CAPÍTULO V

Las manos de Lizzy fueron como un bálsamo para su lacerado cuerpo. Sus besos le infundieron nueva vida. Se sintió libre y fuerte a pesar de su momentánea impotencia.

—¡Oh, Frank, podían haberte matado! —suspiró la muchacha, con la cara todavía rozando la suya.

—Pero no lo han hecho. Yo sabía que tendría que soportar algo así antes de sacudirme el yugo, querida…

—Pero no me lo dijiste.

—¿Para qué asustarte inútilmente? Si decidí dejar la organización de ese bastardo fue por ti, amor, bien lo sabes. Pero no podía ir a Bierce y decirle que me largaba porque amaba a una chica tan linda como un sueño. Nos hubiera hecho la vida imposible a los dos. Hube de aguardar la ocasión sabiendo lo que me esperaba.

—¡Dios santo! ¿Y si te hubieran matado?

—Bierce cuenta con que no voy a delatarle. Por otra parte, no se atrevió a liquidarme por temor a la publicidad. Los periodistas todavía se acuerdan de mí; ya has visto los reportajes que publican… Yo contaba con eso para escapar vivo de la organización. Creo que he sido el primero que lo ha conseguido.

—Has arriesgado tu vida por mí, Frank.

—Bueno, digamos que lo he hecho por los dos.

Lizzy volvió a besarle. En el poderoso pecho de Mac Kenna surgió una extraña ternura como no recordaba haber sentido jamás. Mientras ella estuvo en sus brazos olvidó incluso a Bierce.

Al cabo de un rato murmuró:

—Ahora tendré que espabilarme si quiero tener a una mujercita tan linda. No tengo la menor idea de ningún trabajo decente, ¿te das cuenta? Has hecho una mala adquisición conmigo, cariño.

—No digas tonterías. Saldremos adelante, ya verás.

—Seguro.

No le dijo que las cosas no iban a ser tan fáciles como ella creía. Tampoco le habló de sus ideas sobre Bierce y lo que se proponía hacer al respecto.

En realidad, no le mencionó para nada los proyectos que llevaba cierto tiempo elaborando.

Dejó que Lizzy siguiera viviendo en aquel sueño de dorado porvenir. ¿Para qué asustarla? Si todo salía bien no tenía por qué saberlo.

El guardia que había relevado al sargento abrió la puerta sin previo aviso. Con voz burlona anunció:

—Terminó la visita. Por ser el primer día no pueden quejarse.

Lizzy impidió una respuesta demasiado violenta de Frank, le besó en la boca sin importarle la presencia del policía y salió de la habitación.

Mac Kenna gruñó:

—Diga a alguien que me traiga los periódicos, polizonte.

—¿No quieres también un par de revistas de nenas?

—Las tengo de carne y hueso, tipo listo. Quédese con las revistas.

El guardia cerró la puerta, riendo. Quince minutos después, Frank tenía varios periódicos sobre la cama.

En ninguno de ellos se mencionaba para nada el nombre de míster Bradbury, la víctima de Bierce.

Pensó que éste habría aplazado la ejecución por temor a él. Seguramente había decidido esperar a ver cómo reaccionaba después de la paliza…

O quizá Bradbury había decidido someterse. Realmente, no sabía el motivo por el cual Bierce había decidido aquel asesinato, pero imaginaba que el tal Bradbury se había negado a pagar una extorsión, o tal vez obstaculizaba alguno de los fabulosos negocios del pistolero.

Sea como fuere, míster Bradbury podía servirle. Recapacitó en lo poco que conocía de la manera cómo operaba Bierce. Éste no era partidario de que sus hombres supieran demasiado, y él no había sido una excepción en la regla.

Hablaría con Bradbury tan pronto saliese del hospital.

* * *

El primer informe del agente de Bolsa llegó a la mesa del teniente Digger a las siete de la tarde. Por él supo que la «Compañía Morrison» ocupaba un excelente puesto en la industria del país y que su situación financiera era buena. Además, circulaba el rumor de que sus ingenieros habían concluido los proyectos de una nueva máquina de inyección de plásticos, tan revolucionaria que dejaría en mantillas a todas las existentes hasta la fecha, lo cual representaría también una sustanciosa subida de sus acciones, subida que ya se había iniciado con cierta vivacidad.

Digger releyó los detalles que el agente continuaba exponiendo sobre la próspera situación de la compañía. Después de eso se dedicó a reflexionar a fondo en aquel problema.

Se dijo que una máquina como la que se mencionaba en el escrito debía basarse en planos detallados, fórmulas y cálculos. Bierce, o los financieros que pagaban por sus secretos industriales, sacarían una fortuna de aquellos planos en caso de tenerlos en sus manos…

Pensó en el guardia aporreado delante del almacén de la compañía, en el suicidio de míster Morrison…

Descolgó el teléfono y pidió que averiguasen quién era el jefe de los ingenieros de la «Compañía Morrison». Mientras esperaba, fumó una sucesión de cigarrillos y siguió analizando la teoría que comenzaba a tomar forma en su mente acostumbrada a las lucubraciones indagatorias.

El ingeniero jefe resultó llamarse Crasniewicz. Anotó su dirección y número de teléfono y dudó entre llamarlo telefónicamente o presentarse en su casa.

Optó por lo primero. El ingeniero acababa de llegar de una reunión de directivos de la compañía, pero accedió a acudir al despacho del teniente, de manera que éste tuvo tiempo de darle una cuantas vueltas más a su problema mientras aguardó la llegada del técnico.

Crasniewicz resultó ser un hombre de unos cuarenta y cinco años, extremadamente calvo y pálido, con gafas de montura de carey y ademanes nerviosos.

Tomó asiento, un tanto inquieto, y aguardó removiéndose con mal disimulada impaciencia.

—Tengo entendido que han terminado ustedes unos planos de una máquina muy valiosa —le espetó Digger—. ¿Es eso cierto?

—¿Quién le ha hablado de eso?

—No se altere, mis informes son confidenciales y le aseguro que no se harán públicos.

—Bueno, es verdad que existen esos planos. Teóricamente es algo asombroso lo que hemos logrado. Creemos que en la práctica responderá a nuestras esperanzas.

—Bien. Ese proyecto debe representar una fortuna para la compañía, ¿no es verdad?

—No es posible calcular lo que va a significar, pero es de un valor comercial inmenso.

Okey. ¿Es posible robar esos planos?

El ingeniero pegó un salto que por poco no derribó la silla.

—¿Robarlos? —balbució.

—Eso he dicho. ¿Quiénes tienen acceso a los planos?

—Bueno… es absurdo… Sólo mis dos ayudantes y yo mismo. Cuando terminamos el trabajo todo el material es guardado en una caja fuerte.

—¿Quién posee la combinación de esa caja?

—Pues… míster Morrison, naturalmente. Y yo, claro.

—¿Nadie más?

—En absoluto.

—¿Cuándo ha visto los planos por última vez?

Las manos del ingeniero temblaban. La sola idea del robo le ponía enfermo.

—Ayer tarde, cuando terminamos los últimos cálculos.

—¿Hoy no?

—No se ha trabajado a causa de la muerte de míster Morrison.

—De manera que usted puede abrir la caja…

—Ya se lo he dicho.

—¿Conoce a alguien llamado Bierce?

Crasniewicz arrugó el entrecejo en un esfuerzo por recordar.

—Estoy seguro que no. ¿Quién es, teniente?

—Olvídelo. Vamos a ir a su oficina de la fábrica —decidió Digger secamente—. Usted abrirá la caja sólo para comprobar si los planos siguen encerrados en ella.

—Pero… es absurdo… No pueden haberlos robado…

—Eso lo veremos cuando lleguemos allí.

Fue un viaje silencioso y tenso. El ingeniero se retorcía los largos dedos hasta amenazar con rompérselos.

El guardián diurno acudió a abrirles la puerta y saludó con evidentes muestras de respeto al ingeniero.

Éste le ordenó que se quedase en la planta baja y él, seguido del teniente, subió a la oficina técnica.

Durante el camino Digger indagó:

—¿Ése es el vigilante que se queda por las noches?

—No; hay otro que releva a éste. Creo que empieza a trabajar a las diez.

—¿Sabe cómo se llama?

—No; ni creo que lo haya visto nunca. Cuando yo llego por la mañana él ya ha terminado su turno.

El despacho, con sus grandes mesas de dibujo, tenía un aspecto desolado cuando Crasniewicz encendió las luces.

—Ésa es la caja fuerte.

Digger observó que se trataba de una de esas arcas antiguas y sólidas, voluminosas y de aspecto inviolable… aunque sus mecanismos han sido ampliamente superados en las actuales.

—Ábrala.

Tras una vacilación, el ingeniero manipuló en los cilindros, después sacó una llave del bolsillo y abrió la pesada puerta. Casi se precipitó al interior en su afán de descubrir el posible robo.

El suspiro de alivio que exhaló pudo oírse en todo el despacho, Digger inquirió:

—¿Están ahí?

—Así es. No voy a ocultarle que me ha tenido usted en vilo, teniente. ¿De dónde ha sacado la absurda idea de que habían sido robados?

Un tanto desconcertado, el policía confesó:

—Era… una especie de corazonada, ¿usted comprende?

—No.

—Es mejor así… Sin embargo, saque esos planos para echarles un vistazo.

—¿Con qué objeto?

—No voy a copiarlos cuando llegue al despacho —se burló Digger—. No entiendo una palabra de esos garabatos. Pero quiero examinarlos. Tráigalos aquí, bajo esa luz.

Refunfuñando, el ingeniero sacó un manojo de papeles y un par de grandes hojas cubiertas de complicados dibujos.

—¿Es preciso que vea usted todo el material?

—No; solamente esos planos…

Los estudió cuidadosamente bajo la potente lámpara. El ingeniero se sorprendió al darse cuenta que el policía no se interesaba por los laberínticos dibujos, sino por los bordes del papel.

Digger gruñó:

—Tome usted una de estas hojas y colóquela en la mesa de trabajo exactamente como acostumbran hacerlo todos los días. Quiero ver cómo la sujetan.

—Bueno, creo que estamos perdiendo el tiempo. Sepa usted que… El teniente le atajó secamente:

—¿Alguno de ustedes sujeta el papel a la mesa con cinta adhesiva?

Crasniewicz se escandalizó:

—¡Jamás! —exclamó—. Tenemos unos sujetadores especiales. La cinta adhesiva ensucia la mesa y frecuentemente rompe el papel cuando hay que sacar éste.

—Muy bien; observe los extremos de ese plano que tiene en las manos, míster Crasniewicz…

El ingeniero se inclinó, ajustándose los lentes. De repente esbozó un ademán de extrañeza y pasó los dedos por un lugar determinado del papel.

—No lo comprendo —susurró—; aquí ha habido cinta adhesiva sin duda alguna, aunque la hayan arrancado con mucho cuidado…

—¿De veras no lo comprende?

Levantó la cabeza y quedóse mirando al policía. Lo que éste quería insinuar se abrió paso en su mente con la fuerza de un ariete y por poco se cae de espaldas.

—¡Usted… usted insinúa que…!

Le falló la voz. Digger gruñó:

—Eso es; alguien ha fijado los planos con cinta adhesiva para poder fotografiarlos. Espionaje industrial se llama a eso, amigo mío.

Crasniewicz perdió poco a poco el color y se derrumbó sobre una silla. Un hondo jadeo escapó de su pecho, pero Digger no le hizo el menor caso. Estaba demasiado ocupado reflexionando.

Analizó los posibles medios de que pudieron valerse los que hicieron el trabajo, pensó en el guardia apaleado, en la impunidad de los intrusos…

Sumó dos y dos y por una vez le dieron cuatro.

El guardián nocturno les había facilitado las cosas sin la menor duda, decidió, de otra manera hubieran tenido que librarse de él lo mismo que habían hecho con el policía.

Unas sencillas preguntas al guardián de tumo le facilitaron la dirección del que le interesaba, de manera que dejó al desesperado ingeniero en la oficina y dirigióse sin pérdida de tiempo a las señas que había anotado.

Sin embargo, pronto comprendió que acababa de desperdiciar su tiempo.

La casa donde vivía el vigilante nocturno era una colmena que según pudo advertir al primer vistazo estaba en ebullición. Los vecinos se agolpaban en las escaleras y todos hablaban a la vez. Las voces excitadas salían de todas partes, los comentarios se atropellaban en arrolladora catarata y el teniente se preguntó, asombrado, si toda aquella gente se habría vuelto loca repentinamente.

Unos minutos después, y tras acorralar a un hombrecillo en un rincón, consiguió averiguar que todo aquel alboroto era debido a que uno de los vecinos precisamente uno que trabajaba de noche como guardián de una fábrica, se había precipitado escaleras abajo rompiéndose el cuello y muriendo casi en el mismo instante.

Había quien decía haber visto a un hombre alejarse de las escaleras después del estruendo de la caída. Otros hablaban de ciertas voces violentas escuchadas segundos antes que el cuerpo se precipitase escaleras abajo…

Una mujer comentaba:

—Lo más extraño de todo es que el pobre Burt llevaba mil dólares en el bolsillo… ¿De dónde habría sacado él tanto dinero?

Digger pensó amargamente que aquellos mil dólares eran el precio de su traición a la casa donde ganaba su pan. También hubiera podido decir que eran el precio de su vida…

Pero eso a nadie le importaba.

Excepto a la policía, naturalmente.

Aguardó en la calle la llegada de los agentes del Precinto del distrito, se llevó aparte al sargento encargado del asunto y habló con él largamente.

Cuando se separó de su colega, éste quedó mucho más preocupado que antes. Subió las escaleras pensando en la metamorfosis de un simple caso de accidente… convertido en uno de asesinato.

En su coche, Digger maldijo en voz alta al comprobar que otro posible eslabón de la cadena que habría podido envolver a Bierce acababa de extinguirse.