CAPÍTULO 4
LA CENA FRÍA
Aparecimos ante el mismo camarero de las habitaciones y un señor mucho más alto, serio e imponente, el mayordomo del club, Mr. Higgs, como nos fue presentado. Apenas me vio al lado de mi padre con mi uniforme de equitación, movió levemente sus labios y, como mi padre, también me guiñó un ojo, de una forma bastante imperceptible, que provocó una risita nerviosa de mi parte. Mr. Higgs acababa de entrar en mi vida.
—Señor Fox, las reglas del club no permiten a menores en las salas sociales después del té.
—Sir Dwight no hablará conmigo si no es delante de mi hija, Mr. Higgs —respondió mi padre.
—Una de las personas más excéntricas de nuestro entorno, el invalorable sir Dwight —matizó Mr. Higgs, con una manera de redondear las sílabas de cada palabra que me hizo infinita gracia, no podía esperar a estar a solas en mi cama para empezar a imitarlo. Quería hablar así el resto de mi vida—. Se ve en su porte que la señorita Fox debe de ser una magnífica amazona, señor Fox, si me permite el atrevimiento.
Mi padre se volvió hacia mí encantado. Estábamos disfrutando este extraño ritual, ese no dejarnos avanzar tranquilamente hacia el comedor.
—Pero las amazonas deben vigilar mucho sus comidas —prosiguió Mr. Higgs—. A buen seguro, señorita Fox, ya habrá cenado. Frugalmente, espero.
—Tan solo una manzana, Mr. Higgs. Mi padre y yo estamos preparando las maletas para viajar hacia Calcuta —dije, procurando imitarlo, pero sin que se notara mucho.
—¡Dios santo! —exclamó Mr. Higgs con un poquito de entusiasmo infantil que me hizo pensar que estaba devolviéndome la jugarreta por mi imitación de su forma de hablar—. Magníficos corceles en esa parte del mundo, señorita Fox. Pero también muchas novedades. Mosquitos, principalmente. Algunos con alas y otros bípedos, ¡como muchos de nosotros! —exclamó, y cerró sus delicados labios y en realidad toda su cara en una expresión pétrea, como si hubiera hablado de más.
—Tenemos excelentes mosquiteras en la embajada, Mr. Higgs —zanjó mi padre, y de inmediato le extendió otra de sus mejores sonrisas.
Mr. Higgs se agachó hasta estar a la altura de mis ojos. Mirándome profundamente con los suyos, de un verde transparente, como si siempre estuvieran a punto de derramar alguna lágrima. Quería volver a guiñarme un ojo, pero claramente lo consideraba exagerado, y en vez de eso, se concentró en abrochar mejor el último botón de mi casaca para que quedara perfecta. Sus dedos, largos y limpísimos, actuaban con una precisión que no parecía humana. Plas, plas, y todo, el aspecto, la casaca, mi pelo, mejoraba inmediatamente. Mr. Higgs volvió a su habitual postura erguida y se dirigió al camarero.
—Joven Albert, ¿no es cierto que la señora Boils ha dejado listas algunas bandejas de desayuno, con huevos, algo de mermelada, poca tocineta y suficiente avena?
—En efecto, Mr. Higgs —respondió sucintamente el joven Albert.
—La señorita Fox tomará una de esas bandejas mientras encontramos algo de carne, vino y escocés para los señores —ordenó mientras se apartaba para que papá y yo avanzáramos por el pasillo hacia el comedor.
Me atrapó el olor de la moqueta de lana escocesa, el óleo reseco de los inmensos retratos de antiguos miembros notables del club, el cuero a veces verde, marrón rojizo o amarillo de los butacones debajo de esos cuadros, las enormes ventanas sobre las que resbalaba el agua de la lluvia y las luces de los coches que aún deambulaban por la ciudad. Mr. Higgs se colocó delante de nosotros, guiándonos hacia el comedor. Se detuvo ante una puerta, como de un castillo, altísima, pesada, toda la madera grabada con algo que confundí con letras o rostros. La abrió con una sola mano, la derecha, y la puerta, cuan larga y pesada era, quedó completamente plegada a un lado, y él perfectamente al frente. Volvimos a mirarnos y contuve una sonrisa, porque él no mostraba ninguna, pero algo me hacía pensar que también la estaba conteniendo. Entonces, antes de que con esa prodigiosa mano derecha cerrara la puerta, aproveché y le hice una reverencia. Y antes de que la puerta se cerrara, volvió a guiñarme un ojo.
—Querido señor Fox, qué maravilloso encuentro en Londres, lástima este clima, pero no se puede negar que tanta agua en nuestras islas permite florecer maravillas como esta preciosa criatura, Rosalind —dijo casi sin respirar sir Dwight. Era rechoncho, calvo, aunque lo ocultaba cubriendo la frente con lo que le quedaba de pelo, gafas muy pequeñas para unos ojos que parecían saltar por encima del metal, dientes diminutos, nariz prodigiosa, o sea, grande, gorda. Debajo de su chaqueta, que no se podía apreciar bien si era un esmoquin o una especie de guardapolvos, llevaba un chaleco dorado. Entendí a qué se refería Mr. Higgs cuando llamó excéntrico a sir Dwight.
—Tenemos mucho trabajo que encomendarle en este viaje a Calcuta, querido señor Fox —prosiguió Dwight.
Nos sentamos en una mesa redonda hecha de pequeños trozos de piedras de colores. Nunca había visto algo así, y al igual que me había sucedido con Mr. Higgs, su acento, su portentosa mano derecha, quería que esa mesa me acompañara el resto de mi vida.
—Demuestra tener buen gusto su hija, señor Fox. Esta mesa veneciana es una de las antigüedades más valiosas del club. Oh, señorita Fox, se ve que las hermanas del Saint Mary Rose con su legendaria austeridad la han educado para tener un ojo especialmente dirigido hacia lo más caro —advirtió Dwight, y mi padre soltó una carcajada.
—Quizá Rosalind sea aún muy niña para entender lo que acaba de decirle, sir Dwight.
—No —dije rápidamente—. Lo he entendido perfectamente. —Y preferí quedarme callada, porque sí sabía de lo que estaban hablando, pero no tenía entonces las palabras suficientes para explicarlo.
Afortunadamente, Mr. Higgs y el joven Albert reaparecieron con la bandeja prometida y la carne helada y rojiza para los mayores. Así como aparecieron, dispusieron sobre la mesa manteles, servilletas, las viandas y se alejaron. Me quedé con ganas de chismorrear más con Mr. Higgs, pensé que, si veía algún error en el servicio, podía aprovecharlo para retenerlo. Pero no había ninguno. La avena sí era humeante (¡entonces sí había cocina donde calentar!), y muy poco apetecible. Pero recordé una de las frases de la hermana Mary cuando limpiábamos juntas a India en las mañanas del domingo y le dábamos de comer barriles de avena: «Si les gusta a los caballos, debe de ser buenísima para los músculos, el pelo, los ojos. Y la piel». Muy diligentemente, tomé la cuchara y empecé a degustar el menjunje. Mr. Higgs habría hecho de las suyas y consiguió colar un último guiño para mí: perfectamente diluida en la espesura del potaje, había bastante mermelada de naranjas amargas.
—Esta niña va a ser un triunfo en Calcuta, querido Fox. Imagino que habrá tomado las precauciones debidas.
—Estará a cargo de las mismas monjas del Saint Mary Rose, en un colegio hermanado en Calcuta. Y tendrá dos caballos a su cuidado.
—¡Dos! —exclamé, y de inmediato me di cuenta de que en todo ese tiempo no había preguntado de dónde salía el dinero para sostener aquello. El club, la estancia en Londres, mi propio colegio, el viaje a Calcuta. Dos caballos en la India. ¿Habíamos heredado? ¿De dónde venía todo ese dinero? ¿Podría ser que en la India mi padre hubiera hecho una fortuna inagotable?
—Querido Fox, he pensado que deberíamos hablar de ampliar sus deberes en nuestra representación de Calcuta —propuso Dwight, sus dientes eran cada vez más pequeños—. Me gustaría que estudiara cuidadosamente el contenido de esta cajita.
Y entonces colocó sobre la mesa una caja, no una cajita, de una madera oscura, tan alta como compacta. Mi padre la acercó a su lado de la mesa y puso una mano encima.
—Una pieza tan delicada, querido Dwight, espero que no se estropee en el equipaje de un caballero tan rudo como yo.
—Oh, qué tonto he sido al no reparar en ello —dijo Dwight con esos dientes que no paraban de empequeñecer—. Quizá podría viajar hasta Calcuta en el más delicado equipaje de la señorita Fox.
Mi padre cortó una rebanada de su carne, se la llevó hacia la boca y la acompañó con un largo trago del vino aún más rojo que la carne. De repente, me entró un hambre inusitada. No solo terminé toda la avena, sino que me arrojé sobre los huevos y la poquísima tocineta como si en el Saint Mary Rose nos mataran de hambre. Pero la verdadera causa de esa hambre era saber qué guardaba la cajita. Si iba a ser yo quien la transportase, tenía todo el derecho a saberlo, pero no era mi costumbre, mi educación, preguntar antes de que los mayores se dirigieran a mí.
Mi padre debió de notar la ansiedad en mi apetito. Levantó su mano de la caja y la abrió. Sentí un olor a especias, quizá pimienta. Estornudé y tuve la sensación de que Mr. Higgs aparecía de la nada y me ofrecía un pañuelo para que no manchara la servilleta. Y así como apareció, volvió a desaparecer.
—Son unos maravillosos poemas hindúes anónimos que he encontrado olvidados en una tienda de amigos en South Kensington —informó Dwight—. No pude evitar adquirirlos pensando en nuestra encantadora amiga, Lady Amanda, ávida lectora de todas las cosas misteriosas y flagrantes de la India.
Tuve que eructar. Nada se alteró en el salón. Pero esa aparente normalidad, pese a ser una niña de doce años, no sé cómo explicarlo bien…, me hizo sospechar. Sí, sospechar que esos poemas eran más que poemas.
Por supuesto, no pude dormir esa noche. Escuchaba los suaves ronquidos de mi padre, pero tenía clarísimo que se despertaría ante cualquier movimiento. La cajita reposaba en la mesilla entre nuestras camas, más cerca de papá que de mí. En caso de que consiguiera abrirla y desplegara los rollitos de papel, necesitaría luz para leerlos bien. Podía esperar al alba, una hora que mis padres aprovechaban para entrar en el último sueño. Por eso, esperé, los ojos muy abiertos, mientras el inagotable ruido de la noche en Londres me facilitaba la vigilia. No es que hubiera coches, peatones parlanchines, tenderos madrugadores, pero la ciudad no dejaba de emitir ruidos. Pájaros que sobrevolaban la oscuridad, sirenas de barcos que cruzaban el Támesis antes de que la luna durmiera; serenos que recorrían las premisas de los privilegiados. Algún animal nocturno, como los zorros que me apellidan, que destrozaba los jardines del vecino Saint James. Los patos y las ocas de los reyes que se deslizaban sonámbulos sobre las aguas de los lagos del parque.
Todo eso me acompañaba mientras seguía pensando. ¿Quién pagaba todo eso? ¿Qué hacía en realidad un embajador? ¿Por qué Calcuta? ¿Cómo sería Calcuta? ¿Cómo serían esos caballos que me esperaban? ¿Cómo serían los mosquitos con alas y cómo serían los que eran bípedos, como nosotros, tal cual había advertido Mr. Higgs? ¿Dónde dormía Mr. Higgs? ¿Por qué tenía la sensación de que lo volvería a ver si en breve zarpábamos hacia la India?
Pero la verdadera causa de mi insomnio era la cajita con los poemas. ¿Por qué Lady Amanda me sonaba tan mal? ¿Por qué sentía que la conocería rodeada de otras personas, olorosa a talcos, vestida de rosado, rodeada de flores y frutas exóticas en Calcuta? ¿Era la amante de mi padre? ¿Qué era una amante? «Oh, Rosalind, no te engañes —me decía a mí misma, entregándome al insomnio—. Aunque tengas doce años, sabes muchas cosas. Has oído esa palabra muchas veces, incluso entre tus propios padres. Mamá tenía un amante, que nos alimentó durante la guerra, solo que eras tan niña que apenas puedes recordar. Y en el internado muchas de tus amigas, Beatrice, Frances, Imogen, usaban la palabra cuando recibían un regalo envuelto en papel caro y de color exótico (morado, rosa, azul con lazo blanco) y exclamaban: “¡El regalo de la amante de mi padre!”».
Papá hizo un ruido extraño. El sol empezaba a dibujar la promesa de un día sin lluvia en la ciudad. Inmediatamente, pero sin pausa alguna, la calle se entregó a una actividad frenética. Señoras con altísimos sombreros y abrigos larguísimos, carruajes, automóviles, señores vestidos con trajes de día a rayas o gris perla, que consultaban pesadísimos relojes atados a su cintura. Jovencísimos chicos que corrían repartiendo periódicos y varios más, vestidos con uniformes blancos, distribuyendo botellines de leche en todas las casas.
Papá seguía roncando y fui hacia la caja, delicadamente la abrí y extraje uno de los rollitos. «Pergaminos, Rosalind, se llaman pergaminos», me dije a mí misma empleando el acento de Mr. Higgs. Y lo extendí sobre mi cama.