CAPÍTULO VII
Míster Costopoulus metió el coche en el garaje de su residencia y paró el motor, pero no se apeó. Continuó sentado ante el volante, pálido y pensativo.
Pensó en los cincuenta mil dólares entregados a aquellos criminales No le dolía haber entregado ese dinero; después de todo él era sumamente rico. Lo que le inquietaba era que su pasividad al pagar sin resistirse hiciera despertar las ansias de los extorsionadores y comenzasen a llover las peticiones de dinero mediante amenazas contra su idolatrada hijita.
Míster Costopoulus había llegado a los Estados Unidos cuando apenas si contaba cuatro años de edad. La vida, en los primeros tiempos de emigrantes, había sido dura para sus padres. Después, cuando él creció y se despertó su astucia, se dedicó a trabajar con incansable tesón especulando con sus ahorros hasta adquirir un pequeño restaurante desacreditado y sin clientela, del que el antiguo propietario se desprendió encantado por una suma irrisoria.
Fue el principio del éxito. Su amable carácter, su energía sin límites para el trabajo, todas las cualidades de míster Costopoulus, encontraron campo propicio para desarrollarse desde aquella pequeña base de partida. En la actualidad, una cadena de quince restaurantes de lujo, dos hoteles y algún que otro negocio menos importante trabajaban como calderas a presión produciéndole inmensos beneficios.
Se dijo que América había sido generosa con él, incluso a pesar de la mala voluntad de una buena parte de sus habitantes. Sin embargo, precisamente cuando se consideraba el más feliz de los mortales, entregado por entero a su mujer y a su pequeña hija, surgían aquellas sanguijuelas dispuestas a chuparle la sangre. Porque, para él, el dinero era la misma sangre de la vida.
Sacudió la cabeza y saltó fuera del auto. Se disponía a cerrar la puerta basculante del garaje cuando el resplandor de unos faros barrió la pared del jardín, se detuvo y finalmente, se extinguió.
El coche se había detenido silenciosamente.
Míster Costopoulus notó un estremecimiento. ¿Qué iba a suceder ahora?
Escuchó el cerrarse de una portezuela. Unos pasos resonaron sobre la grava acercándose a la reja. Recordó que el timbre de la puerta se oía en toda la casa y echó a correr hacia la verja, temeroso de que un timbrazo despertase a su mujer.
—¿Quién… quién está ahí?
Una voz murmuró:
—Necesito hablar con usted. Abra la verja, ¿quiere?
—¿A estas horas? No pienso hacerlo bajo ningún pretexto. Puede hablar desde aquí perfectamente siempre que no levante la voz. ¿Quién es usted?
—Mi nombre no le dirá nada, pero le traigo algo que le pertenece.
—¿Que me trae algo de mi propiedad?
—Abra la verja.
—No. Hable desde ahí fuera.
—Okey, si eso ha de tranquilizarle. Usted ha entregado esta noche un paquete conteniendo cincuenta mil dólares, ¿no es cierto?
—¡Dios! ¡Dice usted que lo trae!
El griego se tambaleó a punto de desmayarse.
—Eso es. He venido a devolvérselo y a hablar con usted de este asunto.
—¿Por qué lo ha hecho? —La desesperación hizo presa en su voz y casi se ahogó—. ¡Maldito sea, maldito! Lo ha estropeado todo.
—Tómelo con calma, amigo…
—Usted no comprende… Matarán a mi niña… Creerán que no he querido pagar…
Matarán a mi pequeña…
—No harán nada de eso. Ellos saben que usted ha pagado.
—Entonces, ¿cómo tiene usted el dinero?
—Se lo he quitado al bastardo encargado de recogerlo, después de propinarle algunos estacazos. Me conoce, ¿comprende? De manera que sabrán que usted ha pagado, aunque yo les he escamoteado el botín.
—No logro comprender por qué ha hecho una cosa así. Está arriesgando su vida… —Lo sé, pero hay viejas cuentas pendientes entre los que le han extorsionado y yo. Aquí tiene el paquete, está intacto.
Con dedos que temblaban, el griego se apoderó del envoltorio a través de los barrotes de la reja. Comprendió que aquel desconocido tenía razón. Los pistoleros quedarían satisfechos de él, aunque se lanzarían detrás del hombre que les había arrebatado el dinero de entre sus manos.
—Absurdo —murmuró—. ¿Por qué me ha devuelto el dinero?
—Bueno… Le confieso que me ha costado decidirme. Después de todo, usted lo acababa de regalar. Pero Lizzy no me hubiera perdonado este nuevo desvío.
—¿Lizzy?
—Olvídelo. ¿Sabe usted quién le ha exigido ese pago?
—No.
—Es un tipo llamado Bierce. Si alguna vez es detenido y sus hombres liquidados, ¿se atrevería usted a declarar contra él?
Tras una vacilación, míster Costopoulus murmuró:
—No… Lo siento, señor, pero no me atrevería a hacer nada semejante. Esos pistoleros son despiadados y vengativos. Podrían vengarse en mi mujer y en mi niña…
—Ya veo… En fin, creo que, después de todo, he perdido el tiempo.
—Espere. ¿Está seguro que ese Bierce, o quien sea, sabrá que yo he pagado esa cantidad?
—Sin la menor duda.
—Bueno… En este caso…
Desgarró una esquina del papel y extrajo un fajo de billetes. Los contó a tientas, guardó algunos y ofreció un puñado a Frank casi tímidamente.
—Usted me ha devuelto cincuenta mil dólares… Es costumbre recompensar a todo aquel que devuelve una cantidad perdida… Ahí tiene; el diez por ciento.
Mac Kenna parpadeó, asombrado.
—Cinco mil… —murmuró.
—Eso es. Por favor, acéptelos.
Frank Mac Kenna pensó en Lizzy, en las dificultades para empezar una nueva vida, y alargando la mano, tomó aquella suma y la guardó en el bolsillo.
—Bueno, gracias… Pero no se me había ocurrido que…
El griego le sonrió. Siempre a través de la reja, estrechó la mano del gigantesco individuo que le observaba en la oscuridad. Después permaneció allí viéndolo alejarse, maniobrar el coche y lanzar el vehículo por la empinada calle a buena velocidad.
Aquel desconocido acababa de devolverle la confianza en los americanos, aparte de un buen montón de dólares.
* * *
Míster Bradbury se disponía a acostarse cuando sonó el teléfono. Se apresuró a descolgarlo para evitar que levantara a toda la casa y con voz disgustada preguntó quién llamaba.
Una voz desconocida dijo:
—Estoy muy cerca de su domicilio, míster Bradbury. Tengo algo muy importante que decirle.
—Bueno, dígamelo, le escucho.
—No por teléfono. ¿Puedo venir ahora?
—O está usted loco o trata de burlarse de mí. A estas horas de la noche no pienso introducir en mi casa a un desconocido.
—No tiene nada que temer. Después de todo, me debe la vida, míster Bradbury.
—¿Cómo?
—¿Puedo venir?
El hombre de negocios titubeó. Aquello tenía todo el aspecto de una tomadura de pelo, o quizá algo peor. Sin embargo, aquellas últimas palabras le intrigaban.
—Está bien, le espero. No llame al timbre cuando llegue, no quiero alarmar a mi familia. Colgó. Tras unos instantes de reflexión, se dirigió a un mueble adosado a la pared de la biblioteca, abrió un cajón y empuñó una automática del «32». Aseguróse de que estaba cargada, introdujo una bala en la recámara y corrió el seguro, guardando después el arma en un bolsillo de su batín de seda.
El desconocido que le había llamado se presentó cinco minutos después. Vio que era un tipo de elevada estatura, hombros de gran desarrollo y cuello de toro. Unos ojos grises y fríos le examinaron sosteniendo su mirada inquisitiva.
—¿Y bien? —Gruñó míster Bradbury.
—Me llamo Mac Kenna. ¿Podemos hablar aquí?
—Estaremos mejor en la biblioteca. Por aquí.
El anfitrión cerró las puertas y se enfrentó con su visitante.
—Espero que sus razones para tan intempestiva visita sean importantes.
—Lo son si usted considera su vida importante, míster Bradbury.
—Aprecio mi vida, naturalmente. Pero todo esto no tiene sentido para mí.
—¿Conoce a alguien llamado Bierce?
Las cejas del financiero se arquearon, interrogantes.
—¿Se refiere al tahúr y pistolero del que hablan los periódicos de vez en cuando?
—Al mismo.
—No; mi círculo de amistades no incluye a esa baja ralea de individuos. ¿Quiere explicarse de una vez?
—Sí, creo que tendré que hacerlo si quiero que pueda responder unas preguntas…
Míster Bradbury sacó la mano del bolsillo en que llevaba la pistola, buscó un cigarrillo y lo encendió sin ofrecer ninguno al intempestivo visitante.
Mac Kenna habló con caima, asegurándose de que sus palabras penetraban en la mente de míster Bradbury.
—Bierce explota incontables negocios sucios, uno de los cuales es la extorsión en gran escala y el chantaje. Mientras la víctima paga todo va bien. Bierce se embolsa el dinero y la deja en paz. No es ningún tonto y sabe que no puede exprimirse demasiado el mismo limón sin que se rompa la corteza. Pero si la víctima se niega a pagar o se rebela, no duda en acudir a medidas extremas, incluso al asesinato.
—Opino que eso debería usted contárselo a la policía, míster Mac Kenna. No comprendo qué puede importarme a mí.
—Ahora lo verá. Hace cuatro o cinco días, Bierce planeó cuidadosamente un asesinato.
El de usted, míster Bradbury.
El hombre no pudo ocultar el sobresalto que le causaron esas revelaciones.
—¿El mío? Usted debe haberse vuelto loco. Nunca he tenido tratos con ese Bierce.
—Ya lo imagino. Él no se pondría en contacto directamente con sus víctimas, a menos que fuera por teléfono y anónimamente. El caso es que estaba decidido a asesinarle, míster Bradbury. Todo estaba planeado y calculado. Sin embargo, aplazó la ejecución debido a ciertas dificultades imprevistas.
—Me asombra que esté usted tan bien enterado…
—Yo formaba parte de su organización como guardaespaldas. Fue al negarme a secundarle en un asesinato, que aplazó el crimen hasta estar seguro de que yo no me iría de la lengua.
—Ahora empiezo a comprender, aunque sigo sin tener la menor idea del motivo de mi asesinato. ¿Lo sabe usted acaso?
—No; Bierce no revela los detalles a sus hombres. Se limita a exponerles el plan. No obstante, creo que él ha intentado extorsionarle a usted sin éxito. ¿Me equivoco?
—Completamente.
—Bueno, no tiene necesidad de mentirme. Mi único interés en este asunto es que alguna de las víctimas de ese hijo de perra quiera secundarme en mis declaraciones. Entonces acudiré a la policía, pero sólo cuando una de las personas a las que Bierce ha perjudicado quiera corroborar mi declaración. En otro caso, los picapleitos de Bierce se encargarían de librarlo de todo riesgo. Mi declaración, sin pruebas firmes en que basarla, no vale un pepino.
—Sigo diciendo lo mismo. Aunque quisiera declarar contra Bierce no podría hacerlo. No puedo acudir a la policía pretextando que Bierce o cualquier otro había pensado eliminarme. Iban a reírse de mí.
—No lo harían si yo confirmaba su declaración.
—¿Cómo probaría usted que dice la verdad?
Mac Kenna se rascó la cabeza, nervioso.
—Existe algo llamado corroboración, míster Bradbury —dijo.
—Exacto, pero sólo cuando se refiere a hechos, no a intenciones más o menos vagas.
—Ya veo… Habrá que esperar que le asesine» a usted en este caso.
El financiero hizo una mueca irónica.
—Le aseguro que no me gustaría —refunfuñó—. De todas formas, le agradezco que me haya advertido. Viviré prevenido de ahora en adelante…
—Dígame la verdad, míster Bradbury, aunque sólo sea por ese agradecimiento.
¿Alguien ha intentado extorsionarle?
—En absoluto.
—Y en sus negocios, ¿han tratado de apoderarse de ellos tal vez?
El financiero sacudió la cabeza de un lado a otro. Mac Kenna se dio por vencido.
—Está bien, he hecho lo que estaba en mi mano —rezongó, disponiéndose a marchar—. Pero no se descuide. Bierce es muy peligroso.
Míster Bradbury le miró marchar entre desconcertado y sorprendido. Después revisó el cierre de las ventanas y puertas, y por lo que pudiera suceder, no devolvió la automática al cajón donde acostumbraba guardarla.