CAPÍTULO 40
EL PASILLO
Detrás de él salieron dos hombres más llevando en sus manos aparatos que deduje habían servido para grabar la conversación entre Catalina y yo. Eran los mismos matones que me habían seguido dentro del Prado.
El destino existe. Y era eso exactamente lo que nuestros ojos, más que decir, celebraban. Estuvimos parados uno frente al otro el tiempo suficiente para que los matones entraran en el ascensor y el pasillo fuera una isla, una lengua, un mar, otro jardín para reencontrarnos. Abrazarnos y empezar a besarnos y sentir cada centímetro de piel volverse una sola palpitación. Cada latido un poco más de amor. De protección. De Fuerza. De Poder.
Habíamos sobrevivido a la manipulación, a la estrategia, a la guerra y al odio. Al propio amor. Juan Luis fue llevando mi cuerpo hacia la pared del fondo, besándome y besándome, cada lazo que formaban nuestras lenguas un sinfín de palabras, todas ellas diciendo que éramos uno, que pertenecíamos a nuestro amor, que viviríamos cubiertos de su protección. Que nos haría más valientes, más amor.
Abrí los ojos para ver los suyos penetrar completamente en los míos y deseé que él viera en ellos cómo recordaba intensamente ese momento en que él me tradujo palabra a palabra lo que los alemanes pactaban con Serrano Suñer en su despacho mientras nosotros los escuchábamos al lado de la fuente de su jardín en el protectorado. Y justo el día de mi cumpleaños yo le había devuelto el favor, yo había escuchado esa demoledora narración de Catalina para que él pudiera limpiar su nombre. Y ahora, vestidos pero cada vez más unidos en la soledad de ese pasillo del hotel, íbamos a hacernos el amor para sellar que no nos debíamos nada, que éramos más que una pareja, un equipo, una fuerza capaz de resistir la más potente metralla, seguir de pie, seguir amándonos. Me abrazó, me besó aún más profundamente y yo dejé que la furia de nuestro amor hiciera todo lo demás.
Poco a poco, gemido a gemido regresamos a la realidad, ese silencioso, desierto pasillo del hotel Palace. Los aullidos de nuestro amor se deslizaron sobre la moqueta como nuevos fantasmas del histórico hotel.
La puerta de la habitación de Catalina continuaba abierta. Y ella, sentada en la misma posición en el salón anterior a su cuarto, al fondo.
Juan Luis se acercó a saludarla muy formalmente. Ella murmuró su nombre, mirándome luego a mí indicando que le agradaba vernos juntos.
Juan Luis adoptó un tono oficial para explicarnos su presencia en la habitación contigua.
—He grabado toda la conversación porque pienso enseñársela a Serrano Suñer para conseguir dos cosas: que se despejen todas las dudas de mi participación en la muerte de Sanjurjo y mi total adhesión al proceso nacional que nos consiguió la victoria en la guerra. Y dejar claro que Rosalinda Fox no es ni mucho menos una presencia tóxica en mi entorno.
Miré hacia abajo. Y otra vez temí por que todo se acelerara. Que incluso la habitación empezara a dar vueltas sobre sí misma. Entendía no solo lo que pasaba, lo que acababa de pasar, sino también lo que iba a pasar. Serrano Suñer disfrutaría con la existencia de esa grabación, pero de manera contraria a como nosotros creíamos. Al oírla, Serrano Suñer se restregaría las manos al comprobar que Juan Luis, su ministro de Relaciones Exteriores, estaba completamente enamorado y haría lo que fuera para seguir al lado de una mujer que era una espía de la Gran Bretaña.
—Juan Luis, esa grabación puede ser el principio de tu fin —empecé a decir muy quedamente, haciéndome cargo de que estaba estallando uno a uno todos los globos inflamados de orgullo y expectación en el corazón de Juan Luis tras nuestra ardiente escena en el pasillo del hotel—. Está escrito en todos los muros, solo que tú no lo ves. Quizá sea mejor que yo abandone este barco. Que me marche esta misma noche.
—Me niego —dijo él tajante.
—Yo también me niego —dije rápidamente—. No quiero dejarte solo. Pero juntos ponemos en peligro a cualquiera de nosotros. Serrano Suñer escuchará esa grabación. Y ordenará tu cese inmediatamente. Porque la grabación solo demuestra que el ministro de Relaciones Exteriores de España mantiene una larga y apasionada relación extraconyugal con una espía inglesa dispuesta a sacar todo tipo de información del Gobierno de Francisco Franco.
Mis palabras eran hielo que se formaba en una cueva de estalactitas o manos que deshacían el nudo de los globos para desinflarlos. Tacones pesados en una noche oscura, lluvia sobre el cabello seco. Catalina, pobre, no sabía qué hacer, testigo involuntaria del desenfrenado suceder de eventos que su historia había desencadenado.
—En eso tienes toda la razón —dijo al fin Juan Luis. Y apretó los puños, siempre hacía eso cuando algo le devoraba por dentro—. Al final, siempre consiguen ganar ellos. Si te marchas, parecerá como si hubiera entendido que eras tóxica, un estorbo, como les gusta decir sobre ti. Y mientras esté solo, más fácil será acelerar el momento en que a mí también me quiten de en medio.
—Juan Luis, nosotros solos hemos creado nuestra propia trampa. Grabaste la conversación creyendo que nos liberaría. Cuando en realidad lo que hace es condenarnos. Por un lado no puedes evitar mostrársela. Incluso escucharla con él delante. Y por el otro, no puedes detener que yo me marche.
Catalina tomó su bolso y fue hacia la caja fuerte de su habitación, detrás de un cuadro bastante anodino.
—Tengo dinero en libras esterlinas. Está muy bien resguardado dentro de los documentos de propiedad de los cuadros que permanecerán en el Prado. Puedo hacerme cargo de Rosalinda en Lisboa. Viajará conmigo en la avioneta privada que me ha traído hasta aquí. Tenemos muchas razones para viajar juntas. Nos conocemos desde que era… joven —expresó, dejando escapar una risa irónica al final.
—¿Nos seguirán hasta Lisboa? —pregunté.
—En Lisboa es casi imposible hacerle daño a un miembro de la familia Castelo-Branco —respondió Catalina—. Usted lo es desde este mismo momento.
Aquel día en Madrid, debía despedirme del amor de mi vida. Catalina se excusó diciendo que arreglaría algunas cosas del equipaje y haría la llamada para organizar el despegue. Juan Luis y yo nos quedamos solos, sentados sobre la cama. Podía haber hecho muchas cosas, besarlo, golpearlo, gritarle, pero lo que hice fue apoyarme en su hombro y estrechar sus manos. Y llorar.
—Juan Luis, tú no eres un nazi —dije recuperándome—. Tú no eres uno de ellos, exterminan, destruyen, están obsesionados por controlar Europa. Y no lo conseguirán. Nadie puede ser el dueño de este continente, por pequeño que sea, es imposible unirlo bajo un mismo sentido, una misma política. Y mucho menos si esa ideología está bañada en sangre inocente. —Me armé de valor por mis propias palabras—. ¿Por qué no abandonas este gobierno? Eres un humanista, un sabio, un políglota, puedes trabajar en cualquier parte del mundo, incluso de un mundo en llamas como el de ahora.
—Precisamente por eso necesito recuperar la confianza de Franco en mi persona. Y en mi proyecto. Que no es otro, Rosalinda, que levantar este país. Si abandono, los nazis harán lo que quieran con España.
—Juan Luis, Franco ya tiene lo que quería. El poder absoluto. ¿No te das cuenta? Incluso si Hitler cayera, él seguiría, porque España se mantuvo ante los ojos de todos al margen de la guerra mundial. ¿No lo ves? Te usarán, como usan también a Serrano Suñer. Como usan al pueblo que los ha apoyado. Como nos usan a nosotros.
Dios mío, era tan verdadero lo que estaba diciendo que me hizo ver eso que tantas veces creí escrito en la pared invisible. Juan Luis y yo no nos habíamos dado cuenta de lo que habíamos sacrificado. Estábamos condenados. No solo a separarnos, sino a no darnos cuenta de que nuestros enemigos habían ganado la batalla y habían escrito el final de nuestra relación.
—Dime algo, Juan Luis, para convencerme para siempre de que de verdad solo podemos separarnos ahora para reencontrarnos después. Dímelo, por favor.
—Si no lo hacemos, terminarás como ella —sentenció Juan Luis señalando la habitación donde había ido Catalina—. O peor, como su novio.
Juan Luis extrajo un sobre de su americana. Me lo dio y quise dejarlo sin abrir, pero no podía hacerlo. Era una orden de expulsión de Francisco Sagunto en la que organizaba su traslado en un tren de Burgos a Francia.
—Estos documentos en ocasiones pueden llevar mi firma, en sustitución de la de Serrano Suñer. En este caso, no hay firma alguna porque lo intercepté. Conseguí que jamás fuera entregada. Francisco Meirano estuvo en España al final de la guerra.
—¡Dios mío, Juan Luis!
—No, Rosalinda, no implores en vano al Señor. Él no puede hacer nada por nosotros. Francisco desapareció hace un año. Intentó llegar hasta Francia y a partir de allí no hay rastro de él.
Catalina había regresado y escuchaba atentamente.
—Es la parte final de mi historia, senhora Fox. Yo me puse en contacto con el señor Beigbeder cuando vivía en Tetuán al saber que Sanjurjo pretendía cargarle su muerte a él. Y el señor Beigbeder me prometió que haría todo lo posible por protegerlo, y la prueba es que no firmó la orden de traslado en esos trenes, pero ya no pudo hacer nada más por evitar su desaparición.
—Hay trenes cargados de prisioneros políticos que viajan hasta Alemania —explicó Juan Luis calmadamente—. No sé si los trasladan a esos campos de concentración. No sé si Francisco sobrevivió a los planes de Sanjurjo para terminar encerrado en uno de esos trenes.
Catalina tomó la orden de expulsión de mis manos y la guardó en el fondo de su bolso.
—El avión despegará de madrugada desde el aeropuerto militar —informó.