CAPITULO VIII
Boofy dio un alarido de dolor, sacudió las manos enrojecidas y corrió hacia un pilón de agua cercano.
—¡Maldita sea, Simpson! —chilló enfurecido—. ¡Me has abrasado vivo!
Sumergió las manos en el agua, lo que hizo que rápidamente se formaran sobre la piel unas grandes ampollas.
—Lo siento, Boofy —fingió arrepentimiento el rural—. ¡Soy un estúpido! Esa maldita raíz tiene la culpa; tropecé con ella...
—¡Me has dejado hecho polvo! —gruñó Boofy, contemplando sus manos quemadas—. No voy a poder sacudir al comisario...
Edward temió que delegara en otro aquella misión.
—Así que tendrás tú que cascarle por los dos, Simpson —le dijo—. Por esta vez tendré que conformarme con ver cómo le rompes los huesos.
El rural sonrió satisfecho. Todos sus planes estaban saliendo a la perfección.
Llegaron al pueblo cuando ya era noche cerrada.
—Iremos a esperarlo a su casa —decidió Boofy.
—¿Dónde vive?
—En las afueras del pueblo. Mira, aquella casa es...
Desmontaron en la esquina opuesta y se acercaron sigilosamente a la vivienda de los Figgin.
Vieron, a través de una de las ventanas, el ir y venir de la joven Elina por el interior de la casa.
—Le esperaremos dentro —decidió Boofy, mirando, con ojos codiciosos, a la muchacha.
Pero, una vez más, la suerte vino a aliarse con Edward Simpson.
—¡Se acerca un jinete! —advirtió al rufián, tirando de él lejos de la casa—. Quizá sea el comisario...
—¡El mismo! —asintió Boofy, contemplando a Mika Figgin, que estaba desmontando en la puerta de la cuadra—. ¡Ahora es el momento! ¡Pégale fuerte!
Edward no se hizo repetir la orden.
Saltó hacia delante y antes de que Mika Figgin pudiera darse cuenta de lo que sucedía le conectó el puño al mentón, derribándole sobre tierra.
Allí, antes de que el comisario pudiera recuperarse, se arrojó en plancha sobre él, abrazándose con fuerza a su cuerpo y rodando los dos sobre el polvo.
Fue entonces cuando aprovechó para decirle en voz baja:
—Tengo que golpearle. Finja que lo hago y no se ocupe de más...
No estaba seguro de si Mika Figgin habría captado sus palabras.
Los dos se pusieron en pie y Edward proyectó su bota a la entrepierna del comisario; en el último segundo frenó la velocidad y la puntera se apoyó suavemente en su vientre.
Pero Mika Figgin exhaló un grito ahogado de dolor y cayó a tierra hecho un ovillo.
«¡Gracias a Dios! Ahora puedo seguir tranquilo», pensó al ver que el comisario había entendido sus palabras.
Se inclinó sobre él y, agarrándole del chaleco, le hizo ponerse en pie. Entonces le conectó un zurdazo al hígado, frenando el impacto en el último segundo, para aplicarle después dos falsos directos al mentón, que Mika Figgin acusó como si llevaran dinamita.
Un golpe de revés a la mejilla le obligó a girar sobre sus pies y doblar la rodilla en tierra.
—¡Dale fuerte, Simpson! —le animó Boofy desde las sombras—. ¡Destrózale!
Dobló la rodilla y fingió que la estrellaba en la cara del comisario, que ahora gemía ruidosamente como si sus fuerzas se encontraran al límite de su resistencia.
—¡Esto le enseñará a no meter las narices en los asuntos ajenos!
Edward consideró que el castigo era suficiente. No quería prolongar más tiempo su estancia en aquel lugar, puesen cualquier momento Elina Figgin podía escuchar el ruido de la lucha y salir a ver lo que ocurría.
Agarró a su «víctima» del cuello de la camisa y la mantuvo frente a él durante unos segundos antes de lanzar el puño con todas sus fuerzas y estrellarlo sobre la nariz del comisario.
Ahora, sí. El golpe llegó al rostro de Mika Figgin con todo su poder y el hombre de la estrella se desplomó sin sentido mientras un chorro de sangre brotaba de su nariz machacada.
«Espero que sepa perdonarme, comisario. Pero sería mucho más peligroso para usted que ese coyote sospechara algo», pensó mientras respiraba fatigosamente junto al cuerpo inconsciente de Mika Figgin.
—¡Qué envidia me has dado, Simpson! —habló, maligno, Boofy a su lado—. Hubiera dado cualquier cosa por estar en tu lugar. ¡Puerco!
Su bota se estrelló contra las costillas del comisario, cuyo cuerpo, como un fardo polvoriento y ensangrentado, quedó atravesado ante la puerta de la cuadra mientras los dos hombres subían a los caballos y se alejaban de Bancerville antes de que nadie se fijara en ellos.
Aflojaron el galope de sus cabalgaduras cerca del rancho.
—La próxima vez que el comisario Mika tenga la idea de acercarse a uno de nosotros se lo pensará dos veces —comentó Boofy.
Edward aprovechó para tocar el tema de la pelea de la tarde anterior.
—¿Quiénes son esos hombres de La Herradura? —le preguntó—. Parece que no nos llevamos muy bien con ellos, ¿verdad?
Boofy escupió por el hueco del colmillo.
—¡Son todos un hatajo de cobardes! Y Ringo Macías, al patrón, el que más...
—¿Está el rancho cerca del nuestro?
Su pregunta hizo reír largamente a Boofy.
—¡Menudo rancho! —exclamó divertido—. La Herradura es un saloon, Simpson. El Palace y él son los dos mejores lugares de Bancerville...
—Será cosa de conocerlo.
—No te lo aconsejo. Ya deben saber que trabajas para el señor Maxwell y ninguno de nosotros se acerca nunca a La Herradura. Si lo hiciéramos, nos servirían plomo en lugar de whisky...
—¿Por qué estáis enemistados?
—El señor Maxwell y ese Ringo Macías fueron socios hace tiempo. Pero luego se separaron y ahora son enemigos declarados. Se odian a muerte y su enemistad llega a todos nosotros.
El cerebro de Edward Simpson estaba trabajando ahora a marchas forzadas; el conocimiento de la enemistad que existía entre Forman Maxwell y Ringo Macías podía servir muy bien en sus planes.
«No tendría nada de extraño que los hombres de Macías sabotearan lo más valioso que Maxwell tiene en estos momentos. Al fin y al cabo se odian a muerte y sería un golpe lógico», pensó mientras desmontaban ante los barracones en los que dormía el resto del equipo.
—Vamos a la cama —le dijo Boofy—. Estoy molido.
—Perdona otra vez lo de las manos. Espero que mañana te sientas mejor.
Edward Simpson ponía todo su empeño en representar su papel a la perfección. Y hasta aquel momento lo estaba consiguiendo.
«Ya que estoy en esto, tengo que llegar hasta el final...»
Se quedó dormido tan pronto se metió en la cama y no despertó hasta muy avanzada la mañana siguiente.
Ya era demasiado tarde para intentar una nueva visita al roquero, pues pronto le reclamaron para el almuerzo.
Boofy, sentado a la cabecera de la mesa, disfrutaba contando a todos la expedición de la noche anterior.
Chipp había traído la noticia al rancho.
—Estuve en el pueblo esta mañana y allí no se habla de otra cosa —comentó—. Por lo visto, la chica del comisario ha tenido que avisar al doctor para que le curara las heridas.
Un coro de carcajadas acogió la noticia.
—Tardará muchos días en poder mirarse de nuevo al espejo —fanfarroneó Boofy.
«Espero que todo haya sido ideado para dar mayor verosimilitud al ataque de anoche —pensó el rural—. No quiero haberme pasado.»
El tema les sirvió para amenizar la comida y Edward se vio obligado a facilitar a sus compañeros detalles sobre el castigo que había propinado la noche anterior a Mika Figgin.
Después del almuerzo, ensilló el caballo y salió hacia el pueblo.
En el camino, se le unieron dos de los hombres del equipo.
—Seguro que somos la atracción del pueblo —comentó George, ufano—. Nadie se atreve a decirlo, pero todos saben de dónde le vinieron al comisario las «caricias».
—Te mereces una cerveza, Simpson —le dijo el otro—. Lo que has hecho ha reforzado nuestro prestigio en Bancerville.
Dejaron los caballos en la herrería, para que aseguraran los hierros al de George, y siguieron su camino, a pie, por la calle principal.
Cerca de la plaza vieron avanzar hacia ellos a Elina Figgin.
—Mira quien viene por ahí —señaló George—. La palomita del comisario.
El corazón de Edward pegó un salto al encontrarse con los ojos de la muchacha fijos en los suyos.
Pero, a pesar de la distancia que aún les separaba, pudo leer todo el asco y desprecio que su presencia la inspiraba.
Salió de la acera y evitó la proximidad de los tres hombres de Forman Maxwell, ya que para ella eran los enemigos declarados de su padre.
—Tan bonita como arisca...
Edward no llegó a oír el comentario de su compañero, pues al pasar por delante de la barbería escuchó una voz ronca tras él.
—¡Edward! ¿Qué estás haciendo en Bancerville?
Supo, desde antes de volverse, quién era el hombre que estaba parado en la puerta de la barbería.
Gilbert Focker, con la placa de los rurales de Texas brillando sobre su ajustada camisa, se acercaba hacia ellos.
Rápidamente se adelantó a sus palabras.
—¡Miradle bien, muchachos! Os presento a Gilbert Focker, el único hombre que ha conseguido mandarme por dos veces a prisión —dijo a sus compañeros.
Metió los pulgares en el cinto, separó las piernas y contempló, desafiante y burlón, al rural.
De sus palabras dependía ahora no sólo su seguridad personal, sino el éxito de la misión que le había llevado hasta Bancerville.
—Creí que ya te habrían colgado, Edward —habló Gilbert Focker, siguiendo la comedia—. El mundo sería mucho más limpio sin ti.
—Todavía no han hecho la soga que sirva para ahorcarme —respondió socarrón.
—Confío en llevarte yo mismo al patíbulo —le dijo el rural—. Eres carne de horca, Edward.
—Gracias, rural... A cambio voy a darle un buen consejo. Lárguese cuanto antes de aquí. Los aires de Bancerville podrían resultar perjudiciales para su salud.
George y el otro pistolero habían seguido con sonrisas de aprobación el rápido diálogo entre los dos hombres.
Edward dio media vuelta y se alejó de su compañero de Cuerpo seguido por los dos pistoleros.
«Me has salvado la vida, viejo —dijo mentalmente a Gilbert Focker—. Estaba seguro que entenderías.»
Juntos habían trabajado en más de un caso y ambos se conocían bien.
Aceptó la cerveza que George le ofreció y tras charlar unos minutos con ellos, contándoles una inventada historia sobre sus anteriores enfrentamientos con Gilbert Focker, se apartó de ellos para buscar a la propietaria del Palace.
Al no divisar su cabellera rojiza entre las cabezas de los parroquianos del saloon, detuvo a uno de los camareros para preguntarle:
—¿Dónde está Ginger?
—Dentro. Tiene visita...
Se volvió hacia la puerta que había señalado el mozo, en el instante en que ésta se abría y Ginger Waltari salía por ella seguida de un hombre fornido, cubierto de polvo y con aire fatigado.
—Gracias por haber venido, Joseph —le dijo, llevándole hasta el mostrador—. Pide lo que quieras. Estás invitado...
Edward se situó tras ella. Y al volverse se encontraron sus ojos...
Ginger Waltari no pudo evitar que los suyos brillaran con agrado, felices de tenerle otra vez a su lado.
—Creí que habías olvidado tu promesa —le tomó del brazo y le llevó hacia el interior—. Dentro estaremos más a gusto.
Le condujo hasta un saloncito. En el rincón había un secreter y Ginger se acercó a él para guardar en un cajón la carta que tenía en la mano.
—¿Buenas noticias?
—Eres muy observador —respondió volviéndose hacia él—. Sí, son buenas noticias.
Edward se preguntó si serían aquéllas las noticias del hermano de Ginger Waltari; las mismas que con tanta impaciencia parecía estar esperando Forman Maxwell.
Pero la mujer pareció haberse olvidado ya de la carta; ahora estaba mucho más interesada en el hombre que tenía a su lado.
Le hizo sentarse en un diván de raso y se acomodó a su lado después de descorchar una botella y servir un par de vasos.
—¡Por nosotros, Simpson! —brindó, enredándole en una larga mirada.
—Por nosotros... —respondió él mientras sentía cómo el brazo desnudo de la pelirroja se enroscaba a su cuello.
Dejó el vaso sobre la mesa y la atrajo hacia él.
Ella le ofreció sus labios entreabiertos, húmedos y carnosos, propicios a la caricia.
Pero apenas se habían unido sus bocas cuando alguien golpeó la puerta desde el exterior.
Se separaron rápidamente. Ginger, con gesto enojado, acudió a abrir, mientras Edward se ponía en pie.
—¿Molesto? —preguntó, enojado, Forman Maxwell—. Si estás ocupada, puedo volver...
—¡Pasa! —le invitó ella. Se volvió hacia el rural y le dijo—: Seguiremos hablando otro día...
Cuando Edward cerró la puerta, Forman Maxwell la tomó de un brazo y la retuvo junto a él.
—¿Quién era? —quiso saber.
Ginger se soltó con un seco tirón.
—Debías saberlo. Es uno de tus hombres.
—No le he visto nunca. Pero mañana diré a Yale que le despida...
La pelirroja se apoyó en la mesa y miró a su visitante.
—Te equivocas, Forman. Mañana no despedirás a ese hombre.
—¿Estás loca? Haré lo que me parezca...
—¡No seas estúpido, Forman! Soy yo quien da las órdenes...