CAPÍTULO 9
CALCUTA DE NOCHE
La vida con Mr. Higgs fue la mejor escuela que pude tener. El «cuadro» que no podía acabar no dejaba de enseñarme cosas para convertirme en esa Rosalind Fox, mejor que todos.
Sus habitaciones, como él las llamaba, eran muchas, lo que me hizo sospechar que el barco era de su propiedad y que Mr. Higgs poseía el dinero suficiente para crearse toda esa aventura. La misión no tenía otro propietario o líder que él mismo.
Se disfrazaba de mayordomo más por excentricidad que por estrategia. Sinceramente, le daba risa asumir ese rol. Aprendí a verlo como una manera de mostrar algo de su carácter. Un mayordomo siempre es el principal sospechoso en una novela policiaca. Y casi siempre es lo primero que ves cuando acudes a una casa señorial. También, generalmente, el mayordomo suele ser más educado y cultivado que sus jefes. Y tenerlo indica poder, dinero. Y también casi siempre asumimos que el mayordomo es una especie de espía. Alguien que conoce todos tus secretos, pero del que nunca sabes qué uso les dará.
Mr. Higgs era todas esas cosas que asociamos a un mayordomo. Servicial, exigente, preparado para asumir cualquier responsabilidad, buena, mala, pequeña, aparatosa. Y eso lo aprendía con tan solo estar a su lado.
Tenía acceso a todos sus papeles. Y fue así como encontré una carta dirigida al Colonial Office, en la que solicitaba unos documentos que involucraran a la oficina gubernamental con su misión. Hablaba claramente de la situación detectada por sus operarios en la India, unos movimientos independentistas contrarios a que la inmensa nación siguiera bajo la protección británica. Recuerdo perfectamente una de las frases: «desde que se creara y forzosamente aceptáramos el nuevo orden mundial que la guerra nos dejó como herencia, el mundo está en permanente evolución. Pero unas veces esa evolución avanza hacia delante y otras, por extraño que parezca, lo hace hacia atrás. Se puede evolucionar en esa dirección, es precisamente lo que persigue la búsqueda de la independencia. Volver al estado primitivo, muy distinto al que ha desarrollado la colonia». Lo leí y me quedé de piedra. Mr. Higgs favorecía a la colonia. Rápidamente entendí que era un hombre privilegiado, pero también de pensamiento muy conservador.
Tenía que discutirlo con él, sobre todo para estar de acuerdo en continuar con la misión. Me apasiona la aventura y ser espía tiene mucho de eso, desde luego. Pero para ser la mejor tenía que fascinarme. Y para fascinarme tenía que estar completamente convencida de que la causa por la que luchaba lo merecía.
Para él fue muy fácil. Una simple frase, dicha con esa maravillosa voz y perfecta dicción, unía todos los puentes que la indecisión y el miedo se empeñaban en romper.
—Creo que es siempre una buena idea que cada individuo piense lo que quiere. Siempre y cuando no afecte el orden de las cosas y de los demás. Por eso no puedo estar de acuerdo con estos movimientos independentistas en la India, mi querida y precoz Rosalind. Y por eso, Rosalind, soy el gestor y propiciador de nuestra misión. Como hombre y como inglés, no puedo permitir que hagan algo contra los intereses de mi país. Y mi lema es: «como ingleses no podemos hacer nada por cambiar el destino de las naciones que colonizamos. Pero como ingleses debemos intentarlo».
—Le agradezco que me llame por mi nombre de pila. Me horroriza cuando me llaman señorita Fox —dije imitándolo. Mr. Higgs me sonrió.
—Así será, señorita Fox —remarcó—. Imagino que a estas alturas supondrá que mi verdadero nombre no es Mr. Higgs.
—¿Y si lo dejáramos así, que yo sea la señorita Fox para usted y usted Mr. Higgs para mí?
—Es un buen trato. En una misma negociación he hecho de usted una espía con ideología conservadora y una eterna señorita.
Se levantó y fue hacia otra de sus habitaciones y me pidió que lo siguiera. Era un salón con una asombrosa biblioteca de anaqueles muy altos, protegidos por puertas de cristal. Me dejó sentarme en su butaca favorita y él se sentó en el chester verde intenso como sus ojos. Me ofreció un vaso de agua, bastante fría, por cierto, que yo agradecí mucho por el calor reinante. Encendió un puro y se sirvió un whisky. Y sobre él exprimió un limón. Y ese simple detalle me hizo comprender que esa era la bebida de Mr. Higgs, no la del Embajador Fox. La estocada final al toro sin fuerza en que este viaje había convertido a mi padre. O, quizá, más que una estocada fuera una pincelada fatal sobre ese otro «cuadro» que era mi padre. Un cuadro que sí terminaba. Y como todo lo que se termina, abandonas.
—¿Cómo son esos movimientos independentistas, Mr. Higgs? —Reorienté la conversación.
—Sobre todo se dan en el norte. Podrían dividir de tal manera la nación que terminara por crearse un nuevo país. Sería algo muy doloroso para Inglaterra. La India, ya lo verá cuando lleguemos allí, es nuestra joya, la más importante, la más brillante en una Corona que ha perdido muchas. —Se levantó del chester y fue hasta su biblioteca mientras continuaba hablando, seleccionaba una serie de tomos, pesados, enciclopédicos, e iba colocándolos en la mesa que servía como escritorio—. La guerra ha disparado todas las batallas, señorita Fox. Recuerde siempre que cuando se gana una guerra, no terminan las batallas, sino que se multiplican. Por eso debemos hacer algo contra esos grupos. Y su padre y sus compañeros de telégrafos de la oficina en Londres me son muy útiles.
—Entonces esta operación es suya, no es del Gobierno, mucho menos de la Corona.
—En efecto.
Seguía sacando y colocando libros sobre la mesa y descubrí que no era un escritorio; este se encontraba en un extremo de la biblioteca, bajo la claraboya, y era precioso, redondo, de una madera con muchos pigmentos incrustados. Visto desde la butaca parecía un vientre, una especie de hermosa barriga inflada. La mesa que usaba era como un espacio sobre el cual poner, aparte de libros, grandes mapas.
—Hay un momento en la vida de toda persona que ha acumulado tanto como yo —Mr. Higgs disfrutaba cautivando mi atención con sus palabras, sus gestos y su entorno— en que necesitas devolver. Un poco, tan solo un poco. Quizá convenga que sepa un poco más de mí. Hace muchos años, al enviudar y perder a mi única hija, acepté luchar contra ese independentismo porque tenía una razón personal, señorita Fox. Miembros de un movimiento independentista asesinaron a mi esposa y a mi hija, en Londres, mientras yo ya me había establecido en la India.
Estaba muy callada, completamente absorta en sus palabras. Por eso tenía esa tristeza atrapada en sus ojos. Había perdido a sus seres queridos de la peor manera posible.
—No podía soportar cualquier pequeño recuerdo de mi paraíso arrebatado. Y tomé dos decisiones, muy duras ambas. No regresaría a Londres, no abandonaría la India. Me dediqué a conocerla más. Ir de una esquina a otra de su inmensa extensión. Y entonces recordé que alguna vez había visto en un mapa Calcuta y había pensado que era la ciudad más apartada de todas en la India, pese a ser una de sus capitales más importantes. A Calcuta llegó un espectro de mí mismo. Casi en los huesos, delirante, envenenado de mala ginebra y un poco de morfina, por qué no decirlo, tengo absoluta confianza en usted.
—Porque le recuerdo a su hija —me atreví a interrumpir.
—No. O sí. —Su habitual discurso perdió fluidez momentáneamente—. Sobre todo me da confianza que no me provoca dolor ni llanto el que me la recuerde tanto, señorita Fox. Es un buen signo. Una buena señal. Pero, permítame terminar de contarle sobre Calcuta. Fue amurallada el siglo pasado, seguramente porque al Imperio le costó Dios y su ayuda llegar hasta allí. Estaba rodeada de unas marismas infectas, un barro espantoso y maloliente, y después de la muralla, Europa y la Gran Bretaña consiguieron dividirla en dos grandes zonas: la europea, donde vivirás, y la India, que es también conocida como la Ciudad Negra.
—Es horrible. ¿Separan a los habitantes por color y nacionalidad?
—Hasta ahora ese sistema ha funcionado relativamente bien. No estoy de acuerdo, ya lo hablamos en el tren, pero es la única manera de establecer un orden.
—Injusto. Un orden injusto. En el Saint Mary Rose nos enseñan que todas las personas son iguales o semejantes a Dios, Mr. Higgs.
—Ah, la educación católica en un país protestante. Es cierto, pero tampoco del todo, señorita Fox, porque es imposible que seamos todos iguales. Las diferencias son importantes, al menos las individuales, las que caracterizan a las personas. Pero, por favor, no perdamos el hilo de la historia. Calcuta es muy rica en un material llamado yute, una especie de lino más rudo, pero con el que se visten esas personas que habitan la Ciudad Negra y prácticamente el resto de la India. Produciendo, vendiendo, distribuyendo esa fibra por todo el país, hice mi fortuna. El negocio creció tan deprisa que compré este barco y lo adapté a mis necesidades. Al poco tiempo de inaugurarlo, el negocio de exportación e importación del té, el yute y otras maravillas de la India con Gran Bretaña se incrementó. Mi fortuna me ha permitido hacer este viaje tantas tantas veces, señorita Fox.
—Y ahora la quiere emplear en evitar que los de la Ciudad Negra puedan vivir en la parte europea —dije, sin saber muy bien cómo iba a explicar mi propio razonamiento.
—Sí. En un principio, podría verse de esa forma, sin duda. —Mr. Higgs era un hombre hecho a sí mismo que admiraba la inteligencia por encima de todas las cosas y le gustaba hablar conmigo sin desmerecer la mía tan solo porque fuera una niña—. El verdadero peligro no son esos independentistas. Sino las potencias que puedan querer aprovecharse de ellos para quitarnos poder como Corona y como país, señorita Fox.
Eso sí que no lo entendía.
—Como ha visto en esa carta que escribí a la Colonial Office, después de la Gran Guerra, el mundo se ha hecho más grande. Y los intereses que antes controlaba nuestro país ahora tienen en los Estados Unidos un importante y despiadado enemigo. Los Estados Unidos nos han arrebatado poder desde 1872, querida señorita Fox. Después de la guerra, quieren tener presencia en una amplia variedad de naciones. La India les interesa porque es una manera de arrebatarle a Gran Bretaña el lustre, definitivamente. Por eso creo que hay que detener el avance independentista, porque al final lo fomentan los Estados Unidos, sin que, claro, podamos demostrarlo.
—Aunque quizá en los telegramas cifrados sí se pueda trazar su origen hasta los americanos —dije.
—Muy bien pensado, señorita Fox. —Se acercó a darme una libra de oro—. Muy bien pensado. Y para eso necesitamos a su padre. A pesar de que hasta ahora no hayamos podido encontrar nada.
Mordí la libra, me habían dicho que el oro siempre hay que morderlo para confirmar su autenticidad. Mr. Higgs volvió a soltar una carcajada.
—Merece más y lo tendrá. Todo a su tiempo. Me molesta pensar que en este viaje estamos robándole su niñez en aras de permitirle ser parte de una aventura, un viaje a través del mundo para conseguir una quimera —dijo, por vez primera dejando que su voz no fuera tan grave ni su pronunciación tan correcta—. Estoy seguro de que algún día sabrá perdonarnos —continuó después de una pausa.
Y ese algún día se me antojó tan lejano que sentí una suerte de desamparo, como si me hundiera en el más hondo de los pozos. Empecé a llorar y Mr. Higgs se quedó francamente sorprendido.
—No imaginaba que pudiese llorar, señorita Fox.
—Me parece injusto que siempre tenga que estar sola —expulsé entre hipos y lágrimas. No era exactamente lo que quería decir, pero presentía que conversaciones como esa son finitas. Deberían durar más, toda una vida; cuando suceden y terminan, sus protagonistas casi siempre acaban por separarse.
Mr. Higgs me abrazó.
—No estará sola, señorita Fox. No lo estás ahora, Rosalind —dijo muy tiernamente, por primera vez sin emplear el usted y el señorita Fox—. Nadie está solo, porque la soledad es la mejor compañía posible.
El barco hizo otra breve escala antes de cruzar el canal de Suez, una de las hazañas de la humanidad, un dolor de cabeza para mi país y una de las zonas más vulnerables del mundo durante la pasada guerra. Para mí, un calor muy denso, un ruido de coches y gente vestida con largas togas y turbantes.
Llevaríamos ya una semana de travesía, y me había acostumbrado a estar encerrada en los espaciosos camarotes de Mr. Higgs. Uno de ellos fue reacondicionado como mi habitación con una preciosa cama de palo rosa, tan exquisita como femenina. ¿De dónde vendría? ¿Podría ser la de su hija?
Era delicadísima, la cama, las sábanas en débiles tonos de rosa para combinar perfectamente. Y yo también combinaba. Rosalind en su cama de palo rosa, Rosalind en su mundo de rojos que no se atreven a serlo, Rosalind de nuevo rodeada de cosas prestadas. Extrañas herencias para una niña cada vez más extraña.
Me asomé a uno de los puentes del barco para ver ese nuevo destino extraordinario. Un puerto mucho más tranquilo que Gibraltar. La gente vestida de una forma más seria; mi padre, Mr. Higgs y el capitán reunidos en la orilla con unos caballeros que hablaban con muchos gestos y vestidos con largas togas blancas. A su lado, una máquina muy grande, como si fuera una especie de turbina. Varios mozos esperaban alrededor de ella para subirla al barco, y así fue apenas el capitán hizo un gesto. El mar era muy claro, de un verde transparente, invitaba a nadar incluso tan cerca del puerto; de hecho, varios niños, algunos de mi edad, lo hacían, saltando desde el muelle al agua y nadando unos metros para salir y volver a tirarse una y otra vez. Sentí que podía estar allí tan solo con pedirlo, pero no lo hice. Al mismo tiempo que sabía que debía estar jugando con esos niños, temía porque mi forma de ser, mi precocidad, como la llamaban los mayores, podía perderse, evaporarse si me unía a esos niños de mi edad.
¿Un pensamiento estúpido? ¿Un pensamiento del que me he arrepentido más adelante? Sí. Sí, ambas cosas, pero en ese momento necesitaba pensar para poder seguir adelante en el viaje. Era una decisión que necesitaba tomar. Y eso fue para mí el canal de Suez.
La biblioteca de Mr. Higgs, con esos libros que seleccionó durante nuestra conversación para que los estudiara, se transformó en mi gran mapamundi. Apenas me despertaba y me arreglaba, recorría los tres camarotes que separaban mi habitación de ese universo ordenado y protegido de libros y conocimiento. Leí sobre Calcuta y sobre Nueva Delhi, la ciudad que poco a poco iba arrebatándole liderazgo a la antigua capital textil. Descubrí un libro de moda hindú de hacía seis años, seguramente adquirido por Mr. Higgs para regalar a la desaparecida señora Higgs, y durante días me dejé llevar por la profusión de trajes que podía vestir. Los saris, de tantos colores, con tantos adornos en el pelo, y las pulseras. Claro que muchas joyas no iban a dejarme, por más precoz y valiente que me viera mi particular grupo de aventureros, y fue allí donde por primera vez deseé ser mayor. No en espíritu, sino físicamente. No solo adquirir un poquito más de estatura, sino tener senos, caderas, las piernas más redondeadas arriba. Me reía imaginándome como una especie de mujer atractiva y hasta femme fatale (que ya sabía lo que significaba porque lo había visto escrito en ese libro de modas), pero pelirroja e inglesa.
Cuando no estaba absorta viendo ropa y joyas e imaginándome que me vería algún día como Theda Bara o alguna de las condesas que aparecían retratadas en acuarelas divinas de los libros más «frívolos» de esa biblioteca, volvía a leer mis clásicos, que Mr. Higgs también había incorporado a aquella selección: Salgari, Defoe, Emily Brontë y su Cumbres borrascosas, que es una novela que siempre me ha sabido acompañar y que siempre leo en algún momento del año, y cada vez me identifico con un personaje distinto.
Leía, leía mucho, investigaba, quería saber más y más sobre la religión en la India. No hay una sola, sino una especie de matrimonio entre muchas ramas. Buda, por ejemplo, no está solo, en primer lugar porque hay muchos budas, son ocho y responden a distintas funciones. Y las deidades forman una especie de familia donde prevalecen Shiva y su entorno, que es muy poderoso. Siempre me ha gustado ver esta parte de la India con el candor de esa rara niña encerrada entre libros en la biblioteca del Karmandia. Fascinada ante las representaciones de Shiva, con sus tres pares de brazos, a veces sujetando cobras con sus extremidades en la parte superior, bailando o haciendo símbolos con las del plano medio, y rezando, meditando o sugiriendo paz con los brazos del plano inferior. Como pasaba mucho tiempo sola, ensayaba algunas de esas posturas y me maravillaba que consiguiera sostenerme en perfecto equilibrio y además ejercitando mis piernas y brazos. Sí, solita estaba descubriendo los principios del yoga. Y sin haber llegado aún a Calcuta.
Veía a mi padre, al principio de la tarde, después de comer. Un rancho que se había vuelto completamente inglés después del susto por el envenenamiento frustrado, con lo cual era muy frugal: salchichas, huevos, un poco de pollo, espinacas hervidas y patatas, día tras día hasta que te acostumbrabas y la comida perdía sabor. En esas horas en que estábamos juntos, Ronald Fox prefería dedicarse al estudio de esos telegramas que interceptaban a través de aquella máquina que subió a bordo antes de dejar el canal de Suez. Insistía en que me enseñara, pero él seguía en sus trece de que ya había hecho demasiado atravesando la estación Victoria con aquella maleta y la cajita dentro. Recordé que supuestamente sería un regalo para esa Lady Amanda, de la que nunca más volvimos a hablar.
—No puedo ahora, Rosalind, en serio. Desde que dejamos Suez, el ritmo de telegramas se ha incrementado.
—¿Nos esperan muchos peligros en Calcuta? —le pregunté.
—Tanto como peligros, no lo sé. Pero es probable que coincidamos con una revolución, hija mía.
Sus palabras no parecían una advertencia. Había leído ya mucho sobre las revoluciones y levantamientos en Calcuta, precisamente por la existencia de esa profunda brecha entre la parte europea y la Ciudad Negra, y el auge de esos grupos independentistas que querían separar toda esa parte del país y convertirla en una nueva nación, al igual que pasaba con el norte.
Una de esas tardes me fui a dormir con una aprensión, me asustaba tener un mal sueño. Y lo tuve: Mr. Higgs y yo entrábamos en un castillo muy antiguo y oscuro, rodeado de extraños pájaros que sobrevolaban y nos conducían hacia un sitio sagrado. Los ocho budas y Shiva estaban tallados en las paredes y en el medio crecía un pasto de un verde tan brillante que tuve que proteger mis ojos. Y en el medio había una vaca que se esmeraba en ofrecerme una sonrisa. Mr. Higgs me prevenía de no acercarme a ella, pero yo me dejaba dirigir por esa sonrisa en un animal que jamás sonríe. Y me acercaba y me acercaba hasta que una sirena, el ulular de una sirena, no una criatura mitológica, me despertó y comprobé que estaba dentro de la cama de palo rosa, pero por la claraboya entraba una luz blanca, como si la hija de Mr. Higgs fuera a descender del cielo para terminar de explicarme el sueño en una visita fantasmal.
Pero no, no era el cielo el que iluminaba la estancia, sino el faro de entrada en el larguísimo acceso al puerto de Calcuta. Poco a poco escuché las palabras en bengalí e inglés, órdenes desde los pequeños barcos que acompañaban al Karmandia para entrar y desembarcar. Mr. Higgs apareció en mi habitación y sonrió al verme completamente despierta y a punto de empezar a vestirme para conocer mi nueva ciudad. Salimos juntos a la cubierta y, pese a que había luz en las esquinas del largo muelle, mi bienvenida a Calcuta era oscura, como el principio de mi sueño.
—Suerte infinita tienen los que llegan a Calcuta por la noche —escuché decir a un viejo marinero que ayudaba a atar los cabos del Karmandia.