CAPITULO IV

Era una vieja costumbre que Edward Simpson había aprendido a lo largo de su contacto con las tribus indias.

Cuando se despertó, permaneció durante un par de minutos completamente inmóvil, sin mover un solo músculo de su cuerpo, manteniendo los ojos cerrados y la respiración acompasada.

Pero ahora sus sentidos estaban despiertos y, a través de sus ojos entrecerrados, observó al hombre que estaba tumbado al otro lado de la celda.

Era de mediana edad, bajo y fornido. Tenía la boca grande, rasgada; la ternilla de la nariz rota; los ojos muy juntos; peludo el entrecejo y una pelambrera, que le tapaba la frente, áspera y rizada.

Era indudable que aquel hombre no era demasiado inteligente y sí, en cambio, llevaba escrita en el rostro su condición de rufián.

Sólo después de examinar atentamente a Boofy, el hombre al que había ido a buscar desde El Paso, Edward Simpson comenzó a moverse.

Dio un par de gruñidos, se quejó sonoramente, escupió un salivazo sanguinolento y, lentamente, comenzó a incorporarse.

Con la cabeza entre las manos, apoyó los codos en las rodillas y esperó durante unos segundos a que sus músculos se acostumbraran a la nueva postura.

—Se te saluda, compañero —le dijo Boofy desde su rincón—. Creí que no ibas a despertar en toda la noche.

Edward le dio por toda respuesta un gruñido.

—¡Puercos! —escupió con rabia—. Algún día volveré a este maldito pueblo y le prenderé fuego.

Boofy se sintió plenamente identificado con el deseo expresado por su compañero de encierro.

—Cuenta conmigo para eso, amigo —se ofreció—. Ese día estaré a tu lado para encenderte la tea, aunque tenga que escaparme del mismo infierno.

Ahora estaba acuclillado frente a Edward Simpson, observando en la casi oscuridad que les rodeaba sus heridas.

—Esos hijos de perra te golpearon a placer —comentó—. Tienes la cara hecha un cromo.

—Imagínate lo que voy a hacer con todos ellos cuando salga de aquí —prometió el rural, viviendo plenamente su papel de forajido—. ¡Sucios bastardos!

—Tienes razón, compañero. Nunca debí acercarme a este maldito pueblo —se lamentó Boofy.

Ahora Edward le miró con atención, descaradamente.

—No me extraña que digas eso —asintió—. Yo también lo diría si estuviera en tu pellejo. Y te aseguro que no me gustaría en estos momentos ocupar tu puesto.

Se echó hacia atrás y cruzó las piernas mientras se daba cuenta que Boofy se sentía interesado por lo que acababa de decir.

—¿Qué es lo que sabes sobre mí? —le preguntó—. ¿Crees que tengo tan mal las cosas?

El rural rompió a reír con soma.

—Las tienes mucho peor de lo que te imaginas —le dijo—. A no ser que sientas relente en el cuello y quieras que te coloquen un «collar» para abrigártelo.

Hizo un expresivo gesto con la mano para señalar a un hombre al que cuelgan y Boofy acusó la observación.

—¿Qué dicen por ahí sobre mí? —quiso saber.

—Todos están impacientes por ver cómo te columpias en el extremo de una buena soga —le dijo Edward—. Vas a emprender un largo viaje, amigo.

—Si Yale y los muchachos estuvieran aquí me sacarían de ésta. ¡Maldita sea!

Edward rió entre dientes.

—Es lo malo de depender de los demás —filosofó en voz alta—. En el mundo hay que saber valerse por uno mismo.

—En mi situación querría yo verte —se quejó Boofy—. Veríamos si entonces renunciabas a la ayuda de fuera.

—No la necesito. Y te diré algo más...

Hizo una pausa para encelar más al rufián en sus palabras y, acercándose a él, le dijo:

—Te presento a un hombre que se ha escapado él solito de siete prisiones. ¡Siete, compañero! Imagínate lo que me costaría largarme de una pocilga como ésta.

Era la semilla que deseaba dejar en la mente del forajido y ahora que ya lo había hecho decidió tomarse un descanso.

—Si no quieres nada más, voy a dormir un rato... ¡Felices sueños!

Boofy contestó con un gruñido, pero no se movió de su lado.

Sus cejas, unidas y peludas, estaban fruncidas como si quisieran expresar la actividad de su cerebro.

—Oye... —empezó a decir al cabo de un par de minutos—. ¿Estás dormido?

—No puedo dormir si sigues resoplando junto a mi oído —gruñó el rural, dando media vuelta en el camastro—. ¿Por qué no te largas y me dejas en paz?

—Estaba pensando en eso que dijiste antes.

—¿De qué hablas?

Sabía perfectamente a lo que Boofy se refería; precisamente era lo que estaba esperando.

—Bueno, a eso de que podrías largarte de aquí si quisieras —habló en voz baja—. Estoy seguro que no mentías al decirlo...

—¡Claro que podría hacerlo! Pero no merece la pena tomarme tanta molestia. Total, dentro de un par de días estaré en la calle y entretanto me darán comida y cama gratis.

Cerró de nuevo los ojos para intentar dormir, pero ahora la mano de Boofy se cerró sobre su brazo.

—¡Escúchame! —le pidió—. Te daría un montón de dinero, todo el que quisieras, si me ayudas a escapar de aquí. ¡Te estoy diciendo la verdad! Sé que esa gentuza quiere lincharme y no deseo quedarme en este pueblo a criar margaritas.

—Es asunto tuyo. Se trata de tu cuello, compañero.

—¡Ayúdame a escapar! Sácame de aquí y te daré lo que me pidas. Tengo muchos amigos y no ibas a arrepentirte de haberme ayudado.

—Me interesas tú, aquí y ahora... Y, en estos momentos, no tienes nada que ofrecerme.

—No importa. Sácame de aquí y dime dónde quieres que te mande el dinero. Lo tendrás de inmediato. ¡Te lo juro!

Boofy había entrevisto una posible salida a su desesperada situación y ahora se aferraba a la única posibilidad que tenía de salvarse.

—¡No seas estúpido! En cuanto nos separáramos, te olvidarías de mí y ya no vería un solo centavo.

—Puedes acompañarme a Bancerville —se ofreció Boofy—. Así no creerás que te engaño. Tengo dinero y te pagaré lo que quieras.

Edward estaba impaciente por cerrar su trato con el rufián; sin embargo, no quería demostrar demasiado interés para que éste no sospechara nada.

—No sé... —dudó—. En realidad, ni me va ni me viene nada en este asunto.

—Tú lo dijiste antes. ¡Es mi cuello! Y por él estoy dispuesto a pagarte quinientos dólares...

Boofy le miró con ansiedad, sabiendo que se jugaba su última baza.

—¿Qué contestas?

—¡De acuerdo, compañero! Tú ganas...

En realidad, era él quien ganaba, aunque Boofy estuviera muy lejos de sospechar que sólo era un juguete en manos del rural.

—¡No te arrepentirás de esto! Mi nombre es Boffy y mis amigos saben que pueden confiar en mí.

«Tanto como de una serpiente de cascabel», pensó Edward.

—El mío es Simpson. Y por tu bien espero que sea cierto cuanto me has dicho.

Después, sentados uno junto al otro en el camastro, Edward Simpson le expuso su plan para escapar de allí.

—Todavía es pronto para actuar —le dijo al final—. Será mejor esperar un par de horas hasta que todos duerman...

Se tumbó de nuevo en el jergón y, cruzando las manos bajo la nuca, cerró los ojos dispuesto a aprovechar aquella pausa.

Boofy se quedó a su lado, impaciente porque el reloj progresara en su avance, soñando con el momento de alejarse de Bromfield.

No tuvo necesidad de despertar a su nuevo amigo.

A la hora prevista, obedeciendo a un antiguo sentido adquirido a lo largo de muchos años de dormir en medio del peligro, Edward Simpson abrió los ojos.

—¿Estás preparado?

—Cuando quieras...

Edward se acercó al ventanillo enrejado de la puerta de la celda y echó un vistazo a través del largo pasillo que llevaba al despacho del comisario.

Como cada noche, igual que le había explicado Boofy, uno de los ayudantes del sheriff montaba guardia frente al pasillo de las celdas, dormitando con la cabeza apoyada en la mesa.

—¿Recuerdas lo que te he dicho? —se aseguró.

Boofy asintió.

—Por la cuenta que me trae, Simpson —quiso bromear—. ¿Empezamos?

—¡Adelante!

El vigilante se despertó sobresaltado al escuchar los gritos procedentes del fondo del pasillo.

—¡No eres más que un hijo de perra y voy a arrancarte los ojos, cerdo! —chillaba Boofy mientras Edward Simpson y él, abrazados, se dedicaban a armar el mayor ruido posible en el interior de la reducida celda.

—¡No tendrán necesidad de colgarte, rata! Eres poco hombre para mí... ¡Esto te enseñará!

Edward estrelló la banqueta contra el suelo y Boofy profirió un alarido semejante al de una res a la que abren en canal.

El camastro se hundió bajo el peso de los dos hombres mientras un chorro de luz penetraba a través del ventanillo enrejado de la puerta.

—¡Malditos condenados! —chilló el guardián—. ¿Es que no vais a dejarme pegar un ojo en toda la noche?

Era lo que estaban esperando ambos.

Boofy cayó hacia atrás mientras el rural, montado a horcajadas sobre él, hundía los dedos en su cuello despiadadamente.

Un ronco gemido se escapó, cada vez más débil, de labios del rufián al tiempo que sus piernas se movían en un intento fingido de escapar a la tenaza de su adversario.

—¡Maldita sea! De buena gana dejaría que os destrozarais, basura —gruñó el guardián—. Pero la ley es la ley...

Corrió hacia el despacho para tomar la llave de la celda y separar a los dos hombres.

—¡Tendrán que llevarse tu carroña de aquí! —dijo Edward Simpson a su supuesta víctima—. No quiero estar encerrado con un cadáver.

Oyeron como la puerta se abría a sus espaldas, pero ninguno de ellos demostró haberse percatado de la presencia del vigilante.

—¡Suelta a ese hombre! —gritó a espaldas del rural mientras se llevaba la mano al arma que colgaba de su cintura—. Ninguno de vosotros valéis un centavo, pero...

No tuvo tiempo de saber lo que sucedía.

—¡Agárrale, Simpson! —habló Boofy, poniéndose en pie de un salto y rodeando el cuello del guardián con su brazo—. ¡Ya es nuestro!

Edward le desarmó y amartilló el arma frente a él.

—¡Suéltale! —ordenó a Boofy—. Si este tipo aprecia en algo su vida, mantendrá la boca cerrada.

—¿Qué van a hacer conmigo? —preguntó el vigilante, asustado.

—¡Ponte de espaldas contra la pared!

Edward le obligó a dar media vuelta mientras cambiaba de posición el arma que tenía en la mano; la agarró por el cañón y descargó un brutal culatazo en la nuca del guardián.

Sentía tener que hacer aquello, pero no deseaba dejar la iniciativa en manos, de Boofy.

—Debiste dejarme estrangularle —se quejó el rufián—. Hacía mucho tiempo que no deseaba tanto una cosa. ¡Hijo de perra!

Pegó un puntapié en los riñones del ayudante del comisario, que estaba tumbado en el centro de la celda, mientras Edward le decía que le siguiera.

—¡Será mejor darse prisa! Tardará un par de horas en despertar y para entonces debemos estar lejos de Bromfield.

Tomaron sus armas de la vitrina del despacho y, abriendo la puerta de la calle unas pulgadas, examinaron el exterior.

—No se ve a nadie —dijo Boofy, satisfecho—. ¡Salgamos!

A la carrera, se alejaron de las oficinas del comisario en busca de las calles más oscuras del pueblo.

—¡Ahí tenemos caballos! —señaló el rural hacia un grupo de animales amarrados a un poste—. Tomemos dos de ellos.

Unos minutos más tarde los dos fugitivos se alejaban de Bromfield al galope.