CAPÍTULO 30
LA ESPÍA ENAMORADA
Apenas crucé el salón de la casa para ascender por la escalera, vi el humo del cigarro de Mr. Higgs. Me equivocaba. Eran dos cigarros. El de Mr. Higgs y el de mi marido, Pets.
Pets apestaba a alcohol, en la otra mano llevaba una copa bien cargada de whisky, brandy o coñac, no sé cómo se las arreglaba para tener cualquier cantidad y variedad de alcohol en Marruecos. Vino directo hacia mí. Cuán diferente olor el suyo del perfume de Juan Luis. Mientras retrocedía, tropecé con algo y perdí un instante el equilibrio. Mr. Higgs lo sujetó fuertemente.
—Vete a dormir, Pets —ordenó.
—Es una ramera, aquí viene, toda quietecita, cuando seguro habrá estado disfrutando del vino, el pan, la comida… —Iba subiendo la voz y solo podía ver el mal estado de su boca, los dientes completamente deformes—. Sus tiernos besos. Y sus putas mentiras. Mentiras —gritaba cada vez más fuerte.
La luz del rellano se encendió y escuché los pasos de mi madre. No estaba sola. Mi hijo venía detrás de ella.
—¿Sorprendida? ¿La putita sorprendida? —Pets seguía hablando, escupiendo veneno como una cobra de circo que pierde el control de sus actos.
No iba a permitirle que me llamara de esa forma delante de nuestro hijo. Reuní todas mis fuerzas y lo empujé contra una de las columnas del salón. Cayó desplomado, pero consciente, se tocó la cabeza y se levantó para volver a insultarme.
—Ya está bien, Pets. ¿Qué tipo de bienvenida es esta para el joven señor Fox? —exclamó Mr. Higgs. Me quedé mirándolo, la rectitud de su cara, la contención en el desprecio que sentía hacia Pets, la forma en que cerraba sus puños, todo eso me hizo pensar que aquel cuadro que imaginaba dibujar sobre él acababa de terminar—. Vayan todos a su cuarto. Menos usted, señorita Fox —ordenó.
—Quería matarme —gimió Pets—. Delante de nuestro hijo —volvió a lanzar mientras pasaba a mi lado y subía la escalera.
Nuestro hijo lo evitó, mirándome con lágrimas en los ojos. Y volvió hacia su habitación.
No podía más. Iba a ser larga la conversación con Mr. Higgs.
—Juan Luis es completamente inocente —empecé—. Me lo ha dicho hoy. Sabe por qué estoy y por qué lo veo. Me lo dijo claramente: él no mató a Sanjurjo.
Las palabras brotaban con una rabia lógica. ¡Estaba harta! De regresar a mi casa y encontrarme con estas escenas cada vez más dantescas. ¡Y ahora con mi hijo presente! No eran vacaciones, y si así fuera, ¿en qué cabeza cabe trasladar a un niño de un internado en Gran Bretaña hasta Tánger? Sin decirme nada, sin pedirme siquiera mi opinión.
—¿Cómo es posible que Johnny haya visto esta escena? ¿Por qué no estaba durmiendo? Lo he dejado perfectamente especificado —grité.
—Lo habría resuelto mejor si hubiera estado aquí antes. Hace prácticamente cinco días que ha estado fuera, señorita Fox.
Me irritó todavía más que Mr. Higgs mantuviera nuestra forma de dirigirnos. Acentuaba tantas cosas con tan solo llamarme señorita Fox.
—¡Estoy cumpliendo con mi deber! —exclamé—. El tiempo que haga falta. El protectorado español pertenece a un país que está en guerra. Los controles son cada vez más férreos y fastidiosos. No puedo irme a Tetuán a hacer mi «trabajo» y regresar a casa como si nada. Por eso acepto su invitación y pernocto allí. Pero no crea que lo hago sintiéndome feliz. Sé perfectamente en lo que me estoy convirtiendo, delante de mis vecinos, de esos amigos ingleses que usted se inventa. Delante de mi propio hijo.
La voz se me iba, realmente estaba molesta por lo que acababa de pasar. Perdí el hilo de la conversación. Mr. Higgs me miraba con esa odiosa impasibilidad y yo quería romper cosas. Encontré algo de mi reflejo en un espejo, el que había colgado en una esquina del comedor para aprovechar mejor la luz y hacer más amplio ese espacio, y además controlar los movimientos en el salón. No me merecía la pena estar así de descontrolada. No había hecho nada malo. Enamorarme. Y cumplir con mi misión. Mezclar trabajo con amor. ¿Quién no lo hace?
—Lo único malo que puedo estar haciendo, Mr. Higgs, es espiar a alguien de quien estoy enamorada. ¿Por qué no lo hace usted? Mañana mismo, aunque no duerma un minuto esta noche, pienso decirle la verdad.
—Entonces tendrá que regresar a Londres.
Mr. Higgs habló con esa voz pausada que siempre me recordaba nuestro primer encuentro. Era un truco perfectamente pensado. Al retrotraerme a mi infancia, podía manejarme mejor en situaciones desesperadas.
—No. Me quedaré aquí. Y me quedaré con él.
—Que le haya dicho que jamás habría participado en la muerte de su mejor amigo no significa que no haya hecho otras cosas que sospechamos.
—Yo no sospecho, Mr. Higgs. Yo le creo.
—Lleva razón en que esta farsa no ha funcionado. Pero no puede permitir que su enamoramiento le impida profundizar más en su misión.
—¡No hay más que investigar! Juan Luis es un militar de raza. Cree en el movimiento nacional. Si ganan la guerra, será un hombre muy importante.
—Y aliará a España con Alemania.
—No si está junto a mí —dije. Sin rechistar. Como si una sola persona pudiera ser responsable del destino de una nación. De un continente. Pero en ese momento lo creí.
Y así, con esa convicción y el peso de esa declaración en el escaso aire del salón de mi casa en Tánger, dejé a Mr. Higgs. Tenía sueño y esta vez no lo iba a sacrificar por él.
A la mañana siguiente desperté tarde. Pese a todo, había conseguido dormir y seguramente a causa de mi propia rabia. Iba a recuperarla, la rabia, cuando mi madre entró en mi dormitorio. De todas las personas del mundo…
—Creo que es momento de que me expliques por qué has madurado, alimentado esta animadversión hacia mí, que soy tu madre.
—No estoy tan de acuerdo en que sea este el momento.
—Mi marido me ha dicho lo que hablasteis ayer. Estás jugándote no solo tu cabeza, tu salud sentimental, sino también el éxito de una misión importante.
—¿Cómo te atreves a hablarme así?
—Desde la estatura que me da ser esposa y madre de espías.
Eso me hizo pensar. Quizá sí tuviera razón en que era el momento de hablar.
—Está bien, mamá. Muy pocas veces te he llamado así. Pero quizá tengas razón, es el momento de hacerlo. No entiendo o, me corrijo, no he querido entender dos cosas: una es cómo no he conseguido librarme de Pets; y la otra es qué hiciste para enamorar a Mr. Higgs, ser su esposa y estar aquí hablándome con esa autoridad.
—Es muy sencillo. Mr. Higgs me ha comprendido. Ha sabido ver dentro de mí, más allá de lo que ni tu padre ni tú jamás quisisteis ver. Tú, de alguna manera, arbitraria, según mi punto de vista, me condenaste por algo que ni yo misma sé qué es. Persistentemente, a lo largo de tus poquísimos veintiún años, has hecho lo imposible por ignorarme o por demostrarme que te sobro.
Quería responderle, interrumpirla, pero no podía.
—Reconozco —continuó hablando mientras ella sola sacudía las sábanas y las almohadas de mi cama, algo que siempre hacía cuando hablábamos en un dormitorio en el que hubiera dormido, para mi asombro absoluto. Era una manera suya de organizar lo que deseaba decirme. Un gesto típico de madre, pero que esa mañana realmente me sorprendió—. Reconozco —repitió ella— que no siempre he sido eso que llaman una buena madre. Seguramente tampoco fui buena esposa. Y lo más seguro es que tampoco haya sido, hasta ahora, una buena persona. Pero eso deberías reconocérselo a Mr. Higgs. Él me ha vuelto mejor persona.
Muy bien, ya había alisado, encajado y dejado la sábana bajera como si fuera un lienzo para empezar a pintar. Cogió con sus manos las cuatro puntas de la sábana superior y la agitó entre nosotras como si fuera una bandera de la paz.
—Quiero ayudarte a que encuentres la manera de cumplir tu misión y seguir adelante con tu vida de enamorada —dijo mi madre—. Justamente lo que tu padre y yo no supimos hacer.
—Pues, mamá, la mejor manera de ayudarme es dejándome libre, completamente libre con Juan Luis. Mr. Higgs insiste en que debo seguir espiándolo. Yo solo quiero amarlo. Creo en todo lo que me ha dicho, creo en su inocencia al menos en lo que se refiere a la muerte de Sanjurjo. Tú tienes mucha más influencia sobre Mr. Higgs que yo misma. Ese es el favor que puedes hacerme. Convéncelo, la misión ha terminado. La misión ahora es que yo pueda querer a Juan Luis sola. Completamente sola.
La nueva señora Higgs se quedó mirándome largamente hasta que decidió salir de la habitación. Desde allí la escuché llamar a Mr. Higgs y a Pets, ordenándoles que empezaran a empacar de inmediato.