando mis propios recuerdos!, se dijo furioso, aunque pronto le resultó complicado luchar contra ellos, debido a su contenido: Lia, devorándole con miradas apasionadas, Lia besándole de forma intensa, prolongada. Bailes, paseos, risas en un bar, caricias en un portal, una discusión y un largo abrazo después… Apasionadas reconciliaciones, desenfrenados encuentros. Alex fue consciente de la intensa química que había entre ellos, de la energía que desprendía su relación. Una historia que existiría mientras lo hicieran ellos. Una historia imposible de olvidar —al menos para él, pensó, con una sonrisa bobalicona—. Súbitamente el torbellino de imágenes comenzó a girar en una espiral acelerada, y Alex se sintió mareado: los sentimientos se mezclaron con el intenso dolor de cabeza, y sintió náuseas.
¡Basta!, pensó, como si lo estuviera gritando.
En ese momento el torbellino cesó y su mente se quedó en blanco. Inspiró profundamente varias veces seguidas pero sin conseguir relajarse con ello.
Necesito… aire —pensó—. Pensar unos instantes… —y, en lo que intentó fuera un tono suplicante, añadió mentalmente—. A solas, por favor…
De nuevo el silencio. De alguna forma supo que los seres se comunicaban entre ellos, probablemente decidiendo si accedían a su petición. Intentando ocultar sus tribulaciones pensó que ciertamente solo tenía una opción, y su supervivencia estaba incluida en ella. Mientras los extraterrestres no hubieran completado su tarea, no podrían dejar a nadie con vida que supiera de ellos, ya que entonces serían vulnerables. Así que ni él ni Lia tenían la menor posibilidad de salir vivos de allí en caso de negarse. Vivir pasaba irremediablemente por seguir los designios marcados por «ellos».
Sin embargo, aún tenía dudas debidas a las espeluznantes imágenes que había contemplado hacía unos instantes. La sobreexposición, se dijo, así era como la habían nombrado los seres, una visión apocalíptica que no dejaba lugar a contemplaciones. Pero dada la extraña forma sensorial en la que las había percibido, no tenía el más mínimo criterio para discernir si eran auténticas o no. Un nuevo mensaje procedente de los extraterrestres inundó su conciencia:
—Tienes cinco minutos.
De nuevo fue una idea, pero, al materializarse en su cerebro, supo perfectamente que se le exigían cinco minutos. Trescientos segundos, ni uno más ni uno menos, en términos temporales humanos. Y antes de que pudiera pensar nada más cayó una manta de oscuridad sobre él, como si un velo negro se hubiera desprendido del techo. Instintivamente, cerró los ojos.
El aire frío y húmedo acarició su rostro, e inmediatamente sintió un tacto pedregoso bajo las nalgas y las piernas. La sensación le cogió por sorpresa y dio un respingo. Asustado, abrió los ojos y vio que estaba sentado sobre un saliente de roca. Un leve olor a cenizas le permitió intuir dónde se encontraba, lo que confirmó al mirar abajo y encontrarse con los restos carbonizados de una tienda de campaña, y es que allí habrían debido reposar su cuerpo y el de Lia si no hubiera sido por unos desafortunados conejos. —Un claro mensaje de los seres, se dijo—. Miró su reloj y supo que los siguientes cuatro minutos y diez segundos eran cruciales, no ya para él y para Lia… sino para el resto del planeta, pensó, aturdido por la idea.
Pestañeó, sorprendido, al darse cuenta de que, al fondo, el sol despuntaba: estaba contemplando el amanecer. Se dio cuenta de que habían pasado la noche en la cueva y comprendió que su cansancio físico se debía en gran parte a que llevaba dos noches sin dormir prácticamente nada. Respiró profundamente, empapándose del olor a tierra húmeda; aguzó el oído, pero no oyó nada salvo una leve brisa agitando las hojas. Finalmente se concentró en sí mismo, buscando algún atisbo de los extraterrestres en su mente: afortunadamente no percibió nada. Estaba solo, sobre los restos del carbonizado campamento, en esa hora en la que se solía decir que las almas de los moribundos abandonaban los cuerpos, pensó en tono lúgubre.
Se planteó correr, huir, alejarse de todo aquello, pero enseguida se dio cuenta de lo absurdo de su idea: ellos tenían a Lia. Rezongando por la ausencia de alternativas alzó la vista y apreció el sol, perezoso e indiferente a sus problemas, pero dispuesto a calentarle con su abrazo. Eso, junto con el aire fresco y húmedo acariciándole el rostro, hizo que por un instante se sintiera en paz con el mundo. Le dio la sensación de que el Universo y la Tierra le otorgaban una tregua, como si fueran conscientes del dilema al que se enfrentaba: por un lado, ayudar a esos seres y conseguir a Lia; por el otro, fiarse de su angustiosa visión y, por ende, traicionarlos. ¿Con cuál de ambas elecciones estaría ayudando realmente a los suyos?, se preguntó angustiado. ¡No puedo tomar una decisión así!, pensó, con una mezcla de angustia y furia. Sin darse cuenta, comenzó a sollozar.
Las lágrimas brotaron con más intensidad a medida que fue recordando a sus amigos, su familia, sus padres, y su angustia se hizo insoportable cuando surgió el rostro de Lia. No podía ayudarlos a todos, tenía que elegir: ellos o Lia. Lia o ellos… Se dio cuenta de que tenía muchas cosas que decirles a todos. Demasiado que hacer, demasiado que ver, demasiado que sentir. Una sola vida no era suficiente, se dijo. Él había desaprovechado la suya, pensó, sintiéndose infeliz, y no podía hacer lo mismo con la de los demás. Enjugándose las lágrimas, supo que debía decidirse, y se dio cuenta de que una de las opciones había emponzoñado mortalmente su cerebro: esa «sobreexposición» había resultado gutural, fría y oscura como la más pura y cruda realidad: supo que había penetrado en la mente de los extraterrestres de la misma forma en que lo habían hecho ellos en la suya. Supuso que lo había logrado gracias a la influencia del chip en su cerebro, y ahora sabía algo que ellos habían intentado ocultarle: que aquello existía. No sabía si era el presente, el pasado… o el futuro, pero existía.
El piar de un pájaro llamó su atención. Lo buscó, sorprendido, pero inmediatamente otros se le unieron. Era un sonido inherente a cualquier amanecer, solo que este no era uno cualquiera, se dijo. Sorbiendo el aire por la nariz, para despejarla, disfrutó del aire limpio. El piar creció en intensidad, y de alguna forma creyó distinguir, entre todos ellos, el del primer pájaro que había oído. Un movimiento llamó su atención, y su sorpresa fue mayúscula cuando localizó la fuente del sonido, posado en la misma roca, frente a él. Lo oyó claramente por encima del resto, confiado, alegre, como si no hubiera una inmensa nave extraterrestre enterrada decenas de metros más abajo, como si cantar fuera su más importante misión. Alex lo observó, maravillado por su inocente optimismo, y entonces lo entendió.
Este planeta no es solo de los humanos…
Aturdido, miró su reloj y vio que, en menos de treinta segundos, volvería con aquellos seres para convertirse en su esclavo. Tuvo claro que, si les ayudaba, de una forma u otra, les estaría entregando el planeta, y todo por su vida y una mujer, que a su vez también pasaría a ser una especie de sirviente. Así no quería tener a Lia, se dijo. Morir juntos, vivir separados, pensó, y todavía con restos de lágrimas en los ojos extrajo su iPhone de la cazadora. Agradeció comprobar que aún tenía batería, que también disponía de cobertura y que el GPS estaba activado. Gracias a Dios, se dijo, sintiendo una profunda emoción recorrer prácticamente todos los nervios de su organismo. Mientras, deslizó los dedos por la pantalla a toda velocidad y abrió un programa al que adjuntó una serie de archivos, tal y como le había enseñado Owl. Una dolorosa lágrima asomó al pensar en él, y en unos instantes, terminó la operación y miró su reloj.
Diez segundos…
Con tranquilidad, buscó un icono de los que aparecían en la pantalla.
Cinco segundos…
Lo encontró. Sonriendo, pensó de nuevo en su amigo el hacker.
Dos segundos…
Gracias, amigo —pensó sonriendo otra vez, a la vez que las lágrimas le nublaban la vista—, en nombre de todos.
Un segundo…
Pulsó el icono de Krusty. En aquel momento todo se volvió negro.
La emisión de ondas de radio fue breve, pero suficiente para transmitir un pequeño mensaje que, tras llegar de milagro a la antena más próxima —la cobertura era escasa—, inició un viaje de miles de kilómetros por cable, y dividiéndose en doce. En unos instantes había alcanzado una docena de servidores, donde en todos menos uno se alojaba toda la información que Owl, Lia y el propio Alex habían ido recogiendo desde que este le había pedido «un importante favor» a su amigo. Allí se encontraban las últimas fotos que Alex había realizado horas antes, junto con las últimas coordenadas GPS registradas en el teléfono, las correspondientes a la roca por donde habían accedido a la cueva. Como si hubiera intuido lo que estaba a punto de suceder, el pájaro, que antes piaba frente a Alex, echó a volar. Hizo lo correcto.
Un programa —escrito por Owl varias semanas antes— validó el mensaje de Alex en once de los doce servidores. En el duodécimo no fue posible ya que el programa, junto con el resto de los datos de la expedición, había sido borrado por los informáticos de ABN-AMRO, propietarios del servidor, que habían detectado la intrusión en su sistema diez días antes. Ni siquiera se habían molestado en mirar el contenido de los archivos, asumiendo que este podía ser peligroso para el resto de la red de la entidad financiera. Si lo hubieran hecho, se habrían quedado de piedra al encontrar información acerca de la existencia de proyectos en laboratorios secretos, de chips que alteraban el comportamiento humano y, sobre todo, sobre la posibilidad de que una civilización extraterrestre hubiera llegado a nuestro planeta.
Toda esta información, afortunadamente para Alex, sí seguía alojada en los otros once servidores, de los que simultáneamente empezaron a salir miles de correos electrónicos dirigidos a una lista de destinatarios que englobaba desde usuarios particulares hasta agencias gubernamentales, pasando por blogs, agencias de prensa, webs de información general y foros de todo el mundo.
Unas mil personas, dispersas por todo el planeta, se encontraron con un aviso: «Un nuevo mensaje sin leer». La mayoría, en ese gesto tan difícil de evitar, hizo clic sobre él inmediatamente. Casi todas ellas lo leyeron varias veces para poder dar crédito a lo que estaban viendo, y en menos de diez minutos todas lo habían reenviado. La mayoría añadió expresiones como «¿Has visto esto?», «¿Será cierto?», que sirvieron para llamar aún más la atención de sus destinatarios. Estos harían lo mismo a lo largo de las siguientes horas, y así hasta que aquella revolución se hizo incontrolable.
En el epicentro de ella, un individuo de aspecto ajado y exhausto, con barba sin afeitar de varios días y con los ojos en blanco, comenzó a desvanecerse. En el interior de su mente tuvo la sensación de perder el contacto con su cuerpo para volver al interior de la nave de donde había salido exactamente trescientos segundos antes.
Todo estaba oscuro y Alex Portago no sabía si había llegado a activar a tiempo el programa de Owl. Se había confiado demasiado, pensó. De repente una ráfaga de aire frío volvió a acariciarle el rostro y supo que algo había pasado. Volvió a oír el piar de los pájaros, pero enseguida quedó mitigado por culpa de un grito que pareció salir de las entrañas de la tierra, pero que solo oyó en el interior de su cerebro.
Un grito ascendente e inhumano, que interpretó como la unión de miles de voces que chillaban de desesperación, con un horror implícito y de una forma desgarradora que le removió las entrañas: parecía el aullido de miles de seres agazapados, escondidos en algún sitio y a los que su mente estaba conectada de alguna manera. Se tapó los oídos en un gesto inútil, y por supuesto no oyó su propio alarido, tan desgarrador como el de los seres, que le estaba taladrando el cráneo. Sintió su cabeza a punto de explotar, y se echó al suelo, que comenzó a vibrar haciendo un extraño zumbido.
Con sorpresa comprobó que no había vuelto a la nave. Antes de que pudiera razonar por qué, el zumbido —que le recorrió todos y cada uno de los huesos del cuerpo— aumentó hasta solapar primero y ocultar después las desgarradoras voces de su cabeza. Pequeñas piedras comenzaron a rodar y se dio cuenta de que la tierra comenzó a moverse.
De un salto se puso en pie y, olvidando que su cabeza parecía a punto de estallar en cualquier momento por el dolor, echó a correr, descendiendo la pendiente que se estaba originando al elevarse el suelo bajo sus pies. Cientos de rocas de todos los tamaños le acompañaron, adelantándole, golpeándole las piernas y amenazando con romperle un tobillo en cualquier momento. En varias ocasiones estuvo a punto de caer desequilibrado por el temblor y los impactos de los pedruscos, pero sus manos —y en una ocasión la rodilla derecha— evitaron las caídas. El resultado fue que enseguida se le abrieron múltiples heridas. Afortunadamente la adrenalina permitió que no fuera consciente del dolor, ni de los latigazos que estaba sufriendo dentro de su cerebro. Este, acosado por las miles de voces de seres procedentes de otro planeta, funcionó al límite de su capacidad tratando de localizar la mejor ruta para huir. Mientras, un puñado de neuronas se concentraba en la única otra idea que tenía en mente.
La vibración siguió aumentando y, aunque corría con la única intención de ponerse a salvo, Alex no dejaba de pensar en volver al interior de la maldita nave. ¡Lia seguía allí!, se repitió, mientras pisaba un canto que casi le desequilibró. Tenía que sacarla como fuera, pensó con los ojos escociéndole por el polvo, y siguió descendiendo por la pendiente, temiendo caerse a cada paso y recibiendo continuos golpes en casi todo el cuerpo.
El temblor pareció mitigarse, pero solo para dar paso a un sonido hueco y que creyó localizar a decenas de metros bajo el suelo. Súbitamente todo su campo de visión se llenó de un fogonazo blanco. Afortunadamente, cerró los ojos instintivamente, ya que si no lo hubiera hecho se habría quedado ciego: una intensa luz entre inmaculada y azulada, acompañada de un sonido parecido al de un imán de altísima potencia, cubrió el cielo en un círculo de varios kilómetros, abrasando las retinas de los pocos animales que no habían logrado esconderse aún. Duró unos segundos, durante los que el sonido siguió aumentando de intensidad y variando hacia un tono más agudo y distorsionado, peor incluso que las voces anteriores y que el zumbido de la tierra.
Alex gritó, rabiando de dolor e intentando no caerse, pero finalmente se precipitó hacia el suelo cuando un estampido sordo hizo temblar la tierra, como si esta hubiese sido sacudida como una simple sábana. A pesar de ser consciente de todas y cada una de las abrasiones que se hizo en la piel al rodar por el suelo, se incorporó y, con los ojos aún cerrados, siguió corriendo sin parar de tropezarse. Si se caía de nuevo probablemente no tendría tanta suerte y se abriría la cabeza contra una piedra. Sorprendido, descubrió que era algo que ya no le importaba.
Momentos después se atrevió a abrir los ojos. El suelo seguía vibrando y al zumbido se había añadido otro ruido más intenso y cercano: el de la tierra plegándose sobre sí misma. Se volvió y vio que, literalmente, el suelo había comenzado a alzarse y quebrarse cientos de metros tras él, provocando una nueva estampida de rocas —de mucho mayor tamaño— que se acercaban rodando a toda velocidad, aceleradas por la pendiente, cada vez mayor.
Antes de que pudiera volverse de nuevo, la cúspide de la elevación pareció reventar en dirección al cielo, provocando una nueva explosión y una cascada de rocas, tierra, arbustos, árboles e incluso animales despedazados, y una espantosa columna de humo negro se alzó en dirección al cielo. Alex contempló con horror cómo los intestinos de una alimaña se acercaron volando y se despanzurraron a sus pies, salpicándole de sangre y de vísceras. Asqueado, por fin reaccionó: se giró y volvió a correr, alejándose de aquella estrambótica e infernal lluvia. Lanzó ocasionales miradas al cielo pero sin conseguir ver nada nuevo. Lo que hubiera salido de allí habría desaparecido, aunque intuía lo que había sido. Sin tiempo para pensar demasiado, corrió como pudo, esquivando peñascos e intentando aislarse del ensordecedor ruido de la roca, que seguía despedazándose con un ruido que le hacía temblar los huesos.
El ruido disminuyó. Sin confiarse demasiado frenó la carrera, jadeando y con punzadas en el pecho, se atrevió a volverse: vio que el terreno donde había estado sentado se había hundido sobre la cueva, donde, presumiblemente, había estado la aeronave estrellada. Ahora no había nada. Recordó el ruido sordo, el fogonazo de luz y cómo la tierra se había desplazado hacia dentro: «Implosión», le habían transmitido los seres, y supo que eso era lo que habían hecho con la nave. Desconsolado, se dio cuenta de que por mucho que se buscara allí, no iban a encontrar nada. Y entonces se dio cuenta de algo más, algo terrible.
Como si una flecha se le hubiera clavado en el pecho, cayó de rodillas sobre el suelo y se desplomó como un muñeco. Comenzó a llorar como un loco, convulsionando por el dolor. Desesperado, dejó de oír la voz interior que le insistió en que había hecho lo correcto traicionando a esos seres, entregando lo que sabía al resto de la humanidad, que no cabía ninguna duda sobre las horribles imágenes que había visto en su «sobreexposición», que aquellos seres le habían intentado engañar, y que había evitado el engaño, paradójicamente, gracias a la intuición con la que ellos mismos le habían dotado —una intuición que le había avisado de que le mentían, le dijo la cada vez más tímida voz.
Pero él ya no lloraba por eso, pensó, clavándose las uñas en el rostro y descarnándoselo. Todo aquello era algo que ya no le importaba en absoluto, se dijo, retorciéndose en el suelo como un demente, mientras gritaba de dolor y de llanto. Pletórico de angustia, sintió el corazón y la cabeza a punto de estallar, y deseó sinceramente que alguno de esos órganos reventara de una vez para acabar con aquel sufrimiento. Y es que, con aquella decisión, acababa de echar de su planeta a esos hijos de puta que le llevaban amargando la existencia desde que tenía uso de razón. Sabía que había hecho lo correcto, pero también había matado a Lia.