CAPITULO X

La ciudad se estremeció ante la llegada, a primeras horas de la mañana, de aquellas dos docenas largas de jinetes, que, disparando sus armas al aire y profiriendo gritos salvajes, se presentaron de improviso en la calle principal.

No se detuvieron hasta llegar frente al saloon de Ringo Macías.

Una lluvia de proyectiles hizo saltar la gran herradura suspendida sobre la acera, para reclamo del establecimiento, mientras Boofy y el mestizo se acercaban a la puerta, todavía cerrada, del local, y la descerrajaron con sus armas.

Después, sin molestarse en desmontar, la mayoría de los hombres de Forman Maxwell penetraron con sus caballos en el local de Macías.

Ciegos de ira, dispararon contra espejos y cristales, derribaron estanterías, obligando a los caballos a pisotear las mesas de juego y a destrozar mesas y sillas.

Después, alguien apareció con una lata de petróleo en la mano.

—¡Hay que organizar una buena hoguera! —gritó.

—¡Magnífica idea, Warren! ¡No va a quedar ni una astilla de esta pocilga!

Edward estaba destrozando el local con el mismo ímpetu que sus enfurecidos compañeros cuando alguien, desde el exterior, dio la voz de alarma:

—¡Los hombres de Macías! ¡Vienen hacia acá!

La vida se había paralizado en el pueblo ante la llegada de los pistoleros, pero, sin duda, alguien había corrido a advertir a Ringo Macías de lo que estaba ocurriendo en La Herradura.

Una docena de hombres del equipo de Maxwell estaban situados en la calle, ante la cantina, y fueron ellos quienes sufrieron la primera descarga de los pistoleros de Ringo Macías.

La calle se convirtió rápidamente en un sangriento campo de batalla.

Los proyectiles comenzaron a volar en todas direcciones mientras los dos grupos rivales tomaban posiciones para proseguir la lucha.

Los hombres de Ringo Macías se situaron en las ventanas de los edificios cercanos y en las esquinas próximas a La Herradura mientras que sus adversarios buscaban protección tras las carretas paradas en la calle y en el interior del saloon.

El mismo reducto que habían ido dispuestos a destruir se había convertido ahora en una especie de fortaleza desde la que trataban de batir al grupo rival.

Los hombres situados en el exterior habían ido cayendo uno tras otro mientras Yale, desde detrás de un saliente de la fachada, gritaba a Boofy que disparara contra el tirador situado sobre el tejado de la casa de enfrente.

El local olía a pólvora, a sangre y a petróleo. Los pistoleros, situados en las ventanas, disparaban como condenados en tanto que los caballos, asustados en aquel infierno, trataban de buscar inútilmente la salida.

Edward esperó a que Yale se desplazara hacia la puerta de La Herradura para poner en práctica un plan que acababa de ocurrírsele.

Afortunadamente había quedado situado cerca del esquinazo del edificio y se dio cuenta que podría alcanzar fácilmente la parte trasera del mismo.

«No encontraré un momento mejor que éste para echar un vistazo a ese papel», se dijo, alejándose del escenario de la lucha.

Corrió por las calles vacías hasta llegar al Palace. Por lo temprano de la hora estaba todavía cerrado y no parecía haber nadie en su interior. Ginger Waltari vivía en una casa situada a las afueras de Bancerville y Edward tuvo la seguridad de que nadie iba a molestarle en los siguientes minutos.

Buscó el hueco para introducirse en el edificio, pero todas las ventanas de la planta baja estaban cerradas.

Se agarró al canalón que corría por la fachada trasera y subió hasta una de las ventanas del primer piso, colándose por ella a una especie de desván atestado de trastos viejos.

Salió al pasillo y bajó la escalera para llegar al saloncito donde Ginger Waltari le había recibido la tarde anterior.

Se arrodilló delante del secreter y forzó la cerradura del cajón superior con la punta de la navaja.

La carta que la pelirroja había guardado tan celosamente la tarde anterior estaba allí. La tomó, sacó el pliego doblado que había en el interior y leyó su texto:

 

«Querida Ginger: No te he escrito antes porque desde la última vez los militares han redoblado las precauciones y callan todo lo referente a nuevos envíos de armas. Pero, por fin, he podido enterarme que dentro de siete días saldrá un transporte con destino a Fort Bart. El convoy seguirá la ruta Mac Millan; el resto corre de cuenta de Maxwell.

»FRANK»

El rural dobló de nuevo el papel, lo metió en el sobre y dejó éste en el cajón.

Después abandonó la casa por el mismo lugar que había utilizado para entrar en ella y, a la carrera, marchó a reunirse de nuevo con sus compañeros.

Desde que había abandonado el lugar de la lucha hasta el momento de reintegrarse a ella no habían pasado más de cinco minutos.

Las bajas en ambos bandos eran ya considerables. El grupo de Yale había quedado reducido a menos de la mitad de sus efectivos y también los hombres de Ringo Macías tenían numerosas bajas.

—Si esto se prolonga mucho se nos acabarán las municiones —comentó Boofy, que seguía disparando pese a tener las manos en carne viva.

—¡Hay que resistir como sea! —chilló el mestizo, cuyo brazo izquierdo colgaba ensangrentado—. Tenemos que acabar con ellos.

Edward comenzó a disparar contra los hombres de Macías sin el menor escrúpulo de conciencia, pues sabía que éstos eran un puñado de indeseables de idéntica calaña a los que formaban el equipo de Maxwell.

Pero algo iba a llegar a cortar la lucha entre los dos grupos rivales.

En la entrada de la calle apareció Mika Figgin y un grupo de hombres.

—¡Alto el fuego! ¡Entréguense! ¡Tiraré contra el que no obedezca!

—¡El comisario! —señaló Yale, corriendo hacia el otro lado de la calle—. Ya volveremos otro día por aquí. ¡Huyamos!

Edward vio que el sheriff venía acompañado por sus ayudantes y un numeroso grupo de vecinos, quienes le habían ofrecido su ayuda para acabar con las dos bandas de pistoleros.

Entre aquéllos distinguió a Gilbert Focker, quien avanzaba junto a Mika Figgin, con el arma empuñada y la placa de rural brillando en su pecho.

—¡Vámonos, Simpson! —le gritó Sergio, sujetándose su brazo herido.

Durante unos instantes dudó si seguir a los pistoleros en su huida o reunirse con el grupo del comisario Mika.

«Deseo seguir con mi comedia. Todavía me faltan algunos cabos por atar», pensó al correr hacia los caballos.

No llegó hasta ellos, pues cuando trataba de alcanzarlos sintió que algo ardiente se hundía en su clavícula izquierda, lanzándole despedido hacia delante.

Notó que su cara se estrellaba contra el polvo de la calle y la voz de Boofy le llegó algo lejana:

—¡Han dado a Simpson!

Y tras la del pistolero, la voz, apenas audible para él, de Gilbert Focker que gritaba:

—¡Dejen a ese hombre! Yo me encargo de él...

Después, tuvo la impresión de que se hundía en un pozo negro y profundo.

* * *

No supo el tiempo que llevaba tendido en aquella cama;      tampoco conocía la habitación en la que se encontraba, ni las figuras, borrosas hasta entonces, que en su inconsciencia había visto moverse a su alrededor.

Por eso, al abrir los ojos, lo primero que hizo fue preguntar:

—¿Dónde estoy?

Sentía los labios resecos y agrietados, la boca áspera y el pecho ceñido por un vendaje.

—¡Gracias a Dios que habla, señor Simpson! —oyó exclamar a una voz femenina, que le resultó vagamente familiar—. ¿Cómo se encuentra? No, no hable ahora. El doctor ha dicho que le conviene descansar...

Hizo un esfuerzo por centrar su visión. Entonces vio que era Elina Figgin quien, inclinada sobre el lecho, le miraba sonriente.

—Beba un poco. Ha tenido mucha calentura y le hará bien.

Después se alejó de la cama para abrir la puerta del dormitorio y llamar a su padre.

—Ya está despierto, papá —explicó a Mika Figgin—, Abrió los ojos hace un momento.

Aquellos minutos, y el agua que acababa de beber, le hicieron sentirse mejor, más animado.

—¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí, comisario? —preguntó a Mika Figgin—. ¡Tiene que decírmelo! ¡Es muy importante!

Acababa de recordar lo que aquel tipo llamado Frank había escrito en la carta dirigida a Ginger Waltari.

—Lleva dos días tendido en esa cama, amigo —respondió el comisario—. Y tendrá que seguir aún unos cuantos más en ella antes de que pueda levantarse. Perdió mucha sangre...

—¡No puedo quedarme aquí más tiempo! ¡Tengo que partir inmediatamente!

Intentó incorporarse en la cama, pero sus fuerzas le fallaron.

—¡No sea loco! —le reprendió Elina—. No está en condiciones de moverse.

Sintió una aguda punzada a la altura del corazón que se extendió por todo su hombro izquierdo mientras Mika Figgin se sentaba a su lado en la cama y le hablaba con seriedad:

—Su herida puede abrirse si hace tonterías. Quédese quieto ahí y no sea testarudo...

—Déjelo de mi cuenta, comisario —habló Gilbert Focker, entrando en la alcoba—. Yo sé cómo tratarle.

El rural estrechó la mano del herido.

—¿Cómo te encuentras, Edward? Me has tenido preocupado estos dos días.

—Tienes que ayudarme, Gilbert. Di al comisario que me deje levantarme.

—Vamos por partes, Edward —le pidió su compañero—. ¿Para qué quieres levantarte?

Edward se dio cuenta que, aunque se lo permitieran, no sería capaz de mantenerse en pie.

—Tienes razón —cedió al fin—. Será mejor que te lo explique todo desde el principio.

—Sí, hágalo, señor Simpson —le invitó Mika Figgin—. Estoy impaciente por conocer toda su historia. Porque debo suponer que fue usted quien me dio aquella paliza fingida, ¿verdad?

Durante la media hora siguiente, haciendo de vez en cuando una pausa para recuperar fuerzas, Edward Simpson contó a Elina y a los dos hombres todo lo que había hecho desde el momento de llegar a Bancerville.

—Me figuré que andabas metido en algo importante, Edward —habló el rural—. Ya me di cuenta que aquellos dos tipos que te acompañaban no pertenecían a los rurales.

Edward sonrió.

—Ahora tienes que ir a Fort Noon —le urgió—. Si he pasado dos días inconsciente, sólo faltan cinco para que se ponga en marcha el convoy en dirección a Fort Bart. ¡Tenemos que impedir que caiga en manos de esos miserables!

—Conozco al comandante Bradly —le dijo Gilbert Focker—. Con un buen caballo puedo estar en Fort Noon en cuatro días.

Sólo cambiaron algunas palabras más antes de que el rural abandonara la casa para ensillar su caballo y partir hacia el fuerte militar.

—Me hubiera gustado ser yo quien lo hiciera, Gilbert.

—¡No te quejes! No tienes derecho a hacerlo quedándote al cuidado de una chica tan bonita como Elina —le dijo antes de dejar el dormitorio.

—Le acompañaré —se ofreció el comisario Mika—. Diré que le preparen el mejor caballo que haya en las cuadras.

Edward se quedó a solas con la muchacha; ella le miró tímidamente mientras se oían los pasos de su padre y del rural escaleras abajo.

—Quiero darte las gracias..., ¿puedo tutearte... por haberme cuidado durante estos dos días? ¿Te he dado mucha lata?

Elina sonrió, divertida.

—No lo sabes bien —respondió, tuteándole a su vez—. Además no hacías más que hablar de otra mujer. Menos mal que yo no era tu esposa...

—Todo tiene arreglo en esta vida —bromeó él mientras Elina enrojecía hasta la raíz de los cabellos—. Después de todo, no es tan mala idea.

—De momento, tendrás que conformarte con que sea tu enfermera... —Elina añadió más seria—: Aún no te he dado las gracias por lo que hiciste con mi padre el otro día. Estoy, segura que lo preparaste todo para que esos hombres no le golpearan...

Edward alargó el brazo hasta encerrar la mano de la muchacha en la suya. Se la oprimió suavemente.

—Nunca me había cuidado alguien como tú —le dijo.

Y se dio cuenta que estaba a gusto con la mano de Elina entre las suyas...

 

* * *

Mientras tanto, en el saloncito de Ginger Waltari se estaba desarrollando una reunión borrascosa.

—¡Sois un par de estúpidos! —gritaba la pelirroja, enfurecida—. Todo lo habéis echado a rodar con lo del otro día.

—Yo no estaba en el rancho aquella noche, Ginger —le recordó Forman Maxwell.

—¡Puedes estar seguro que eso no volverá a ocurrir! —le gritó ella.

—Y yo traté de detener a los muchachos —se justificó Yale—. Pero estaban Como locos. ¡Todos soñaban con prender fuego a La Herradura.

—Pues ahora pagaremos las consecuencias nosotros —les cortó la propietaria del Palace—. ¿Cuántos hombres te quedan después de la lucha del otro día?

Fue Yale quien respondió:

—Sólo nueve. Hay otros dos, pero están heridos y no sirven.

—¿Qué crees que podréis hacer con nueve hombres? —les preguntó—. Ese convoy se pondrá en camino dentro de cinco días y es una oportunidad que no podemos desaprovechar.

—Nos apoderaremos de las armas —la tranquilizó Forman Maxwell.

—¿Cómo, estúpido? Los militares ya están escarmentados y llevarán la escolta doblada. ¿Qué posibilidades crees que vas a tener con nueve hombres?

—Buscaremos más gente —sugirió Yale—. Todo es cuestión de pagarles bien.

—Dudo que en cinco días podáis reunir un grupo lo suficientemente nutrido como para realizar con éxito el asalto.

Ginger Waltari se sirvió un vaso de licor y lo bebió de un trago mientras contemplaba, con los ojos echando lumbre, a los dos hombres.

—¡Y encima no hemos podido entregar las armas prometidas a los pawnees! ¡Por vuestra culpa he perdido un montón de oro!

Aquel pensamiento la hizo arrojar con rabia la copa al suelo y los dos hombres se miraron inquietos.

Conocían lo suficiente a Ginger Waltari —un hermoso cuerpo de mujer que encerraba el venenoso espíritu de una cobra— como para temer sus estallidos de cólera.

—Tranquilízate —le pidió el ranchero—. Reuniremos a los hombres precisos y atacaremos a los soldados en el Paso del Coyote.

—Es el mejor lugar de toda la ruta Mac Millan para sorprender a los soldados.

—Los carros serán nuestros. ¡Y entregaremos las armas a los pawnees cobrándoles el doble que otras veces! —sugirió Forman Maxwell—. Ellos las necesitan y nos darán el oro que les pidamos.

La idea pareció satisfacer la codicia de Ginger Waltari. Sacudió su centelleante cabellera rojiza, suavizó la mirada de sus bellos ojos verdes y murmuró:

—Así nos resarciremos de las pérdidas sufridas...