CAPÍTULO 29

LOS JARDINES DEL PROTECTORADO

Beigbeder esperaba en lo alto de la escalinata al final del esplendoroso jardín del edificio general del protectorado. Era un jardín mucho más importante que el mío, pero no tenía tiempo para verlo. Solo lo miraba a él en lo alto de la escalinata.

Sí, era imponente, estaba vestido de azul celeste, la camisa con el cuello más limpio y alto y bien planchado que jamás hubiera visto. Hasta Mr. Higgs hizo un gesto de aprobación. Con todo el azul del cielo encima, su pálido azul le hacía resaltar aún más. Tomó la mano de mi madre entre las suyas, estrechó amistosamente la de Pets y prácticamente ejecutó un saludo militar delante de Mr. Higgs. Entonces vino mi turno.

—Quizá debería pensar en rebautizarse como Ana, querida senhora Fox. —Me miró como si no existiera nadie más a nuestro alrededor. Poco a poco, dejó que sus labios enseñaran los poderosos dientes blancos y sentía que mi cuerpo empezaba a despegarse del suelo para quedarse unido a esa mano fuerte, cálida, valiente…—. Porque hoy es santa Ana y también el número doscientos catorce de los días en que he deseado volver a verla.

Estuve suspendida toda esa visita, inquieta mientras Beigbeder enseñaba a mi madre los tres jardines del edificio. El barroco, para recibir a las autoridades, profuso en fuentes y setos cortados como topiarios franceses. El árabe, suntuoso, espacioso, relajado y deslumbrante por el paso de los rayos del sol sobre los coloridos mosaicos en sus paredes, y el huerto, al final del recorrido, donde por fin pude tocar suelo y ponerme a contar hileras de cebollas, tomates, berenjenas y calabacines. Y también manzanos y naranjos. Y perales y fresas. Beigbeder volvió a encontrar un instante para hacerme sentir la única persona viva en el planeta.

—Me han dicho que usted también cultiva en su jardín.

—Es más que un jardín para mí —musité—. Es una dirección. Una verdad.

—Un jardín para compartir —dijo él volviendo a enseñar sus dientes blancos—. Siempre estará allí para cuando podamos volver, mayores, cansados, pero satisfechos de nuestro viaje.

—¿Cuánto tiempo durará ese viaje?

—El que necesiten los robles y los cipreses. Y también las matas de limón y de yerbabuena, Rosalinda.

Estaba preparada para el beso, nos habíamos quedado rezagados del resto del grupo, pero algo dentro de mí me decía que esperara. ¿Cómo lo iba a besar si en breve tendría que traicionarlo? O, al menos, decirle una verdad incómoda. Pero me había gustado el olor del limón y la yerbabuena juntos, que los dos tuviéramos jardines, el mío al norte, el suyo para compartir. Y me había emocionado que él dijera que nuestros jardines crecerían y nosotros, también mayores, volveríamos juntos a contemplar el resto de nuestra vida desde allí. No se me ocurrió pensar que ambos jardines, por más hermosos que los hiciéramos crecer, no nos pertenecían. El del protectorado le pertenecía a España. El mío, a quienquiera que fuera la persona que Mr. Higgs compró para dejarnos usarlo. Pero los labios de Beigbeder seguían allí. Eso era todo lo que importaba, no podía negarme a ese beso. Si se desataba una tormenta, escamparía. Si se desataba una pelea, acabaría. Pero el beso sería uno y sería magnífico. Beigbeder seguía allí. Su respiración, pausada, calmada, anhelante de mi decisión. Al final, cedí y sentí cómo toda su lengua conseguía definitivamente levantarme pulgadas, centímetros, pies, metros, millas, kilómetros por encima del suelo.

A partir de esa visita, de ese primer beso entre nosotros, el trayecto entre Tánger y Tetuán, tanto en el vehículo oficial como a bordo de mi Austin, fue quizá el más transitado en la historia de las relaciones entre Gran Bretaña y Marruecos. Al menos por mí, una mujer que siguió siendo pelirroja. Siguió conviviendo con los malos actores de la peor compañía de variedades posible, haciendo increíbles esfuerzos porque los Morgan-Stanley no consiguieran sonsacar información alguna de ninguno de nosotros. Pero que repentinamente, así como volvió a encenderse el infinito alumbrado del amor, cambió de nombre. Pero no me rebauticé como santa Ana. En cada uno de esos kilómetros que separaban Tánger de Tetuán y viceversa, dejé de ser la senhora Fox. Y también dejé de ser Rosalind Fox. Pasé a ser Rosalinda, que era como Juan Luis prefería llamarme.

Juan Luis siempre decidía cómo y cuándo orquestábamos nuestros encuentros, prácticamente todo lo que hacíamos juntos; era su prerrogativa al ser casi treinta años mayor que yo.

—¿Cómo voy a convencerte de que la hierba es mejor que el asfalto si no consigo mostrártelo? Salgamos de Tetuán, olvidemos Tánger. Siempre estarán allí para cuando regresemos. Quiero mostrarte la hierba, su extensión cubriendo prácticamente todo este maravilloso país —me dijo, muy decidido, la quinta semana de visitas.

Y me la mostró. No toda, desde luego, porque su trabajo consistía en velar por los intereses en esa tierra de hierba y montañas de un país que estaba en guerra. Pero esos días de expediciones, de viajar juntos en un coche no oficial, a veces un vehículo militar para transportar cadetes, otras un tractor, más de una vez bicicletas o nuestras propias piernas, esas horas juntos, envueltos de aventura, sudor, palabras, silencios, fueron los días que hicieron crecer mucho más que hierba entre nosotros dos. Construyeron el hogar sin paredes ni vigas, ni columnas ni techo de nuestro amor.

Probablemente era una casa libre, sin puertas ni paredes. Pero con un único mueble: esa extraña caja fuerte escondida en mi cuerpo, mi cabeza, donde ocultaba mi verdadera intención al estar al lado de Juan Luis. La misión. Mi misión: descubrir quién era el hombre del que me había enamorado.

Pero una caja fuerte siempre está escondida. Detrás de algún cuadro, debajo de alguna madera resquebrajada. Al fondo de un sótano inservible. Y así seguiría. No iba a detener el viento que soplaba a mi favor. Los besos de Juan Luis. No iba a detener en marcha los coches que nos llevaban a descubrir tanto un país maravilloso como un ser humano del que cada día tenía menos razones para sospechar.

Por eso, así como iba pasando tiempo a su lado, mirándolo, escuchándolo, oliéndolo y sintiéndolo, también iba alejándome de esa familia postiza que Mr. Higgs había creído tan necesaria para escenificar una mentira mientras estuviera en Marruecos. Llegué, sí, aunque me duela reconocerlo, a sentir un poco menos de respeto hacia Mr. Higgs. Básicamente, porque no podía entender qué veía en mi madre para haberla convertido en su esposa. Aunque tampoco pudiera explicar bien cómo era mi amor por Juan Luis. Y antes de que todo me nublara la mente, me arrojara hacia la confusión absoluta, llegué a la conclusión de que todo mi malestar, mi sensación de fracaso en torno a esta idea de estar acompañada por una familia tan ineficaz como falsa, se debía a la presencia de Pets. Detestaba a Pets. Era como un pantalón viejo que tiene algo roto. Como un zapato al que se le parte el tacón en plena calle. Y durante una carrera. Una media que se rompe o deshilacha. Un amor frustrado. Una mala historia de amor.

Porque eso era Pets. Un fracaso. Una mala historia de amor, aunque me hubiera dado a mi hijo, una de las cosas más maravillosas de mi vida, pero que a fin de cuentas estaba criando yo sola. Aunque hubiera estado en un internado y parte de su tutela la cubriera el dinero que Pets enviaba obligatoria y religiosamente. Pero nada más. Pets jamás preguntaba por él, solo cuando lo empleaba como arma arrojadiza para amenazarme con algo, con que iba a sacarlo del internado y llevárselo con él adondequiera que fuera la asignación que Mr. Higgs le impusiera. Lo decía cuando regresaba borracho a mi maravilloso paraíso infestado de gente que no quería, que no necesitaba. Era insoportable.

Pero todo cambiaba cuando iba hacia Tetuán, o Juan Luis aparecía por mi casa, discretamente vigilado por escoltas, y ascendíamos hacia la montaña a través de caminos cubiertos de los colores más inusuales del mundo: campos de trigo que de tan dorados de pronto se cubrían de un naranja intenso. Metros, hectáreas de amapolas. O de lavanda o de romero. Momentos de lluvia intensa en que debíamos detener nuestro vehículo y descubrir que no podíamos hacer otra cosa que besarnos. O correr hacia un bosque de robles y guarecernos debajo de sus frondosas ramas. Y mientras esperábamos que terminase de llover, nuestros cuerpos se unían, sin besarnos, solo acercándome para sentir la fuerza de Juan Luis, su olor, el calor de sus brazos alrededor de mi cintura, sobre mis hombros, sus manos al unirse con las mías.

No pasaba nada más. Porque al estar juntos, nos dejábamos absorber por el paisaje. Transcurrieron los últimos meses de 1936 y vimos cómo bandadas de pájaros maravillosos volaban por encima de nosotros, regresando o viniendo hacia nuestra Europa. «Tú y yo somos otro tipo de pájaro, migramos donde nos lleve el amor, que a veces es ir de un jardín a otro», me decía Juan Luis. Y le creía y le ofrecía otro beso y otro abrazo más, como queriendo convertir sus palabras en una protección. Estábamos juntos, deberíamos estarlo más, pero entonces yo tendría que decirle mi verdad. Abrir la caja fuerte. Y no podía. No encontraba la combinación para abrirla, olvidaba dónde estaba la llave maestra. No quería acabar con este romance, reconociendo mi misión. No era justo. Y tampoco podía suplicarle a Mr. Higgs que se apiadara de mí, que me dejara ir, que hiciera a Pets espiar a mi novio.

—Está completamente loca, «Rosalinda» —me amonestó Mr. Higgs, aprovechando para burlarse de la manera en que Juan Luis me llamaba—. No podemos arruinar todo lo que hemos conseguido, hemos llegado muy lejos —insistió mientras intentaba concentrarme en regar los pepinos, los pimientos, y recoger tomates para el desayuno del día siguiente.

Hacía frío. Pero más frío era el tono de Mr. Higgs.

—Mientras usted y Beigbeder van recorriendo Marruecos viviendo su amor, las cosas siguen pasando en España. No han conseguido detener la guerra. Las muertes empiezan a causar conmoción en Europa.

—Entonces, que hagan algo, ellos, vosotros, el Reino Unido o Francia. Que acaben con la guerra —grité exasperada—. Pero no yo.

—Tiene que saber distinguir cuál es la línea donde empieza su trabajo.

—¿Y acaba mi amor? —Seguí—. De lo único que puede ser culpable Beigbeder es de ser un militar y haber tomado parte en la revuelta. No hay más. No he encontrado nada que le pueda implicar. He revisado su correo —empecé a reconocer, sintiendo que mi voz se quebraba—. Después de haberlo besado, después de haber disfrutado el almuerzo más delicioso de toda mi vida, después de cerciorarme de que se quedaba dormido en su siesta, sintiéndome sucia, cada vez más sucia. He ido hasta su despacho y he visto toda su correspondencia. Y la he fotografiado para que usted también la viera.

—Aun así, no es suficiente —sentenció Mr. Higgs.

Quería abalanzarme hacia él y golpearlo. Él me detuvo con una sola mano. El insuperable, fuerte como un gigante, Mr. Higgs.

—Estamos convencidos de que, tarde o temprano, los hombres como Beigbeder van a pedirle ayuda militar a Alemania. Él y Sanjurjo ya lo hicieron para estar armados para la revuelta. Y usted estaba allí para verlo. Cuando las cosas se pongan feas para todos, Beigbeder hará lo mismo: acudirá a Alemania. Y necesitamos tener esa prueba para enseñársela a nuestros superiores.

—¿Quiénes?, ¿quiénes son nuestros superiores?

—El rey y su vocación de servicio por Gran Bretaña, señorita Fox.

—No. No lo haré. —Empecé a andar hacia la casa.

La tarde se echaba sobre las hojas, el césped iba del verde al naranja mientras lo pisaba. Las paredes de ladrillo, los farolillos de la fiesta de la noche anterior, se mecían a causa del viento. Mr. Higgs me asustó y me cortó el paso.

—Pets es un borracho y no puedo confiarle esta labor. La nueva señora Higgs, su madre, no sabría hacerlo. Yo estoy mayor. Senorita Fox, ¿cómo puede ser tan difícil explicarle su importancia?

—No obtendré nada más que amargura por seguir adelante.

Mr. Higgs no dijo nada. Por un segundo. Me dejó pasar. Y antes de que alcanzara la puerta, elevó su voz.

—Senorita Fox, el amor es mucho más fuerte que las pruebas a las que es sometido. Si todo es amor verdadero, él será nuestro aliado. Y usted podrá entonces confesarle todo lo que le fue exigido.

No quise girarme.

¿Qué pasaría si no fuera así? ¿Qué pasaría si, en efecto, Juan Luis estuviera aprovechándose de mí para convertirme en una cortina de humo mientras sus arreglos con los alemanes avanzaban más lejos que nuestro amor por la hierba, huyendo del asfalto?

Era diciembre, es cierto, pero algunas veces hacía un calor propio de principios de mayo. O finales de junio. O principios de septiembre. Era una borrachera, el clima y el amor que vivíamos Juan Luis y yo. No se trataba de estar o no juntos, estábamos, nos dejábamos llevar. Vivir cada minuto como si fuera una vida entera.

Enero fue una serie de eventos organizados para el relumbrón de mi familia teatral. Pollos asados, capones, corderos, más y más «sorpresas culinarias» de Zahid para los Morgan-Stanley, los Breet, los Cooper y nosotros, el vodevil familiar de los Fox y Mr. Higgs. Pero Juan Luis no se cansaba de cortejarme. Apenas los reuníamos a todos, encontrábamos la forma de apartarnos e iniciar nuestras propias celebraciones. Mientras más prolongados eran nuestros paseos, más complicado era que yo cediese y le ofreciera un poco más que una retahíla de besos apasionados. Juan Luis no se quejaba. Yo regresaba a mi casa y lloraba, mucho, odiándome por no poder entregarme. Enero fue febrero y es un prodigio pasear entre la llanura, o próximos a las colinas en esos días. Juan Luis insistió en que le acompañara a una finca semiabandonada, pero donde existía el mayor bosque de fresnos del norte de África.

Los atravesamos. Medio desnudos, ellos, los fresnos, por el rigor del invierno, pero con algunas hojas aún pegadas a sus ramas. Me quedaba ensimismada ante su extensión y Juan Luis me tomaba de la mano y me hacía mirar hacia la montaña. Hacia ese inmenso Atlas que se desplegaba como una madre dormida. Parábamos en un pueblo pequeño, muy pocas personas, que nos miraban por una pequeña rendija entre las telas que cubrían sus ojos. Juan Luis me tomaba de la mano. Y de pronto, la mirada de esas personas cambiaba. Lo reconocían, inclinaban su cabeza, entraban a sus humildes casas y regresaban con un plato de dátiles, una leche de cabra, un poco de queso que cortaban con instrumentos de madera.

—¿Por qué te conocen?

—Porque conozco muy bien esta parte del mundo, Rosalinda. Es mi entrega, no soy solo un funcionario colonial. Soy un enamorado de esta tierra.

—Pero tiene que ser porque algo te hizo cambiar. O te hizo olvidar aquello de donde venías, que es también adonde perteneces.

—Sí. Pensaba así hace muchos años. Creía que estaba aquí de paso. Para hacer carrera, para fortalecerme. Indudablemente para olvidar mi fracaso —me dijo.

—¿Tu fracaso? No hay nada en ti que deje entrever un fracaso.

—No fui un buen esposo, ni un buen padre. Me casé sin estar enamorado. Me engañé y las engañé a ella y a mi hija. Y a nuestras familias. Eso jamás me lo perdonaré.

—Entonces, estas montañas, la hierba, son el refugio de tu fracaso —me aventuré a decir.

—No. Pensé que lo eran hasta hace poco tiempo. Muy poco tiempo. No sé si sabré explicártelo, Rosalinda, porque una pasión jamás puede ser explicada. Se vive, se respira, también se traga. Pero jamás se explica. Esta tierra es mi pasión. Me da fuerza. Me convierte en águila cuando necesito volar. Y en serpiente cuando tengo que arrastrarme. Y en elefante cuando tengo que avanzar kilómetros. Es pura fuerza. Y de tanto usarla, de tanto invocar esa fuerza, soy parte de ella. Uno más. Pero dentro de ella.

Al día siguiente, o estaba él o uno de sus hombres de confianza esperando en la puerta de casa para acompañarme a Tánger y allí aguardar al próximo encuentro. Algunos de esos viajes conducía yo sola, dejando atrás el hombre de confianza, adentrándome en mi ciudad sintiendo todas las miradas sobre mí. Mujeres occidentales, es decir, blancas, que me miraban y señalaban: «Es la nueva adquisición de Beigbeder», sentía que decían tanto sus miradas como sus pequeños labios, deseando convertirme en una querida, una apestada, una recién llegada. «La pelirroja inquieta», decían las miradas de los hombres. «Occidental y guarra», expresaban los ojos de las mujeres árabes, cargadas de cestas y cubiertas por coloridas telas, enfrentándose al viento helado del invierno, a veces sujetando a un hijo o a dos de sus manos.

Yo seguía. No podía detenerme a darles explicaciones. Porque estaba imbuida de esa pasión despertada por la hierba. Estaba enamorada. De Juan Luis, pero también del abrigo del Atlas. De la visión de los fresnos desnudos pero protectores, de la lluvia fría, del aire del Atlántico que seguía mis pasos o de las serpientes que reptaban por la tierra rojiza. Del aliento de Juan Luis, de sus palabras envueltas en olor a hombre y fuerza.

Uno de esos viajes me permitió descubrir unas ruinas romanas en Larache. Era un sitio cubierto de silencio, una especie de atmósfera protectora para que las ruinas no perdieran un ápice de antigüedad y presente. Juan Luis iba explicando cada sitio: «Esto fue una casa y allí, detrás de ese muro que en realidad era un horno, la cocina. Esto es la plaza del pueblo. Y allí, seguramente un templo para la diosa protectora. Y más allá, los restos de una calzada. Y allí, al fondo, vestigios de la muralla que envolvía la ciudad».

Mientras hablaba, podía visualizar el sitio lleno de gente, la gente de su época, imaginándose como nosotros que el presente es lo único que existe. Que el futuro no lo conoceremos. Igual que el pasado. Quería pedirle que me besara, que me poseyera allí mismo, sentía ese impulso recorrerme de una manera que no podía explicar. Vencía todas mis reticencias. Pero Juan Luis me miró tan profundamente que poco a poco consiguió hacerme recuperar mi sentido y mi propiedad. Entramos en el cementerio del convento de las monjas de clausura de Larache. Hablaban español con un fuerte acento árabe. Lo reconocieron y trataron por su nombre y cargo. La madre superiora había tenido que viajar de urgencia hacia Chauen, porque otra monjita se había puesto enferma. Nos ofrecieron la leche de cabra y los dátiles mientras ellas preparaban un pan con un olor maravilloso. Juan Luis me llevó hasta la esquina delante del mar del cementerio.

—Tú me sobrevivirás, Rosalinda. Prométeme que harás todo lo posible para que me entierren aquí.

Miré las tumbas con sus cruces.

—Solo hay nombres femeninos, Juan Luis. Creo que para descansar aquí tienes que ser monja.

Él se rio de buena gana. Una carcajada tan estruendosa y fuerte como eran sus manos y brazos.

—Por eso me encantas, Rosalinda, dices la verdad aunque estés en la situación más descabellada.

—No me parece descabellado querer dormir aquí el sueño eterno. De todos los sitios que me has enseñado, este es el más hermoso.

—Vengo aquí cuando tengo que pensar en mí y en España, Rosalinda —me dijo tomándome del brazo y aproximándome a ese borde, peligroso pero bellísimo, en donde se había detenido.

—¿Te duele la guerra? —pregunté—. Será beneficiosa para ti, Juan Luis, cuando termine, tendrás asegurado un puesto importante en el nuevo Gobierno.

—Eso si vencemos, Rosalinda.

—Claramente, venceréis —dije.

—Es pronto para decirlo. Creímos que esta revuelta sería algo de días; cinco días, alcanzaron a decir Queipo de Llano y los otros. Yo jamás aventuré fecha. Porque una guerra jamás es cuestión de días, Rosalinda. Una guerra es para siempre. Sus huellas jamás pueden destruirse. Te empeñas en esconderlas, disimularlas, y de repente, dentro de tres o seis o diez generaciones, reaparecen y reavivan todo el odio, malestar y violencia que significaron.

—¿Te gustaría que el destino de tu país fuera otro?

—Lo que me gustaría no agradaría a mi gente, Rosalinda. No quiero más guerra. No quiero más divisiones. Sin embargo, no puedo decirlo. Decidí estar en un bando, que tarde o temprano me hará daño.

Guardó silencio. Me moría porque siguiera hablando. No estaba sola. Todo el camposanto parecía esperar que continuara.

—No estoy de acuerdo con prolongar esta guerra, es todo lo que puedo decir. Habrá más muertes y habrá más errores. Y en un momento dado, no estaremos solo matándonos entre nosotros, Rosalinda, sino que estaremos escribiendo de mala manera la historia de un país. Y me atormenta que mi nombre figure entre aquellos que deformaron esa historia.

Nunca lo había visto de esa manera: tan desnudo. Aunque estuviera vestido, aunque en su mirada estuviera ese brillo de inteligencia y valentía, esa decisión bravía de ser esa tierra, ese océano, esa montaña, estaba desnudo, sincero, desgarrado y lleno de razón. La guerra en España estaba haciendo añicos un país noble, valiente, educado, que había visto cómo el mal gobierno, la mala situación económica, el hambre, la desesperación, habían abierto las puertas de sus hogares a ese caballo desbocado y asesino de la guerra.

—¿Rechazarías el puesto que te ofrecieran si salen victoriosos los tuyos? —Me atreví a preguntarle.

Él tardó una eternidad en responderme.

—Lo aceptaría, Rosalinda, porque jamás le he tenido miedo a mi deber. Pero créeme que preferiría que no fuera a causa de todas estas muertes.

Iba a dejarme besar por él, estaba segura de que era lo que sucedería. Pero él se quedó mirando hacia las montañas. Y empezó a hablar en árabe. Un rezo, una oración. O a lo mejor una frase de un libro. Cuando terminó, no sabía cómo preguntarle qué era lo que había dicho. Y él tampoco lo dijo, se volvió a mirarme. Otra eternidad. Y me tomó de las manos y acercó sus labios a los míos. Cerré los ojos, sentía que estaba viviendo algo que nadaba entre sombras o flotaba entre nubes, pero que era incapaz de distinguir. Amor, misterio, curiosidad. Dominio. Estaba completamente absorbida por él. Por la seriedad con que construía su vida. Por el dolor que llevaba dentro. Por el estigma que los tiempos que vivíamos dejaban incrustado sobre su piel. Y su mirada.

Antes de acompañarme hasta la puerta de mi casa en Tánger —ya era de noche, más bien medianoche, y los guardias en los puestos de control le habían hecho el saludo militar y habían intentado disimular que también me reconocían—, volvió a sujetar mis manos.

—Sé que estás aquí para averiguar si he tenido algo que ver en el «accidente» que le arrebató la vida a Sanjurjo —dijo.

Me sentí fría y realmente incapaz de ofrecerle una respuesta porque no quería mentir. No aparté mi mirada de la suya.

—No es cierto —sentenció—. Juntos íbamos a hacer grandes cosas por nuestro país. Juntos habríamos acabado esta guerra exactamente cinco días después de empezarla. Era nuestra promesa. Y ahora esa promesa es algo que sabes y que espero te sirva de algo. Para nuestro bien.

Se inclinó para besar mis manos. Y dejar sobre ellas el rastro de su perfume.