CAPITULO VI

Al día siguiente, después del almuerzo, encontró la ocasión que estaba esperando.

Todo el mundo parecía tener algo que hacer e incluso Boofy le dejó durante algunas horas.

Esperó hasta que nadie se fijó en él y, ensillando su caballo, se alejó de la casa en dirección a la parte interior del rancho.

Era muy extenso, con muchos miles de acres de terreno dentro del cercado, pero, tal y como se figuraba, a lo largo de su recorrido no distinguió una sola cabeza de ganado.

—Tiene el rancho como una tapadera —se dijo—. Por eso los vaqueros son más pistoleros que hombres acostumbrados a manejar el lazo y el hierro de marcar.

Llegó al extremo sur de la propiedad, siguiendo después a lo largo de la linde hasta alcanzar las primeras estribaciones montañosas que se levantaban como una muralla natural en la zona más occidental de la hacienda.

Allí, el paisaje cambiaba por completo; la arboleda, los pastos y el monte bajo dejaban paso a unos escenarios agrestes, abruptos, rocosos y quebrados por los que resultaba difícil avanzar.

Decidió regresar a la parte central del rancho cuando, a su izquierda, distinguió un par de rocas que se levantaban en vertical hasta gran altura.

Mientras había avanzado frente a ellas, tuvo la impresión de que se trataba de una pared rocosa, que cerraba el paso por aquel lado, pero al acercarse a ellas se dio cuenta que estaban separadas, dejando entre sí suficiente espacio para que pasaran un par de jinetes.

Decidió explorar aquella curiosa y discreta entrada.

Echó pie a tierra y comenzó a avanzar por una especie de laberinto rocoso, lleno de recovecos, que iba a desembocar a un estrecho valle.

Allí el paraje se ensanchaba y, al abrigo de una cerrada arboleda, se extendía una especie de llanura, cerrada por todas partes y protegida de cualquier mirada indiscreta.

Iba a seguir adelante cuando le llegaron los retazos de una conversación entre dos hombres.

—Esta vez estamos tardando demasiado en liquidar el asunto —decía uno de ellos.

—Cuanto antes nos desprendamos de ello, será mejor para todos. Menos riesgo y más beneficio —repuso su compañero.

—Y encima nos mandan a nosotros a montar guardia —se quejó el primero.

Edward decidió permanecer allí, escuchando el diálogo, con la esperanza de llegar al conocimiento de algún tipo de información que pudiera servirle para desenmascarar a los hombres tras los que iba.

Sin embargo, y en los minutos siguientes, Edward no volvió a escuchar las voces de los dos vigilantes.

Pensó en dar media vuelta y alejarse de allí, dejando para otro momento un examen más detenido del lugar.

—¡Quédate donde estás! —oyó que decía una voz sobre él—. Y te advierto que «esto» ha enviado ya a muchos hombres al infierno.

Levantó los ojos hacia una de las rocas que tenía a sus espaldas y vio al hombre que acababa de hablar.

Era una especie de mestizo, con unas patillas tan anchas que le cubrían las mejillas huesudas, y en sus manos portaba un «Winchester» reluciente.

—Será mejor que empieces a explicar lo que hacías aquí —volvió a hablar—. Pero hazlo de prisa o no tendrás tiempo...

Seguía de pie sobre la roca, encañonándole con el rifle, mientras el segundo hombre aparecía por la entrada del pasillo rocoso.

—Ya te dije que había alguien aquí, Chipp —dijo el mestizo a su compañero—. Mi caballo huele siempre a los extraños.

«Me he dejado pillar como un estúpido», pensó Edward, mirando a los dos hombres.

Les sonrió.

—Dejad a un lado la «artillería» —les dijo, sonriente y tranquilo—. No tenéis nada que temer.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué vienes buscando?

—Nada. Simplemente trabajo en el rancho y estaba dando una vuelta.

—¡Mentira! —le interrumpió Chipp, avanzando hacia él—. Conozco muy bien a todos los hombres del equipo. ¡Y tú no trabajas con nosotros!

—¡Chipp tiene razón! —apoyó el mestizo a su secuaz—. Y te aconsejo que inventes una historia mejor.

—¡No seáis estúpidos! No os hubiera contado esa historia si fuera falsa. Además, es fácil de comprobar —sugirió Edward, sin perder la calma—. Bastará con que uno de vosotros me acompañe y pregunte a Yale. El capataz me contrató ayer.

Su seguridad pareció desconcertar a Chipp y al mestizo.

—¿Qué te parece? —preguntó éste.

—No lo sé. Pero puede que esté diciendo la verdad.

—¡Seguro, amigos! —intervino el rural—. Somos compañeros.

—Procura moverte despacio y no acercar tus manos a las pistolas —le ordenó Chipp—. Vamos a ir a hablar con Yale.

—Después espero vuestras disculpas —les dijo Edward—. No habéis sido muy corteses conmigo.

—¡Andando! ¿Dónde tienes tu caballo?

Hicieron en silencio el camino de regreso a la parte central del rancho.

—Sí, yo le contraté ayer —asintió el capataz a la pregunta de Chipp—. Puedes volver con Sergio.

Cuando Chipp hubo salido, Yale se acercó al rural.

—Por esta vez, pase —le dijo—. Pero no quiero volver a enterarme que andas husmeando por el lado del roquero. ¿Entendido?

—Nadie me dijo que no podía acercarme por allí —se justificó Edward—. Salí a dar una vuelta, y Chipp y ese mestizo me sorprendieron.

—Pues ahora ya lo sabes. ¡Eso es todo!

Dejó el barracón y subió de nuevo al caballo.

Boofy le esperaba en el pueblo para invitarle a una copa y presentarle a las chicas de la cantina.

Bancerville era un pequeño poblado ganadero, que había conocido días de gran esplendor, pero que ahora llevaba una existencia lánguida y apagada.

Desmontó ante el almacén y ató al caballo al poste del amarradero antes de pasar bajo la barra y cruzar la acera.

—¡Oh, perdone, señorita! —se disculpó con una muchacha que salía por la puerta del almacén, cargada de paquetes—. Soy un estúpido...

En el choque, ella había dejado caer los envoltorios que llevaba en sus brazos y Edward Simpson, tras una rápida ojeada a la mujer se inclinó a recogerlos.

—También fue culpa mía. Salí sin mirar quién venía por la acera —dijo ella.

Era joven y bonita. Tenía el pelo negro y su piel parecía de mármol aunque sin la frialdad de aquél; era cálida, aterciopelada.

Volvió a tomar los paquetes y siguió su camino tras responder con una sonrisa a las disculpas del rural.

Este entró en el almacén y pidió un par de cajas de cartuchos.

—¿Quién era esa chica con la que me tropecé al entrar? —preguntó al almacenista.

—Elina Figgin —señaló el hombre—. La hija de Mika, el comisario.

Edward pagó los cartuchos y salió de la tienda mientras recordaba la atractiva silueta de Elina Figgin.

«La hija del comisario —se repitió—. Los dos estamos del mismo lado, Elina, aunque ahora parezca lo contrario.»

Se reunió con Boofy en el Palace, el saloon más lujoso de Bancerville; en él servían el mejor whisky y podían encontrarse las mujeres más bonitas de la ciudad.

—¡Un par de whiskys! —pidió el pistolero al mozo cuando Edward se reunió con él—. ¿Qué te parece el trabajo, Simpson? Descansado, ¿verdad?

—Hasta ahora sí. Aunque también puede llegar a aburrir la inactividad.

—Ten paciencia. No creo que tarde mucho en haber jaleo. Y entonces verás lo que es bueno...

—Está bien esto —comentó Edward, contemplando el lujoso interior del saloon. Sin duda es un buen lugar.

—¡Seguro, Simpson! Un buen lugar y su propietaria la mujer más hermosa de todo Texas...

—¿Hablabais de mí?

Se volvieron hacia la mujer que acababa de hacer aquella pregunta.

—¡Hola, Ginger! —la saludó Boofy—. Te presento a Simpson, trabaja con nosotros desde ayer.

—¡Bien venido a mi casa, Simpson! —le dijo ella—. Espero que te sientas a gusto en el Palace.

Tenía una voz ronca, cálida, llena de calladas promesas.

—Boofy debió decirme antes que en Bancerville había algo tan hermoso... —la galanteó el rural mientras se sentía prisionero en la intensa mirada de aquellos ojos verdes.

Era alta, esbelta, con un cuerpo perfectamente dibujado, lleno de curvas a las que el ajustado vestido de raso se pegaba como un guante.

La falda estrecha, ceñida, pegada a sus muslos, se abría en una larga abertura para facilitarle los movimientos.

Un grupo de ruidosos vaqueros comenzó a beber junto a ellos.

—Estaremos más tranquilos en una de las mesas del fondo —decidió Ginger Waltari—. ¿Vienes, Boofy?

—No, id vosotros...

El rufián estaba relatando a varios amigos una versión fantaseada de su fuga de Bromfield y no quería renunciar al placer de verse convertido en protagonista.

—Has escogido un buen lugar para trabajar, Simpson —volvió a hablar Ginger cuando ambos se sentaron en una mesa alejada—. Los hombres de tu clase pueden hacer buena carrera en Bancerville.

Edward sonrió mientras llenaba los dos vasos que el camarero había puesto ante ellos.

—Apenas me conoces y ya te atreves a hablar de los hombres de mi clase —bromeó con ella.

Ginger Waltari se sentía a gusto con él; indudablemente era muy distinto a la mayoría de los clientes que entraban en el Palace.

—Conozco muy pronto a los hombres; Simpson —le dijo ella—. Y tú me agradas.

Sus ojos parpadearon lentamente, acariciándole, mientras su mano larga, de dedos finos y cuidados, se apoyaba, posesiva, sobre la del rural.

—No creas que eso se lo digo a todos —siguió—. Pero pienso que debiste haber llegado mucho antes a Bancerville.

—De haber sabido que estabas tú aquí, no me hubiera demorado tanto.

Edward volvió su mano y cerró los dedos sobre los de la propietaria del Palace, cuya piel se estremeció de placer.

—Supongo que vendrás a menudo por aquí.

—Siempre que me lo permitan mis obligaciones. Ya oíste a Boofy. He empezado a trabajar ayer en el rancho de Forman Maxwell y no quiero que piensen que me gusta más estar en un saloon que trabajando.

—Ya me ocuparé yo de que vengas por aquí...

Edward la miró una vez más. Tenía que reconocer que Ginger Waltari era el tipo de mujer capaz de hacer perder la cabeza a cualquier hombre.

«Lo siento, muñeca... Pero entre esa chiquilla del almacén y tú, me quedo con ella», pensó en tanto que Ginger Waltari se inclinaba sobre la mesa para estar más cerca de él.

—Me gusta que mis amigos se encuentren felices en Bancerville y que las cosas les vayan muy bien.

—Eso espero. Que las cosas me vayan bien...

—Bancerville es un buen lugar.

—Lo sería si no hubiera tantos indios por la calle —comentó Edward, con un gesto de desagrado, para llevar la conversación hacia el tema que le interesaba.

Efectivamente se veían numerosos pieles rojas, en especial mujeres, por las calles del pueblo, quienes, envueltas en mantas multicolores, bajaban en busca de alimentos a la población.

—Vienen al pueblo para cambiar pieles de animales por comida.

—Todos los indios deberían estar muertos —insistió Edward, con el gesto feroz—. ¡Gentuza!

Ginger Waltari sonrió intencionadamente.

—Ya cambiarás de opinión, Simpson —le advirtió—. Deja mucho más beneficio un indio vivo que uno muerto.

Aquello podía ser interesante...

—Lo siento —se disculpó ella al ser reclamada por uno de los camareros desde el mostrador—, pero el deber me llama. ¿Volverás por aquí?

—Te lo prometo, Ginger. Si alguna vez me pierdo, me encontrarán en el Palace.

Ella se alejó de la mesa, con una suave ondulación de sus caderas, seguida por las miradas de todos los hombres.

Edward se reclinó en el respaldo de la silla y se echó hacia atrás, quedando únicamente apoyado en las dos patas traseras.

Estaba delante de una de las ventanas del local, de espaldas a la calle, y desde allí podía oír el murmullo del exterior.

Vio la llameante cabellera de Ginger Waltari, moviéndose tras el mostrador, y pensó en lo que la mujer le había dicho sobre los indios.

«Se diría que tú también te aprovechas de ellos», pensó en el instante en que llegaban a sus oídos unas palabras pronunciadas en dialecto pawnee.

Hacía muchos años que no oía aquella lengua, desde la época lejana en que acompañaba a su padre a recorrer las tribus, pero, a pesar del tiempo transcurrido, pudo reconocer algunas palabras.

—...Armas mágicas... llevar oro... tres lunas...

Desde donde estaba no podía ver a los pieles rojas, situados sin duda en la acera, cerca de la ventana del Palace, pero sus voces seguían llegándole mezcladas con el ruido de la calle.

Perdió varias frases y de nuevo escuchó aquella palabra, kahitowa que en dialecto pawnee quería decir rifle o arma mágica.

Aguzó el oído, tratando de captar algo más significativo de la charla entre los dos indios.

—Necesitamos más... planes Gran Jefe...

Pero en aquel instante comenzaron a oírse varios disparos en la calle principal y el comienzo de la pelea silenció definitivamente a los dos pieles rojas.

Edward se puso en pie, igual que otros muchos clientes del Palace para asomarse al exterior y enterarse de lo que sucedía.

Miró a uno y otro lado de la acera en busca de los pieles rojas. Pero éstos habían desaparecido ya...