CAPITULO VII

Un par de días fueron suficientes para que Edmund Cash se ganara el respeto de sus nuevos compañeros.

Ryan, el capataz, le puso pronto a prueba, encomendándole una difícil misión en las voladuras de aquel día.

—Ten cuidado —le advirtió.

Edmund Cash sonrió, seguro de sí mismo.

Se colgó diez cartuchos de dinamita del cinto y se dispuso a alcanzar el difícil punto escogido para colocar los explosivos.

—Puede prepararse a ver la más hermosa voladura que jamás haya presenciado, capataz.

—¿Vas a subir tú solo?

—Sí, los cartuchos no pesan demasiado. Aún puedo con ellos —se burló.

—No hablo del peso. Pero pueden estallarte antes de que llegues arriba.

—Sube tú solo y luego te los mandamos con la cuerda —intervino otro de los dinamiteros.

Era la técnica empleada cuando los explosivos debían ser colocados en un lugar difícil.

Primero subía el hombre encargado de su colocación

y luego, por medio de una cuerda, recibía el peligroso material.

—Conmigo pueden ahorrarse la cuerda, capataz. ¡Hasta la vista!

Dos horas más tarde el propio George Nixon le felicitaba efusivamente por la perfecta labor realizada.

—Ha sido un buen trabajo, muchacho.

—Ya le dije que conocía el oficio.

—Me alegra que no fueras uno de esos saboteadores. Con tu técnica hubieras sido capaz de volar el ferrocarril entero de Colorado.

Edmund Cash sonrió fanfarrón.

—Me encantan los trabajos difíciles. ¿No sospecha de nadie en particular?

—Te gusta meterte en problemas, ¿verdad?

—Al menos no me importa siempre que me paguen. ¿Por qué no me deja vigilar estas noches el promontorio?

—Serán horas que te quites de sueño. Por el día hay que seguir dinamitando esas malditas rocas.

—No se preocupe por eso, ingeniero. Dejaré de dormir para ganar ese dinero extra y luego seguiré sin dormir para gastármelo. He oído decir que hay mujeres muy bonitas en Holyoke y que la compañía da una buena recompensa a quien eche el guante a esos saboteadores.

—Sí, hemos ofrecido un premio a quien los descubra.

Edmund Cash pasó las noches siguientes de vigilancia en el promontorio, aunque su único empeño no era atisbar la llegada de los posibles saboteadores.

Necesitaba tiempo y libertad de movimientos para buscar los -60.000 dólares que Lewis Rider había escondido en una de las mil grietas que se abrían en la roca, ocho meses antes.

Pero todos sus intentos por encontrar el botín robado al convoy militar se perdieron en el vacío.

Tampoco descubrió nada sobre los saboteadores.

Desde su llegada al ferrocarril no se había producido ningún nuevo ataque de estos a las obras del tendido férreo.

Tres días más tarde pidió permiso para bajar al pueblo.

Pero en aquella ocasión no se desvió al llegar al cruce de caminos, sino que continuó hasta Holyoke.

Conocía la ciudad y pudo moverse por sus calles con la soltura de quien sabe el terreno que pisa.

Entró en el saloon de la plaza, lleno de clientes a aquella hora.

Pidió una cerveza y contempló el mar de cabezas que se extendía ante sus ojos.

De repente, su mirada cayó en un par de hombres que acababan de aproximarse a la mesa ocupada por una pareja.

La mujer se levantó al verlos y ambos se sentaron con el hombre que bebía con la chica.

Era fácil adivinar que se hallaba asustado, nervioso, ante la presencia de aquellos dos tipos cerca de él.

La charla duró poco tiempo y por la forma de accionar de uno y otros la discusión fue violenta.

Pero estaba demasiado lejos de la mesa para intentar escuchar sus palabras.

Los dos hombres se pusieron en pie, obligando al tercero a imitarles.

Este quiso resistirse a acompañarles, pero finalmente, se le llevaron hacia la puerta trasera del local.

Edmund pensó en seguirlos.

—¿Conoces a esos dos hombres? —preguntó a la chica que tenía a su lado, señalando hacia los acompañantes de George Nixon.

—Sí, todo el mundo los conoce aquí...

—Pues ya ves que yo no. ¿Quiénes son?

—Don y Farrel.

—Eso es poco. Dime algo sobre ellos —pidió Edmund a la rubia.

Tuvo que esperar a que el camarero le sirviera un whisky.

—Trabajan para Jay Mitton.

—¿Quién es?

—Todo son preguntas. Espero que seas tan generoso como curioso.

—Seguro, linda... Ahora dime algo sobre Jay Mitton.

Estaba acostumbrado a no pasar por alto ningún detalle.

Y la reacción de George Nixon ante aquellos dos hombres había despertado su curiosidad.

No sabía demasiado sobre el ingeniero, pero en el campamento se decía de él ,que era una excelente persona, con un solo punto débil.

Le gustaba jugar y lo hacía sin demasiada fortuna.

—Es un jugador profesional. Por aquí viene con bastante frecuencia.

—¿Y esos dos?

—Bueno, se encargan de que los que deben dinero a Mitton no se olviden de pagarlo. Ese no es trabajo para un hombre como Jay...

—Sin duda teme estropearse sus cuidadas manos, ¿verdad?

Se jugaba en el fondo del saloon, en media docena de mesas, pero sólo una de ellas atraía la curiosidad de los hombres de Holyoke.

Edmund adivinó quién de los cuatro jugadores era Jay Mitton.

Vestido de negro, con un floreado chaleco de seda que ponía una nota de color en su vestimenta; los cabellos cuidadosamente peinados hacia atrás, lisos y brillantes; un gesto impenetrable en el rostro y manos hábiles, de dedos largos y cuidados.

«Huele a tahúr a una milla de distancia», pensó Edmund, arrojando un par de monedas sobre el mostrador.

—¿Me dejas ya?

Acarició el mentón de la rubia.

—Volveré otro día, linda. Para entonces hablaremos solamente de nosotros.

La chica hizo un mohín y pronto se olvidó de él, asediada por otro cliente.

Cruzó el local en dirección a la misma puerta utilizada por George Nixon y los dos truhanes que trabajaban para Jay Mitton.

—La puerta de la calle es aquélla, amigo.

Un camarero le cerraba el paso.

—Vi salir a unos amigos por aquí...

—Serían de la casa. Los clientes utilizan siempre la principal.

Edmund decidió no prolongar por más tiempo su discusión con el mozo.

Dio media vuelta y salió a la plaza de Holyoke para rodear el edificio en busca de la fachada posterior.

Era ya noche cerrada.

Tuvo que avanzar a tientas por un oscuro callejón, lleno de un fétido olor a basura podrida.

—¿Hay alguien ahí?

Había escuchado un débil gemido al otro lado del callejón.

Se acercó hasta el hombre que se quejaba, encogido sobre sí mismo, en el ángulo de la fachada.

—¿Puede levantarse? Yo le ayudaré.

Estaba seguro de que se trataba de George Nixon.

Y lo confirmó al escuchar su voz.

—Gracias, amigo...

Le ayudó a incorporarse, acompañándole después hasta la desembocadura del callejón.

Allí, a la luz amarillenta de un farol, fingió reconocerle.

—¡Señor Nixon! No pensaba encontrarle tirado ahí dentro. ¿Qué le ha pasado?

El ingeniero disimuló torpemente su mal humor.

—Nada de particular. Tropecé...

Se interrumpió al darse cuenta de que su mentira era demasiado burda.

Tenía el rostro magullado y las ropas desgarradas y sucias de polvo.

—Demasiado para un simple tropezón, ¿no cree?

—No pensará que voy a darle explicaciones por el simple hecho de haberme ayudado a levantar, ¿verdad?

—Claro que no. Sólo quería saber si puedo ayudarle.

—Ya ha hecho suficiente. Siga divirtiéndose...

Era una despedida en toda regla.

—Ah, espero que no comente nada de esto mañana en el campamento. ¿Entiende?

—Por mí nadie sabrá nada —prometió Edmund—. Lo que hace falta es que los amigos de Jay Mitton sean igual de callados.

George Nixon se enderezó como si le hubieran golpeado en pleno mentón.

—¿Cómo sabe...?

Edmund se encogió de hombros.

—Basta con tener los ojos y los oídos bien abiertos, señor Nixon. También a mí me gusta jugar de vez en cuando...

Hizo una pausa mientras observaba el nerviosismo que ahora dominaba al ingeniero.

—Pero soy más prudente que usted. En primer lugar. no juego nunca con tahúres, y en segundo, no apuesto jamás más de lo que tengo.

—¡Déjeme en paz! No voy a seguir escuchando sus palabras...

—Tenga cuidado, señor Nixon. Si lo de hoy ha sido sólo un aviso, la próxima vez la compañía del ferrocarril puede quedarse sin ingeniero. ¿No se lo han advertido?

—Les pagaré... ¡Les daré su dinero!

Dio media vuelta y se alejó de Edmund Cash, con andares vacilantes, arrastrando la pierna izquierda, doblado hacia adelante, víctima del dolor.

Edmund le siguió con la vista hasta verle desaparecer entre las sombras.

«Aún no he salido de un lío y ya me estoy buscando otro», pensó mientras caminaba en busca de otro saloon.

La noche era aún joven y había bajado a Holyoke dispuesto a frecuentar sus cantinas.

Pero no sentía ningún deseo de emborracharse o de pasar la noche con cualquiera de aquellas mujeres pintarrajeadas.

Sin embargo, empujó la puerta de batientes del primer local que le salió al paso y se acercó al mostrador.

—Una cerveza —pidió.

Después, se preguntó cuándo comenzaría a oír hablar de Stanley Wegat.

Sólo para eso había bajado a Holyoke.

* * *

Lewis Rider le miró con ira.

—¿Hasta cuándo vas a tenerme aquí? —chilló.

—Yo no te retengo.

—¡Guárdate tus bromas para otro momento! Sabes que no voy a moverme de aquí hasta que tenga el dinero en mi poder.

—No puedo hacer más de lo que hago. Me he pasado las últimas noches metiendo la mano en todas las grietas y hendiduras del promontorio.

—¡Estoy seguro que si volviera otra vez allí encontraría el lugar a ojos cerrados!

Edmund Cash se quedó mirándole, en silencio.

Los días iban pasando y cada vez le resultaba más arriesgado dejar a los colonos en compañía de Lewis Rider.

Sobre todo, temía por Susy, sobre quien la mirada de Lewis Rider se posaba, codiciosa, en más de una ocasión.

—Ese hombre me da miedo, Edmund —le había confesado la muchacha aquella tarde.

Intentó tranquilizarla.

—No os hará nada. ¿Te ha vuelto a molestar alguna vez?

—No, pero me mira de una forma extraña... No me gusta nada. Si al menos tú estuvieras aquí...

Nadie le había hecho ninguna clase de preguntas sobre su trabajo en el ferrocarril.

Pero estaba seguro que los colonos debían sospechar los motivos que obligaban a Lewis Rider y a él a permanecer en Holyoke.

Este ya no se cuidaba de bajar la voz para hablar del dinero.

Por eso, sin duda, Susy le preguntó:

—¿Qué pasará cuando encuentres lo que estás buscando? ¿Os iréis de aquí?

Había más temor que esperanza en la pregunta.

—Entonces todo será distinto —respondió Edmund, sin querer aclarar el sentido de sus palabras.

—Por favor, Edmund, dime algo más. No puedo seguir en esta incertidumbre.

La tomó en sus brazos para besarla dulcemente en los labios.

—¿No te basta con esto, Susy? Es cuanto puedo confesarte por ahora. Mi amor...

Había dudado mucho antes de pronunciar aquella palabra.

Pero sabía que era inútil luchar contra los sentimientos, sobre todo cuando el amor estaba presente en cada una de sus miradas, de sus gestos, de sus caricias.

La muchacha le miró con sus grandes ojos negros, en los que temblaban dos lágrimas.

—Unas veces me parece tanto, Edmund —le dijo quedamente—. Y otras, en cambio, tan poco...

—Debes confiar en mí, querida. Hablarte ahora sólo serviría para hacer más difícil todo, y sobre todo para poner en peligro tu vida.

Se daba cuenta que Susy Steele era ahora lo que de más valor tenía en el mundo.

Y el solo pensamiento de que Lewis Rider pudiera acercarse a ella con sucias intenciones le hizo sentir deseos de terminar de una vez con aquella farsa.

Por eso, al caer la noche, se acercó al pistolero para decirle:

—Tengo una idea, Lewis. Creo que todo será mucho más simple si vas tú mismo a buscar el dinero.

—¿Cómo? El promontorio está vigilado de día y de noche. Si me acerco a esas rocas caerán sobre mí...

—Irás la noche que yo monte guardia. Nos pondremos de acuerdo y nadie se dará cuenta de tu presencia.

Estaba cansado de imponer la presencia de Lewis Rider a los colonos.

Era un asunto exclusivamente suyo y debía terminarlo cuanto antes.

El lugar del pistolero estaba en Yampa. Y mientras se encontrara fuera del penal él era el único responsable de cuanto hiciera.

«¡Demasiada responsabilidad», pensó Edmund.

Sobre todo cuando eran cinco vidas inocentes las que estaban en peligro constante bajo la amenaza de un hombre cruel y sanguinario como Lewis Rider.