CAPITULO III

Dos días más tarde los vecinos de Bromfield asistían, sobresaltados, a la ruidosa llegada de un forastero al pueblo.

Jinete sobre un nervioso ruano; la barba descuidada; las pistoleras muy bajas y bien engrasadas, sujetas al muslo por una fina correílla; el gesto displicente y el aire agresivo.

Se lanzó al galope por la calle principal de Bromfield, arrollando a quienes, en aquel momento, cruzaban la calzada, gritando como un condenado y disparando sobre las ventanas y las cristaleras de los comercios ante los que pasaba.

Detuvo el caballo con un brusco tirón de las riendas, frente a la cantina principal del pueblo, obligándole a encabritarse prácticamente encima de un grupo de curiosos que habían salido a la acera a conocer al causante de aquel alboroto.

Asustados, retrocedieron al interior del saloon mientras el barbero y el boticario contemplaban los destrozos que aquel hombre había causado en sus establecimientos a golpe de revólver.

Pasó la pierna sobre el cuello del caballo y se deslizó hasta el suelo, contemplando a todos con aire fanfarrón y desafiante.

El sombrero echado hacia atrás; una camisa roja, desabrochada, que dejaba al descubierto su ancho tórax; unos pantalones desgastados y un par de botas polvorientas, rematadas por puntiagudas espuelas, componían toda su indumentaria.

La acera había quedado rápidamente vacía ante su presencia. Miró a uno y otro lado y, por fin, se encaminó a la puerta de batientes del saloon.

Pero antes de que llegara a entrar en él alcanzó a ver a una mujer, todavía joven, que salía del cercano almacén.

Al verle, hizo intención de retroceder, pero ya era demasiado tarde.

—Empezaba a preguntarme si en este pueblo no había nadie que me diera la bienvenida —gritó, agarrándola de un brazo y arrastrándola hasta la calle—. He leído el cartel que tenéis clavado a la entrada del pueblo. Y allí dice: «¡Forastero, bien venido a Bromfield!»

La mujer, muy pálida, intentaba soltarse de sus manos.

—Pero ahora tú vas a darme esa bienvenida —le gritó en plena cara—. Y te aseguro que vas a hacerlo de buen o de mal agrado...

Le había rodeado el talle con un brazo, haciendo inútiles los esfuerzos de la mujer por escapar de aquel cerco de hierro.

—¿Qué mejor bienvenida puede recibir un hombre como yo que un beso de una chica tan bonita como tú? ¡Vamos, estáte quieta! Déjame que te bese...

La escena estaba desarrollándose en medio de la acera, a plena luz del día, pero la entrada del forastero en Bromfield había sido lo suficientemente ruidosa como para quitar a cualquiera los deseos de intervenir.

Al fin, consiguió aplastar sus labios contra los de la mujer, a la que obligó a prolongar la caricia durante unos segundos.

Después la soltó, con una carcajada, y dándole un azote, la dejó que se alejara de su lado.

Durante todo aquel tiempo los ojos del hombre no había perdido de vista la calle, atento a cualquier movimiento que pudiera surgir a sus espaldas.

Empujó la puerta del saloon y se acercó al mostrador con una sonrisa desafiante.

—¡Whisky para todo el mundo! —exigió, a grandes voces, palmeando el mostrador—. Quiero que todos beban a mi salud. ¡Invito yo!

Adivinó un leve titubeo en el hombre que atendía el mostrador, pero, alargando el brazo hasta agarrarle del chaleco, tiró de él y le preguntó:

—¿Estás sordo, amigo? ¡Quiero que sirvas whisky a todo el mundo! Es lo menos que se merecen por tener mujeres tan bonitas que den la bienvenida a los visitantes.

El cantinero, apenas se vio libre, se apresuró a llenar todos los vasos que tenía frente a él, empezando por el del desconocido.

Este lo elevó en el aire y se volvió hacia los hombres que llenaban la cantina.

Todos permanecían apartados de él, hoscos, silenciosos.

—También quiero brindar por todos los valientes de este pueblo. ¡Que todo el mundo levante su vaso conmigo! ¡Vamos a brindar!

Nadie recogió su invitación.

—Quizá esto les despierte la sed —les dijo, manteniendo el vaso en una mano y desenfundando el «Colt» con la otra—. ¡Quiero que todo el mundo beba conmigo!

Abaniqueo a los clientes de la cantina con su arma, esperando a que, uno tras otro, fueran cogiendo sus vasos.

—¡Así me gusta, muchachos! Dóciles y obedientes —siguió burlándose de ellos—. Y ahora, brindemos... ¡Por el mayor gallinero de todo Texas!

Estalló en una carcajada y vació su vaso de un trago.

Luego, para vencer la pasividad de los hombres a los que seguía encañonando, hizo una rápida serie de disparos contra las botellas colocadas sobre el mostrador.

Entre un ruido infernal, con cristales que saltaban en todas direcciones y el licor derramándose por la estantería, algunos, la mayoría, se llevaron el vaso a los labios sin atreverse a desafiar las órdenes de aquel endemoniado.

Resultaba fácil adivinar, por sus palabras y su aspecto, que se trataba de un peligroso pistolero: un hombre capaz de mandar al cementerio a quien se cruzara en su camino.

—Ahora beberemos otra ronda, amigos... —anunció.

—¡Basta ya! ¡Tiene razón en llamarnos cobardes! ¡Esto es intolerable!

Al mismo tiempo de decir esto, el hombre que había hablado arrojó su vaso lleno de licor a los pies del desconocido.

Este enfundó su arma con un seco movimiento. Se volvió lentamente hacia el hombre y, durante unos segundos, ambos se miraron en silencio.

—Se te ha caído el vaso de la mano —dijo, al fin, el descamisado—. ¡Recógelo!

Su voz restalló como un seco latigazo, en el silencio de la cantina, pero el hombre que estaba frente a él había dado ya el primer paso y no estaba dispuesto a volverse atrás.

—No me gustan los matones —le dijo lentamente—. Y no voy a permitir que nadie venga a Bromfield a insultar a nuestras mujeres y a reírse de todo el pueblo.

Parecía un buen hombre. Tenía el aspecto sencillo, rústico, y sus brazos, remangados, dejaban adivinar una fuerte musculatura.

—Voy a darte una lección —habló el descamisado, desabrochándose el cinturón canana—. Y agradece al cielo que me apetezca hacer un poco de ejercicio. Podría meterte un balazo entre los ojos, pero ya ves que mis armas están en el suelo...

Edward Simpson —aquél era el hombre, aunque ni su aspecto, ni sus modales, recordaran en nada al rural de dos días antes— se apartó de las pistolas que ahora estaban abandonadas sobre el suelo lleno de serrín de la cantina.

Apenas había visto que surgía un punto de resistencia, que aquel hombre salía dispuesto a hacerle frente, se apresuró a desprenderse de las armas para evitar que la sangre corriera.

Desde que había llegado a Bromfield estaba representando una comedia encaminada a facilitarle la consecución de sus fines, pero bajo ningún concepto quería verse obligado a derramar sangre inocente.

Se acercó al hombre que estaba frente a él, con los puños cerrados y la misma sonrisa sardónica que se había colgado de los labios desde el instante de entrar en el pueblo.

«Lo siento, amigo. Pero no tengo más remedio que hacerlo», pensó al tiempo de amagar con el puño izquierdo y lanzar el derechazo, como una catapulta, contra el mentón de su adversario.

Este resultó alcanzado de lleno; pareció arrancado del suelo por una fuerza superior y tras un corto vuelo fue a caer sobre la mesa que tenía tras él.

Edward Simpson soltó una carcajada y le lanzó un puntapié en el tórax que el hombre pudo esquivar por pulgadas.

Al mismo tiempo, cerró los dos brazos sobre la bota del rural y, retorciéndole la pierna, le volteó para derribarle al suelo.

Después se lanzó sobre él, con ánimo de inmovilizarle, pero Simpson conocía un método eficaz para quitarse de encima a su rival.

Encogió la pierna que tenía libre y estrelló la suela de la bota en el estómago del hombre, estirándola después con fuerza hasta apartarle de su proximidad.

Se revolvió con agilidad felina y se arrojó en plancha sobre su adversario, quien se defendió bravamente golpeándole con ambos puños en los puntos claves de su anatomía.

Ponía dinamita en cada uno de sus golpes y el rural tuvo que emplearse con todas sus fuerzas para contrarrestar los mazazos que estaba recibiendo.

En torno a los dos hombres se había abierto un círculo y ahora todos presenciaban la pelea, interiormente identificados con su vecino, pero sin atreverse aún a apoyarle abiertamente.

Ahora estaban ambos de pie, intercambiando golpes, mientras se movían por la cantina, derribando mesas y arrollando banquetas.

En el mostrador se hizo fuerte el rural.

Paró un golpe de su adversario con el brazo izquierdo y contraatacó con un golpe al hígado capaz de derribar a un buey.

Tenía un labio partido, el ojo izquierdo empezaba a hinchársele y los nudillos cubiertos de sangre, le escocían de tanto golpear.

Pero su rival tampoco tenía mejor aspecto. Resollaba como un caballo a punto de reventar y ahora sus golpes carecían ya de, la potencia que tenían al principio.

Le hubiera gustado disculparse con él; explicarle que ambos, aunque no lo pareciera, estaban del lado de la ley.

Pero, en lugar de hacerlo, tenía que seguir golpeándole, dispuesto a doblegar su resistencia de una vez por todas.

Un directo al mentón sirvió para hacerle trastabillar antes de que un golpe de revés y un rodillazo le derribaran definitivamente a tierra.

Edward se preguntó qué iba a suceder entonces...

—¡No se mueva de donde está! Si lo hace, dispararé contra usted como si se tratara de un perro rabioso.

Vio al hombre que había hablado, a través de la luna que corría sobre el mostrador. No le conocía, pero le sirvió para identificarle la estrella que llevaba prendida sobre el chaleco.

«Alguien debe haberle avisado —pensó—. Ahora tengo que forzar la situación.»

Agarró una banqueta y la enarboló sobre su cabeza.

—¡Le desafío a que venga por mí, comisario! —gritó, acentuando su voz de borracho—. No puedo disparar. Estoy desarmado...

El comisario seguía encañonándole con firmeza desde la puerta. Hizo un gesto a sus ayudantes para que se acercaran a aquel diablo de la camisa roja.

—¡Redúzcanle! —les ordenó—. Está tan borracho como una cuba y no va a salir de prisión hasta que se haya despejado.

La presencia del sheriff, y el cansancio que la reciente pelea había supuesto para el desconocido, hicieron que varios de los hombres de Bromfield se unieran a los alguaciles.

Entre todos ellos formaron un círculo en torno al forastero.

Edward dio un rápido giro a la banqueta y golpeó un par de cabezas con ánimo de defenderse hasta el final, pero se encontraba en manifiesta inferioridad numérica.

Todos se echaron sobre él a la vez y, en unos segundos, se vio golpeado por una docena de puños, que deseaban vengarse de todos los insultos y humillaciones recibidos.

Poco a poco, sintió que sus fuerzas se iban debilitando; perdió la visión, sintió la boca llena de sangre y, por fin, las piernas le fallaron.

Eso no sirvió para detener el brutal castigo que estaba recibiendo. Ahora fueron las botas las que le pisotearon, cortándole la piel con las espuelas, mientras el comisario debía emplear toda su autoridad para poner fin a aquella paliza.

—¡Ya está bien! —gritó, abriéndose paso entre los hombres—. ¡Apártense a un lado! ¡No sigan golpeándole!

Al fin consiguió apartarlos del forastero.

—Cargad con él y lo llevaremos a las oficinas. Se merece un buen escarmiento.

—Me ha destrozado el local, comisario —protestó el cantinero—. ¿Quién me va a pagar a mí?

—No te preocupes. No quedará libre hasta que pague la multa correspondiente.

El comisario se alejó con sus dos hombres y el prisionero camino de las oficinas.

Una vez en ellas buscó la llave de la única celda que tenían en Bromfield y, abriendo la puerta de la misma, contempló cómo sus ayudantes arrojaban al prisionero al interior.

—¡Aquí tienes compañía, Boofy! Así no se te harán tan largos los días... —bromeó con el otro prisionero antes de cerrar de nuevo la celda.