CAPÍTULO VIII

Poco después del amanecer, un auto-patrulla descubrió el brillante «De Soto» estacionado a un lado de la carretera. Los dos policías dirigieron un vistazo inquisitivo hacia el lujoso coche, pero sin detener su lenta marcha. Vieron al hombre que parecía dormir con los brazos apoyados sobre el volante sirviéndole de almohada a la cabeza. Continuaron su primera ronda sin que hubiera ninguna novedad con la que romper la monotonía del servicio.

Fue al volver a pasar, esta vez en dirección contraria, que el dormilón ciudadano les llamó la atención. El patrullero encargado del radioteléfono gruñó:

—Para un momento, Jim; voy a echar un vistazo a esa bella durmiente… Ese coche lleva matrícula local, de manera que no debe encontrarse en medio de un largo viaje.

El conductor maniobró con pericia y colocó el auto de tal manera que podía salir disparado en cualquiera de las dos direcciones sin pérdida de tiempo. El otro policía se apeó, atravesó la autopista y anduvo marcialmente hacia el «De Soto».

El cristal de la ventanilla estaba bajado, de manera que introdujo el brazo y zarandeó al ocupante del vehículo sin brusquedad:

—¡Eh, amigo, despierte…!

Su voz se quebró al ver cómo el individuo se desplomaba a un lado. Entonces, al separarse la cabeza de los brazos, descubrió el pequeño agujero en la sien y la sangre que ya se había secado sobre las mangas de la chaqueta y aquel lado de la cara.

—¡Eh, Jim! —gritó, excitado.

Su compañero llegó a la carrera. Con más años de experiencia que él, Jim farfulló una maldición antes de abrir la portezuela y examinar el cadáver de más cerca, fijándose en los menores detalles.

—No hay rastro del arma —comentó— de manera que estamos ante un asesinato. Puedes radiar una llamada mientras acabo de dar un vistazo por estos alrededores.

Tardó poco en convencerse de que no iba a encontrar nada. El lugar era demasiado transitado, y el pequeño desvío destinado a estacionar estaba cubierto de borrosas huellas de neumáticos distintos.

—Ya vienen —le anunció su compañero—. ¿Has registrado sus bolsillos?

—¿Para qué? Estando muerto no hay ninguna prisa. Ya se encargarán de hacerlo los demás. Lo único que he visto es que este coche está a nombre de Stephen Bierce… ¿Tú crees que ese fiambre puede ser el del propio Bierce?

—Nunca he visto a ese bastardo. En todo caso, si es él, más de una docena de tipos respirarán hoy más tranquilos.

Montaron guardia hasta que llegó otro coche precediendo a una ambulancia. El oficial uniformado que se les acercó era un hombre de unos cincuenta años, de cabellos grises que asomaban fuera de la impecable gorra galoneada.

—¿Es alguien conocido? —indagó, antes de examinar el cadáver.

—Tal vez. El coche pertenece a Bierce.

—¡Diablo!

Pero no era Stephen Bierce. El oficial sacudió la cabeza como si lo lamentara.

—Seguramente uno de sus matones —refunfuñó—. Vamos a verlo…

Introdujo los dedos en los bolsillos del muerto con sumo cuidado. Minutos después habían aclarado que el cadáver era el de un tal Eric Clair. El oficial comentó:

—Lo que suponía; el lugarteniente de Bierce. Todo el mundo sabía que trabajaba para él.

Autorizó a los fotógrafos a disparar las placas que necesitasen, después contempló cómo los camilleros se llevaban el cuerpo y metiéndose en su coche, se hizo conducir nuevamente a su confortable despacho.

La noticia de la muerte de Eric Clair se extendió por la ciudad como un reguero de pólvora, de manera que no tardó en llegar a oídos del teniente Digger, siempre dispuesto a captar cualquier rumor que se relacionase con Bierce aunque sólo fuera remotamente.

—Así que han despachado a Clair… —Gruñó, asombrado—. Parece que las cosas comienzan a moverse…

Una llamada atrajo al sargento Carr, que también había captado la noticia.

—Llévese un par de hombres y salga en busca de los muchachos de Bierce. Tráigamelos aquí cuanto antes, pero sólo los importantes, ya sabe: Tingley, Darton, Snow… Aunque éste hace tiempo que no aparece en público. Dese prisa.

—¿Le echamos el guante a Bierce también?

—Más tarde. Le dejaremos unas horas más para que se cueza en su propia salsa. Ah; envíe alguien en busca de Mac Kenna también. Quiero decirle un par de cosas a ese estúpido…

El primer pistolero en ser localizado fue Darton. El sargento lo introdujo en el despacho del teniente mediante un expeditivo empujón que mandó al hombretón hasta la mesa dando traspiés.

—Tingley se ha esfumado, teniente —refunfuñó—. Este ejemplar dice que no sabe una palabra de él.

—Bueno, ya aparecerá. Que sigan buscándole. ¿Qué te ha pasado en la cara, Darton?

—Un accidente.

Digger rodeó la mesa y plantóse frente al pistolero, escrutando las terribles huellas de golpes que mostraba en toda la cara.

—Un accidente muy raro —comentó el policía—. Quien sea que te ha sacudido no era un novato… Un momento, ¿no habrá sido Mac Kenna? Tengo entendido que está un poco resentido contra ti y tus camaradas…

—Está diciendo tonterías.

—Seguro, pero de algo hay que hablar, Darton, sobre todo cuando las noticias que tengo para ti son condenadamente malas.

—¡No me diga! ¿Pretende asustarme, polizonte?

La mano de Digger subió como un relámpago y de un violento revés le cruzó la cara a Darton. La bofetada sonó como un disparo y la cabeza del pistolero osciló de un lado a otro. Carr enseñó los dientes con una sonrisa de lobo satisfecho.

—Eso tal vez te enseñe modales —le advirtió Digger con perfecta calma—. ¿Cuándo viste a Eric Clair por última vez, Darton?

—Anoche.

—¿A qué hora?

—No miré el reloj. Tarde… A eso de las dos poco más o menos.

—Está muerto, Darton.

El pistolero dejó de acariciarse la enrojecida mejilla.

—¿Muerto? —balbuceó.

—Completamente muerto. Alguien le voló los sesos anoche. Y a ti, otro alguien te propinó una paliza descomunal. ¿Qué le pasa a la organización? ¿Hace agua?

—No sé de qué habla.

—De Clair y de tu vapuleo.

—Lo mío fue una pelea contra dos tipos a causa de una partida de cartas.

—¡Qué pena…! ¿Y lo de Eric?

—De eso nada, teniente.

—¿Qué me dices de Mac Kenna? Él tiene motivos para odiar a todos los matarifes de la organización…

—No sé nada.

—Estás rayando ese disco, Darton. No apures mi paciencia o lo lamentarás. ¿Qué hay de Mac Kenna? ¿Fue él quien te rompió la cara?

No obtuvo respuesta.

—¿Qué estaba haciendo Eric cuando lo viste por última vez?

—Bebiendo en el bar del «Gloris».

—¿No estaría en el despacho de Bierce?

—Estaba en el «Gloris»; puede preguntar allí si no me cree.

—Oh, seguro que puedo preguntar. Sólo que el «Gloris» es un tugurio de Bierce y declararán lo que éste ordene. ¿Quién te sacudió, Darton?

No obtuvo respuesta tampoco.

Siguió unos minutos más disparando pregunta tras pregunta, saltando de un tema a otro con la esperanza de pescar al pistolero en una contradicción, pero éste apretó los labios y se mantuvo callado como un muerto.

—Está bien —rezongó Digger al fin—, tú lo has buscado. Enciérrelo, sargento.

Darton pegó un brinco.

—¿Qué es eso de encerrarme? No tiene nada contra mí…

—Bueno, de momento puedo encerrarte por haber confesado que jugaste al póker anoche. Eso está prohibido, ¿eh? Además, el sargento te ha aligerado del peso de un revólver.

—¡Maldita sea, tengo licencia para llevarlo!

—Seguro, seguro; ya sé que la tienes… Voy a disparar un par de balas de prueba con él. Tal vez consiga que una de las balas disparadas pueda confundirse con la que mató a Clair y entonces te mantendré encerrado hasta el mismo día de conducirte a la cámara de gas. —¡Eh, no puede hacerme esto a mí!— aulló Darton, asustado. Se desprendió de la garra del sargento y añadió: —Sé cuáles son mis derechos; exijo que me dejen llamar a mi abogado.

—¡Qué lástima, Darton…! El teléfono está estropeado. Lléveselo, sargento.

Los indignados gritos de protesta del pistolero se perdieron en la distancia cuando se cerró la puerta.

Digger borró la mueca burlona de su rostro y quedóse pensativo un buen rato, hasta que un agente le anunció que Frank Mac Kenna aguardaba fuera.

—Que entre.

El ex púgil entró con cara de pocos amigos. Su ojo había mejorado, pero todavía estaba hinchado y oscuro. Las demás señales en la cara continuaban visibles.

—¿Qué se te ha ocurrido ahora, James? —estalló—. Ya declaré todo lo que tenía para decir.

—Hemos echado el guante a Darton, Frank.

—Bueno, ¿y qué?

—Ha confesado que le pegaste hasta que te dolieron los puños.

Frank quedóse mirando al policía con una expresión astuta en su cara.

—¿Te ha dicho también por qué le sacudí?

—Ajá.

Mac Kenna rió.

—Ya veo; un bluff, ¿eh? Bueno, está bien, sí, le di su merecido a esa rata. Él fue uno de los que me apaleó con un puño de bronce, así que le devolví su propia medicina.

—¿Acaso le ajustaste las cuentas a Eric Clair también anoche?

—No, pero ya le llegará el tumo también.

—Ya le llegó, Frank.

—¿Qué diablos quieres decir?

—Alguien le voló los sesos. Lo han encontrado esta mañana dentro de uno de los coches de Bierce.

Durante unos segundos, Mac Kenna se quedó sin saber qué decir. Después reaccionó y gruñó:

—No se merecía otra cosa. ¿Crees que fui yo quien lo despachó?

—Pudiste hacerlo, de la misma manera que destrozaste la cara de Darton, sólo que Clair era más importante en el escalafón y merecía otro trato.

—Bueno, yo no lo hice, James, de manera que tendrás que buscar por otro lado.

—¿Tampoco viste a Tingley anoche?

—No. ¿Es que también se lo cargaron o qué?

—No lo sé; ha desaparecido y hasta este momento no hemos podido dar con él. Imagino que te das perfecta cuenta del terreno tan quebradizo en que te encuentras, muchacho. —Deja de emplear ese tono paternal conmigo, maldita sea. ¿Crees que tengo tanta prisa por ajustar las cuentas a esos puercos? Uno cada noche es mi límite y le tocó primero a Darton. Los demás vendrán luego… excepto Clair naturalmente.

—Está bien, Frank, vas a acompañarme.

Digger rodeó la mesa y se plantó ante el corpulento Mac Kenna. Comparado con él, el teniente semejaba un enano a pesar de su aventajada estatura.

—¿A dónde crees que vas a llevarme? —Quiso aclaran.

—Haremos una visita de cumplido a tu jefe, Frank. Quiero ver qué tiene que decir del asesinato de su ayudante.

—¿De veras piensas interrogar a Bierce?

—¿Por qué no?

—Estás loco, compañero. Bierce pulsará un par de botones y todas sus influencias se pondrán en movimiento para barrerte del mapa. ¿Dónde diablos tienes los sesos?

—En la suela de los zapatos. Vámonos.

Mac Kenna se encogió de hombros y siguió al teniente. El sargento se les unió en la escalera y los tres tomaron un coche policíaco que les condujo hasta el lujoso domicilio del magnate del crimen.

Digger comentó:

—Hay veces que eres un tipo divertido, Frank.

—¿A qué viene eso?

—Estás saturado de ansias de venganza y en lugar de colaborar conmigo para acabar con Bierce te dispones a luchar contra toda su organización tú solo. Es para echarse a reír… si uno no piensa en tu próximo funeral.

—Y que eso lo diga un oficial de la Brigada Secreta…

Se recostó contra el asiento, desentendiéndose de los policías. Sólo cuando el coche se detuvo y siguió al teniente y al sargento pareció animarse un poco, tal vez excitado por enfrentarse de nuevo a su patrón.

El rápido ascensor les llevó hasta la cumbre del flamante edificio de apartamentos. Bierce ocupaba los dos últimos pisos, que se comunicaban entre sí mediante una artística escalera de caracol. Gozaba de dos terrazas inundadas de sol y todo allí dentro respiraba la opulencia fácilmente adquirida.

Todo esto pudieron verlo los visitantes tan pronto pusieron el pie en el rellano de la entrada, debido a que la puerta estaba abierta de par en par.

Frank se detuvo en seco, dejando que los dos policías fueran los primeros en penetrar al interior. Digger gritó:

—¿No hay nadie aquí?

—Bierce jamás sería capaz de dejar la puerta abierta —observó Mac Kenna—. Tiene verdadera obsesión por las puertas. En todas mandó instalar cerraduras automáticas.

—A pesar de eso, está abierto, ¿no? Vamos a echar un vistazo, Usted, sargento, suba al piso superior; yo me encargaré de éste.

Carr se encaramó por la retorcida escalera. Mac Kenna sacó un cigarrillo, lo encendió y acomodándose en una butaca observó la actividad del teniente.

Aunque, a decir verdad, ésta duró poco. La aguda voz alterada del sargento resonó en el piso de arriba como una trompeta.

—¡Aquí, teniente! —chilló.

Digger se lanzó escaleras arriba. Frank le siguió a grandes zancadas, sospechando lo que iban a encontrar.

Y lo encontraron.

El corpachón de Stephen Bierce estaba derribado a un lado de la cama. Una bala le había destrozado el puente de la nariz. Otro proyectil le había atravesado el cuello y había sangre por todo el cuarto, aunque seca por completo.

—¡Vaya, vaya!… —rezongó el teniente—. Después de todo, Bierce y su imperio se han ido al diablo antes de lo que nadie esperaba…

—Por lo menos hace ocho o diez horas que está seco, teniente.

—Ya lo veo, sargento. Llame a la Brigada de Homicidios. Aprovecharé para dar un vistazo.

—¿Qué esperas encontrar?

—No lo sé. Parece que tu salida de la organización les ha traído la negra, chico.

—Deja el sarcasmo a un lado, James. No pretenderás que también me he cargado a Bierce, ¿eh?

—Bueno, pudiste hacerlo, aunque esto casi estaría dispuesto a perdonártelo, maldita sea. Ese tipo me volvía loco. Menos mal que todo se ha terminado. Ahora ya nos ocuparemos de que no salgan más tipos como Bierce…

—No necesitan salir más. —Digger se volvió en redondo y Mac Kenna añadió—: Ya hay uno.

—¿De qué estás hablando?

—Del fulano que estaba detrás de Bierce, del que controlaba realmente sus negocios y planeaba todo.

—Continúas con ese cuento, ¿eh?

—Créelo o no, pero es cierto. Y me gustaría conocer a ese cerebro tan despejado…

—Suponiendo que exista.

—Yo sé que existe, James.

—Bueno.

Pareció que se olvidaba hasta de la presencia de su antiguo condiscípulo, dedicado a aprovechar el tiempo antes de la llegada de los peritos de Homicidios.

Podía haberse ahorrado el esfuerzo. No encontró nada de interés. Mac Kenna no volvió a despegar los labios en todo aquel tiempo, tal vez ofendido por el poco crédito que le prestaba el teniente…