CAPITULO XII
La situación de los escasos pistoleros supervivientes —sólo tres— era desesperada.
Los soldados del comandante Bradly proseguían en su avance y prácticamente habían conseguido cerrar el cerco sobre sus enemigos.
Loman, con el hombro herido, decidió que toda resistencia sería inútil.
—¡Me entrego! —gritó sobre el fragor de las armas—. ¡No disparen! ¡Voy a salir!
El teniente Ronson, que dirigía el ataque contra la posición defendida por el rufián, movió la mano en el aire para detener el fuego de sus hombres.
—¡Tira tus armas! —le ordenó el oficial—. Y sal con los brazos en alto.
George decidió seguir el ejemplo de su compañero. Sabía que serían colgados si se entregaban, pero de no hacerlo morirían allí mismo.
Por eso optó por conservar la vida el mayor tiempo posible.
—¡Yo también me entrego! ¡Ahí van mis armas!
Boofy estaba situado a unas veinte yardas de su posición. Desde allí vio como sus dos compañeros abandonaban la lucha.
Llenó el cargador de sus pistolas, dispuesto a vender cara su derrota.
—¡No me cogeréis con vida! —chilló desesperado, apareciendo frente a sus adversarios uniformados—. Me llevaré a todos al infierno...
Sus dos armas comenzaron a vomitar fuego contra los soldados, derribando a tres de ellos, antes de que los restantes convirtieran el cuerpo del pistolero en un amasijo de plomo y sangre.
Rodó por tierra, hizo un último esfuerzo por disparar una vez más, y, por fin, se quedó quieto para toda la eternidad.
—¡Se acabó, comandante! —exclamó el teniente Winters, corriendo hacia su superior—. Hemos hecho dos prisioneros y el resto están muertos.
—¿Y nuestros hombres?
—Tres hombres han muerto y tenemos media docena de heridos leves, señor.
Aquél había sido el precio que debieron pagar para terminar con Forman Maxwell y su ilícito negocio de tráfico de armas.
—Parece que hemos terminado con todos esos miserables, señor —comentó el teniente Ronson, reuniéndose con ellos.
—Todavía no, teniente —respondió Frank Bradly, levantando la vista hacia lo alto.
Esperaba el regreso de Gilbert Focker, a quien había visto salir en persecución, de dos de los miembros del grupo.
No tuvieron que esperar mucho tiempo para ver como el rural descendía ladera abajo.
—¿Conseguiste darles alcance? —le preguntó Frank Bradly, saliendo a su encuentro.
—Sólo a uno de ellos, señor —respondió desanimado el rural—. Está muerto allá arriba. Era el capataz de Forman Maxwell...
—Ahora sólo nos falta detener a ese tipo y a su cómplice en Bancerville.
—Pude hacerlo allí arriba hace un rato, señor —dijo el rural—. Maxwell estaba entre sus hombres. Precisamente ha sido él quien se me ha escapado cuando ya le tenía prácticamente al alcance de mi mano.
—¡Mala suerte, Gilbert! Pero ese miserable no irá muy lejos —le aseguró el militar—. Estoy seguro que muy pronto caerá en nuestro poder.
—Eso espero, señor —respondió Gilbert Focker mientras se preguntaba cuál sería el destino de Forman Maxwell.
* * *
Elina Figgin estaba sentada junto a la ventana, contemplando la calle a través de los cristales, cuando Edward Simpson, entrando en la habitación, se situó silenciosamente tras ella.
Apoyó las manos en sus hombros...
—¿Desde cuándo estás ahí, Edward? —preguntó ella, sorprendida, poniéndose en pie—. Me has asustado.
—Estabas tan abstraída en tus pensamientos que no me oíste entrar.
Estaban muy cerca uno de otro, mirándose en silencio.
—¿En qué pensabas, Elina? Me gustaría saberlo...
—Creí que las curiosas solamente éramos las mujeres —le dijo ella, sonriente.
—No es curiosidad, Elina —habló Edward, seriamente—. Me interesa todo lo tuyo. También los pensamientos que hay en esa cabecita.
Durante aquellos días, en los que la herida le había obligado a permanecer en casa de los Figgin bajo los cuidados de la muchacha, la amistad entre ambos había ido desarrollándose hasta convertirse en un sentimiento mucho más profundo.
—Mis pensamientos... —respondió ella—. No sé, Edward. Creo que pensaba en ti...
—Eso me agrada. Sigue...
—Pensaba en ti y en tu marcha. Un día, antes de que pase mucho tiempo, te irás de Bancerville y entonces me olvidarás...
El rural la tomó por los hombros y la acercó a él.
—Te equivocas, Elina. Nunca me olvidaré de ti. Entre otras cosas porque no voy a renunciar a tu presencia, a tu compañía. Quiero tenerte siempre a mi lado; estar juntos, igual que lo estamos en estos momentos...
Elina le miró conmovida. Aquéllas eran unas palabras que había deseado escuchar y ahora estaban allí, cálidas, vivas, llenando todo su ser de un desconocido sentimiento de felicidad.
Le ofreció sus labios y Edward Simpson la besó por primera vez...
—¡Edward! Acaba de llegar Maxwell al Palace.
Mika Figgin se detuvo en la puerta, contemplando a los dos jóvenes, quienes se separaron rápidamente ante la presencia del comisario.
Pero, pese a la felicidad que le embargaba, Edward Simpson se alejó de Elina para interesarse en lo que Mika Figgin acababa de anunciar.
—¿Cuándo, comisario?
—Ahora mismo. Sólo el tiempo que ha tardado mi hombre en venir desde el Palace a decírmelo.
De común acuerdo con Edward, había situado a uno de sus ayudantes de guardia permanente ante el saloon de Ginger Waltari para vigilar a ésta y conocer las entradas y salidas de Forman Maxwell hasta que recibieran noticias de Gilbert Focker.
—¡Vamos para allá, comisario! El regreso de Maxwell sólo puede significar una cosa...
—Sí, sí Maxwell ha regresado después de haberse marchado con todos sus hombres es que las cosas en la ruta Mac Millan han terminado.
—Lástima que aún no tengamos noticias de Gilbert, ni del comandante Bradly —dijo Edward, recogiendo su canana—. Es algo de lo que espero que Maxwell nos informe ahora.
Elina le detuvo cerca de la puerta. Se empinó sobre la punta de los pies y le besó en los labios cariñosamente.
—¡Ten mucho cuidado, Edward! Aún estás herido y ese hombre es muy peligroso.
—Tengo demasiados planes acerca de nosotros para dejar que nadie pueda poner en peligro ahora mi futuro...
Salió de la casa en compañía de Mika Figgin. Caminaron en silencio hasta entrar en el Palace, seguidos por uno de los ayudantes del comisario.
El tipo que atendía al mostrador les vio entrar. Rápidamente intentó alcanzar la puertecilla que daba paso al interior.
Edward le detuvo por un brazo.
—¡Vuelve a tu puesto! No necesitamos que nos anuncies.
Adivinó un gesto de sorpresa e inquietud en el rostro del encargado del Palace al verle llegar en compañía de Mika Figgin y, sobre todo, al descubrir en él algo insólito hasta entonces.
Por primera vez desde que había llegado a Bancerville lucía sobre la camisa su placa de rural.
—¡Tu hermano nos ha traicionado, Ginger! —oyeron gritar a Forman Maxwell—. ¡Sólo él pudo advertir a los militares de nuestra presencia!
—¡Frank no es de ésos, Forman! —chilló Ginger Waltari, rabiosa—. Estoy segura que él no nos ha traicionado.
—¡Te digo que tuvo que ser él! —insistió su cómplice—. Apenas empezamos a disparar, comenzaron a salir soldados de los carros...
—¡Maldita sea! Esta vez habéis fracasado cuando más necesitábamos las armas. El jefe pawnee está esperando un nuevo cargamento y comienza a impacientarse...
—¡No seas estúpida, Ginger! —le gritó el ranchero—. Ahora tenemos otras cosas más importantes de las que ocuparnos. Me escapé a uña de caballo de los militares y puedes estar segura que muy pronto estarán aquí para detenernos. ¡Tenemos que huir!
Ginger Waltari comprendió que su amigo tenía razón.
—La situación es demasiado grave para perder el tiempo en lamentaciones —dijo él—. Antes de venir para acá he pasado por el rancho. Recogí todo el dinero que tenía y tú debes hacer lo mismo si quieres salvar la piel. Toma tus joyas y el dinero y larguémonos antes de que sea demasiado tarde...
La puerta del saloncito se abrió violentamente tras la pareja.
—Creo que ya es tarde, Maxwell —habló Edward Simpson desde el umbral.
Tras él entraron Mika Figgin y su ayudante.
—¡Simpson! —exclamó la mujer, mirando la placa que el rural llevaba en el pecho—. ¡Maldito traidor! Has sido tú...
Se revolvió contra él, dándose cuenta entonces del doble juego del rural, mientras Forman Maxwell aprovechaba su acción para lanzarse hacia la puerta.
Desenfundó la pistola, después de desplazar de un empellón al ayudante de Mika Figgin, y disparó contra éste desde la puerta.
El comisario fue alcanzado en un hombro, pero Maxwell no llegó a conseguir su propósito.
El rural apartó de un empujón a la pelirroja y, sacando el «Colt» con meteórica rapidez, colocó un par de plomos en la espalda del aventurero.
Maxwell dio un par de traspiés por el pasillo y quedó tendido cerca de la puerta que daba paso a la cantina.
—¡No voy a dejar que me cojáis! —chilló Ginger, abalanzándose hacia el pequeño secreter.
Tiró de uno de los cajones y sacó un «Derringer» plateado, que volvió contra el rural.
Apretó el gatillo y Edward se lanzó en plancha hacia la pelirroja mientras el proyectil pasaba rozando su cabeza.
Pero no tuvo necesidad de desarmarla. Mika Figgin, empuñando el arma con su mano izquierda, había disparado contra la mujer.
Esta dio media vuelta, exhalando un grito de dolor, antes de derrumbarse sobre el secreter mientras el «Derringer» se escurría de su mano y el mueble comenzaba a mancharse de sangre.
—¡Deja de chillar! —le dijo Edward con dureza—. Sólo es una rozadura y muy pronto estarás en condiciones de presentarte ante un tribunal para responder por todos tus crímenes. ¡Víbora!
Mika Figgin había salido al pasillo para examinar el estado de Forman Maxwell, cuyo cuerpo tenía ya la rigidez de la muerte.
Ginger dominó su dolor e intentó sonreír al rural incitadoramente.
—Si tú quisieras... —empezó a decir con voz ronca—. Tengo dinero y...
Edward Simpson no tenía por costumbre usar aquellos métodos con las mujeres. Pero en aquella ocasión no pudo resistir el deseo de abofetear a aquella mujerzuela, que ahora intentaba comprarle con su dinero y su belleza.
—¡Llévesela de mi vista, comisario! —dijo a Mika Figgin, empujando a la pelirroja hacia él—. Espero que los jueces no se apiaden de ella. No es más que una víbora con envoltura de mujer...
Forman Maxwell estaba muerto y Ginger Waltari iba camino de la prisión con lo que el tráfico de armas, al menos en aquella región, había sido definitivamente abortado.
Su misión en Bancerville, por lo tanto, había terminado...
* * *
Borman, el viejo rural que había perdido su brazo en el desempeño de una arriesgada misión, miró a su compañero con envidia.
—No sabes lo que daría por tener unos años menos y un brazo más, muchacho —dijo a Edward Simpson, acompañándole hasta el despacho de Guy Taver—. El jefe está esperándote.
—¡Pasa, Edward! —le invitó, Guy Taver, saliendo a su encuentro—. Me alegro tenerte otra vez aquí.
—Borman me dijo que quería verme, señor.
—Y te habrás preguntado para qué, ¿verdad? —sonrió su superior—. Sin duda ya te habrás imaginado que se trata de un nuevo asunto que tengo para ti.
Edward no fue capaz dé disimular su contrariedad ante aquella noticia.
—Vamos, muchacho, no pongas esa cara —rió divertido Guy Taver—. Esta vez tu permiso es algo sagrado.
—¿Entonces, señor?
—Te he llamado para entregarte esta felicitación personal del gobernador por tu éxito en Bancerville. Aquí está la carta firmada de puño y letra de Zacarías J. Smithson...
—Es un honor que no merezco, señor. Sólo cumplí con mi deber y además Gilbert Focker tuvo una parte muy importante en la destrucción de la organización.
—Ya lo sé, Edward. Pero en todo momento actuaste con un gran sentido de la oportunidad, con arrojo y prudencia dignos de encomio.
Edward desvió la vista hacia la calle. La vida de El Paso discurría al otro lado de los cristales y su pensamiento voló entonces hasta Bancerville.
—No voy a entretenerte más, muchacho —le dijo Guy Taver, tomándole afectuosamente del brazo—. Puedes disfrutar esas tres semanas a tu entera libertad.
—Gracias, señor.
—Estoy seguro que aquella rubia de la que te separé la otra vez —le guiñó un ojo con complicidad—, Borman me habló de ella cuando fue a buscarte al hotel, estará esperándote, impaciente para reanudar lo que dejasteis a medias...
—No se trata de esa mujer, señor.
Guy Taver enarcó las cejas sorprendido.
—¿Hay otra? —preguntó—. Creo que no sólo eres uno de mis hombres más valientes, sino también el más seductor con el sexo opuesto.
—Esta vez se trata de algo más serio, señor. En Bancerville conocí a una muchacha encantadora, la hija del comisario, y le prometí que regresaría en cuanto le informara sobre la misión.
—Supongo que estará decidida a casarse contigo, ¿verdad?
—Eso espero, señor. Al menos, yo voy a pedírselo.
—Pobre muchacha... —lamentó de buen humor Guy Taver—. No sabe lo que va a hacer casándose con un rural...
—Seguro que no lo sabe, señor —Edward sonrió con complicidad—. Pero confío en que cuando se dé cuenta de ello ya sea demasiado tarde para volverse atrás...
Los dos hombres se miraron y estallaron en una alegre carcajada.
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