Stony Brooks. Universidad pública de Nueva York.
Facultad de Neurociencias
—¡Auschwitz! —dijo Mike a través del micrófono del aula—. Un lugar que debería ser visita obligada para aprender de los errores de la historia.
Vio que un grupo de alumnos del fondo comenzaba a darse codazos mientras sonreían señalándole. Probablemente sus padres se estaban gastando una fortuna en que pudieran labrarse un futuro y ellos, que no eran conscientes de la suerte que tenían, hacían caso omiso de sus explicaciones. Sabía que hablar de Auschwitz no parecía venir al caso. Pero a esas alturas sus alumnos ya le conocían: nunca hacía nada sin un motivo. Así que les miró fijamente a los ojos.
—Se cree que entre uno y dos millones de judíos pudieron morir allí —dijo, consiguiendo que le prestaran atención—. Pero lo realmente doloroso no fue lo que ocurrió, sino cómo ocurrió: las órdenes llegaban directamente de Himmler, brazo derecho de Hitler y responsable de todos los campos, a Rudolf Höss, comandante de Auschwitz. Este organizaba a sus oficiales y estos delegaban en los kapos, que eran presos. Es decir, los que realmente maltrataban y ejecutaban a los prisioneros… eran sus propios compañeros.
Un murmullo recorrió el aula. Sabía que muchos de sus alumnos se estarían preguntando qué tenía que ver todo aquello con la clase de ese día. Sonrió.
—Fue allí —siguió— donde Josef Mengele, el tristemente famoso médico de las SS, realizó sus conocidos experimentos. Obsesionado con los niños y los gemelos, llevó a cabo estudios en los que trataba de encontrar el origen genético de la raza aria y los límites de la resistencia humana. Quería satisfacer a su Führer proporcionándole un arma definitiva. La mayoría de sus experimentos carecieron de base científica. Pero he podido averiguar que Mengele realizó unos trabajos en los que sí había una cierta base científica y que versaban sobre ondas binaurales.
Se sintió satisfecho al escuchar las exclamaciones de sorpresa. Sus alumnos, como muchos profesores, no prestaban demasiada atención a sus estudios sobre esas ondas. En realidad, admitió, casi nadie lo hacía. Las había estudiado casi obsesivamente en su laboratorio desde que consiguiera su primera beca. El laboratorio le había ofrecido ese consuelo que necesitaba y que nadie, ni siquiera su amigo Max, le había podido dar tras la muerte de sus padres. Así que se había centrado en las llamadas «drogas sonoras», terriblemente fáciles de adquirir en Internet, aunque por suerte (y de momento) todavía no eran demasiado conocidas. Intuía que hacían estragos entre sus consumidores, aunque era algo que a nadie más parecía importarle a pesar de los vídeos que circulaban por YouTube. Solo parecían conocerlas quienes las utilizaban y las vendían, a pesar de que DemonSound, la web de venta pionera, se estaba haciendo un referente dentro de ese extraño universo.
Él pretendía que el resto de sus compañeros y la comunidad científica le tomara en serio. Le argumentaban que sus efectos parecían ser subjetivos. Así que necesitaba conseguir pruebas que demostraran su teoría y se había tomado esos estudios como un reto personal. No estaba dispuesto a permitir que una nueva adicción —esta vez digital— asolara el planeta. Bastante había ya con las drogas físicas. Gracias a su trabajo había encontrado una motivación tras la pérdida de sus padres.
—Ya sabéis —continuó— que la audición humana es binaural. Es decir, lo que oye cada uno de los oídos es diferente, pues están separados por la cabeza y los sonidos no llegan al mismo tiempo a ambos pabellones auriculares. Esas milésimas de segundo son las que nos permiten localizar un sonido cuando lo escuchamos, al llegar a un oído antes que a otro. En webs como DemonSound venden sonidos que se escuchan a frecuencias sutilmente diferentes en cada oído, generando así lo que se llama una «frecuencia binaural»: ambos sonidos se superponen en nuestro cerebro, el cual anula las frecuencias similares y termina percibiendo solo la sutil diferencia entre ambos. Esa suele ser una frecuencia muy baja, normalmente inaudible para el oído humano ya que se encuentra fuera del rango de nuestra audición que, como sabéis, abarca las frecuencias entre los 20 y los 20.000 hercios. Esa frecuencia resultante, tan baja, es la que nuestro cerebro percibe.
—¿Puede explicar eso con un ejemplo? —preguntó una alumna.
—¡Claro! —dijo él, escribiendo en la pizarra electrónica—. Si el oído derecho percibe un tono musical a una frecuencia de, por ejemplo, 900 hercios y el izquierdo otro similar pero a 905 hercios, el cerebro será capaz de anular ambas frecuencias —dijo, haciendo una resta en la pizarra— y, por lo tanto, percibir una única onda sonora de 5 hercios, que es la diferencia entre ambas, y en teoría inaudible para nosotros. Sin embargo, en este caso, habría logrado llegar a nuestro cerebro.
—¿Y eso qué significa? —dijo la chica.
Sacó su MacBook Air de su estado de reposo y en la enorme pantalla ubicada tras él se proyectaron varias fotos de electroencefalogramas que él mismo había registrado: rectángulos de papel milimetrado llenos de líneas irregulares que dibujaban ondas de aspecto caótico y desordenado para el ojo no entrenado. Eran el reflejo en papel de la actividad cerebral.
—El problema —dijo, señalando con su puntero láser— reside en que estas frecuencias, que no podemos oír, pueden alterar la de nuestras propias ondas cerebrales, una vez dentro de nuestra cabeza. Como podéis apreciar aquí y aquí, las frecuencias binaurales hacen, en estos sujetos de prueba, que la frecuencias de las ondas cerebrales pasen de beta y alfa, más rápidas y que son normales en un individuo despierto, a las gamma, delta y theta, bastante más lentas. Y eso significa, para quienes no hayan estudiado —miró al grupo del fondo—, que artificialmente se puede inducir cualquier sensación: de relajación, estimulantes, alucinógenos y un largo etcétera, con tan solo un reproductor de MP3 y unos auriculares. Con la secuencia adecuada, todo es posible.
Un murmullo recorrió el aula. Pulsó una tecla y en la pantalla se fueron sucediendo varios vídeos. Pertenecían a diferentes personas, aunque todos estaban tumbados, con auriculares en las orejas y en aparente estado de trance. El primero parecía estar en un coma profundo; el segundo tenía los ojos en blanco mientras un hilo de saliva le caía por la barbilla; el tercero, tras sonreír como un bobalicón durante unos segundos, comenzó a convulsionar.
—Estos individuos son personas que se han grabado mientras escuchaban dosis binaurales y luego han colgado sus vídeos en YouTube, cualquiera puede encontrarlos. Según DemonSound cada dosis desencadena un efecto diferente que podéis ver reflejado en los vídeos: consumir marihuana, peyote, excitación sexual, orgasmos… Solo los que los han probado pueden relatar la experiencia, aunque creo que estas imágenes dan una idea.
Un silencio sepulcral se apoderó de la clase mientras un individuo, aparentemente sudamericano, se retorcía sobre sí mismo. Su cara mostró un rictus de dolor y comenzó a chillar. Todos vieron cómo se le mojaba la entrepierna de los pantalones. Varias chicas mostraron una expresión de asco que se hizo mayor cuando el tipo comenzó a temblar como si estuviera poseído. Al final se veía al adolescente que sujetaba la cámara dejar esta y correr para intentar despertar sin éxito a su amigo. Era imposible saber si era verdad, argumento que esgrimían aquellos a quienes se lo había mostrado. Pero a él le había impactado verlo.
—Supongo que ya sabe —dijo un alumno de los del fondo— que varios artículos defienden que el único efecto que producen esos sonidos es psicológico, y que todos esos vídeos son montajes o fruto de la sugestión de quienes los prueban.
Mike asintió. El chico llevaba razón: eran pocos los que creían en el posible efecto perjudicial de esos sonidos. Ni siquiera los médicos que le proporcionaban los datos que él utilizaba en sus estudios estaban seguros de que esas drogas pudieran ser la causa de los devastadores efectos que producían en los pacientes que veían de vez en cuando, supuestamente afectados por ellas. El problema residía en que muchos de ellos consumían también otras sustancias, por lo que era imposible discernir cuál estaba produciendo los efectos. Él era uno de los pocos (y a veces creía que el único) que creía en el poder dañino de esas ondas.
—Hay quienes piensan que al no ser sustancias químicas estos sonidos no crean adicción física. Sin embargo, me gustaría recordar que todos nuestros recuerdos, emociones y sentimientos son meras corrientes eléctricas que recorren millones de conexiones dentro de nuestras cabezas. Estamos hechos de sustancias químicas, pero nuestra esencia superior se basa en corrientes eléctricas. Y os garantizo que estos sonidos son capaces de modificar esas corrientes. Es decir —miró fijamente al alumno—, son capaces de modificar vuestras mentes.