CAPITULO III
Desde hacía diez horas avanzaban en medio de una espesa cortina de agua.
Cada vez era más lento el paso de las carretas, cuyas ruedas se hundían en el fango, quedando muchas veces clavadas en aquella capa blanda y resbaladiza.
Ty Mac Crary manejaba la primera carreta mientras Benny Steele conducía la segunda.
Ante ellos, sobre un par de caballos, iban Edmund Cash y Lewis Rider, señalando los pasos más seguros para las caballerías.
—Rodearemos aquella loma —gritó Edmund.
—Será una pérdida de tiempo —se opuso el manco, acercándose a él entre la cortina de agua que les envolvía.
—La tierra está demasiado blanda para llevar los carros por ahí.
—¡Tendrán que pasar, Edmund! —se impacientó Lewis—. No podemos perder el tiempo en rodeos.
Estaban discutiendo junto a la carreta de los Mac Crary.
—Su amigo tiene razón —intervino Ty desde el pescante—. Las mulas están fatigadas y se quedarán clavadas en el fango.
—¡Use el látigo! Cortaremos directamente por el centro.
El agua se filtraba a través de las lonas hasta el interior de las carretas, mojando los enseres apilados en ellas.
Susy Steele se había situado en el pescante, junto a su padre, prefiriendo recibir la lluvia a sufrir la compañía de Peter Rockfy, que iba echado bajo la lona.
—Ese hombre me pone nerviosa con su tos, papá.
—No creo que dure mucho tiempo —comentó Benny Steele, esperando a que el carro de los Mac Crary reanudase la marcha.
—Parece muy enfermo.
—Sí, lo está. Lástima que no esté igual ese maldito manco.
Vieron cómo Lewis Rider avanzaba, bajo la lluvia, hacia ellos.
—Seguiremos en línea recta —les gritó.
—¡Es una locura! Deberíamos rodear la loma.
—¡Haga lo que le digo! Y procure que no se pare el carro ¡Adelante!
—Ese hombre está loco. No avanzaremos ni cien yardas sobre este fango.
El carro de Ty Mac Crary había comenzado a moverse sobre la senda embarrada.
—¿No me ha oído? —se impacientó Lewis Rider— ¡Empiece a moverse!
—Haz lo que te dice, papá.
Benny Steele sacudió las riendas y fustigó las caballerías, encogiéndose de hombros.
—Veremos lo que hace cuando nos quedemos atascados —gruñó, de mal humor.
Edmund avanzaba delante de los carros, probando la resistencia del terreno y procurando evitar aquellos lugares donde la capa de lodo era más profunda.
Aún era pleno día, pero los carros se movían entre las sombras, pues, los oscuros nubarrones y la espesa cortina de agua que caía desde hacía horas dificultaban la visión.
—¡Tenga cuidado, Mac Crary! —gritó al colono, señalándole una gran charca que se extendía ante ellos.
—No puedo meterme por ahí.
Tiró de las riendas para detener la carreta, pero Lewis Rider, desde su caballo, agarró el cuero de las caballerías y las hizo seguir adelante.
—¡He dicho que pasaremos! Esta maldita lluvia no va a frenamos.
—¡Suelta el carro, Lewis! Va a hundirse...
Sólo avanzaron media docena de yardas sobre la charca.
Las mulas, a pesar de todos sus esfuerzos y de los latigazos que se abatían sobre sus lomos empapados, eran incapaces de arrancar las ruedas de la pegajosa charca.
—Te dije que iba a pasar esto.
—Lo sacaremos de ahí. ¡Ayúdame!
Echó pie a tierra y esperó a que Edmund Cash se situara a su lado para empujar ambos el carro mientras Ty Mac Crary trataba de reanudar la marcha.
—¡Tú, chico, ayuda también! —gritó Lewis a Andy Mac Crary.
Los esfuerzos combinados de los tres hombres se estrellaron contra el cenagal.
Tampoco el carro de los Steele había conseguido rebasar aquel obstáculo de la tierra reblandecida.
—Ahora perderemos más tiempo que el que hubiéramos empleado en rodear la loma.
Lewis Rider pegó un puntapié al aro de la rueda, furioso ante el contratiempo.
—Ya te he dicho que saldremos de aquí —gruñó.
—¿Cómo espera conseguirlo?
Benny Steele había saltado del pescante y estaba junto a ellos.
—Estos carros no pueden avanzar porque van sobrecargados de peso —dijo el manco.
—Todo lo que llevamos es necesario —señaló Verónica Mac Crary.
—Pues tendrán que prescindir de ello.
—¿Está loco? Son nuestros enseres...
La mano de Lewis Rider se cerró sobre la chaqueta de Benny Steele, a quien zarandeó con violencia.
—¡Hagan lo que les digo! Saquen de los carros todo lo que llevan dentro.
—No puedes hacerles eso, Lewis —intervino Edmund—. Esta gente necesita las ropas y los muebles para empezar una nueva vida.
—¡Al infierno con ellos! Necesitamos llegar pronto a Holyoke y no vamos a conseguirlo quedándonos aquí a esperar tranquilamente que se seque el terreno.
—Puede seguir su camino solo. No le cobraré el caballo —dijo Ty Mac Crary.
—¡Voy a seguir con los carros! Saquen todo de su interior... ¡Aprisa!
Debían gritar para entenderse sobre el ruido de la lluvia.
Sus pies chapoteaban en el fango mientras el agua resbalaba por sus rostros.
Lewis Rider contempló a los hombres que tenía frente a él.
El «Colt» surgió en su mano.
—Voy a disparar como no me obedezcan. ¡Vacíen los carros! ¡Pronto!
—Será mejor que le hagan caso —intervino Edmund—, A todos nos interesa salir de aquí.
Lewis Rider estaba ya empujando, a punta de pistola, a los colonos hacia los carros.
—Ocúpate de los Mac Crary —dijo a Edmund—. Y dejaré listo el carro de los otros.
Se llevó a Benny Steele hacia la carreta en la que Peter Rockfy seguía tosiendo.
—¡Saque todo! El carro debe quedar vacío.
Agarró el asa de un baúl y, tirando de él, lo arrojó al barro.
—¿Qué pasa, papá? ¿Qué está haciendo ese hombre?
—Ya lo ves, nena —respondió Lewis—. Hay que aligerar de peso este carromato.
—¡Pero no puede hacer eso!... —protestó Susy.
Ahora fueron dos paquetes de ropa los que Lewis Rider tiró a tierra desde el interior.
—¡Mis vestidos! Deme eso...
—Déjale, Susy. Es preferible seguir vivos...
Uno tras otro fueron quedando abandonados sobre el barro cuanto componía el ajuar de los colonos.
—¡Miserable! Así nos paga el que le llevemos con nosotros...
Lewis Rider había saltado de nuevo a tierra.
Miró a Susy Steele, cuyos negros cabellos se pegaban húmedos a su rostro, y la sonrió con descaro.
—Tienes razón, nena. Debo estarte agradecido. ¿Te gusta más este pago?
Antes de que pudiera impedirlo, rodeó a la muchacha con su único brazo, manteniéndola apretada contra su cuerpo.
—¡Suélteme! ¡No me toque!
La sangre de Lewis Rider se alborotó ante la proximidad de la mujer.
Se inclinó sobre el rostro de Susy y la besó salvajemente en los labios.
—¡Canalla! ¡Suelta a mi hija!
Benny Steele le agarró del chaleco para apartarlo de la joven, que se debatía contra él.
Lewis Rider la soltó después de besarla, volviéndose iracundo hacia el colono.
—¡Quítame las manos de encima! —le gritó.
Al mismo tiempo le propinó un golpe de revés en la mejilla tan violento, que Benny Steele salió despedido contra la carreta.
—No vuelva a acercarse a Susy. ¡Le mataré!
Las amenazas de Benny Steele no parecieron impresionar al rufián.
—Eso será si antes no termino yo contigo. Quizá cuando se vea huérfana y sola en la vida —se burló— sea más complaciente.
—¡Miserable!
Un nuevo golpe de Lewis Rider hizo caer a tierra al colono, que quedó arrodillado sobre el fango.
Pero Lewis Rider no consideró suficiente la lección.
Agarró al colono de los cabellos y estrelló la rodilla en su rostro, arrojándole de espaldas contra el barro.
Allí quedó tendido Benny Steele, mientras Susy corría a su lado.
—¿Estás bien, papá?
—Y ahora vea lo que hago con esta preciosidad.
Alargó la mano hacia Susy para atraerla de nuevo junto a él.
—¡Ya está bien, Lewis! Deja en paz a esa chica.
Edmund Cash se interpuso entre Susy y el pistolero.
—No intervengas en mis asuntos, Edmund —silabeó éste.
—Tus asuntos son los míos. ¡No lo olvides!
—También te gusta a ti la chica, ¿verdad? No pensaba quedármela para mí solo...
Edmund no compartió la sonrisa de su compañero.
—No me refiero a eso.
—Entonces, ¿qué mosca te ha picado?
—Si sigues molestándola, ese hombre te obligará a matarle. Y eso no nos interesa.
Benny Steele estaba en pie, abrazando a Susy, con una luz de odio en los ojos.
—Sí, creo que tienes razón.
—Los carros están vacíos. Sigamos adelante.
—Ya lo ha oído, amigo —dijo Lewis a Benny Steele como si nada hubiera sucedido entre ambos.
—Suban al pescante —les pidió Edmund Cash.
Tomó a Susy del talle y la ayudó a alzarse hasta la tabla.
Sólo entonces, en voz baja, la dijo:
—No tema, señorita. No volverá a repetirse.
Los Mac Crary estaban ya dispuestos para reanudar el camino.
Tras varios intentos fallidos, los dos carros se pusieron en movimiento.
Ahora iban ligeros de peso. Atrás, abandonados en medio del sendero, quedaban ropas y muebles.
—Te dije que pasaríamos, Edmund —exclamó Lewis Rider, satisfecho al dejar atrás la laguna cenagosa.
El firmamento pareció querer aclarar de color.
—Pronto dejará de llover —comentó—. Y nada nos detendrá hasta Holyoke.
Una vez más, aquel nombre trajo hasta la mente de Edmund Cash muchos recuerdos.
La primera vez que lo había oído en labios de Lewis Rider había sido cuando ambos preparaban su fuga del penal de Yampa.
«Tengo que salir pronto de aquí. No quiero que esos bastardos del ferrocarril se lleven mi dinero. En unas semanas llegarán a Holyoke», había dicho.
Edmund Cash sabía ahora a qué obedecía la prisa del pistolero por alcanzar los montes que abrigaban la ciudad de Holyoke por su lado norte.
—Sí, si no surgen nuevos problemas, estaremos allí en unos días.
Deseaba llegar a la ciudad.
Además, cada hora que permanecieran junto a los colonos sería más difícil impedir que Lewis Rider cometiera una barbaridad.
Tenía un carácter violento, brutal, y no estaba acostumbrado a que nadie discutiera sus deseos.
Sólo Edmund podía hacerlo, aunque se preguntaba hasta qué punto el manco lo toleraría.
«Sabe que me necesita para recuperar el dinero. Sobre todo si los del ferrocarril han llegado ya a las montañas», pensó mientras se rezagaba para emparejarse al carro de los Steele.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó al colono, que llevaba un corte sangriento en el labio.
—Antes no le di las gracias por lo que hizo.
—No tiene importancia.
—De no haber sido por usted —dijo Susy, mirándole fijamente—, ese hombre me habría vuelto a abrazar...
Cerró los ojos ante el recuerdo de la brutal caricia del pistolero y dejó que fuera su padre quien hablara.
—No sé lo que haría para que le enviaran a Yampa, pero es usted muy distinto a los otros dos.
Edmund Cash mantuvo el gesto impasible, sin demostrar reacción alguna ante el comentario del conductor del carro.
La tos ronca, desgarrada, de Peter Rockfy seguía escuchándose en el interior de la carreta.
—Trataré de que no les moleste más —prometió.
Sacó el pie del estribo y pasó al carro para examinar al enfermo.
—¿Cómo estás, Peter?
No sentía ninguna simpatía por el antiguo cajero del Banco, pero su estado lastimoso le inspiraba compasión.
Su rostro parecía haberse afilado en los últimos días y los ojos, hundidos en las órbitas, eran los de un agonizante.
—Mal, muy mal...
—Es la humedad —comentó, por decir algo.
—Al menos moriré libre...
Sonrió dolorosamente, como si el recuerdo de los diez años pasados en Yampa le hiciera daño.
—Fui un estúpido al dejarme convencer por aquella mujerzuela. Ahora me doy cuenta que sólo le interesaba el dinero que sacara del Banco. Yo me he podrido en Yampa todos estos años y ella se habrá reído de mí cada vez que me recordara. Maté a aquellos tres hombres por su causa...
Un nuevo acceso de tos cortó sus palabras, y Edmund Cash tuvo la impresión de que Peter Rockfy no llegaría a Holyoke.
Fuera, había dejado de llover...