CAPÍTULO 36

EL OTRO LADO DE LA GUERRA

Escuchábamos el sonido de la orquesta. No era la misma orquesta de la iglesia. No, era una de ritmos populares, es decir, la fiesta en casa de los Hierro era una auténtica celebración. Un fiestón, como decían ellos mismos. La orquesta parecía encantada de poder interpretar ritmos de antes de la guerra. Al principio no me percataba de ello, pero cuando tuve tiempo de estar cerca de los músicos, entendí que las partituras que empleaban eran prácticamente reliquias de los tiempos de paz que habían conservado a lo largo de los terribles días de la confrontación.

Pero tan solo por ese detalle, cualquiera que entrara como yo y la señora Beigbeder a esa casa en el piso último de un imponente edificio, no podría testificar que estaba en una fiesta de gala en el Madrid de después de la guerra civil. Era como si el tiempo se hubiera detenido en ese piso en algún momento entre 1934 o 1935, y nada de lo que sobrevino después lo hubiera alcanzado.

Había al menos seis camareros, que cargaban bandejas con champagne francés, vinos, cerveza y el ocasional destilado para los señores que se retiraban ya hacia la biblioteca o el billar a jugar o disfrutar de sus cigarros. Una señora con cofia y delantal recogía los abrigos y los colocaba en perfecto orden dentro de un guardarropa inmenso y muy bien decorado con parte de la colección de platos antiguos de los dueños de la casa. Todos los espacios eran suntuosos, los muebles elegantes, antigüedades en perfecto estado, de origen francés, profusamente dorados, y muebles más modernos, funcionales, elegantes, como las personas que los poblaban, perfectamente peinadas, enjoyadas, maquilladas y preservadas. Seguramente, por observar a tanta gente necesitada durante aquellos meses, me asombraba aún más la elegancia de estos invitados. Parecía irreal, pero no, era auténtica. Estaban ahí, muchos de ellos mirándome de arriba abajo, a mi atuendo de Marlene Dietrich, al lado de la esposa de quien todos parecían saber que era mi amante.

—Señora Beigbeder, Juan Luis nos ha informado de que vendría sin él y afortunadamente la vemos acompañada…

—Rosalinda Fox, mi mejor colaboradora. O quizá debería decir que soy yo su colaboradora. Sin ella no tendríamos nada que ofrecer a los desamparados —dijo la señora Beigbeder a la mujer que no dejaba de manifestar reprobación, incluso inquietud ante mi vestuario. Empecé a entender por qué habíamos estado sentadas casi escondidas en la iglesia. La señora Beigbeder me ocultó que mi vestuario era una equivocación. Algo incluso peor. Una provocación.

—Encantada de tenerla aquí —dijo la dama, sin ofrecer su nombre, dirigiéndome la mirada y su mano. Es cierto que no hacía falta que se identificara, era la señora de la casa, indiscutiblemente. Pero en Inglaterra, las personas estamos acostumbradas a presentarnos, seamos las señoras o simples ayudantes del servicio.

Champagne, por supuesto, los ingleses aman el champagne —continuó la señora anfitriona sin nombre.

—Si lo rechazara me tomaría por algo que no soy. —Me adelanté, sirviéndome yo misma de la bandeja que tenía más cerca y agradeciendo en inglés al camarero.

El silencio era estruendoso. Todo el mundo parecía estar muy atento a lo que hacía. Lógicamente el atuendo ayudaba o, al contrario, empeoraba las cosas. Pero las miradas eran taladradoras.

—Mi querida señora Beigbeder —dijo subrayando el señora—, imagino que conoce a todos. El general Armas y su esposa, el coronel Pérez Nogueira y su esposa, los señores Rey-Siñeriz y sus encantadoras hijas. Lamentablemente, los Franco se han excusado, no es momento de fiestas para ellos.

Fuimos dejándolos atrás en lo que me pareció una eternidad, porque las miradas se quedaban clavadas en mí. Paseé la mía por el resto de la fiesta. El comedor al fondo parecía contener comida suficiente para abastecer tres o cinco casas de caridad como la que llevábamos la señora Beigbeder y yo. No podía evitar pensar que las guerras se luchan para que personas como estas puedan seguir disfrutando este tipo de fiestas. ¿De qué otra manera podría explicarme que estuviera asistiendo a lo que estaba asistiendo?

—Rosalinda, no me dejes sola —dijo la señora Beigbeder de nuevo junto a mí.

La señora anfitriona sin nombre se alejó de nosotras para incorporarse a un grupito donde sus miradas y cuchicheos demostraban que la señora Beigbeder y yo éramos el principal tema de conversación. Hablaban de mi atuendo, pero claramente eso era lo que menos les llamaba la atención.

Me sentí atrapada. Expuesta y atrapada. A la vista de todas esas personas, militares cuajados de insignias, sus esposas atemorizadas y reducidas, embutidas en vestidos que denotaban que, aunque hubieran ganado la guerra civil, la guerra contra el tiempo no les había sido igual de afortunada. Era evidente que esa contienda las había envejecido prematuramente durante el conflicto que había destruido su propio país. Sus maridos también lucían mayores, caballeros con aspecto de decentes pese a que en sus miradas había todo tipo de resentimientos, infamias, mentiras.

—En realidad, creo que es mejor que me marche, señora Beigbeder —dije con decisión—. Creo que mi traje no ha sido una buena idea. Nos miran demasiado. Hablan de nosotras —le hice saber.

—No, no, te lo suplico, no me dejes sola. Sé lo que sientes —dijo ella—. Es chocante nuestra actitud, pero entiéndelo. Hemos pasado mucho tiempo en guerra, aislados, y no estamos al corriente de las modas.

Quise decirle que no era solo el traje. Éramos nosotras dos juntas lo que agitaba el revuelo. Pero me callé porque comprendí que ella sabía desde el principio que existiría tal revuelo. Lo había premeditado.

—Rosalinda, nuestra casa de caridad necesita que estemos aquí. Y yo necesito disfrutar de la música, hace tanto tiempo que no disfrutamos de un baile —propuso la señora Beigbeder.

Me daba asco. Me sentía profundamente incómoda. Más aún cuando volví a mirar hacia el comedor y descubrí cómo una de las invitadas envolvía un pollo entero en un par de servilletas y lo introducía en su bolso. ¿Cómo podía hacer algo así? Porque había tanta comida, porque todo era como una farsa dantesca. Una mentira reflejada en miles de espejos frente a frente. ¿Y de dónde venía toda esa comida? ¿Toda esa bebida? ¿Esos cigarros? A los camareros, al menos, los podía entender, era un empleo efímero que les garantizaría unos cuantos duros a esas personas que parecían más cultas y refinadas que aquellos a quienes servían.

El destino disfruta medrando en las fiestas. Nunca sabes qué va a suceder ni como anfitriona ni como invitada. Cuando ya creía que no quedaba nadie sin reparar en mi vestuario y mi aspecto de amante escandalosa, una voz amiga surgió detrás de mí. Esa manera de frasear, de disfrutar con el idioma, todo bajo ese cortado, aspirado acento de los londinenses.

—¡Valentine! —exclamé. Era él, el célebre escritor que había conocido en Portugal y también el no tan camuflado espía al servicio de la Corona—. ¿Qué más puede estar pasando en Madrid para que esté aquí también?

—De momento observo esta comedia de equivocaciones interpretada por una Marlene Dietrich pelirroja y una señora vestida de luto —soltó él mientras me guiñaba un ojo y se desplazaba hacia otra parte de la fiesta.

La música repentinamente se hizo más clásica. Una serie de nocturnos de Chopin y unas sinfonías de Mozart, bastante bien ejecutadas por esa orquesta que parecía servir para todo, calmaron mis nervios y rabia, mientras me sentaba en el salón donde ahora parecíamos asistir a un concierto de cámara. La música, sí, me relajó. Pero no consiguió que dejara de pensar que era un error, una equivocación, un mal trago, estar allí. La señora Beigbeder parecía encontrar una paz superior en la música que escuchábamos. Su rostro se relajaba al punto de que la edad parecía crecer, apoderarse de ella. No sé exactamente por qué, pero observándola así sentí que lo sabía todo. Todo acerca de Juan Luis y de mí, que durante ese tiempo juntas al frente de la casa de caridad me había engañado, haciéndose mi amiga para en el momento menos pensado tenerme completamente a su merced y exponerme, humillarme, vengarse, castigarme, derrotarme no solo delante de todos los que la acompañaban en esa fiesta, sino delante del propio Juan Luis.

Y apenas hube pensado su nombre, Juan Luis estaba debajo del marco de las puertas del salón donde escuchábamos a la orquesta.

Era una encerrona. Y había acudido a ella vestida de Marlene Dietrich, la eterna femme fatale del cine de esa época. Todo mi pelo rojo pareció encenderse aún más. Creía que todas las luces de esos salones se apagaban y solamente éramos visibles Juan Luis y yo mientras la señora Beigbeder cerraba los ojos y se entregaba a la música que tanto la tranquilizaba y envejecía. Era el plan perfecto. ¿Cómo iba a haber rechazado esa invitación? Haciendo más evidente lo que ahora era una pieza más de comida para esas fieras hambrientas, pero triunfadoras. Los amos de la guerra, los que iban a enderezar el país sin piernas tenían delante de sus ojos envilecidos a los dos grandes pecadores, los amantes de África. El flamante ministro de Exteriores junto a su esposa y su amante inglesa y pelirroja.

Juan Luis no se movió de debajo del marco de la puerta e hice lo mismo, en ningún momento dejé de observar a los músicos, que parecían contagiarse del nerviosismo, la soterrada electricidad del momento. La señora Beigbeder insistía en relajarse tanto que parecía dejarse llevar más por el sueño que por el ritmo de la orquesta. Nunca los nocturnos de Chopin fueron más largos e inapropiados. La música que bien podría hablar del amor que sentíamos Juan Luis y yo era ahora como el acompañamiento musical de nuestro funeral. Pero por más larga que se hiciera, no deseaba que terminara, porque no sabía qué hacer, cómo reaccionar.

—Querida —era la voz de Juan Luis, suave, acariciadora, llevaba tantos meses sin escucharla así de cerca, sin estar rodeada de extraños ruidos en nuestras escasas y complicadas conversaciones telefónicas—. Te has salido con la tuya y has escuchado tus queridos nocturnos —agregó, extendiéndole la más cariñosa de las sonrisas a su esposa.

La señora fingió seguir aún atrapada en las espirales de la música, pero sus dedos, regordetes, se movían nerviosos. Manifestaban su deseo de que todo explotara cuanto antes. Que alguien dijera: «Escándalo, la amante y la esposa en la misma habitación». Pero Juan Luis no lo iba a permitir. Tomó una de esas manos de dedos nerviosos y la apretó suavemente hasta que ella abrió los ojos y observó su espléndida sonrisa. Inmediatamente después, se dirigió hacia mí.

—Señora Fox, disculpe que no la saludara antes, no he visto a mi esposa desde ayer, salgo muy temprano al ministerio y ella duerme hasta tarde. Me gustaría agradecerle las molestias que se toma para que la casa de caridad esté funcionando con tanto tino y responsabilidad —me dijo ofreciéndome la misma mirada de cariño y solidaridad. Tan parecida a la que le había ofrecido a la señora Beigbeder que sentí celos.

—Es un placer trabajar junto a su esposa —dije—. Aunque estamos seguras de que nos ayudará a convencer a nuestros espléndidos anfitriones de que también nos echen una mano, varias manos, después de esta noche para nuestra causa.

La señora Beigbeder se levantó de una manera un tanto brusca.

—Vámonos a casa —dijo, y de nuevo ese atronador silencio se hizo dueño de la sala.

La anfitriona que nunca dijo su nombre me miraba mientras una pequeña sonrisa crecía en sus labios.

—No podemos, cariño. El señor Serrano Suñer se nos unirá en breve y —continuó hablando mientras arrojaba una mirada autoritaria sobre todos los que nos observaban—, lamentablemente, debemos ocuparnos de algunas cosas importantes para enderezar nuestra atribulada patria.

Se mantuvo cautelosamente cerca de mí. Y desde allí dirigió un saludo a la anfitriona sin nombre que apretó tanto el tallo de su copa de champagne que casi lo parte. La puerta principal volvió a abrirse y vi por segunda vez en mi vida a Serrano Suñer. Lo miré admirada porque parecía más alto, como si el poder le hubiera agregado unos centímetros. Y también mucho más cordial. Apenas me vio, fue el único que no reparó dos veces en mi disfraz de Marlene Dietrich. Estrechó mis manos, me besó en ambas mejillas.

—Señora Fox, estoy muy contento de verla tan integrada en nuestra ciudad.

Iba a decirle algo y siguió hablando.

—Desde luego los señores Beigbeder estarán encantados de retribuirle el buen trato que tuvo usted con ambos en el protectorado. ¿No es cierto, María? —agregó, dirigiéndose por fin por su nombre a la señora Beigbeder—. Imagino que habrás agradecido a la señora Fox sus inmejorables atenciones y organización durante tu visita a Tetuán.

La señora Beigbeder no dijo nada. Lo siguiente sucedió muy deprisa. Juan Luis presentó a Serrano Suñer a los dueños de la casa y este inclinó brevemente su cabeza hacia la anfitriona sin nombre y, rápidamente, entró junto a Juan Luis en una habitación para hablar esos temas tan importantes. El resto de los invitados no sabía muy bien qué hacer. O colocarse detrás de la puerta a escuchar la conversación entre los dos ministros. O continuar observando el delicado sainete de la amante y la señora esposa.

Hasta que la señora Beigbeder empezó a reír de una manera exagerada, brusca. Casi podría decirse que como si estuviera loca. La anfitriona fue hacia ella, pero la señora Beigbeder la separó con esa misma brusquedad de su risa. Consiguió levantarse de su cómoda butaca donde había disfrutado esa música que tanto quería oír, tambaleándose. Empezó a apartar cosas que no nos eran visibles, pero que parecían molestarla. La anfitriona sin nombre insistió en ayudarla.

—¡Déjame en paz, bruja! —le gritó. Y el silencio fue, de nuevo, atroz—. Sois todos brujos. Sois todos mierda. Querías verme así. Y yo quería vuestro dinero. Vuestro dinero de mierda. —La palabra sobresaltó al grupo. Y la señora Beigbeder no podía dejar de repetirla. Como seis, siete, nueve veces la dijo hasta que la anfitriona consiguió reducirla y apartarla a otra habitación.

El plan tan minuciosamente elaborado, la humillación pública tan exquisitamente preparada hacia mi persona, había fallado estrepitosamente. Me mantuve quieta, soportando estoica el que nadie me hablara y todos me miraran. La puerta de la habitación donde seguían reunidos Juan Luis y Serrano Suñer continuaba cerrada, completamente ajenos a la escena creada por la señora Beigbeder.

Ella regresó, débil, desorientada, como si le hubieran administrado un sedante. La anfitriona sin nombre la acompañó hacia el guardarropa. Entonces consideré que era mi momento de acercarme, sin decir otra cosa que no fuera pedir también mi abrigo. Ella apretó sus puños al tenerme cerca y entonces nos miramos. Sus ojos me detestaban y en cambio los míos no podían dejar de reconocer que algo mucho más grave que los celos o la humillación estaba corroyéndola. La locura. Estaba enferma, desquiciada.

Valentine, ¿quién si no?, vino a mi lado. Sin más explicaciones, pidió mi abrigo a la encargada del guardarropa y se mantuvo junto a mí mientras la señora Beigbeder conseguía enderezar sus pasos e ir hacia la puerta. Creí que la anfitriona sin nombre tomaría el relevo y arrojaría champagne sobre mi atuendo de Marlene Dietrich, pero en cambio la anfitriona sin nombre fingió un súbito dolor de cabeza que seguro se hizo real cuando observó cómo los generales y sus esposas se llevaban en sus bolsos, bolsillos y manos, trozos de fruta, púdines, galletas, cigarros, rebanadas de ternera y pollo, nueces, botellas semivacías y hasta ceniceros de plata que ninguno de los camareros ni camareras con cofias quisieron evitar que robaran.

Una vez en la calle, Valentine insistió en acompañarme.

—Vivo muy cerca —le dije.

—Ha conseguido librarse de una buena en esa casa —insistió.

Empecé a andar, no quería hablar más. No tenía que dar ninguna explicación si tampoco lo había hecho en la fiesta emboscada.

—Madrid es una ciudad peligrosa. Y su noche todavía más, senhora Fox —me advirtió, despidiéndose sin darme ninguna razón del porqué de su presencia en Madrid.

Seguí bajando hacia mi casa, hacia el portal con el número fatídico, riendo. Riendo sin parar, sin poder controlarme. Con tanta fuerza, con tantas ganas, con tanto odio y repulsión hacia lo que acababa de vivir y ver que no me di cuenta de que me seguían.

Alcancé mi portal, pero no tuve tiempo de detener que una mano enguantada me tomara del cuello y me aplastara contra el muro en la parte menos transitada de mi calle, introduciéndome a la fuerza por la puerta de servicio y sujetándome brutalmente para que no lo atacara. Me ató e inmovilizó, y dejó caer sobre mi rostro su aliento a buen licor, quizá sin darse cuenta de que podía reconocerlo como uno de los invitados de la fiesta. Su respiración se hacía cada vez más fuerte, jadeaba. Y en la poquísima luz tampoco podía ver más, porque su mano enguantada me cubría el rostro para que no lo viera, aunque su asquerosa proximidad me permitía sentir que estaba excitado y que se bajaba los pantalones dispuesto a violarme vestida de Marlene Dietrich.

No podía gritar, pero decidí morder su mano enguantada. Morderla con todas mis congestionadas, atemorizadas, culpables fuerzas, no solo de adúltera, sino de idiota por no haber podido adivinar la extensión de esta espantosa encerrona. Algo sonaba, como si tuviera tenedores o cuchillos escondidos entre su ropa. Ese ruido metálico, su respiración entrecortada y fuerte, el aliento del buen vino, los restos del pollo que seguramente también habría robado empezaban a restarme fuerzas. Quería vomitar y deseaba que así fuera para hacérselo en la cara, pero cualquier gesto de náusea previa le irritaría aún más y me agrediría con más violencia. El ruido metálico como de tenedores en su pecho seguía y me di cuenta de que podría tratarse de medallas. Era uno de esos generales de la fiesta que me había seguido hasta mi casa. Que iba a violarme para demostrarme lo que toda esa gente pensaba de mí. Que era una puta, una puta inglesa, que se acostaba con uno de ellos para sonsacar secretos del Gobierno.

Me golpeó en las rodillas para doblegarme y al casi caer dejé escapar un grito, y entonces me golpeó en la cara, acercándome su barriga y su asquerosa erección. «No conseguirás nada, monstruo», dije entre dientes, esperando otro golpe en mi rostro y en mi cuerpo.

Fue él quien lo recibió. Un certero golpe directo en el cuello por parte de Juan Luis, que además lo arrastró hasta una farola. Tenía el rostro inflamado, ebrio, sádico, horrible. No podía recordar en ese momento si lo había visto en la fiesta. Era un militar, un alto militar. Juan Luis le arrancó la casaca y desprendió varias de las medallas.

El asqueroso consiguió fuerzas para amenazarlo.

—Vas a arrepentirte de no dejarme acabar con tu zorra…

Juan Luis se transformó en un animal. Prácticamente redujo el rostro de esa bestia a un ridículo bulbo de una mala cebolla en la huerta.

—¡Para! ¡Para! Muerto será peor para todos —dije.

El tipo apenas podía respirar, Juan Luis recuperó el aire al tiempo que unos hombres que siempre lo vigilaban hicieron el trabajo sucio de levantar al maldito malherido y llevarlo hacia su casa o al vertedero.