CAPÍTULO PRIMERO

En su despacho, el teniente Digger tomó una ficha y leyó en voz alta:

—Frank Mac Kenna, treinta años, hijo de padres irlandeses. Hasta los veintinueve años profesional del boxeo, pesos máximos. Apartado del deporte al entrar al servicio de Stephen Bierce como guardaespaldas. Sin antecedentes penales. Se le considera peligroso. Señas particulares: Ojos grises cabello negro…

De repente, calló y tiró la ficha sobre la mesa con ademán cansado. El sargento Carr se rascó el cogote. Con su voz de bajo gruñó:

—¿Espera sacar algo de ese tipo, teniente?

—Tal vez.

—Nunca delatará a Bierce estando a su servicio. ¿Qué le hace pensar que se ponga de nuestra parte?

—Conozco a Mac Kenna desde que asistíamos juntos a la escuela superior. Es un tipo extraño, sargento… Quizá excesivamente violento, pero en el ambiente en que él creció eso era casi obligado si uno no quería ser aplastado.

—Sin embargo, está cobrando de Bierce, de manera que no se atreverá a traicionarlo.

El teniente esbozó una mueca.

—Uno de nuestros informadores —explicó— me ha revelado que Mac Kenna «ha caído en desgracia» dentro de la organización de ese bastardo. Parece ser que Bierce quiere escarmentarlo, y si es así pienso atraerme a Mac Kenna. Si está resentido es posible que desee acabar con Bierce y sus malditos negocios, y usted sabe perfectamente que eso sólo podremos lograrlo si alguien de su propia organización se decide a delatarlo. Está demasiado bien respaldado y son incontables los hombres influyentes que se dejarían cortar una mano antes de declarar la guerra a ese hijo de perra. Saben que si Bierce se decide un buen día a publicar todo lo que sabe de ellos tendrán que esconderse en el centro de la tierra.

—Por eso le hacen el juego…

—Seguro. Pero si Mac Kenna quisiera ayudarnos…

Digger calló, sumergiéndose en sus ensueños. Si pudieran acabar de una vez con el imperio criminal de Stephen Bierce sería completamente feliz. Llevaba años detrás de él; años de reunir datos, informes y confidencias que a nada práctico conducían, pero que engrosaban el historial del poderoso boss en espera de la oportunidad que algún día tendría que llegar. El teniente Digger pensaba que quizá había llegado ya.

* * *

El despacho era tan lujoso como cabe esperar de alguien que ha llegado a la cumbre en el imperio de las finanzas. Resultaba tan impresionante que casi parecía un decorado cinematográfico.

No obstante, Stephen Bierce estaba en la cumbre de algo que nada tenía que ver con las finanzas. Su imperio estaba formado por la extorsión, el chantaje de altos vuelos, el espionaje industrial, la corrupción en todas sus formas… y el crimen, cuando las circunstancias lo hacían aconsejable.

Más de una empresa se había visto arruinada, en la más completa bancarrota, gracias al espionaje y la extorsión de Bierce, cuando éste lograba apoderarse de sus secretos, sus fórmulas, listas de accionistas y cuantos detalles podían colocar a los directores en situaciones peligrosas. Ahí era donde intervenía el chantaje; cualquier suceso poco honorable ocurrido en las vidas de esos hombres importantes, aunque hubiese acaecido en su primera juventud, era explotado por el pistolero con habilidad. Compraba conciencias, corrompía y aplastaba cualquier clase de oposición…, y centenares de obreros se encontraban sin trabajo, en la miseria, al hundirse las industrias bajo la implacable garra de la competencia, que era quien había pagado a Bierce para que fraguara la cadena de ignominias.

Pero estaba en la cumbre. O casi, para ser exactos.

—¿Dónde está Tingley?

Su pregunta obligó a su lugarteniente, Eric Clair, a levantar la cabeza del periódico que estaba leyendo.

—Abajo, junto con Darton. No quieras hacerme creer que estás preocupado por ese saco de músculos.

Bierce gruñó una maldición antes de añadir:

—Estoy preocupado por cualquier cosa que ponga en peligro mis planes. Mac Kenna me inquieta, eso es todo. No vamos a intentar lo de esta noche sin estar seguros de él. —Muy bien Manda a los muchachos que le den lo suyo y asunto terminado.

—No es tan fácil.

—No veo porqué.

Bierce se echó hacia adelante en su sillón.

—No seas estúpido. Mac Kenna llegó a ocupar un puesto importante en el boxeo. Los periódicos se lanzaban sobre sus actuaciones y llenaban páginas enteras con su nombre, de manera que le dieron cierta popularidad. No podemos deshacernos de él así, de cualquier manera. Todo el mundo sabe que está en mi nómina. Nos traería complicaciones, y precisamente ahora es lo que menos deseo.

Clair arrojó el periódico con cierta impaciencia.

—Bueno —resopló—; es inaudito que te inquiete una cosa tan insignificante. ¿Qué piensas hacer?

—Hablaré con él. En último extremo haré que le rompan un par de huesos y le arrojaré a la cuneta. No tiene otros medios de vida ni manera de conseguir dinero a estas alturas. Y por otra parte sabe lo que le espera si suelta la lengua.

—Tonterías; eso sí es correr un riesgo.

—No con un tipo como Mac Kenna. Lo conozco muy bien.

Se echó a reír con nerviosismo. Estaba riendo todavía cuando un timbre sordo dejó oír un ronco aviso.

—Ahí llega —rezongó, recostándose en su asiento.

Oprimió un botón y la puerta se abrió en silencio. Un tipo de anchos hombros, cuello de toro y estrecha cintura quedó enmarcado en el umbral.

—Entra, Frank —autorizó el jefazo.

Frank Mac Kenna entró resueltamente. La puerta se cerró detrás de él silenciosamente como se había abierto.

El ex púgil era un ejemplar impresionante en cuanto a desarrollo muscular. Por otra parte, su rostro, a pesar de acusar unos rasgos cargados de dureza, no estaba achatado ni desfigurado por los golpes. Unos ojos grises de mirar inquisitivo suavizaban la dureza de la cara.

—¿Dónde diablos te habías metido, Frank? —exclamó Bierce—. Hace horas que te ando buscando.

—Usted me dijo ayer que no iba a necesitarme hasta última hora de esta tarde, patrón.

—Sí, bueno… Pero quiero hablar contigo. Sabes que lo de esta noche es importante.

—Yo también deseo hablarle de eso.

Bierce y su ayudante cruzaron una rápida mirada.

—¿Sí? Está bien, Frank, desembucha.

—No hay mucho que decir. No cuente conmigo para semejante faena.

Bierce se quedó mudo durante unos segundos. Clair dejó escapar una risita y comentó:

—Está chalado, Stephen.

—Cállate. Y tú repite eso, Frank.

La voz del pistolero semejaba un chirrido, tensa de ira.

—No voy a intervenir en lo de esta noche —repitió el ex boxeador con calma—. Una cosa es el espionaje industrial, arruinar a gentes estúpidas que se asustan de usted, o guardarle las espaldas, Bierce. Pero asesinar es algo muy distinto y en lo que no voy a mezclarme.

—Ya veo. ¿Por qué has venido a decírmelo, imbécil? Lo más lógico habría sido que hubieras desaparecido como un conejo. Es lo que hacen los cobardes, maldito seas.

—No me ha comprendido, patrón. No soy un cobarde y usted lo sabe, pero no pienso andar escondiéndome como una rata.

—Muy bien, ahora dime qué te propones hacer… suponiendo que puedas hacer algo cuando salgas de aquí. Si sales.

—Estoy seguro que saldré. No es usted tan tonto como para despacharme y atraer la atención de toda la Prensa. Pienso buscar un trabajo decente y…

—¿Qué te parecería el trabajo de cadáver?

—No me gustaría.

—Seguro que no. —Bierce hizo una seña a su ayudante. Éste blandió un revólver y apuntó con él a Mac Kenna, mientras el gran hombre pulsaba un botón—. Voy a llamar a los muchachos, Frank. Creo que tendrán algo que decir en este asunto… aunque te lo digan a su manera.

Mac Kenna esbozó una mueca.

—No se pase de rosca, Bierce —advirtió fríamente—. Usted consiguió arruinar mi carrera de púgil, pero lo de ahora es distinto.

—¡Y tan distinto! Todavía no lo sabes tú bien. Clair balanceó el revólver y repitió:

—No hay duda, Stephen; está chalado.

Desde su mesa, Bierce apretó el botón que accionaba la cerradura automática de la puerta. Dos hombres entraron y se quedaron de pie, aguardando órdenes. Los dos eran extraordinariamente fuertes y sus caras no tenían expresión alguna, ni siquiera en los ojos, que parecían muertos.

Bierce cerró la puerta, hizo una seña a Eric Clair y gruñó, dirigiéndose a Frank:

—Tendrás tiempo de arrepentirte, bastardo. Nunca me ha desafiado nadie y no vas a ser tú el primero.

Inquieto, Mac Kenna cometió el error de volver la cabeza para ver a los recién llegados y prevenir cualquier ataque por aquel lado.

El culatazo de Clair le alcanzó de lleno. Debido a su enorme fortaleza no perdió el conocimiento, pero cayó hacia adelante, aturdido, y rodó sobre sí mismo alejándose del lugarteniente del jefe.

Bierce soltó una risita burlona cuando ordenó:

—Adelante, muchachos. Ya sabéis cuál es el trabajo. Los dos matones avanzaron, casi indiferentes. Desde el suelo, Mac Kenna vio cómo Darton se colocaba una manopla de bronce en los nudillos. Sintió un instante de pánico ante aquello.

Bierce se echó atrás en su sillón, disponiéndose a contemplar uno de sus espectáculos preferidos. Todo su sadismo pareció asomar a sus pupilas. Si había algo que le volvía loco de contento era ver destrozar a golpes a cualquiera que pudiera significar una molestia para sus planes.

Darton avanzó con precaución a pesar de su puño metálico. Su compañero lo hizo más decididamente, mientras Eric Clair permanecía inmóvil, con el arma en la mano dispuesto a mantener quieto a Mac Kenna.

Pero éste sabía ya lo que podía esperar de aquellos salvajes. Pegó un salto y quedó en pie, con la cabeza dolorida pero con toda su fortaleza reflejándose en los inquietos músculos.

—No te muevas, Frank —le advirtió Clair—. Te meteré un plomo en la barriga si nos proporcionas dificultades.

Frank ni siquiera le miró. Toda su atención estaba pendiente de los dos matones.

Darton fue el primero en atacar a pesar de su aparente prudencia. Disparó un golpe corto con su puño armado de metal. No consiguió tocar al ex púgil porque éste retrocedió vivamente, pero el otro pistolero aprovechó para saltar y la punta de su zapato voló al encuentro del estómago de Mac Kenna.

Éste exhaló el aire de los pulmones como un fuelle. Sintió el lacerante dolor y se dobló sobre sí mismo, retrocediendo.

Animado por su éxito, el matón quiso repetir el golpe, pero esta vez dirigido a la barbilla de su víctima al estar ésta inclinada.

Eso fue una equivocación por su parte. Las grandes manos de Frank dejaron de acariciarse el estómago y saltaron hacia adelante, aferraron el pie que subía a su encuentro y como si quisiera ayudar a éste en su movimiento ascendente lo impulsaron hacia arriba con suma violencia.

El pistolero chilló y salió volando. Dio una vuelta completa en el aire antes de chocar de cabeza contra una silla. Hubo un estrépito y la silla se hizo astillas mientras el pistolero rodaba como un fardo entre los gritos de Bierce y los juramentos de Clair.

Darton golpeó entonces. Su manopla de bronce restalló contra el pecho de Mac Kenna, un poco por encima del corazón. El ex púgil notó lo mismo que si una mula le hubiera pateado. Una sensación de ahogo nubló su visión y retrocedió dando tumbos, luchando para que el aire penetrase en sus pulmones y pudiera alimentar el castigado corazón.

Sin darle tregua, Darton cayó sobre él repartiendo mazazos con su puño protegido de metal. Uno de los golpes cayó sobre un lado de la cabeza de su víctima en el instante que Frank disparaba un gancho escalofriante que le llegó justo bajo el mentón.

Darton salió rodando hasta tropezar con las piernas de Eric Clair y allí quedó, de rodillas, jadeando y con la sensación de que le habían arrancado media cara.

Por su parte, Mac Kenna se sentía morir. El golpe con la manopla había repercutido en su cerebro, agitándoselo como si lo tuviera dentro de una coctelera. Pensó que tenía la cabeza abierta por la mitad a juzgar por el dolor que sentía y la niebla cada vez más espesa que se extendía ante sus ojos.

La voz de Bierce insultando a sus hombres le llegó lejana y débil. Vio una sombra que se movía entre la niebla y aguardó hasta tenerla al alcance de la mano. Entonces golpeó salvajemente, con toda la furia de que era capaz dominándole hasta la locura. Notó que su enorme puño conectaba en alguna parte y notó la alegría del triunfo al escuchar un terrible alarido de dolor. La forma más oscura que la niebla desapareció de su radio de visión.

Pero entonces las cosas acabaron para él, precisamente cuando se sentía seguro de vencer a los dos matarifes. Darton había logrado sacudirse el aturdimiento y tan pronto vio que su compañero caía fulminado por un espeluznante mazazo en la sien, saltó y su manopla entró de nuevo en funciones.

Sintió cómo la carne de su víctima se abría bajo sus golpes. El metal se llenó de sangre y el gigantesco Mac Kenna cayó hacia adelante igual que fulminado por un rayo.

Darton continuó golpeando y machacando implacablemente, sin piedad y sin que pareciera poner en ello tampoco ningún entusiasmo. Para su cerebro de matarife, estaba haciendo un simple trabajo por el cual le pagaban, de manera que sobraba todo entusiasmo.

Las voces de Bierce, animándole, apenas si lograban abrirse paso hasta su mente. En realidad, no necesitaba ningún incentivo para cumplir semejante tarea. Su obligación era machacar a Frank Mac Kenna y lo estaba haciendo.

El ex púgil ya no se defendía. Había dejado de gruñir y los gemidos acabaron también por extinguirse. No obstante, el puño de bronce, cubierto de sangre, siguió cayendo sobre su cuerpo una y otra vez, manejado con experta precisión. Darton no trató de destrozarle el rostro más de lo que ya lo tenía, sino que concentró sus golpes en las partes del cuerpo donde los efectos podían ser más dolorosos y destructivos, pero con menores señales exteriores.

Bierce, con los ojos brillantes y desorbitados, contempló el salvaje apaleamiento sin parpadear, casi emitiendo gemidos de placer ante lo que estaba presenciando.

Hasta que Eric Clair dijo:

—Si tu idea es matarlo está bien, pero si quieres que viva será mejor que órdenes a ese bestia que se esté quieto de una vez.

Bierce pareció volver a la realidad. Se enderezó, titubeó, poco dispuesto a perderse la diversión… y al fin barbotó:

—¡Ya basta, Darton!

Éste dio un último mazazo contra un costado del derribado Mac Kenna, se despojó de la manopla de bronce y sacando un gran pañuelo del bolsillo, procedió a limpiarla de sangre con perfecta calma.

En su rincón, el otro pistolero comenzó a rebullir. Bierce, disgustado, lo miró y emitió un gruñido. Después ordenó:

—Que alguien quite esa carroña de mi vista.

Para él, el asunto Mac Kenna estaba terminado.

Para Mac Kenna no había hecho más que empezar.