CAPÍTULO IX
—Es un estúpido con placa de policía —rezongó Mac Kenna, dejando de acariciar a Lizzy por unos instantes.
La muchacha se irguió un poco en el diván. Necesitó hacer una cabriola mental para captar el motivo del súbito estallido de Frank. Recordó lo que habían estado hablando antes y murmuró:
—Para nosotros todo esto ha dejado de importarnos ya, amor. Recuerda lo que me has prometido.
—De acuerdo, de acuerdo; pero no puedo quitarme de la cabeza a ese tonto. Le he repetido una y otra vez que hay alguien en la sombra, alguien más importante que Bierce… Y ni siquiera me ha hecho caso. Todo lo que él desea es cerrar el caso y aguardar las felicitaciones… ¡Vaya policía!
Ella estiró el cuello y sus labios rozaron los de su amado. Fue una larga y suave caricia que casi consiguió borrar por completo aquella especie de obsesión que atormentaba al hombre. Casi, solamente.
Mac Kenna le rodeó la cintura con sus manazas de gigante y la aprisionó contra sí, devolviéndole el beso, hundiéndose en la vorágine de aquel amor que había hecho el milagro de arrancarle de una vida equivocada y peligrosa. Se dejó ganar por la suavidad de los labios húmedos, por el temblor del grácil cuerpo y por todo el cúmulo de sensaciones que ella le ofrecía con su amor.
Más, en el fondo de su mente, como una nebulosa oscura e inquietante, siguió flotando la sombra de algo inconcluso, una especie de amenaza indefinida y letal que pudiera desencadenarse en cualquier instante como una súbita tormenta.
Ninguno de los dos se preocupó de encender la luz, de manera que a medida que el día fue declinando, una creciente oscuridad invadió la estancia a pesar de la abierta ventana, al otro lado de la cual, sobre los altos edificios, comenzaron a parpadear los multicolores anuncios luminosos derramando su lechosa luz a lo largo de las fachadas, sobre las casas más bajas, arrancando brillos de bronce a las escaleras de escape metálicas…
Ninguno de los dos advirtió el paso del día a la noche. Su mundo se había reducido al espacio concreto de las paredes que les ofrecían el refugio adecuado a su amor, la independencia que anhelaban, lejos de miradas indiscretas.
Aunque, sin que pudieran saberlo, no estaban tan aislados como ambos deseaban.
La calle a la que daba aquella ventana era poco más que un callejón secundario, poco alumbrado y desierto. Aparte de las fachadas traseras de algunos edificios de viviendas, daban a él los monótonos muros de unos grandes almacenes de maquinaria, el patio de un comercio de compra y venta de coches usados, siempre lleno de vehículos de mil tipos y colores, y la cerca de un solar sin edificar que hasta poco antes había contenido una vieja casa de pisos.
Fue en el extremo de ese callejón donde se detuvo un sedán negro y lujoso. Sus luces se apagaron y el conductor maniobró a oscuras hasta dejarlo estacionado en la boca del callejón, con el morro apuntando a la avenida mejor iluminada por la que había llegado.
Cuando el motor dejó de susurrar su mecánico latido se abrió la portezuela de la derecha y una sombra saltó a la acera. El hombre volvió a cerrar la portezuela silenciosamente, se inclinó hasta meter la cabeza por la ventanilla y murmuró:
—Si oye jaleo ponga el motor en marcha y dispóngase a salir volando. ¿Comprendido?
—Date prisa —fue todo lo que obtuvo por respuesta.
La sombra se alejó del coche y anduvo por la acera examinando con suma atención las fachadas traseras de los edificios de apartamentos. Cuando localizó el que buscaba se detuvo y miró arriba y abajo de la calleja. A excepción de los grandes cubos de basura alineados junto al bordillo y algún que otro gato deambulando en busca de una problemática cena no distinguió nada alarmante.
Entonces retrocedió y quedó quieto junto a la pared, debajo del tramo deslizante de la escalera de escape. Sacó del bolsillo una automática europea de largo cañón y procedió con todo cuidado y perfecta calma a aplicarle un silenciador. Cuando el largo cilindro estuvo acoplado, el cañón había ganado en longitud y feo aspecto.
Hecho eso, sujetó el arma dentro del cinturón y levantó la cabeza. Titubeó. Si aquella escalera chirriaba, todos sus planes se vendrían abajo de golpe.
Finalmente, flexionó su cuerpo y saltó. A la segunda tentativa, sus dedos se aferraron al escalón metálico y el tramo se deslizó hacia abajo con un chirrido. Tan pronto sus pies tocaron otra vez el suelo, el hombre presionó para evitar que la escalera no siguiera bajando tan rápidamente, de manera que el resto del deslizamiento lo efectuó despacio y con cuidado para evitar el ruido.
Medio minuto después se había encaramado por el tramo movible y procedió a subirlo de nuevo con iguales precauciones.
Conseguido esto se mantuvo quieto, escrutando la oscuridad del callejón, las ventanas de la casa de enfrente y las que quedaban sobre su cabeza. En algunas había luz y en otras no, pero no se observaba actividad inusitada en ninguna de ellas, lo que indicaba que su intrusión había pasado inadvertida hasta el momento.
Tampoco en el callejón pudo descubrir ninguna presencia humana. Sólo al final del mismo, recortándose como una sombra más negra que las demás contra el aura de claridad de la avenida, la silueta del sedán que le esperaba sirvió para infundirle confianza en sí mismo.
Después del detenido escrutinio se decidió a proseguir la ascensión. Sin prisas, colocando los pies con cuidado en cada peldaño para evitar ninguna resonancia, fue subiendo lentamente los tramos metálicos en busca de su objetivo.
Vagamente, como si una parte de su mente actuara independientemente del resto, pensó en la manera de hacer el «trabajo» si la ventana que buscaba estaba cerrada. Eso complicaría las cosas de manera enojosa aunque si dentro hubiera luz podría disparar a través del cristal con la misma seguridad que si lo hiciera en un campo de tiro.
No estaba nervioso. Después de todo, nadie está nervioso cuando realiza el trabajo de su especialidad para el cual ha sido entrenado durante años. Para el hombre, el asesinato era un trabajo tan normal como pudiera serlo el de un mecánico, pero mucho mejor pagado que el de éste, naturalmente. No iba a ser ésta la primera vez que se truncaba una vida frente a la mira de su pistola. No, según calculaba, no sería tampoco la última.
Estaba en el tercer piso, cruzando frente a una ventana a oscuras, cuando una súbita claridad inundó el rellano metálico al iluminarse inesperadamente aquella ventana. El hombre dio un salto para huir de la luz. Sus pies produjeron un sonoro choque sobre el primer peldaño del siguiente tramo, lo que le obligó a permanecer inmóvil, con el oído atento y los nervios en tensión. Instintivamente, su mano se deslizó hasta la culata de la pistola y quedó allí, expectante.
No sucedió nada. Nadie asomó la cabeza para averiguar el origen del golpe en la escalera, o tal vez el golpe no había sido tan ruidoso como su tenso oído le había hecho creer, de manera que reemprendió la subida con redobladas precauciones. Para calmar su conato de alarma concentró su mente en la víctima que iba a caer bajo sus balas. Pensó que si Bierce no hubiese sido tan estúpido ahora no tendría que arriesgarse de semejante manera. Debió matar a aquel saco de músculos en un principio en lugar de contentarse con una paliza. Claro que Bierce no tenía sesos… aunque se creía más listo que nadie.
Bueno, al diablo con Bierce. Le faltaban dos pisos y su pistola entraría en acción. Si la ventana estuviera abierta, reflexionó, nadie se enteraría del asesinato, nadie podría oír el chasquido de la automática equipada con un excelente silenciador.
A menos que hubiera la chica allí y se pusiera a chillar…
Habría que terminar con la muchacha también, decidió. Cuando se hace un trabajo de esa clase hay que rematarlo bien si uno quiere evitarse dificultades. Los únicos testigos que jamás declaran contra uno son los testigos muertos.
Distendió los labios en una silenciosa risita al pensar eso. Claro que era una lástima liquidar a una chiquilla tan linda… Sólo la había visto una vez, pero la recordaba nítidamente. Una pena. Hubiera sido preferible tenerla en los brazos que ante la mira de la pistola…
Bien, las cosas vienen como vienen y no se pueden cambiar. Después de todo, es preferible liquidar a una mujer a exponerse estúpidamente a la cámara de gas.
Arriba, en el apartamiento, Lizzy creyó despertar de un bello sueño cuando Frank la apartó suavemente.
—Ya es de noche —susurró la muchacha, cual si la maravillase ese descubrimiento.
—¿No te gusta la oscuridad? —preguntó él, tanteando en busca de un cigarrillo.
—A veces sí y a veces no. Ahora me encanta porque estoy en tus brazos.
—Eso no es exacto —rió Frank quedamente—. O por lo menos, no siento tu cuerpo entre mis manos. Estoy buscando el maldito encendedor con la izquierda y la derecha sostiene un cigarrillo que…
—Ya sabes lo que quiero decir, tonto. El encendedor está junto al cenicero. ¿Quieres que encienda la luz?
—¿Para qué? Cuando quiera convencerme que sigues a mi lado no necesitaré ninguna luz… Ah, el encendedor…
Brilló la llamita en la oscuridad cuando él encendió el cigarrillo y luego se apagó. Amortiguados por la distancia, los rumores del tráfico apenas si rompían el íntimo silencio de la estancia. Sonó el leve choque del encendedor al ser abandonado otra vez sobre la baja mesita. En la oscuridad, la brasa roja del cigarrillo cobró brillo al fumar él. Después se amortiguó y Mac Kenna dijo:
—Dame el cenicero… Apenas llego desde aquí.
Tanteó en la oscuridad hasta apoderarse del grueso cenicero de cristal tallado. Estaba recostado contra un extremo del diván y una agradable lasitud se había adueñado de todos sus miembros durante las horas pasadas con Lizzy. Maldito si deseaba moverse de su cómoda postura, sintiendo la perfumada proximidad de la muchacha a su lado, de manera que colocó el cenicero sobre el respaldo del diván para no tener que cambiar de postura.
—¿Sabes una cosa, amor? —dijo de repente—. Si uno no ve el humo del cigarrillo no obtiene todo el placer del tabaco…
—Creo que me he enamorado de un tonto. Bésame para que cambie de opinión o me pondré a chillar.
Él lo hizo y ambos perdieron la noción del mundo. Un mundo en el que un asesino se aprestaba a descargar su golpe.
Algo se movió junto al marco de la ventana abierta. Una sombra imprecisa que escrutó el interior, pero que se retiró precipitadamente cuando un gran anuncio al otro lado de la calle brilló en un corto parpadeo, para apagarse y proceder nuevamente a su ciclo de iluminarse lenta y progresivamente hasta alcanzar el máximo de luz.
El hombre apostado en el rellano de la escalera metálica maldijo para sus adentros. ¿Cómo podía matar a un hombre si no se distinguía nada dentro del cuarto?
Pegado a la pared, extrajo la pistola. El largo cañón pareció vacilar un instante, hasta que, despacio, sin un temblor, giró hacia la ventana hasta que el largo cilindro quedó apoyado en el alféizar.
Entonces, el asesino atisbo con cuidado. Casi dejó escapar una exclamación de contento cuando distinguió el tenue brillo rojo de un cigarrillo. Hizo un rápido cálculo mental de la posición de la brasa y levantó un poco el cañón de su arma. El dedo se le tensó sobre el disparador…
Muy queda, escuchó una voz de hombre.
—Un momento, nena —susurró aquella voz—. Todavía no he aprendido a vivir sin respirar…
Lizzy sonrió en la oscuridad, totalmente feliz. Dejó de besar a su amado, pero continuó abrazada a él. Notó que Frank levantaba la mano en busca del cigarrillo.
Mac Kenna tanteó en la oscuridad. Las puntas de sus dedos rozaron el cenicero y éste osciló, a punto de caer.
En el mismo instante sonó un «plop» apagado en la ventana, como un golpe sordo propinado sobre una masa blanda. Pero simultáneamente, el cenicero saltó en pedazos con un estrépito de cristales rotos, el cigarrillo salió despedido, y al otro lado de la estancia, algo hizo añicos un pequeño espejo de adorno.
—¿Qué demonios…?
La voz de Frank se extinguió al comprender repentinamente de qué se trataba. El estallido del espejo le delató la procedencia del extraño sonido escuchado primero, y sin más palabras, se lanzó sobre Lizzy arrojándola fuera del diván.
—¡Frank! —exclamó la muchacha—. ¿Te has vuelto loco?
—¡Calla! Alguien ha disparado a través de la ventana —le susurró él, con la boca pegada a su oído.
La obligó a arrastrarse hasta colocarse los dos al otro lado del sofá. Después del primer disparo no había habido otro, pero un creciente furor estaba haciendo presa en los nervios de Mac Kenna al darse cuenta que aquel balazo muy bien podía haber acabado con la vida de la mujer que amaba.
No se entretuvo en imaginar quién podía estar allí, a pocos pasos de distancia, dispuesto a matarlos. Todo lo que pensó fue que estaba desarmado y que para llegar a donde estaba su revólver tendría que atravesar casi toda la estancia.
—No te muevas de aquí, nena —murmuró, tenso—. Pase lo que pase, no asomes tu naricita fuera de ese diván.
—¿Y tú, Frank, qué vas a hacer?
—No lo sé todavía…
Se apartó de ella, y al arrastrarse, sus manos tropezaron con un grueso trozo de cristal. Lo tanteó en la oscuridad; era un pedazo del cenicero. Lo levantó, y de rodillas en el suelo, lo arrojó con fuerza contra la parte superior de la ventana.
El cristal fijo y el que estaba levantado cayeron bajo el impacto con un estrépito que llenó de ecos la noche entera. Instantáneamente, el sordo golpe del disparo se repitió dos veces, pero no se entretuvo en escucharlo, sino que corrió agazapado hasta la cómoda en cuyo cajón guardaba el revólver de cañón corto.
Hubo un nuevo balazo procedente de fuera, cuyo plomo repercutió sordamente en la pared, no lejos de donde él estaba. ¿Es que el asesino tenía ojos de gato?
Cuando sintió el metal del revólver en sus dedos no pudo contener un suspiro de alivio. Ahora estaban en iguales condiciones el criminal y él.
Agazapado en el suelo, forzó la mirada tratando de penetrar la oscuridad. Vio perfectamente recortado el recuadro de la ventana cuando el anuncio luminoso alcanzó el cénit de su luz. Luego, ésta se apagó y sólo quedó una claridad grisácea en la que nada se distinguía.
No muy lejos, una voz exclamó:
—¿Qué ha sido eso?
Una mujer, sin denotar alarma alguna, respondió:
—Alguien ha roto un cristal… Debe haber sido en un piso de arriba…
Mac Kenna calculó que si los vecinos estaban asomados a las ventanas el asesino permanecería quieto para no dejarse ver. Lo imaginó pegado a la pared, a un lado de la ventana…
Se deslizó en la oscuridad hacia donde estaba la muchacha. Sin apenas mover los labios musitó:
—Ahora tengo mi revólver. No te muevas para no atraer su atención sobre ti, querida.
—¡Por favor, Frank, ten cuidado…!
Se alejó de ella hacia el lado opuesto del cuarto. Si pudiera llegar a la habitación vecina podría cazar al criminal desde la otra ventana…
Pero había que abrir una puerta. Apenas lo intentó, una bala fue a incrustarse en la madera, a escasas pulgadas de su cabeza. Comprendió que el asesino no podía verle a él, pero el movimiento de la puerta había reflejado la luz y la sombra del anuncio revelando su intento.
Abandonó la idea de buscar la otra ventana y se revolvió sobre sí mismo. Rechinó los dientes de furia y sin titubear más, tiró del disparador.
Hubo un relámpago anaranjado en su mano y el tremendo estampido del «38» pareció un cañonazo dentro de aquel reducido espacio. Las ondas sonoras de la explosión se rompieron cuando el proyectil blindado pegó contra la barandilla de la escalera y cambió de dirección con un vibrante aullido.
La noche se llenó de voces y de ruido de ventanas abriéndose precipitadamente. Por segunda vez, sólo para acabar de alarmar al vecindario y obligar al criminal a moverse, Frank disparó el revólver contra el hueco de la ventana. Tras esto, saltó en pie y se acercó agazapado hasta un lado del alféizar.
Todavía retumbaban en sus oídos los estampidos del revólver, pero incluso así percibió los pasos que se precipitaban escaleras abajo, sin preocuparse en absoluto del ruido esta vez.
De un brinco franqueó la ventana y estiró el cuerpo fuera de la barandilla. Creyó percibir una sombra, dos pisos más abajo, y le mandó un balazo sin muchas esperanzas de acertarla.
Los pasos continuaron, más rápidos si cabe. Las ventanas que antes se abrieron con tantas prisas, se cerraron entonces con estruendo. Una tras otra, las luces de todas ellas fueron extinguiéndose hasta dejar las fachadas sumidas en la más completa oscuridad.
Mac Kenna soltó un juramento y se lanzó escaleras abajo. Bajo su gran peso, los peldaños resonaron como tambores, pero descendió dos pisos sin preocuparse del ruido. No obstante, allí se detuvo y trató nuevamente de descubrir al fugitivo.
Lo vio cuando llegaba al tramo deslizante. Comprendió que si lograba llegar a la calle escaparía indefectiblemente, y, con el cuerpo medio colgado fuera de la barandilla, disparó dos veces en rápida sucesión.
No logró abatir al criminal, pero le obligó a pegarse a la pared para huir de los proyectiles, lo cual le impidió también accionar la escalera.
A saltos, Mac Kenna siguió bajando los tramos que lo separaban de su agresor. Le faltaba un poco más de un piso cuando el sonoro golpe del tramo movible le indicó que, después de todo, el fugitivo había llegado a la calle.
Cuando él llegó al último rellano el tramo deslizante estaba subiendo con un chirrido, accionado por los gruesos muelles. No esperó a que se detuviera, sino que apoyando una mano sobre la barandilla saltó limpiamente por encima de ésta y voló materialmente hasta caer de pie sobre los adoquines del callejón.
Notó un relámpago de dolor en todo el cuerpo, producto de la reciente paliza, y rodó por el suelo como una pelota. Pero tan pronto consiguió detenerse buscó al fugitivo con la mirada. Primero escuchó los rápidos pasos que se alejaban por el centro de la calleja. Después, recortándose contra la luz del fondo, distinguió la oscura silueta.
Sus dientes rechinaron cuando los apretó como un cepo Despacio, levantó la mano armada y concentró todas sus facultades en el disparo.
El revólver retumbó en la noche. Sus fosas nasales se llenaron del acre olor de la pólvora, pero pudo ver al fugitivo cómo daba un traspié y caía hacia adelante como un fardo.
Suspiró, levantándose. Bueno, ahora podría saber de una vez por todas quién era el desconocido agresor…
No obstante, su optimismo se vino al suelo cuando advirtió que el tipo había logrado reanudar la marcha, aunque muy inclinado, como si estuviera soportando un gran peso sobre las espaldas.
—No irás lejos, compadre —refunfuñó Mac Kenna, echando a correr.
Nuevamente, comprendió su equivocación demasiado tarde. Vio al fugitivo cómo se desviaba a un lado y desaparecía detrás de un coche estacionado junto al final del callejón. Casi simultáneamente, el auto salió disparado y dobló la esquina como empujado por un cohete y desapareció definitivamente.
Su sarta de maldiciones no fue escuchada por nadie, lo que fue una suerte después de todo, porque ninguna de ellas resultó apta para oídos delicados.
Lentamente, volvió al lado de Lizzy, y como ya suponía, hubo de pasar el resto de la noche contestando preguntas y discutiendo con la policía del Precinto primero, con los de la Central después, y como colofón, se vio asediado por el teniente Digger y su inseparable sargento.
Ninguno de ellos sacó mucho en claro. Sólo al final, Mac Kenna aventuró, cuando ya el teniente empezaba a darse por vencido:
—Apenas si pude distinguir más que la silueta del hombre que corría, James; no puedo afirmar nada, pero su manera de moverse me recordó a Tingley… ¿O acaso tienes a éste en una de tus celdas?
—No; parece haberse esfumado en el aire. ¿Crees realmente que puede haberse tratado de él?
—Ya te digo que es sólo una impresión. De ser cierta, me gustaría saber por qué ha decidido liquidarme a estas alturas. La organización está deshecha, ¿no?
—Tal vez cree que tú eres el responsable de la matanza y desea vengar a los otros.
—No conoces a Tingley… No arriesgaría su cuello por ninguno de sus compañeros. A menos…
—Termina de una vez. ¿Qué estás pensando?
—Si había alguien por encima de Bierce forzosamente debía mantener a un hombre de su confianza dentro de la organización…
—¡No vuelvas con ese cuento, maldita sea! —le atajó el teniente, fastidiado.
Mac Kenna se encogió de hombros.
—Okey, tipo listo. No volveré a hablarte de eso —rezongó de mal talante—. Pero te apuesto que Tingley sigue obedeciendo órdenes de alguien… Y no puede tratarse de Bierce ahora.
—Tonterías; suponiendo que se trate de él, ha intentado vengarse de ti, eso es todo.
—Bueno, tú lo dices y yo cierro el pico. Al diablo contigo. Quiero acostarme de una maldita vez, ¿está claro? Y Lizzy necesita descansar también.
Digger dirigió una penetrante mirada hacia donde estaba sentada la muchacha, al parecer ajena a cuanto se estaba discutiendo.
—Está bien —gruñó—. Nos veremos en mi despacho. No creas que hemos terminado tú y yo…
Apenas sin despedirse, él y el sargento abandonaron el apartamiento con cara de pocos amigos.