CAPITULO VII
Eran cinco hombres los que estaban peleando en la calle principal de Bancerville, protegidos tras las columnas de las casas y las carretas paradas en la calzada.
—Estoy cansado ya de escuchar siempre la misma canción —comentó un hombre junto a Simpson.
—Volvamos dentro —decidió su compañero—. Ojalá acaben matándose todos.
Nadie pareció demasiado interesado en la pelea y muy pronto las conversaciones volvieron a cobrar un ritmo normal en el interior de la cantina.
Se acercó al mostrador, del que Boofy no se había movido, y aceptó el vaso que éste le ofreció.
—¿Qué te pareció Ginger? —le preguntó, con un guiño picaresco—. Cosa fina, ¿eh?
Hacía unos segundos que, en el exterior, las armas habían dejado de tronar.
—Terminó la pelea —comentó uno de los camareros.
En aquel instante, tres hombres aparecieron en la puerta de batientes, con las armas todavía en sus manos y un gesto de salvaje alegría en sus rostros canallescos.
—¡Bebida para todo el mundo! —gritó uno de ellos—. Invitan los hombres de Maxwell.
«Así que éstos son tres de mis compañeros», pensó Edward, mirándolos con atención.
—¡Por Satanás! —chilló Boofy divertido—. No sabía que erais vosotros los de los «fuegos artificiales».
Los tres hombres se acodaron en el mostrador, junto a ellos.
—Esos bastardos de La Herradura deben darse cuenta que es peligroso cruzarse en nuestro camino —habló uno de ellos.
—Esos dos no se la dieron y ahora están muertos —rió otro del grupo.
—¡Buen trabajo! —les felicitó Boofy.
—¡Quédense donde están! No quiero matar a nadie.
Todos se volvieron hacia la puerta del Palace al tiempo de ver al hombre que había dado aquella orden.
Alto, reseco, con los cabellos agrisados en las sienes, y el gesto decidido; sobre el pecho, la estrella de comisario.
—Estoy harto de matones como vosotros —habló a los tres hombres que acababan de intervenir en la pelea—. Esta vez no os va a librar nadie de ir a prisión. ¡Andando!
Mientras hablaba, sin dejar de apuntarlos, les había arrebatado las armas, aprovechando hábilmente la sorpresa de su inesperada aparición.
«Es un hombre decidido y conoce su oficio», pensó Edward, viéndole actuar.
Guardaba cierto parecido con la muchacha a la que había conocido en el almacén y eso, además del puesto que ocupaba, le hizo mirarle con simpatía.
Los tres hombres de Forman Maxwell no acertaron a reaccionar en los primeros instantes; después, ya era demasiado tarde para dominar la situación.
Mika Figgin los hizo caminar hacia la calle, empujándolos con la punta del rifle en los riñones, mientras la mayoría de los parroquianos de la cantina asentían con aprobación.
Edward no quitaba los ojos de Boofy, seguro de que el rufián intentaría ayudar a sus compañeros.
Pronto supo que no se había equivocado. Vio cómo su mano se movía en dirección al arma que pendía de su canana y se dispuso a impedir que disparara sobre el comisario por la espalda.
—¡Estate quieto, estúpido! Podrías echarlo todo a rodar...
Ginger Waltari se había adelantado a él y, apoyando su firme mano sobre el brazo nervudo del pistolero, paralizó su gesto antes de que el «Colt» saliera de la funda.
Boofy acató la orden sin rechistar. Gruñó algo contra el comisario Mika y salió de la cantina como un ciclón.
«¡Es extraño! Boofy no es de la clase de hombres que se dejan manejar fácilmente por una mujer», se dijo el rural mientras seguía al pistolero.
Pero, contra lo que esperaba, Boofy no siguió los pasos de Mika Figgin y sus tres prisioneros, sino que, soltando su caballo del amarradero, saltó sobre la silla y se alejó del pueblo al galope.
Media hora más tarde ambos llegaban al rancho.
Boofy saltó al suelo y entró en la casa como si le persiguieran una legión de diablos.
Forman Maxwell había regresado aquella mañana y Yale estaba despachando con él en la biblioteca.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó Boofy al verle tras él.
—¡Caray, Boofy! He venido cabalgando junto a ti desde el pueblo...
—Estoy tan furioso por lo que ha hecho ese maldito comisario que no te había visto. —Golpeó la puerta de la biblioteca y preguntó—: ¿Puedo entrar, señor Maxwell?
—Pasa —le invitó Yale.
—Será mejor que tú esperes fuera —dijo Boofy al rural.
En su precipitación por poner al ranchero en antecedentes de lo ocurrido en Bancerville, dejó la puerta entreabierta y Edward pudo escuchar lo que los tres hombres hablaban en el interior de la biblioteca.
—¿Qué es lo que quieres? —oyó preguntar a Yale—. Al señor Maxwell no le gusta que vengáis aquí a molestarle.
—Esta vez no pensará así —aclaró Boofy, dirigiéndose al hombre sentado tras la mesa que ocupaba el centro de la pieza—. ¡El comisario Mika ha encerrado a tres de los muchachos, señor Maxwell! ¡Ese tipo está necesitando un buen escarmiento!
—¿Qué habían hecho?
—Liquidar a dos denlos hombres de La Herradura —explicó Boofy—. Pero fue una pelea limpia, en plena calle...
—El comisario Mika lleva una temporada inmiscuyéndose demasiado en nuestros asuntos, señor Maxwell —apoyó ahora Yale a su hombre.
—¡Los desarmó delante de todo el mundo! —apuntó éste, furioso—. A estas horas deben estar todos riéndose de nosotros, señor Maxwell. ¡Tenemos que dar una lección a ese maldito comisario!
—¿Qué piensas de esto, Yale? —interrogó Forman Maxwell a su capataz.
—Igual que Boofy, señor Maxwell. Mike Figgin debe aprender a respetarnos; de lo contrario, puede causarnos problemas.
—¡Está bien! Tú mismo puedes ocuparte de él.
Vio un destello asesino en los ojos de Boofy y le aclaró:
—Nada de matarle. ¿Entiendes? Sólo una buena paliza. Mika Figgin es inteligente y sabrá darse cuenta de lo que le conviene.
—Que te acompañe uno de los muchachos —añadió Yale—. Y esta noche le hacéis una «visita».
Iba a dejar la biblioteca cuando le detuvo la voz de Forman Maxwell.
—¿Viste a Ginger?
—Sí, señor. Estuve hablando con ella.
—¿No te dio ningún mensaje para mí?
—Nada, señor Maxwell...
Le hizo un gesto de despedida y sin esperar a que cerrara la puerta tras él, comentó con Yale:
—Me extraña que Ginger no nos avise. Su hermano tenía que haber dado ya señales de vida...
Fueron las últimas palabras que Edward Simpson pudo escuchar antes que Boofy se le llevara fuera de la casa.
—¡Esto se anima! —exclamó—. Esta noche haremos un «trabajillo». Tú vendrás conmigo...
Después le explicó cuál sería su misión en Bancerville.
—¡Estupendo! No hay nada que me divierta tanto como estropearle el físico a un servidor de la ley— bromeó Edward mientras sentía deseos de acabar con aquella hiena.
—Lo que siento es que sólo podremos usar los puños. Ese tipo se merece un par de plomos...
«Y vosotros la horca», pensó el rural.
Pero en lugar de expresar en voz alta sus pensamientos, se vio obligado a fingir que compartía las ideas del pistolero.
—Me alegro que me hayas escogido a mí para acompañarte, Boofy.—le dijo, palmeándole la espalda.
—Me caes bien, Simpson. Ya lo sabes...
Esto último era cierto. Edward se alegró de poder acompañar aquella noche al pistolero, pues estaba dispuesto a evitar que éste se ensañara con el padre de Elina Figgin.
Se separaron hasta la hora de bajar al pueblo y mientras deambulaba de un lado a otro del rancho, mezclándose con los grupos de vaqueros y escuchando cuanto éstos decían, recordó a la muchacha.
«Me gustaría conocerla mejor, pensó; pero eso de momento es imposible. Por ahora estamos en campos muy distintos...»
Al final de la tarde, comprobó que su primera impresión sobre el rancho de Forman Maxwell había sido acertada.
Aquello parecía más un garito que una hacienda.
Los hombres, formando grupos ruidosos, jugaban a las cartas o tiraban los dados, apostaban dinero y bebían whisky sin preocuparse para nada de los trabajos de la hacienda.
«Ninguno de éstos ha visto una vaca a más de cien yardas de distancia», se dijo mientras contemplaba una partida.
Iba a retirarse aburrido cuando el comentario de un tipo tuerto, que llevaba ganando toda la tarde, le hizo ponerse tenso.
—No sé de qué os quejáis —bromeó con los que se quejaban de su racha de buena suerte—. El que siempre nos limpiaba era Jacob, ¿recordáis?
—Era un gran tipo —exclamó George, barajando—. Lástima que le volaran la cabeza en Murder Pass...
El pulso de Edward Simpson se aceleró al oír aquel nombre.
En Murder Pass había sido atacado el primer convoy militar y, de acuerdo con lo que acababa de escuchar, uno de los hombres que trabajaban para Forman Maxwell formaba entre los asaltantes.
Esperó a que siguieran hablando sobre el tal Jacob, pero los cinco jugadores se entregaron a las peripecias de los naipes y nadie mencionó de nuevo aquel nombre.
Se alejó de ellos, en busca de un lugar solitario, para poner en orden sus ideas.
Se sentó bajo un viejo sicómoro. Sacó la bolsa de tabaco y lió un cigarro mientras intentaba encajar las piezas de aquel rompecabezas.
«Todo empieza a tener un sentido lógico. El soldado que identificó a Boofy en Bromfield estaba, sin duda, en lo cierto. Y Boofy no fue el único hombre de Maxwell que estuvo presente en Murder Pass...»
Encendió el cigarro y aspiró una larga bocanada mientras seguía adelante con sus pensamientos.
«Ahora necesito saber la relación que existe entre Forman Maxwell y el robo de armas al ejército. Es seguro que sus hombres son quienes atacan los convoyes militares, pero todavía tengo que averiguar quién vende las armas a los indios y cómo consigue Maxwell la información sobre el transporte de armas.»
Aquél era uno de los puntos oscuros del asunto. Los militares mantenían en secreto todo el movimiento de armas de un fuerte a otro y, sin embargo, en Murder Pass y en el río Siwach los asaltantes habían demostrado saber exactamente dónde y cuándo debían atacar.
«Necesito descubrir el contacto de Maxwell. Después el resto será más sencillo», se dijo mientras el sol comenzaba a ocultarse en el horizonte.
Miró hacia poniente y recordó a los dos hombres que montaban guardia en el roquero y el interés de Yale por mantener a los curiosos lejos de aquel lugar.
«Me jugaría el brazo derecho a que detrás de aquellas rocas, bien guardadas, están aún las armas que estos miserables arrebataron a los soldados a orillas del río Siwach, después de asesinarlos...»
Se prometió hacer una nueva visita al roquero lo antes posible.
«Si no he olvidado del todo el dialecto pawnee, está claro lo que esos dos indios hablaban esta tarde en el pueblo. Necesitan más rifles de los que tienen y para conseguirlos el Gran Jefe está dispuesto a entregar mucho oro a cambio. Tres lunas... Eso quiere decir que dentro de tres días se efectuará el trueque...»
No disponía, pues, de demasiado tiempo. Necesitaba actuar antes de que las armas arrebatadas a los militares a orillas del Siwach pasaran a manos de aquel grupo de pawnees renegados.
Tiró el cigarro al suelo y lo aplastó con la bota antes de regresar a la explanada.
Boofy estaba esperándole.
—¿Dónde te has metido? —le preguntó—. Tomaremos un bocado, una taza de café y nos iremos tranquilamente para el pueblo.
El programa se cumplió como estaba previsto. Mientras esperaban a que el café hirviera sobre el fuego, Boofy comentó:
—¿Sabes lo que estaba pensando? —se rió ante lo que iba a decir—: Esta noche me gustaría hacer el trabajo completo. Pegar una paliza al comisario Mika y después divertirme un rato con su hija... ¡Una preciosidad!
Edward, que estaba junto al fuego, sintió que el estómago se le revolvía ante la falta de escrúpulos y el cinismo del rufián.
—Pero tendré que conformarme con romperle los huesos al padre —seguía diciendo, haciendo chocar su puño contra la palma de la otra mano—. Mañana no le va a reconocer nadie en Bancerville.
Edward tenía el cazo de café en la mano. Acababa de retirarlo del fuego y se acercó a Boofy que esperaba a que le sirviera.
«Esta noche, por lo menos, no vas a golpear a nadie», pensó al tiempo de fingir un traspiés y derramar el café hirviendo en las manos del pistolero.