CAPÍTULO 37
ESCRITO EN LA PARED
No me quedé encerrada después de ese incidente. Al día siguiente, como si nada hubiera pasado, acudí a la casa de caridad. Y allí estaba, también como si nada hubiera pasado, la señora Beigbeder. Nos saludamos, no hicimos referencia alguna a la fiesta de los Hierro y nos pusimos cada una a desempeñar nuestras ocupaciones. En un momento dado hice una llamada a la propia anfitriona sin nombre y con absoluta tranquilidad le agradecí su invitación y la agradable velada para, de inmediato, sugerirle una donación de varios miles de pesetas para adquirir medicinas para la casa de caridad. Esa misma tarde un mensajero de los Hierro trajo un talón por varios miles de pesetas. Una cantidad estratosférica.
La vida en Madrid era así, infame, sucia, peligrosa, debajo de una apariencia correctamente maquillada. Escrito en la pared no había nada, pero yo sí alcanzaba a verlo. La sociedad de triunfadores de la guerra, los vinculados al Gobierno, los que andaban por la calle inflados de medallas y sonriendo su triunfo a los desposeídos, tenían mucho contra nosotros, contra Juan Luis y contra mí. En cualquier momento una noche como la de la fiesta, con su espantoso final con violación no consumada, podría repetirse, y esa vez sí conseguir su objetivo final. Acabar conmigo.
Esos poderosos, esos vencedores de la guerra civil sabían que podían atacarnos, que nos defenderíamos con uñas y dientes, pero volverían hasta que no tuviéramos fuerzas para defendernos.
No dejaba de asombrarme cómo Madrid parecía dividida en dos. Mi parte de la ciudad, donde las señoras caminaban más despacio y vestidas con esas ropas cuidadosamente preservadas, bolsos de cuero envejecido, guantes con las puntas roídas, era una parte que hacía todo lo posible por olvidar la guerra. Y apenas dos calles más allá, las calles sin asfalto, oscuras, los niños mal vestidos y alarmantemente delgados, mirándote con la tristeza del hambre, como si la guerra no hubiera terminado.
En algunas casas, los interiores daban la sensación de alojar prostíbulos improvisados, mujeres apenas vestidas miraban hacia la puerta esperando clientes. Otros interiores daban miedo, como si dentro de ellos estuviera desarrollándose un mercado negro de víveres, medicinas, documentos, visados para escapar de ese mundo sin luz, orgullo, futuro, de los perdedores.
Las cosas tampoco eran fáciles en las ocasiones en que Juan Luis y yo podíamos vernos. En cada evento oficial, una inauguración en el Prado, por ejemplo, aprovechábamos para asistir y establecer una especie de mudo, cuidadoso, vigilante contacto. O en una celebración en las embajadas latinoamericanas, en especial la Argentina, que no paraba de dar fiestas y servir fantásticas maravillas de esa tierra prodigiosa, empanadas, asados, con esa fantástica carne que llegaba hasta la embajada sorteando los controles de la aduana de España y de Europa en guerra. Llegábamos por separado, yo generalmente acompañada por Valentine (que parecía repetir en Madrid su red de informantes al servicio de la Corona británica, sin incluirme, por ahora, entre ellos) y manteniéndome próxima a los invitados diplomáticos hasta que el flamante ministro de Exteriores los saludaba —como era su obligación—. Invariablemente, alguien nos presentaba y con amabilidad aclarábamos que nos conocíamos desde hacía años, en Berlín, invocábamos a Sanjurjo y añadíamos Tetuán rememorando siempre las bellezas de nuestros desaparecidos jardines al norte.
Sí, era triste. Y estúpido, necio, todo ese preámbulo, ese discutible teatro, pero garantizaba que los diplomáticos se evaporaran y pudiéramos quedarnos solos para que Juan Luis recordara algo de la casa o del palacio donde nos encontrábamos. «Fue la posesión más preciada de la familia Guzmán en el siglo pasado», decía, e íbamos juntos, debidamente distanciados, avanzando por los salones hasta que entrábamos en las cocinas, deslumbrábamos al servicio y salíamos por la puerta de atrás hacia uno de los coches no oficiales de Juan Luis y regresábamos a mi casa. A besarnos, a hacer el amor como si en realidad no fuera cierto que nos conociéramos y fuéramos absolutos extraños que desean devorarse por primera vez.
Juan Luis dormía en mi casa. Hasta minutos antes de que se levantara la mañana. Ya sabía que la señora Beigbeder dormía hasta tarde. Me despertaba y lo escuchaba irse y poco a poco la habitación se inundaba de esa luz gris, luego azul, y de inmediato rosada y amarilla de los amaneceres en Madrid. ¿Qué tipo de vida era esa? ¿Cuánto iba a durar? Si la guerra civil empezó creyendo durar cinco días y fueron tres años, si la Segunda Guerra Mundial se alargaba ya un año y medio sin proyección en el futuro de un final inmediato, ¿cómo íbamos a saber nosotros lo que duraría nuestro amor escondido, furtivo, prohibido?
No disminuía, al contrario, no hacía más que crecer. Me alegraba de verlo al final del pasillo en la embajada. Delante de Las meninas de Velázquez en la recepción en el Prado. Deleitándose delante de El jardín de las delicias, la mayoría de las veces. Acariciándose los cabellos de las sienes durante un acorde en los conciertos; leyendo un documento antes de firmarlo delante de un mensajero a las puertas del ayuntamiento; en la entrega de alguna medalla a otro de esos generales atiborrados de grasa y hojalata. Invariablemente, él me sonreía y frotaba sus manos, como si al hacerlo desprendiera su inconfundible perfume mientras interpretábamos nuestro teatrillo de «¿Que si conozco a la señora Fox?», aprovechando para mirarme como lo había hecho esa primera vez en el hotel Adlon en Berlín.
Era un amor imposible, y tan real, indomable y valiente. Cada obstáculo, por más diario y letal que fuese, afianzaba más y más los cimientos de ese amor. De alguna manera, ese Madrid cubierto de ruinas modernas era un escenario hermoso, misterioso, envolvente para nuestro amor. Mientras todo a nuestro alrededor estaba roto o cojo, falto de algo, nosotros nos fortalecíamos. Nos hacíamos uno. Fuertes, unidos, invencibles, deslizándonos a través de mentiras con mejores mentiras, besándonos en oscuridades cubiertas de más oscuridad, amándonos en sábanas silenciosas, reprimiendo nuestros gemidos dentro de nuestros besos.
Valentine apareció una mañana sin avisar en mi casa. Estaba sola, Zahid había salido a buscar arroz, huevos, carne y alguna conserva de estraperlo para un almuerzo que debía a la embajadora argentina. Aunque fuera mi acompañante en más de una fiesta, esa mañana lo noté raro. Como si llevara maquillaje para ocultar heridas, moratones en su rostro.
—Quizá haya que animar un poco su vida en Madrid, señora Fox.
—De ninguna manera —aclaré de inmediato—. Demasiado tengo trabajando en la casa de caridad y atendiendo las invitaciones de las embajadas. Me hago mayor, Valentine. Voy a cruzar la frontera de los veinticinco años.
—Tonterías —dijo—. Madrid es un nido de espías, querida mía, precisamente porque es de las poquísimas capitales europeas que no está involucrada en la guerra. Es curiosa su habilidad para estar siempre en una ciudad rodeada de espías e información, señora Fox.
No le di ninguna respuesta. Detestaba de Valentine esa manía por dar vueltas y vueltas. Nos conocíamos, juntos habíamos vivido el extraño episodio de la persecución en la que estaban involucrados también Sanjurjo e Ilíada, como llamábamos en clave a aquel joven poeta contrario al régimen de Salazar y novio de una heredera Castelo-Branco. Y Palmira, mi sirvienta, acribillada por matones que buscaban eliminarme a mí.
—Su cercanía al ministro de Exteriores es muy importante para nosotros —soltó.
—De ninguna manera, Valentine.
Me levanté muy seria. ¡Vamos!, era ridículo que viniera con una petición así y en mi casa, sembrada, atiborrada de micrófonos y todo tipo de artilugios de espionaje.
—Valentine, o se ha vuelto completamente idiota o completamente insensible, que en el fondo es lo mismo. Esta casa está vigilada. Todo lo que estamos hablando lo están escuchando la policía municipal, la nacional y la secreta al mismo tiempo. ¿Qué es lo que pretende? ¿Que espíe a un amigo mío? —Debía autocorregirme, «que vuelva a espiar a Juan Luis», porque ya lo había hecho en Tánger, pero preferí no hacerlo para que Valentine entendiera que todo lo que hablábamos estaba siendo registrado—. Además, usted debe saber que, por varias razones, he preferido apartarme de estas cosas. Se lo he dicho a Mr. Higgs. La última vez que averigüé algo para él, lamentablemente, muy lamentablemente, no sirvió de nada. Nadie pudo detener un cruel ataque sobre gente inocente —dije.
Valentine me escuchaba con sus ojos fijos en mí.
—El ministro de Exteriores es mucho más que un amigo, señora Fox, ahora que sé que nos están escuchando todas las policías.
Era un golpe bajo. Valentine hizo un gesto para que lo siguiera y fue hacia el baño de visitas. Precisamente por estar decorado con azulejos que había conseguido en una subasta de un antiguo importador andalusí, era muy probable que allí no pudieran instalar micrófonos secretos. Dudé en seguirlo, porque sabía que lo que me dijera ya iba a ponerme en problemas. Pero hay algo a lo que nadie puede resistirse: tener una conversación completamente íntima.
—Destruir Inglaterra es la prioridad absoluta de Hitler —empezó Valentine, de espaldas al espejo del baño; podía ver que mantenía muy buena cabellera—. Tenemos sospechas de que los planos para atacar importantes bases militares inglesas, como Gibraltar, Malta e incluso tan lejanas como Bermudas, han pasado por Madrid.
—No soy la persona para eso, Valentine —insistí.
—La relación del Gobierno franquista con la Alemania nazi es profunda, Rosalind. Han aceptado que España esté aislada del conflicto porque en realidad el Gobierno, con Serrano Suñer a la cabeza, les garantiza que hagan aquí las reuniones estratégicas sin que nadie en Europa los detecte. Y, como usted bien sabe, les garantizan apoyos militares, vamos, hasta les han abierto el espacio aéreo. ¿Acaso no se ha dado cuenta de que en las fiestas de las embajadas cada vez hay más alemanes?
Tenía razón. Altos, rubios, bien alimentados, observando a las mujeres y los hombres como si fueran platos servidos en bandejas chorreantes de salsa y guarnición. Daban asco. Y pavor.
—El ministro de Exteriores, su amigo, ha estado reunido con el canciller alemán varias veces en este mes.
No iba a decirle que lo sabía. Y que me inquietaba. Y que hubiera preferido no saberlo ni vivirlo.
—Extraoficialmente, hablan de estos planos y estrategias que le he dicho. Las fronteras españolas les permiten conservar armamento importante si en algún momento empiezan a perder la guerra contra los aliados.
—Valentine, empieza a cansarme. Mi respuesta es no. A todo lo que me diga o proponga. No.
—Un segundo, Rosalind. El Gobierno español intercambia presos políticos por ayudas económicas nazis. Juan Luis lo ha detectado y lucha por paralizarlo. Pero Alemania considera que muchos judíos con dinero están escapándose a España para alcanzar Lisboa y abandonar el continente. Todo esto, aprovechándose de la falta de claridad de la relación entre los dos países. Alemania quiere forzar más controles sobre esos «transportes» de presos desde España. Quiere, de alguna manera, hacer que esos judíos formen parte de esos «delincuentes» contrarios a la nueva España. Y exterminarlos.
—Es demasiado, Valentine —y estallé—, estoy harta de alemanes. Y de sus supuestos ataques. Y planos. Cancilleres, exterminios, infamia tras infamia. Llevo toda mi vida escuchando la misma espantosa advertencia: Alemania es nuestro enemigo. Ahora todo esto puede costarle la vida a Juan Luis. No puedo más. Quiero otra vida. Búscate a otra persona, alguien que esté dispuesto a seguir creyendo que el mundo es una persecución. Un eterno combate entre el odio, el mal y la destrucción.
Valentine me miraba exactamente igual que al principio de la conversación. Mis palabras no surtían efecto.
—Piense en el peligro que significa para su amigo el ministro intentar detener algo que los nazis quieren.
Escuchamos la puerta principal abrirse y cerrarse. No podía ser Zahid, siempre entraba por la de servicio. Y si fuera Juan Luis, sería fatídico que nos encontrara a Valentine y a mí discutiendo en el baño de invitados. Y de paso revelándole al escritor la facilidad con que entraba en mi casa.
Entonces Valentine dio un fuerte golpe al lavabo provocando una avería en él, y rápidamente se agachó, ajustándose la camisa para «repararlo». Juan Luis nos encontró así, y antes de que yo siguiera con mi parte de la representación observé en su rostro una profunda tristeza. Amargura más bien.
Hice las presentaciones y la obligada explicación. «Valentine vino a traerme correspondencia de mi familia. Y empezamos a escuchar cómo el lavabo perdía agua. La verdad, desconocía esta destreza en tan extraordinario escritor, pero…».
Juan Luis lo saludó sin darle mucha importancia y rápidamente despedí a Valentine, una vez que corrigió el estropicio que había creado. En la puerta, volvió a decir con su mirada que debería hacer caso de sus peticiones, pero lo que deseaba era hablar con Juan Luis. Algo más grave debía de haber pasado para que apareciera en mi casa.
—El horrible general que intentó… —él mismo no podía decir la palabra violación— ha hablado con Serrano Suñer.
—Entonces, no has debido venir aquí —dije de inmediato.
—Estamos rodeados —dijo mirándome.
Me cubrí el rostro con las manos. Dios mío, pensaba, estaba perdiendo el control de la situación. La mujer enamorada había conseguido apoderarse de la joven y precoz espía.