CAPÍTULO VI
El segundo informe sobre la «Compañía Morrison» le trajo al teniente una noticia sorprendente. Según el agente de Bolsa, corrían insistentes rumores acerca de que Thomas Morrison se había desprendido de la mayor parte de sus acciones de la compañía. No se sabía quién había adquirido tan importante paquete de valores, pero se decía que de unos días a esta parte varios accionistas de la «Morrison» habían transferido sus acciones también. Si todas ellas, más las del difunto Thomas Morrison, habían ido a parar a las mismas manos, podía asegurarse que el control de la compañía había dejado de pertenecer definitivamente a la dinastía que durante casi tres generaciones lo había ostentado.
Eso, para el teniente, resultó una fase más de las maniobras encaminadas a hundir la «Compañía Morrison».
Y si, como cabía suponer, las mismas personas habían conseguido apoderarse de los planos de la nueva máquina, la maniobra no tenía desperdicio. La «Morrison» desaparecería, totalmente arruinada, para reaparecer poco tiempo después englobada en otra poderosa empresa de la competencia, la cual se lanzaría a la explotación industrial de la revolucionaria máquina de inyección. Y no existiendo la compañía propietaria de semejante invento nadie podría reclamar derechos sobre el mismo, toda vez que no habían tenido tiempo de patentarlo debido a haber terminado los últimos cálculos y dibujos el mismo día del robo.
Digger rechinó los dientes. Una vez más, Bierce había vencido.
Tomando una brusca decisión, y a pesar de lo intempestivo de la hora, se encaminó a la casa del financiero muerto, dispuesto a aclarar otro punto que le intrigaba y que, de ser tal como él sospechaba, disiparía el menor resquicio de duda que le pudiera caber sobre los métodos expeditivos de Bierce.
Mientras recorría el trayecto recordó la afirmación de Mac Kenna respecto a que habla alguien más importante que Bierce entre bastidores. Desechó semejante idea. Conociendo a Bierce no podía creerlo.
La familia Morrison no le recibió precisamente con entusiasmo. Tras algunas consultas, fue introducido en una salita donde se le reunió el hijo mayor de míster Morrison, un muchacho de unos veintiocho años, pálido y afectado.
—Me han dicho que desea usted hablarme de papá —empezó, vacilante.
—Trataré de ser breve, míster Morrison. ¿Qué cantidad de acciones de su compañía poseía su padre?
—No veo que eso le importe a la policía. Creo que nos han molestado bastante durante todo el día. No queremos publicidad sobre la trágica decisión de papá.
—No habrá publicidad a menos que ustedes mismos la provoquen. Responda a mi pregunta, por favor.
—Bueno, espero que diciéndoselo nos dejen en paz. Nosotros conservamos el cincuenta y tres por ciento de todas las acciones emitidas por la «Compañía Morrison». —¿Siguen esas acciones en su poder?
—Naturalmente.
—¿Está seguro?
—¿Qué insinúa? Era papá quien manejaba esos valores, pero eso no cambia las cosas.
Jamás se hubiera desprendido de ellas.
—¿Ni viéndose forzado a hacerlo?
El joven se engalló, ofendido.
—No le autorizo a verter insinuaciones absurdas referentes a mi pobre papá. Salga de aquí, teniente. Sé cuáles son mis derechos. ¿No se da cuenta que estamos sumidos en el dolor?
—Si es así, usted consigue disimularlo perfectamente. Escúcheme y no me haga perder más tiempo. Tengo poderosas razones para creer que alguien se ha apoderado de casi la totalidad de las acciones de su padre. ¿Hay manera de comprobarlo esta misma noche?
—No. Están depositadas en el Banco.
—Bueno, si mi teoría es acertada, la transacción debió efectuarse la misma noche en que su padre murió, de manera que no dispuso de tiempo para entregarlas materialmente al nuevo tenedor, pero pudo entregarle un documento reconociendo la venta, de manera que quien sea que presente ese documento podrá reclamar la entrega de los valores. ¿Ha examinado usted la mesa escritorio de su padre?
—¡Naturalmente que no! No hace ni veinticuatro horas que ha muerto… No sería decente…
—¿Es más decente dejarse robar, míster Morrison?
Los inquietos ojos del joven mantuvieron la firme mirada del policía durante unos segundos. Después la desvió y no pudo ocultar el miedo cuando susurró:
—No es posible que papá cediera el control de la compañía…
—¿Quiere dar un vistazo a los documentos de su padre, por favor? Es lo único positivo que podemos hacer en estos momentos.
—Le complaceré… Sígame.
Le guió hasta el despacho donde habían encontrado el cadáver. Allí, Digger contempló con calma el escrutinio a que el muchacho sometió todos los papeles y documentos que halló en la mesa. Ninguno de ellos tenía relación con las acciones.
—Estaba usted equivocado, teniente —dijo—. ¿Va a dejarnos en paz ahora?
—De momento sí, pero siga buscando. Y si recibe la notificación de una venta de acciones, llámeme.
Fue al abandonar el despacho que una sirvienta apareció en busca del joven Morrison. La muchacha traía un pequeño bulto en la mano y explicó con voz indecisa:
—Es lo que su papá llevaba en los bolsillos, señor. Acaban de entregárnoslo del Precinto.
—Démelo.
Lo tomó y continuó escoltando al teniente hacia la salida, antes de llegar a la puerta se detuvo y gimió:
—¡Dios santo, teniente!
Éste giró sobre los talones. Vio que el joven le mostraba un papel de aspecto legal, con muchos sellos y firmas. Sólo precisó de un rápido vistazo para enterarse de que míster Morrison, dos días antes de morir, había vendido el setenta y cinco por ciento de sus acciones a cierto míster Burman, en pago de las cuales había recibido un cheque por valor de veinte mil dólares y el resto de la suma estipulada en metálico, hasta un total de seiscientos mil dólares.
—No podía fallar —resopló—. Por veinte mil dólares, valor del cheque que ellos mismos habrán ingresado en la cuenta de míster Morrison para probar que la operación se realizó, se han quedado con acciones por valor de más de un millón.
—Pero… ¡no es posible! Llamaré a nuestros abogados…
—Temo que sus abogados no podrán hacer mucho en este asunto, muchacho —dijo, pensativo—. Verá cómo la operación ha sido perfectamente legal… en apariencia. Lo malo está en que no habrá forma de probar lo contrario.
Abrió la puerta, seguro ya de no haberse equivocado en lo más mínimo. El joven Morrison comenzó a temblar. Antes de alejarse, Digger, le espetó suavemente:
—Yo en su lugar, muchacho, no pondría traba alguna a los policías encargados de este caso. Su padre fue asesinado.
—¿Cómo se atreve…?
—Baje de las nubes —le atajó—. Míster Morrison era zurdo, sin embargo, el revólver homicida estaba en su mano derecha, al igual que la herida aparecía en el parietal derecho. Piense en eso y después decida si es preferible que unos asesinos queden impunes sólo para evitar las habladurías de los desocupados. Buenas noches.
Se marchó, dejando al pobre muchacho sumido en un mar de incertidumbres. Pensó que, con acciones o sin ellas, la dinastía Morrison se había acabado con semejantes herederos.
* * *
Y pasaron los días con evidente desespero por parte del teniente Digger. Nada de lo que recopiló servía para acusar a Bierce de maldita la cosa. Como siempre, el pistolero había sabido cubrirse a la perfección. Sus picapleitos se ganaban sus honorarios.
El guardia Kile ya volvía a patrullar las calles de su demarcación. Cada vez que se internaba en Chute Street sentía una extraña opresión en el estómago, pero se obligó a sí mismo a recorrerla hasta que esta sensación desapareció. Entonces reanudó sus paseos solitarios, comprobando incluso las cerraduras de las puertas que cerraban los almacenes.
También Frank Mac Kenna pudo abandonar el hospital al cuarto día de su estancia en él. Mantuvo un largo escarceo con el teniente y al fin éste le autorizó a marcharse a casa sin haberle sacado nada verdaderamente importante respecto a lo que le interesaba.
Lizzy recibió alborozada a su amado. La mayor parte de la tarde la pasaron muy juntos, besándose, desgranando planes para el futuro, calculando sus posibilidades económicas y amándose apasionadamente.
Al anochecer, Mac Kenna se vistió un traje limpio y abandonó el apartamiento sin demasiadas explicaciones.
Sacó su viejo coche del garaje y lo condujo sin prisas hasta las inmediaciones del edificio donde Bierce tenía su cuartel general. Después de estacionarlo estratégicamente, encendió un cigarrillo y se dispuso a esperar pacientemente.
Casi dos horas más tarde vio a Tingley que se instalaba al volante de un «De Soto» último modelo y se alejaba a buena marcha. Frank lanzóse en su persecución procurando mantenerse a distancia prudencial.
Recorrieron la distancia que los separaba del distrito residencial, en las colinas. Allí, Tingley estacionó el auto al amparo de las ramas colgantes de un frondoso árbol que se desbordaba por encima de la cerca de un gran jardín y apagó las luces.
Frank quedóse a media manzana de distancia, con las luces apagadas y preguntándose qué demonios aguardaba Tingley en un lugar como aquél.
No lo supo hasta media hora más tarde. Entonces se encendieron unos faros dentro de una propiedad y un coche apareció en la calle. Su conductor lo detuvo, se apeó y regresó a la verja para cerrar las puertas. Tras esto emprendió la marcha hacia el otro lado de las colinas.
Frank vio que Tingley daba la vuelta a su auto y se alejaba en dirección contraria a la tomada por el desconocido. Frank comenzó a comprender y lanzó su viejo cacharro en persecución del hombre que había salido de la casa.
Debido a lo desierto de la tortuosa carretera pudo seguir de lejos el resplandor de las luces que zigzagueaban colina abajo. Recordó uno de los métodos de extorsión preferidos por Bierce y casi sintió deseos de reír. La batalla iba a comenzar mucho antes de lo que había supuesto.
El coche que le precedía abandonó la ruta general y se internó por un desvío en mal estado que conducía a una urbanización en período de edificación. Frank apagó sus faros al internarse por el traqueteante sendero, y pocos minutos después vio que el otro se detenía cerca de una pirámide de tablones destinados a la construcción.
Mac Kenna apartó su auto del camino y lo abandonó precipitadamente. Después se deslizó en silencio hasta acercarse lo suficiente al otro para verlo depositar un paquete sobre uno de los tablones que sobresalía visiblemente de los demás. Hecho eso, el desconocido regresó al coche, maniobró para darle la vuelta y se alejó a toda la velocidad que le permitió el desigual terreno.
El ex boxeador renunció a seguirlo. Ahora ya sabía qué clase de partida estaba jugándose, de manera que se dispuso a tomar parte activa en ella.
Sacó un automático del «45» que había pertenecido a Bierce y esperó. No tardó mucho en surgir una sombra procedente de un chalet en construcción. La sombra se convirtió en la silueta de un hombre fornido y un poco encorvado que se acercó sin adoptar ninguna precaución hasta el lugar donde esperaba el paquete.
En aquel momento, Frank Mac Kenna avanzó tres pasos y ordenó:
—Coloca las manos detrás de la nuca, Darton.
El pistolero giró como una peonza, barbotando una exclamación.
—¿Quién demonios…?
—Tienes un «45» apuntando a tu barriga —le advirtió Frank secamente—. Las manos detrás de la nuca.
—¡Mac Kenna! —gimió su ex compinche.
—Ajá Ya imagino que no esperabas verme tan pronto. Esas manos, Darton; no volveré a decírtelo.
El matarife de Bierce, el mismo individuo que había equipado su puño con una manopla de bronce para machacar a Frank, se apresuró a juntar las manos detrás de su nuca. En la oscuridad, sus ojos trataban de distinguir a su enemigo, pero éste era solo una sombra amenazadora.
—¿Cómo… cómo has llegado hasta aquí? —balbució, aterrado.
—He seguido a Tingley cuando ha ido a vigilar a ese desgraciado que acaba de largarse. El viejo truco, ¿eh? Tingley se asegura que nadie sigue al fulano y lo suelta. Tú aguardas en el lugar indicado y el primo deposita la cantidad exigida. Sólo que esta vez yo he alterado el mecanismo.
—¿Qué vas a hacer, Frank? Bierce te matará si te metes en sus asuntos. No conseguirás salir tan bien librado como…
—¿A qué llamas tú bien librado, bastardo? Por poco me matan, tú y Tingley y tu puño metálico… ¿Cómo ha convencido Bierce a ese primo para que depositara la pasta?
—Bueno… Tiene una hija de siete años…
Mac Kenna pegó un respingo.
—¿La habéis secuestrado?
—No seas imbécil. ¿Crees que Bierce quiere atraer a los federales? No… Sólo ha tenido que amenazar al padre por teléfono, explicándole lo que le sucederá a su hijita si no paga…
—Ya veo.
—Le ha hablado de un par de recalcitrantes que no quisieron pagar… El hombre ha hecho averiguaciones y se ha convencido de que le convenía soltar la pasta.
—Todo muy fácil. ¿Cuánto, Darton?
—Cincuenta mil.
—¡Atiza, vaya bocado!
De repente, Darton separó las manos de la nuca y exclamó:
—¡Tengo una idea, Frank!
—Yo tengo más de una. Cuidado con las manos o te vuelo las tripas, Darton volvió a acariciarse la nuca, pero siguió con su idea.
—Escucha, Frank, muchacho; podemos repartimos ese botín. Mitad y mitad, ¿eh? Es un buen mordisco, y a ti te sacaría de apuros…
—¿Y qué ibas a decirle al jefazo?
—Bueno, eso es fácil. Le suelto un cuento y asunto terminado. Puedo decirle que el primo ha venido hasta aquí, pero que solamente ha dado una vuelta con una pistola en la mano buscando al que tenía que retirar el botín y luego se ha largado sin soltar la pasta. Es así de sencillo. ¿Qué decides?
—Supongamos que Bierce te cree y manda liquidar a la niña.
—¡Oh! Bueno, eso a nosotros no nos importa. Además, antes de hacer eso exigiría otra vez la misma cantidad al fulano. Es un hombre rico, Frank. Seguro que pagaría sin chistar.
—O perdería a su hijita… ¡Qué hijo de perra eres, compañero!
Avanzó los pasos que le separaban de Darton. Éste distinguió entonces la mortífera arma y su terror creció peligrosamente.
Mac Kenna dijo con extraño acento:
—No te necesito para ese trabajo, Darton. Yo puedo embolsarme el paquete sin necesidad de tu ayuda.
—¡Pero Bierce te matará si…!
—¿Crees que podrás decirle quién ha hecho el trabajo, sanguijuela?
—¡Eh, Frank, no seas loco! No irás a matarme por una paliza.
—No veo quién podrá impedírmelo. De todas formas voy a darte una oportunidad. Tú sabes que la noche de la paliza Bierce había planeado matar a un tipo llamado Bradbury…
—No sé cómo se llamaba aquel fulano.
—Bradbury —repitió Frank—. He leído todos los periódicos de estos días y no han publicado una palabra sobre ese crimen. ¿Por qué desistió de matarlo?
—No desistió; solamente aplazó el trabajo hasta ver cómo reaccionabas… Si no creabas problemas…
—Lo había supuesto. ¿Por qué quiere matar a Bradbury?
—¿Cómo puedo saberlo, Frank? Ya sabes cómo trabaja el patrón. Imagino que ese tipo se ha negado a pagar…
—Seguro.
—No vayas a cometer una tontería, Frank —gimoteó el pistolero—. Quédate con la pasta si quieres, pero déjame en paz. No te delataré…
—Apuesto que no; le dirás a Bierce que el fulano no ha pagado.
—Eso es, Frank. Cincuenta mil pavos, piénsalo…
—Ya te he dicho que pienso en varias cosas a la vez, entre ellas ésta…
Nada pudo advertir a Darton de sus propósitos hasta que ya fue demasiado tarde. El golpe del cañón le alcanzó a un lado de la cara y lo arrojó de espaldas, gimiendo y debatiéndose con el principio de inconsciencia.
Frank se inclinó y le despojó del revólver de cañón corto que llevaba en el bolsillo. Tras esto le obligó a levantarse propinándole puntapiés hasta que Darton consiguió ponerse de pie gracias al apoyo de la montaña de tablones.
Frank guardó su arma y se acercó al pistolero. Sus puños de peso máximo cayeron sobre su ex camarada como dos mazas. Darton aulló, aterrado, y movió sus largos brazos frenéticamente en un inútil intento de defenderse.
Un gancho escalofriante aplicado con la izquierda reventó en su mentón levantándolo del suelo. Otro puño como un ariete se hundió en su estómago doblándole en dos. Un salvaje mazazo de abajo arriba le incrustó la nariz en la cara y le obligó a levantarse como un muñeco de feria.
Trató de gritar, pero no encontró aire suficiente en sus pulmones. Sin embargo, abrió la boca angustiosamente. Un puño como un jamón se la cerró con un terrorífico chasquido y su cabeza rebotó contra los tablones que tenía detrás.
Después de eso Darton creyó que había caído dentro de una máquina de trinchar carne. Se sintió levantar en el aire, caer en abismos sin fondo, aplastar contra la tierra, y antes de perder el conocimiento, creyó que una manada de potros salvajes se precipitaban por encima de su machacado cuerpo.
Jadeante, Frank detuvo el castigo y descansó unos minutos Todos los dolores que el descanso y las curas habían logrado adormecer despertaron repentinamente, recordándole que todavía estaba en baja forma y con el cuerpo resentido.
No obstante, pensó que el dolor era soportable en semejantes circunstancias. Darton iba a sentirse mucho peor cuando recobrase el sentido.
Imaginó la escena que se desarrollaría en el despacho de Bierce, cuando su esbirro le contase que había sido atacado por Frank y que éste se había largado con el botín. Bierce sufriría uno de sus espeluznantes ataques de furor demencial y mandaría a todos sus pistoleros en busca del atrevido…
Se echó a reír, tomó el paquete envuelto en papel fuerte de embalaje, y regresó a su coche. Para él no había terminado la noche.