CAPITULO V
Los dos primeros días sólo se detuvieron el tiempo preciso para conceder un descanso a las cabalgaduras y reponer fuerzas.
La prolongada convivencia con Boofy, le sirvió al rural para conocer mejor la personalidad del pistolero.
Durante el primer día permanecieron ocultos, para evitar tropezarse con las patrullas que, sin duda, seguían sus pasos y aprovecharon las horas de la noche para establecer la mayor distancia posible entre Bromfield y ellos.
A media mañana del tercer día, cuando el peligro de la captura había ya pasado, ambos conversaron sobre el camino que les quedaba por recorrer.
—Dos días más y estaremos en Bancerville —comentó Boofy, mordisqueando una aguja de pino.
—¿Es fácil encontrar trabajo por allí?
Edward lanzó su pregunta en espera de la respuesta del pistolero.
—Creo que si yo hablo por ti al patrón podrías quedarte con nosotros. Últimamente el equipo ha sufrido algunas bajas y no andamos sobrados de hombres.
Edward se alegró interiormente al escuchar aquellas palabras.
—Te lo agradecería. Llevo una larga temporada sin trabajo y no conviene estar demasiado tiempo parado.
—Bastará con que no hayas perdido tu puntería, ni tus reflejos —le dijo Boofy.
Había una vieja encina, reseca y partida por un rayo, a un centenar de yardas del lugar en que ambos se encontraban.
Edward Simpson desenfundó el «Colt» y sin pronunciar palabra, comenzó a disparar, uno tras otro, los seis proyectiles de su cargador, tronchando con cada uno de ellos el extremo de las ramas secas del añoso árbol.
—¡Fantástico, Simpson! Hablaré por ti al patrón —le prometió Boofy—. Después de todo me agrada que trabajemos juntos.
Pese a la amistad que el pistolero demostraba, Edward se mantenía constantemente alerta para evitarse una desagradable sorpresa.
«Estoy seguro que aprovechará cualquier descuido por mi parte para liquidar su deuda con un par de plomos por la espalda», pensó Edward mientras preparaban sus petates para seguir la marcha.
Nunca permitía que Boofy cabalgara tras él; prefería ser él quien fuera retrasado, cerrando la marcha y para ello inventaba mil excusas.
Afortunadamente, Boofy era un excelente cocinero y durante los tres primeros días se las ingenió para preparar algunas apetitosas comidas con los escasos víveres que habían encontrado en las alforjas de los caballos.
—Esto se acabó, compañero —anunció Boofy la mañana del cuarto día—. No tenemos ni un trozo de tocino que llevarnos a la boca.
—Habrá que hacer algo.
—Esta es buena zona para procuramos alguna cosa. Quizá convendría que volviéramos al camino que cruzamos antes —sugirió Boofy.
Edward llevaba la iniciativa desde el momento en que ambos habían abandonado la prisión de Bromfield.
—Estaba pensando lo mismo. Nos mantendremos ocultos hasta que veamos que alguien se acerca.
Ordenó al rufián que siguiera todos sus movimientos y, tras cubrirse el rostro con el pañuelo, esperaron hasta que vieron avanzar a un par de jinetes en dirección al poblado.
Fue Edward quien primero salió al centro del camino, cerrando el paso a los dos hombres, a los que encañonó con su pistola.
—¡Las manos arriba! Lejos de las armas.
Por suerte para él eran un par de viejos, con aspecto de tramperos, y sin ninguna gana de defenderse del asalto.
Boofy se situó tras ellos, también enmascarado, mientras se acercaba para desvalijarlos.
—No se muevan mientras mi amigo les descarga de peso —les dijo el rural más atento a Boofy que a los viejos—. Sólo queremos su dinero.
Era fácil darse cuenta que aquélla no era la primera vez que Boofy realizaba semejante trabajo.
Sus manos revisaron rápidamente los bolsillos de los tramperos, se hundieron hasta el fondo de las alforjas y, por fin, dio por terminada su labor.
—Ya están limpios, Simpson.
—Pueden largarse —les invitó el rural—. Y no intenten regresar en nuestra busca. Cuando lo hagan ya estaremos muy lejos de aquí.
Los dos viejos no se hicieron repetir la orden. Asustados y temblorosos se apresuraron a espolear a los animales que montaban para alejarse de allí en medio de una nube de polvo.
—Fue un buen golpe, Simpson —anunció, satisfecho, Boofy, mostrándole el botín—. Nos bastará para llegar a Bancerville.
Edward estaba impaciente por alcanzar la ciudad; ignoraba lo que iba a encontrar en ella, pero estaba seguro que Boofy era el único que podía llevarle a desenredar la enmarañada madeja tejida en torno al tráfico de armas con los indios.
Acamparon entre unas rocas para pasar la última noche antes de llegar al pueblo.
—Mañana en casa, Simpson —le dijo Boofy a manera de despedida—. ¡Que duermas bien!
—Tengo ganas de dormir en una cama decente —respondió el rural, dando media vuelta.
Algo, sin embargo, le hizo mantener los ojos abiertos durante gran parte de la noche.
Eran efectivamente, las últimas horas que debían pasar juntos en soledad antes de que Boofy tuviera que pagarle el dinero prometido en Bromfield.
«Este buitre sería capaz de matar a su propia madre por un puñado de dólares», pensó Edward mientras fingía dormir.
Al fin el sueño le venció, pero éste era tan ligero que, cerca ya de la madrugada, se despertó sobresaltado por un pequeño sonido procedente de la izquierda.
Se mantuvo completamente inmóvil, en tensión, mientras su mano izquierda, bajo la manta, se deslizaba hasta cerrarse sobre la culata del «Colt».
Estaba de espaldas a la posición que ocupaba Boofy, no podía verle, pero estaba seguro que el rufián había comenzado a moverse hacia él.
Pasaron unos segundos largos, angustiosos, en los que Edward Simpson tuvo que imaginar lo que estaría haciendo el forajido.
Pero, por fin, éste se decidió a atacarle abiertamente.
Se puso en pie y se lanzó sobre el rural, creyéndole dormido, con un cuchillo de larga hoja en su mano diestra.
Edward giró hasta quedar de espaldas mientras el acero se hundía en la tierra sobre la que segundos antes reposaba su cuerpo.
—¡Miserable! —masculló rabioso al tiempo que le agarraba la muñeca al pistolero—. Así era como pensabas pagarme lo que hice por ti en Bromfield, ¿verdad?
Al mismo tiempo encogió las piernas y pegó un doble rodillazo a Boofy en pleno vientre, que le hizo encogerse sobre sí mismo y lanzar un ahogado grito de dolor.
Se retorció en tierra, luchando por superar el dolor, Pero Edward le agarró del chaleco y le hizo dar media vuelta hasta quedar tumbado boca abajo.
Entonces se arrodilló sobre él, apoyando una pierna sobre su espalda y, tras agarrarle de la rizada pelambrera con la mano izquierda, apoyó la boca del «Colt» en su nuca.
—¡Eres una rata asquerosa, Boofy! —le gritó, aplastando la cara del rufián contra la áspera tierra—. Te mereces que te llene el cuerpo de plomo, miserable.
El pistolero había renunciado a defenderse. Estaba inmóvil bajo el peso del rural, con la boca llena de tierra y el temor de que un proyectil se hundiera en su nuca.
—¿Sabes lo que hago cuando encuentro en mi camino una víbora como tú? —le preguntó Edward, furioso—. Le piso la cabeza para evitar que me clave su veneno...
La cara de Boofy estaba manchada de polvo, arañada y sucia.
—Pero tienes suerte, rata... Después de todo espero cobrar el dinero que me debes y eso te salva la vida.
Edward le quitó las pistolas de las fundas y se puso en pie con agilidad, apartándose de él un par de pasos.
—¡Ponte en pie! —le ordenó—. Y no hagas que me arrepienta de no haberte matado.
Buscó un trozo de cuerda y le ató las manos a la espalda antes de rodearle con el mismo cabo los tobillos.
—¡Ahora al suelo! —le empujó para tumbarle, atado de pies y manos, cerca de la fogata—. Es la única forma de dormir tranquilo el resto de la noche.
Sabía que Boofy no conseguiría soltar los nudos que le había hecho y así, tranquilo, durmió hasta entrada la mañana.
—Eres un buen jinete y no tendrás dificultades en manejar el caballo con las rodillas. ¡Arriba!
Le hizo subir a la silla, con las manos atadas a la espalda, mientras él montaba en su animal.
—Y ahora a Bancerville. Dijiste que estaríamos allí antes de que anocheciera.
Boofy no despegó los labios durante las dos primeras horas de la marcha. Después, cuando los caballos comenzaron a subir la ladera de una pequeña loma, murmuró:
—Ahí, al otro lado, está Bancerville.
—¡Estupendo! Seguro que nunca habías llegado al pueblo con las manos atadas a la espalda, ¿verdad?
—Escucha, Simpson, quiero pedirte un favor...
—Nunca hago favores a los asesinos.
—Reconozco que anoche me porté como un puerco —aceptó Boofy—. Tengo bien merecido lo que me pasa, pero...
Edward sabía que sólo su habilidad podía llevarle hasta el fondo de aquel asunto.
—Dime qué es lo que quieres de una vez.
—Bueno, se trata de esto... —Boofy sacudió las manos que tenía atadas a la espalda—. No quiero llegar al rancho maniatado y sin mis armas. Ya sabes cómo son los hombres.
Edward fingió dudar unos segundos.
—¡Te juro que no volverá a ocurrir lo de anoche! Y hablaré al patrón por ti en cuanto lleguemos. Puedes contar con una plaza en el equipo.
—Está bien, Boofy. Voy a creerte. Pero como esta vez intentes algún truco puedes estar seguro que te mato.
Tras aquella amenaza, acercó su caballo al del pistolero y le cortó las cuerdas que ligaban sus muñecas.
—Aquí tienes tus armas. Pero procura no volverlas nunca hacia mi lado.
Boofy parecía otro hombre ya.
Se frotó las muñecas, contempló sus armas y tendió la mano a su nuevo amigo.
—¡Eres todo un hombre, Simpson! Y esto casi te lo agradezco más que lo de Bromfield —le dijo.
Poco después del mediodía cruzaban las cercas de un rancho situado al sur de Bancerville.
Recorrieron un trecho de camino antes de desembocar en la explanada que se extendía ante la casa principal.
—¡Eh, mirad quien viene ahí! —gritó uno de los hombres al divisarlos—. ¡Es Boofy!
El grupo de vaqueros se acercó a los recién llegados, pero nadie pareció fijarse en el acompañante del pistolero.
—¿Dónde has estado metido todo este tiempo, Boofy? —le preguntó otro—. Creímos que ya no volverías por aquí.
—Sí, George decía que te habrían liquidado —señaló un tipo calvo y verdoso.
Boofy estalló en una carcajada, feliz de encontrarse otra vez entre sus compañeros.
—Bicho malo nunca muere, George —dijo a su secuaz—. ¿Está el patrón?
—Salió ayer tarde y aún no ha regresado.
—¿Y Yale? ¿Anda por ahí?
—Acaba de entrar en el barracón. Le vi al venir para acá.
—Voy a saludarle —se despidió Boofy de ellos—. ¡Hasta luego!
Se alejó hacia el barracón del capataz, seguido por Edward Simpson.
—¿Se puede entrar, Yale? —preguntó desde la puerta al hombre que estaba en el interior.
El capataz del rancho apartó los ojos del periódico que estaba leyendo para mirar a los recién llegados.
—¿Dónde diablos has estado metido? —le preguntó al verle—. Debías haber llegado hace más de tres semanas.
—Ya lo sé, Yale. Pero me detuve en un pueblo a tomar unas copas y allí un tipo se me puso pasado y terminé agujereándole...
—¿Te encerraron?
—Ya te digo que estaba borracho. Se aprovecharon de eso para meterme en una celda maloliente.
—¿Cómo has salido?
—Me ayudó Simpson —explicó Boofy, presentándolos—. También él estaba prisionero y escapamos juntos. Le prometí que aquí encontraría trabajo. Te advierto que es un buen elemento.
—¿Qué sabes hacer? —se interesó Yale, contemplándole de arriba abajo.
—Todo lo que me manden —respondió escuetamente el rural—. Y siempre que me paguen bien.
—Yo respondo de él, Yale. Te digo que es de fiar.
—Está bien. Necesitamos hombres y tú puedes servir —aceptó el capataz—. Boofy te explicará cuál es la paga y tus obligaciones.
Poco después se retiraban del barracón tras haber cerrado el trato con el capataz.
—Ya te dije que encontrarías trabajo —le recordó Boofy—. Y mañana mismo te daré el dinero.
Edward le golpeó la espalda en un gesto amistoso.
—No tengas prisa. Ahora somos compañeros y trabajamos juntos.
Boofy sonrió satisfecho.
—Es cierto. Y creo que seremos buenos amigos —dijo.
Edward Simpson tuvo que hacer un esfuerzo para aceptar la idea de que era «amigo» de aquella alimaña.
Echó un vistazo en torno y se dijo que al día siguiente tendría que recorrer el rancho en espera de conocer al dueño de todo aquello.
Y si era cierto lo que había dicho el soldado del convoy atacado en Murder Pass, y Boofy formaba parte del grupo de asaltantes, Forman Maxwell, su patrón, debía estar relacionado con el robo de las armas.
—Mañana será otro día —se dijo—. Lo que ahora importa es que ya soy uno más de ellos...