CAPITULO V
Edmund Cash escuchó el ruido de un arma al ser amartillada sobre su cabeza.
—¡Quédese quieto en donde está, amigo! Estoy apuntándole.
Levantó los ojos hacia lo alto.
—Baje el arma —pidió al tipo que le encañonaba—. Soy hombre de paz.
—¿Qué hace merodeando por aquí? Llevo observándole desde hace un buen rato.
—Nada de particular. Sólo paseaba...
—Nadie pasea entre las montañas —replicó el tipo de la carabina, con desconfianza—. Y mucho menos tan cerca de las obras del ferrocarril.
El trazado del nuevo ramal del ferrocarril de Colorado estaba más avanzado de lo que Lewis Rider calculaba.
Habían llegado hacía dos días al término de su viaje.
Ty Mac Crary y Benny Steele se establecieron en sus terrenos, después de ocho semanas de agotadora marcha desde Nebraska.
Pero, sobre todo, había sido la tensión de las últimas jornadas lo que les hizo más penoso el avance.
El peligro constante que suponía para ellos la presencia de los dos fugitivos de Yampa les privó de la alegría que sentían al rematar felizmente su viaje.
Ni siquiera la belleza de las nuevas tierras, la riqueza de los pastos y la abundancia de agua logró que sus semblantes se alegraran.
—¿Hasta cuándo tendremos que soportar a ese par de asesinos con nosotros, Benny? ¿Es que vamos a llevarlos siempre como una piedra atada al cuello?
—Sólo será por poco tiempo —repuso Benny Steele.
—Eso es lo que dicen ellos. Recuerda que en los montes de la Santa Cruz nos juraron que sólo viajarían algunos días con la caravana.
—Ahora es distinto. Se irán de aquí tan pronto se sientan seguros.
Ty Mac Crary escupió con rabia.
—Esos tipos nos traerán la desgracia —se lamentó—. Nada puede salir bien teniendo a un par de reptiles en nuestras nuevas tierras.
—Denunciémosles al sheriff —propuso Andy.
—¡No podemos hacer eso! —casi gritó Susy.
—¿Por qué? —preguntó Verónica—. Sólo son un par de fugitivos de la justicia.
Benny Steele acudió en ayuda de la muchacha.
—Pienso como Susy. Sería demasiado peligroso para nosotros. Vosotros mismos lo habéis dicho. Sólo son un par de asesinos desesperados y nos matarán si sospechan que intentamos denunciarlos.
Aquel razonamiento pareció convencer a los Mac Crary, que vieron cómo Edmund Cash volcaba todas sus energías en ayudarles a levantar la casa.
A la caída de la tarde, Lewis Rider dibujó sobre el suelo, con la ayuda de un palo, un plano esquemático de los montes Holyoke.
—Este es el pueblo,.. —señaló un punto—. A este lado se abre la quebrada y aquí comienza la pared de granito.
Después trazó un par de líneas paralelas.
—Por este lado avanza el ferrocarril. Tendrán que perforar todo este promontorio rocoso si quieren pasar al otro lado de los Holyoke.
La voz del pistolero se hizo más apagada.
—En esta zona fue donde me rodearon después del asalto... —dijo, marcando un círculo—. Yo estaba herido y sin caballo. Así que decidí esconder el dinero para acudir a. recogerlo días más tarde.
Habían pasado ocho meses desde entonces.
Pero el dinero no había sido encontrado por nadie.
—Tiene que seguir donde yo lo dejé. A no ser que esos bastardos del ferrocarril lo hayan dinamitado.
—Muy pronto lo sabremos. Mañana mismo me daré una vuelta por allí.
Edmund Cash cumplió su palabra.
Su aspecto no recordaba en nada al del hombre huido de Yampa.
Las marcas de sus muñecas habían desaparecido y un collar de barba oscura ensombrecía su rostro.
Durante varias horas se había movido por la serranía, evitando tropezarse con las cuadrillas de obreros que tendían la línea del ferrocarril.
Era difícil orientarse en aquella zona, sobre todo por las voladuras y transformaciones que las obras estaban haciendo en ellas.
Ahora, mientras sentía el rifle del vigilante enfrentado a su cuerpo, volvió a decir:
—No hay motivo para que siga apuntándome.
—¡Mantenga las manos lejos de las armas! —le ordenó el vigilante—. Tendrá que hablar con el ingeniero.
Fue obligado a descender al campamento del ferrocarril.
Docenas de barracones servían de acomodo a los obreros y de almacén para el material.
Su presencia fue acogida con desconfianza.
—¿Dónde le has encontrado, Taylor?
—Vete preparando el cuello —le dijo uno de los trabajadores a su paso—. Hace mucho tiempo que tenemos una cuerda dispuesta para el primer saboteador que cayera en nuestras manos.
—Debiste meterle un balazo, Taylor.
Este se abrió paso hasta el barracón del ingeniero.
—¿De qué hablan esos hombres? —quiso saber Edmund—. Se diría que están impacientes por colgar a alguien.
—La semana pasada sabotearon por tercera vez las obras. Y en la explosión murieron un par de hombres.
Taylor golpeó la puerta de las oficinas con los nudillos.
—¿Se puede pasar, señor Nixon?
—Adelante.
—Encontré a este hombre cerca del promontorio.
—Oiga, amigo, no soy ningún saboteador. Aunque todos esos tipos de ahí afuera parezcan opinar lo contrario.
Georges Nixon miró al recién llegado.
—Cálmese —pidió a Edmund—. Los ánimos están algo excitados, pero no ahorcamos a nadie... Al menos mientras no tengamos pruebas suficientes para ello.
Edmund respiró aliviado.
—Entonces a mí no me «encorbatarán» —dijo.
—¿Qué hacía en el promontorio?
—Ya se lo he dicho a su hombre. Paseaba...
—¡Déjese de bromas! Hay alguien que, desde la sombra, está intentando boicotear las obras del ferrocarril. Hemos sufrido ya tres atentados y no es el momento más adecuado para hacerse el gracioso.
Edmund Cash decidió cambiar de táctica.
Ahora ya estaba seguro de haber impresionado a sus dos interlocutores.
Su forma de expresarse, la mueca burlona que tenía en su rostro barbudo, era la que cuadraba al tipo que quería representar.
—Está bien —aceptó—. No soy ningún saboteador.
George Nixon repitió entonces su anterior pregunta:
—¿Qué era lo que hacía en el promontorio cuando Taylor le dio el alto? ¡Conteste!
—Venía en su busca. O mejor dicho, en busca de alguien que me contrate.
—¿Para qué?
—Oí en el pueblo que estaban dinamitando las montañas —mintió Edmund, con calma—. Y sé que siempre faltan hombres capaces de meterse en un agujero de la roca con una docena de cartuchos de dinamita colgados de la cintura.
—¿Es usted de ésos?
Edmund advirtió que ahora el ingeniero le miraba con mayor interés.
—Puede hacer la prueba —comentó, seguro de sí mismo.
—No se fíe de él, señor Nixon.
—Nada perdemos por probar —decidió el ingeniero.
Necesitaba hombres que supieran manejar los barrenos y, sobre todo, que no se echaran para atrás a la hora de colocarlos en los sitios más peligrosos.
Era un trabajo arriesgado y difícil; muy bien pagado, pero que a menudo se cobraba víctimas.
—¿Está dispuesto a trabajar como dinamitero?
—Hay pocos tan buenos como yo con los cartuchos, ingeniero. Sólo hay otra cosa que manejo mejor: las mujeres...
George Nixon tomó rápidamente una decisión.
Si era cierto lo que aquel hombre estaba diciendo, conseguiría un valioso elemento para su equipo.
Y en caso de que fuera sólo un fanfarrón y no sirviera para nada, siempre tendría tiempo de despedirle.
—Empezará a trabajar mañana. ¿De acuerdo?
—¿Cuánto me pagarán?
—Lo normal en estos casos.
—Ya sabe que la paga de los dinamiteros es alta, ingeniero. No me importa hacerle cosquillas a la desnarigada, pero siempre que sea a cambio de suficiente dinero.
Taylor recibió la misión de presentarle a Ryan, el capataz de los dinamiteros.
—Acaba de contratarle el señor Nixon —le explicó—. Comenzará a trabajar desde mañana a tus órdenes.
Ryan era un hombre enjuto, de rostro cetrino y pocas palabras.
Sólo las precisas para ordenar a sus hombres lo que debían hacer en cada momento.
—Preséntate al amanecer junto a las cocinas. Empezaremos a trabajar después de tomar café.
Edmund Cash caminó hasta su caballo.
—¿No te quedas? —le preguntó Taylor—. La compañía de ferrocarril da acomodo y siempre es más económico que estar en el pueblo.
—Voy a ganar mucho dinero —replicó a Taylor—. Y puedo pagarme ciertos lujos. ¡Hasta mañana!
Saltó sobre la silla del caballo y se alejó del campamento en dirección a Holyoke.
Pero al llegar al cruce de caminos, se desvió hacia el Norte.
Galopó durante una hora larga bordeando la falda de las montañas hasta la estrecha entrada de un fértil valle.
Al otro lado se encontraban las tierras de Benny Steele y Ty Mac Crary.
Se detuvo en lo alto de un repecho para contemplar desde allí el impresionante paisaje que se extendía ante sus ojos.
En contraste con el movimiento y bullicio que había en la vertiente opuesta, aquel lado de los montes Holyoke era tan pacífico y silencioso como si aún no hubiera sido descubierto por los hombres.
Un extensísimo mar de hierba cubría el suelo hasta donde la vista se perdía.
La hierba, alta y verde, se movía agitada por el viento, igual que si se tratara del oleaje marino.
Era un excelente terreno de pastos.
Sin embargo, Benny Steele y Ty Mac Crary eran colonos.
—Espero que no se hayan equivocado al escoger estas tierras —se dijo mientras reanudaba la marcha.
Sabía que Lewis Rider estaría esperándole.
Y el recuerdo de sus amenazas sobre la seguridad de Susy Steele, a la que al parecer pensaba utilizar como rehén, le hizo temblar.
Vio desde lejos a los Mac Crary que cortaban madera para construir un pequeño corralizo destinado a los animales.
Lewis salió a su encuentro.
—¿Qué noticias traes?
Esperó a encontrarse solos.
—¿Hallaste el lugar?
—No es tan sencillo. Ahora ya conozco mejor el terreno.
—¿Y los del ferrocarril? ¿Están muy cerca?
—Allí mismo.
—¡Malditos! ¿Estás seguro que aún no han llegado al lugar de que te hablé?
—Creo que no. Toda esa parte del promontorio está aún sin horadar. Hasta ahora se han limitado a realizar la explanación para el tendido de las vías hasta el pie de la montaña.
—Hay que sacar el dinero de ahí antes de que metan un cartucho de dinamita en el agujero.
—Ese será mi trabajo a partir de mañana —anunció Edmund.
—¿De qué hablas?
—Lo tienen todo vigilado. Nadie puede dar un paso por esas rocas sin que le den el alto.
—¡Hijos de perra!
Lewis Rider cambió de expresión, pasando de la ira a la desconfianza.
—¿Por qué tanta vigilancia? ¿No estarán buscando también ellos el dinero?
Edmund le tranquilizó.
—No hay cuidado. Allí nadie piensa en ese dinero. Sólo les preocupa agujerear esa muralla de roca para cruzar al otro lado del promontorio.
—Entonces, ¿para qué son tantos guardianes?
—Han sufrido tres atentados en las últimas semanas. Por lo visto, no eres tú el único que teme ver volar esas rocas.
—¡Por mí pueden volar todo el Estado de Colorado en cuanto haya sacado el dinero de aquí! —gruñó el manco, volviendo la mirada codiciosa hacia la oscura mole de los Holyoke.
Al otro lado del promontorio, en la vertiente opuesta, escondido en una hendidura de la roca, esperaba el botín del convoy militar.
Aquellos 60.000 dólares que durante los últimos ocho meses habían sido su obsesión.
—Hablemos de esas rocas. Ahora te será mucho más fácil localizar el punto exacto —exclamó el manco.
—Al menos podré moverme por ellas sin que nadie me pregunte lo que busco.
Lewis Rider le golpeó con fuerza en la espalda.
—¡Ha sido una magnífica idea! ¿Sabes cómo se prende un cartucho? Vas a pasarlo muy mal si dejas que la mecha se consuma en tus manos —bromeó.
—Puedes estar tranquilo. Sé cómo manejar la pólvora.
Buscó con la mirada a Susy.
Pero se encontró con Benny Steele, que avanzaba corriendo hacia ellos.
—¡Escóndanse! Vienen tres hombres hacia acá...
La mano de Lewis Rider se cerró sobre la culata del «Colt» mientras corría a refugiarse en la casa recién construida.
—Espero que se trate de simples visitantes —comentó con Edmund, que le seguía.
Este le miró en silencio.
Una vez más vio aquella despiadada luz de muerte en sus ojos.
Y tuvo la impresión de que Lewis Rider estaba impaciente por apretar el gatillo.