CAPÍTULO 5
VERDADES A MEDIAS
Eran dibujitos acompañados de palabras escritas en un idioma desconocido. Como primitivo, que mezclaba caracteres con figuras. Por ejemplo, había una mujer, vestida con un traje rojo con una cola más o menos larga y con los brazos a veces en alto, otras a un lado de la cintura y otras con las manos unidas como si estuviera aplaudiendo o siguiendo una melodía. Me encantó al mismo tiempo que me dio miedo esa figurita. Como si en algún momento pudiera materializarse. Y ser o bien Lady Amanda o yo misma en el futuro.
Intenté enrollar el pergamino igual a como lo había extraído, y al devolverlo a la cajita y ver el resto de sus compañeros comprendí, muy asustada, que había un orden estricto en la forma en que estaban dispuestos. Como si fueran un abecedario. Y cada rollito representara una letra. «Rosalind tiene una inteligencia que no es propia de su edad», había dicho en más de una ocasión la madre superiora. «Tiene mucha habilidad para la gramática y el álgebra. Llegará muy lejos organizando cosas», también había dicho. Era cierto, me encantaban las clases donde había que organizar objetos, números, letras e ideas.
Si los rollitos configuraban un alfabeto, tenía que ver muy bien dónde estaba la huella del vacío provocado por extraer uno de ellos. Pero estaban muy juntos, el Embajador Fox roncaba cada vez menos, y no deseaba arriesgarme a que despertara y me encontrara husmeando en la cajita. En efecto, los rollitos eran casi veintitrés, letra más o menos. No había manera de encontrar ese espacio donde faltaba una. No sé por qué recordé los dientes menguantes de sir Dwight y los asocié a los pergaminos. ¡Oh, por Dios!, ¡si había alguna frase construida en esos rollitos, el que supiera leerla sabría que una de las letras estaba mal colocada! Entendería que alguien los había husmeado y desorganizado. El mensaje, la frase, cualquiera que fuera, quedaría deshecho. Estropeado. Introduje como pude el rollito extraído, pero apenas cerré la caja, empecé a pensar qué debía hacer, callarme o contárselo a mi padre. O a Mr. Higgs.
El Embajador Fox despertó, vivaz, ágil, el pelo totalmente alborotado y pegado a una parte de su cara. La que quedaba libre permitía disfrutar su blanquísima sonrisa. Vino hacia mí para cargarme. No hice nada por separarme de él, no podía dejar de pensar en los rollitos de la caja, pero tampoco quería acabar con ese instante, el calor de papá, la tranquilidad de estar abrazada a él, sin decirnos nada, la mañana que circulaba y la noche en vela que se desvanecía, y ese breve instante deseando hacerse eterno entre nosotros.
Pero el día fue todo lo contrario. Mr. Higgs esperaba en la entrada del club, su eficiente brazo derecho sostenía abierta la puerta del enorme automóvil que nos trasladaría hasta la sede de la Colonial Office, el ministerio encargado de todos los asuntos británicos en sus territorios foráneos o excolonias. Pese a la corta distancia que lo separaba el club donde dormimos, fue uno de los viajes más impresionantes que he vivido, la ciudad, los edificios del Parlamento, el color miel de la piedra con que fueron construidos que deslumbraba ante cada ráfaga del sol de esa mañana. La torre del Big Ben y las gigantescas manecillas que me hipnotizaban, pasando de las ocho horas a las ocho horas y dos minutos. Papá, en cambio, miraba hacia el río y los barcos que flotaban en perfecto orden. Cuando el coche nos dejó en las puertas del edificio, sentí un asombro indescriptible. Por el tamaño, la sombra que proyectaba sobre la acera, sobre nosotros mismos. ¡Nos iban a recibir en una fortaleza! Otro caballero, pretendiendo la insuperable elegancia de Mr. Higgs, nos guiaba a través de los arcos monumentales y de allí a una serie de pasillos y pequeñas salitas donde nos quedaríamos esperando, en absoluto silencio. Era y no era el momento para confesar que había abierto la cajita. Y que tomé el pergamino y no supe volver a ponerlo en su sitio.
El Embajador Fox intentaba sacarme alguna expresión, pero era incapaz de decir nada, prefería prolongar ante él mi asombro todo lo posible. Al final surgió un señor muy delgado, con un bigote grande, espeso y blanco, y un bastón en cuya empuñadura alcancé a ver algo parecido a un escarabajo dorado. Le entregó un rollo de papel atado con una cinta y lacrado con cera.
—Señor Fox, sus credenciales, que deberá mostrar a los virreyes en su visita a la ciudad de Calcuta a finales del mes de mayo, que es la fecha fijada para ello —dijo muy solemne, inclinó la cabeza hacia mi padre y después hacia mí, y desapareció.
Pero si apenas era 17 de abril, ¿íbamos a tardar todo ese tiempo en llegar a Calcuta?
Sin más, volvimos al coche. Y volvió a hacer el mismo recorrido, pero en sentido contrario, y mi padre ordenó que nos apeáramos en una calle muy concurrida. Creo que era el ascenso de Embankment hacia Charing Cross y el Strand, es probable que me equivocara, después de todo hasta esa mañana yo era una niña internada en un colegio de monjas, pero siempre recordaré ese paseo como si fuera un viaje, secreto, personal en el cual dejaba de ser la pequeña amazona del internado de Saint Mary Rose y me iba convirtiendo en más o menos la mujer que soy hoy día. El Strand era una avalancha de gente que se movía entre diminutos restaurantes para tomar vino en vaso y grandes trozos de un jamón rosado y un queso amarillento; señoras con sombreros, abrigos, saludos desde todas direcciones a mi padre y a mí. Luego avanzamos hacia la parte de atrás de la ópera, el mercado de Covent Garden y su apabullante bullicio, y los colores, olores, de todas las comidas y animales allí expuestos. Me transformé en Rosalind Fox. No solo en nombre, sino en espíritu, el de una persona que no se asusta ante la aventura, lo inesperado. Pero aun así seguía sin encontrar el momento de decirle a mi padre la verdad sobre los pergaminos.
—Así será Calcuta, Rosalind —dijo el Embajador Fox durante ese ascenso—. Mucho más desordenada, mucho más exuberante también. Pero esta misma emoción, esta misma adrenalina. De ciudad, de aventura, de exigencia. De apariencias y verdades a medias.
—Verdades a medias —murmuré, y mi padre volvió a tomar mis dedos y seguimos recorriendo los edificios de almacenes a un lado de la calle, los puestos de frutas, verduras, carnes y pescados a otro.
Sobre el empedrado desigual de las calles, gente, coches, algunos de caballos. Movimiento. Siempre movimiento. Mi padre se detuvo en un puesto para comprarnos un paquete de manzanas, nueces y peras.
—Parece poco, pero es la mejor alimentación posible, querida Rosalind.
Con ese sabor de manzanas, peras y nueces terminamos en Jermyn Street. Mi padre necesitaba hacerse una última prueba y recoger unos trajes a medida en esa calle. Fue la primera vez en mi vida que entré en una sastrería, y así como supe que Mr. Higgs sería para siempre, lo mismo me sucedió con ese ambiente. Las telas, casi siempre oscuras, los forros, casi siempre de una seda muy ligera. Los botones, las enormes tijeras para cortar los patrones. Los espejos discretamente ubicados para que los señores no se sintieran demasiado coquetos. El propio sastre, Mr. Howard, orondo, serio, indiferente a los niños, nada conversador. «Por eso muchos venimos al señor Howard, querida Rosalind; porque no habla», me dijo papá en uno de los descansos entre el traje claro para lucir en Calcuta y los dos azul oscuro y gris marengo para vestir durante la travesía. Yo compartía algo con el señor Howard, también callaba, prefería no revelarle a mi padre mi secreto.
Agotados por las pruebas, y sobre todo por la paciencia requerida para ellas, salimos hacia la calle y papá decidió subir hacia Piccadilly; fue ahí donde sentí que Londres estaría en mi alma para siempre. Rodeando Piccadilly Circus tuve mi primera visión de Regent Street, aún más opulenta y señorial que la propia Piccadilly. Mi padre me apretaba la mano, sentía mi misma emoción. Ese ajetreo, esa cordialidad exacta y hasta un poco rígida de tantas personas, como si imitaran el afectuoso saludo de los vecinos de una comarca, pero revestido de una distancia rara, a veces agradable, otras ligeramente hostil. La forma de andar de muchos, siempre rápida, como si estuvieran llegando tarde a algo. Las bicicletas por todas partes, algunas con una sola persona y otras hasta con familias enteras y con niñas de mi misma edad pedaleando y saludándonos. El griterío de los vendedores de periódicos. «Una nueva amiga para el príncipe de Gales», proclamaban, y mi padre evitaba que viera quién era esa nueva amiga. ¿Por qué? ¿Acaso sería mi madre? Apenas podía ver un poco de pelo muy rizado y probablemente tan rojo como el mío en una de las fotos.
Subimos a un tranvía, pero inexplicablemente papá cambió de idea nada más entrar, y al descender tan precipitadamente, me apretó más fuerte la mano. Entendí que algo pasaba. Que había visto algo dentro del transporte. O a alguien. Y el simple hecho de unir en mi cabeza algo y alguien me hizo pensar que los pergaminos estaban en el medio.
Apreté más fuerte la mano de mi padre. Y él respondió apretando la mía con la misma fuerza. Aceleró el paso y me di cuenta de que aunque resoplara tenía que seguir su ritmo. Ese algo o alguien que viajaba dentro del tranvía seguro que también habría decidido bajar a la calle para seguirnos. No sé cómo pensé que cuando golpeaba a India en un costado para que corriera más rápido, ella jamás se giraba a intentar ver de qué huíamos. Igual tenía que hacer yo entonces. No girar, seguir, tan solo seguir.
Estábamos de nuevo en dirección a Trafalgar. Asumí que el Embajador Fox regresaría al club, pero papá volvió a cambiar de dirección, apretándome otra vez la mano y enfilando hacia la señorial plaza de Saint James. Un recorrido completamente desordenado, sin sentido. Claramente, aunque no los viera, debían de estar siguiéndonos. En la plaza hay varias entradas, se supone que los vecinos pueden hacer uso de ella, pero mi padre evitó todas esas salidas como si en cada una se agazaparan cómplices de los perseguidores invisibles. Me levantó en sus brazos y corrió todo lo rápido que pudo a través de la parte donde circulaban los coches. Vi cómo una hilera de sudor corría por su nuca. Había visto hileras similares hacer el mismo recorrido en la nuca de India, pero significaban esfuerzo, mayor velocidad. En esta que bajaba por la blanca piel del Embajador Fox entendí que lo que había era miedo. Y por eso pasé mis manos sobre ella, sobre la hilera de sudor, para quitársela y así también quitarle el miedo.
Entonces entramos en una pequeña calle y a través de esa pequeña calle fuimos a otra, aún más pequeña, un insólito laberinto en pleno centro de Londres que él parecía conocer muy bien. Me armé de valor y miré hacia atrás a pesar de que el Embajador Fox intentara impedirlo. Y vi a un hombre delgado, con la tez de un tono que jamás había visto, la cabeza cubierta por un turbante adornado por una figura que, juraría, había visto en los pergaminos.
Papá entró apresuradamente en una tienda de sombreros y un cliente lo reconoció.
—Embajador Fox, lo acabo de ver en la sastrería de Howard. Parece estar muy ocupado en crearse un atuendo muy especial.
—Necesitaría un par de sombreros de copa alta.
—¿Se siguen llevando en las carreras en la India? —inquirió el caballero. Me pareció un diálogo curioso. Como si, en vez de hablar de vestuario y sombreros, estuvieran pidiéndose ayuda.
Pero no tuve tiempo de interesarme por esto, porque al mirar hacia la calle, estaba ese hombre, apostado justamente en la acera de enfrente, ahora francamente amenazador. Y la figura que adornaba su turbante era, efectivamente, la de esa mujer vestida de rojo, unas veces con los brazos en alto, otras cruzados a un lado de la cintura, que venía dibujada en los pergaminos. En el turbante, la figura tenía las manos unidas como si estuviera aplaudiendo. Aplaudiendo que nos encontrábamos en su punto de mira.
Mi padre vino hacia mí y me retiró de la ventana, y el cliente que hacía preguntas también se incorporó para llevarme hacia una salita contigua. Otros clientes en la sombrerería nos miraban extrañados. Mi padre recogió dos grandes paquetes, imagino que con sus sombreros dentro, que se unieron a los que ya cargaba de la sastrería, y entramos en la salita, el otro señor abrió una puerta y atravesamos un estrecho pasaje hasta otra puerta que daba a la calle. Salimos mi padre y yo a un paso muy apresurado, y otra vez vuelta a recorrer otro dédalo de calles. ¡Por más poderes que tuviera la figurita en el turbante, no sabría cómo salir de ese pequeño laberinto! Y cuando al final conseguimos salir nosotros, me di cuenta de que estábamos en Pall Mall y avanzábamos muy rápidamente, casi corriendo, hacia el club.
Alcancé a ver cómo Mr. Higgs salía a la puerta. Serio, altísimo, con su traje de día y una flor en la solapa. Verlo cada vez más cerca me daba una absoluta seguridad. Necesitaba llegar cuanto antes hasta él.
—¡Mr. Higgs! —empecé a gritar—. ¡Mr. Higgs…!
Y él me oyó, porque avanzó, pero sin mirarme a mí, sino a lo que venía a mis espaldas. Mi padre soltó todos sus paquetes y a mí, empujándome para que corriera todo lo rápido posible hasta llegar a la puerta del club. Mientras corría me asustó que el hombre que nos seguía atacara a mi padre. Pero Mr. Higgs prácticamente saltó, como si fuera un atleta olímpico, por encima de nosotros y detuvo con un golpe al hombre del turbante. El propio turbante voló por los aires, la mujer de los brazos que aplaudían, dejándose llevar por las alturas, aplaudiendo la habilidad de Mr. Higgs.
Mr. Higgs fue más allá. Levantó a nuestro perseguidor y le habló, más bien lo amonestó en un idioma que no podía comprender, pero que supe de inmediato que se trataba de un dialecto de la India. Mr. Higgs lo empujó con fuerza, casi sacándolo de la calzada, dando por terminado el enfrentamiento. El hombre recuperó el equilibrio y me pareció que me miraba, pero mi padre ya había conseguido empujarme dentro del club.
Me quedé recuperando el aire en el hall de entrada. Vi que nuestras maletas, las cajas y envoltorios que conformaban nuestras pertenencias estaban todas allí. Apareció el joven Albert con otro uniforme, o en realidad vestido con ropa de calle, muy nervioso. Todos estaban muy nerviosos, porque también vi a sir Dwight bastante pálido, sus manos temblaban. Mi padre y Mr. Higgs aparecieron más calmados, aunque con la respiración entrecortada por el esfuerzo. Según contaron atropelladamente, el siniestro personaje había decidido acatar las amonestaciones de Mr. Higgs, pero no tardaría en volver, probablemente acompañado.
—No quiero que esto vuelva a pasar —se desahogó mi padre—. Rosalind no tiene nada que ver en esto.
Me sentí mal, como si me bajara toda la tensión súbitamente. Ante la puerta se detuvo un camión, no sé si de ganado o de reparto de leche, y antes de caer desmayada vi cómo todo el grupo de caballeros se subía a él, incorporando nuestros equipajes y a mí misma, ya medio inconsciente en los brazos de Mr. Higgs.
Recuperé la visión aún sostenida por él. Corríamos dentro de un espacio que parecía una estación de tren. Nunca olvidaré abrir los ojos y ver encima de mí el techo de la estación con su perfecta sucesión de cuadrados y óvalos, como si recuperar la conciencia fuera adentrarse en un dibujo geométrico que intenta señalarte algo. Me dolía la garganta, no podía respirar bien y le di varios golpecitos a Mr. Higgs con mis puños para que detuviera la carrera. En vez de parar, me colocó de frente y apretó con sus dedos algo en mi espalda que expulsó todo el aire que tenía bloqueado. Nunca he tosido tanto, al tiempo que todo mi cuerpo se sacudía por la carrera.
Pero ¿por qué corríamos tanto? ¿Y hacia dónde?
—Querida señorita Fox, no sería buena idea que empezara a sentir miedo ahora —dijo Mr. Higgs resoplando, pero con ese acento intacto.
—Muy bien. Le prometo, Mr. Higgs, que jamás sentiré miedo. Pero ¿puede decirme hacia dónde vamos?
—Absolutamente, señorita Fox. Intentamos despistar a nuestros enemigos.
Miré hacia los lados y descubrí que Mr. Higgs sostenía una de mis bolsas en su otra mano. La llevaba de una manera un tanto absurda, si se quiere, teniendo en cuenta que con la otra me sujetaba a mí, mientras avanzábamos a través de un nuevo enjambre de pasillos en la estación de tren. Era mi pequeña maleta del Saint Mary Rose. Y, no sé muy bien cómo, entendí que dentro estaba la cajita con los pergaminos. Y que, si nos perseguían, era por esa cajita.
—Señorita Fox —dijo entonces Mr. Higgs, jadeando cada vez más—. Existen varios trenes para Southampton. No todo el mundo lo sabe y no todos salen por el mismo andén. Su padre y el señor Dwight viajarán en uno, y usted y yo en otro.
—¿Y la cajita? —Solté de pronto.
Mr. Higgs estuvo a punto de detener el paso, pero habríamos caído por la velocidad que llevábamos. Al estar colocada frente a él podía ver lo que pasaba a sus espaldas, y el señor del turbante volvía a estar muy cerca de nosotros, y no solo, sino acompañado de otros dos aún más siniestros. Le di un pequeño golpe en la rodilla a Mr. Higgs, del tipo de los que empleaba en el costado de India, mi caballo, para que acelerara. Mr. Higgs lo entendió perfectamente pese a que me dio un pellizco bastante fuerte en respuesta. Pero sirvió: si India galopaba por las praderas vecinas al Saint Mary Rose, Mr. Higgs adquiría una velocidad fascinante a través de los pasillos de la estación de tren. La gente se apartaba con rostros atemorizados y los tres Siniestros con turbante no siempre conseguían acoplarse a nuestra remontada, ni evitar a la gente que chillaba o caía al suelo al tropezarse con ellos. Los pasillos se hacían más estrechos y a veces se creaban encrucijadas sin ningún tipo de señalización. Por los gritos de los peatones que caían víctimas del correr de los Siniestros, nos percatábamos de que se aproximaban. Había que tomar una decisión, equivocarse podría ser fatal para nosotros y la cajita.
—¿En qué dirección queda Southampton, Mr. Higgs? —pregunté.
—Sur, señorita Fox. Se llama Southampton —respondió ligeramente soberbio Mr. Higgs.
—Entonces vayamos al norte, porque es la dirección en que habrá llegado el tren.
—Los andenes. Los andenes —empezó a decir Mr. Higgs, mirando hacia todos los lados mientras los gritos de los que caían ante la avalancha de los Siniestros crecían a través de los pasillos.
Es curioso cómo las estaciones tienen su propio método de orientación. Como si disfrutaran perturbando al viajero y obligándolo a perderse quizá para que no pueda coger el tren que desea.
Mr. Higgs se impacientaba, podía sentir cómo su pulso se aceleraba. Y de pronto, no sé cómo, vi una pequeña señal, con una flechita, en la que ponía: «Norte».
Había que bajar unas escaleras que desembocaban en un oscuro pasillo y de nuevo dos opciones, derecha o izquierda. Mr. Higgs empezó descendiendo hasta que volví a darle en las rodillas, porque vi aparecer una de las piernas de uno de los Siniestros. Saltó como si fuera mi India venciendo un obstáculo en el bosque, y cuando alcanzamos el rellano, me arriesgué y señalé hacia la izquierda. Corrimos, bueno, corrió Mr. Higgs mientras yo me pegaba a su sudoroso cuerpo todo lo que podía, y volvimos a subir otras escaleras para toparnos con el tren azul y rojo, cada vagón pintado de uno de los dos colores, y varias señoras muy sobradas de peso que intentaban empujar fardos tan pesados como ellas dentro de los vagones. Mr. Higgs corrió hacia la siguiente puerta, menos concurrida, y en el trayecto leí en las ventanas: «Londres-Southampton, regional».
—Señorita Fox, por lo que más quiera, no vuelva a darme en las rodillas —suplicó Mr. Higgs, y de un salto consiguió introducirnos en el vagón, depositarme en el suelo, entregarme mi bolsa del Saint Mary Rose y empujarme muy levemente, con su máxima cortesía, en el pasillo del vagón restaurante. Las puertas se cerraron, el tren se puso en marcha y con mucha parsimonia, como si fuéramos padre e hija, los dos esperamos a que nos sentaran en una de las mesas mientras veíamos a dos de los tres Siniestros golpearse el pecho y gritar blasfemias mientras el tren se alejaba.
—La señorita Fox necesitará un buen almuerzo —ordenó Mr. Higgs a un joven camarero que, inevitablemente, quedó maravillado por su acento y pronunciación—. Viajará esta noche en el barco hacia Calcuta, usted comprenderá…
—Estamos sirviendo el té, señor, son ya casi las cinco. Y además es el tren regional, mucho me temo que han confundido los andenes.
—¿Cuántas paradas hace el tren regional, estimado señor? —pregunté, imitando descaradamente la manera de hablar de Mr. Higgs.
—Depende de dónde quiera ir y de dónde lo haya tomado, señorita —dijo el joven.
—Necesitamos unos buenos sándwiches y estar refugiados en este coche un buen rato, amigo —ordenó Mr. Higgs con una voz y un acento desconocidos—. Si no quieres que el tren lo detenga la Policía en los próximos diez minutos y se arme aquí un jaleo que te dejará en la calle y sin empleo, asegúrate de que a uno de los dos tés que vas a traernos le agreguen un «poquito bastante» de escocés, será el que yo beberé, y que sea muy rápido. —Al mismo tiempo, enseñó un papel al joven, que cambió de cara y se alejó, obviamente, a traer la insólita comanda.
Mr. Higgs recuperó su impecable compostura y buscó un sitio libre en la abarrotada cafetería del tren. Comprendí de nuevo que mientras más abarrotada estuviera más fácil sería evitar encontrarnos a solas con el Siniestro que había logrado subir a bordo. Mr. Higgs optó por que nos sentáramos al lado de dos viejecitas medio adormiladas que viajaban tan juntas que parecía que estuvieran atadas la una a la otra.
Aproveché ese momento de sosiego para observar bien a Mr. Higgs. Parecía mayor por sus modales, su manera de plantarse, la autoridad que se le escapaba por cada poro. La profundidad de su mirada desde el verde transparente de sus ojos. Pero su fuerza física, la manera de mirar sobre todo a las mujeres, y también a los hombres, indicaba que era más joven porque se sabía, se reconocía, irresistible. Eso, no sé cómo, lo entendí de inmediato, aunque solo tuviera doce años. La gente irresistible es, simplemente, irresistible. Como mi padre, solo que Mr. Higgs parecía ser todavía más irresistiblemente irresistible que mi padre. El corte de pelo, muy apurado a los lados, le daba un aspecto más aventurero. No llevaba alianza. Desprendía un fuerte olor a pino, producto de varios aceites para su impecable afeitado, así como para mantener vivos los colores de su tupido bigote, que, sin ser rojo como mi cabello, sí tenía destellos anaranjados. Había mucho colorido en su rostro, como si alguien lo pintara y mejorara cada noche, como si fuera una obra de arte viva. ¿Quién firmaba esa obra de arte? ¿Una novia, una esposa, una hermana? O solamente él mismo tendría los instrumentos para ir creándose ese rostro, esa virilidad, esa fortaleza. Y esa necesidad de ser una creación podía deberse a que venía escapando de algo. De alguien que no eran los Siniestros que ahora nos perseguían, sino algo mucho más poderoso e intangible, como quizá un viejo amor.
El poco tiempo de que disponía para hacer esta observación iba más rápido que el propio tren. Pero deseaba prolongarlo, porque me sentía infinitamente cómoda. Me entretenía, me hacía sentir como lo que realmente era, una niña imaginándome cosas, analizando lo que a primera vista parecía sin importancia. Y fue entonces cuando me di cuenta de que quien se encargaría de ir pintando segundo a segundo, momento a momento a Mr. Higgs sería yo misma. Y eso haría de él, el retrato por siempre inacabado, alguien completamente esencial para mi día a día.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Mr. Higgs? —decidí seguir hablándole en su mismo acento y forma.
—By all means, señorita Fox, si responde antes a la mía. ¿Sintió curiosidad por saber qué hay en la cajita que tan primorosamente viaja en su bolsa del colegio?
Me hizo reír, más que sonrojarme o cualquier otra cosa, lancé una carcajada que era un desahogo y cuyo estruendo hizo que muchos nos observaran. Terminé asintiendo.
—Muy interesante, señorita Fox. Y al ver los pergaminos, habrá sentido mayor curiosidad por saber qué guardan.
Volví a asentir.
—Interesante, señorita Fox. Lógicamente, no ha conseguido recuperar el orden en que venían los pergaminos al extraer ese que sació su curiosidad.
—No. Ni tampoco consiguió saciar mi curiosidad, Mr. Higgs. Ni mucho menos estas disparatadas persecuciones por Londres y la estación de tren. Ahora es mi turno de preguntas. Usted no es mayordomo del club de caballeros del Pall Mall, ¿verdad?
—Muy sagaz, señorita Fox.
No iba a preguntarle si mi padre era embajador, porque por alguna razón pensé que hacerlo me haría quedar como la niña que ya no hacía falta recuperar. Empezaba a sentirme muy a gusto en ese nuevo mundo de medias verdades, huidas, acentos especiales para personas que eran todas especiales.
—Intentaré ponérselo lo más fácil posible, señorita Fox. Su padre, usted y yo estamos juntos en una misión.