CAPÍTULO III

Es difícil para cualquier ser humano tener una idea aproximada de lo que debe sentirse al volver a la vida después de estar muerto horas y horas.

Frank Mac Kenna emergió de las brumas de la muerte como un resucitado. Lo hizo entre oleadas de dolor, un lacerante dolor agarrotándole el cuerpo, aplastándole contra la tierra húmeda.

Terribles náuseas acabaron de hundirle y durante unos minutos apagaron el tormento que agarrotaba su cuerpo. Después trató de moverse y un grito incontenible brotó de sus labios ante el renovado dolor que creció en oleadas en cada partícula de su cuerpo.

Su mente recobró la lucidez mucho antes que el cuerpo sus fuerzas. Tendido bajo las estrellas, sintiendo la caricia del aire fresco que susurraba entre el follaje, revivió mentalmente lo sucedido. Se maravilló de estar vivo todavía después de la salvaje paliza de los dos matones de Bierce. Recordó los bestiales golpes, el sadismo que delataban las exclamaciones de entusiasmo de Bierce, los gritos de Eric Clair animando a los dos verdugos, cuando éstos no necesitaban ningún estímulo para cumplir su tremendo cometido con eficiencia…

Pasó cerca de una hora antes no se decidió a moverse otra vez. Las oleadas de dolor se repitieron, pero se obligó a sí mismo a resistir con la boca cerrada. Consiguió arrastrarse unos cuantos pies y así remontó un suave altozano cubierto de hierba. Desde allí distinguió la cercana carretera. De vez en cuando, las brillantes luces de un auto pasaban raudas, barrenando la negrura de la noche hasta extinguirse nuevamente en la distancia.

No tenía la menor idea de dónde se encontraba, pero eso no le preocupaba en aquellos instantes. Dedicó la siguiente media hora a descansar, haciendo lentas y suaves flexiones con los brazos primero, con el torso después, todavía sentado en el suelo. Había momentos en que creía enloquecer de dolor y débiles gemidos escapaban de sus prietos labios, pero su recia voluntad templada en los brutales combates de boxeo se impuso y poco a poco, con tormentos terribles, consiguió que sus entrenados músculos volvieran a responder a sus llamadas.

En su reloj vio que eran más de las tres de la madrugada. Debía haber permanecido horas y horas inconsciente. Se preguntó si el bien organizado asesinato que Bierce planeara para aquella noche se habría consumado.

Rechinó los dientes. Bierce había cometido un grave error que le costaría sudar sangre, pensó…

El error de dejarle vivo después de semejante apaleamiento.

Si Bierce hubiese cometido el crimen, si aquel desconocido Bradbury estuviera muerto… Bueno, sería el final de Bierce y no le valdrían sus poderosos valedores. Y en último caso, lo aplastaría con sus propias manos.

Cuando llegó al borde de la carretera el reloj señalaba las cuatro de la madrugada. Sintió que las piernas se negaban a sostenerlo por más tiempo. Comprendió que el castigo sufrido era mucho más grave de lo que supusiera en un principio y luchó por conservar el conocimiento.

Mas esta vez su voluntad le falló. Cayó hacia adelante en el preciso momento que unos faros brillantes se acercaban despacio. No llegó a distinguir la luz roja que giraba regularmente sobre la carrocería. Así pues, cuando el auto-patrulla se detuvo, los dos agentes que lo pilotaban recogieron un cuerpo gigantesco y pesado totalmente inerte, igual que muerto.

La radio de los patrulleros comenzó a transmitir la urgente llamada. El engranaje se puso en marcha movilizando una ambulancia, médicos y enfermeros, policías de guardia y, finalmente, fue incluida en el teletipo policíaco y comunicada a todos los Precintos, a la Central y en ésta, a los oficiales de la poderosa Brigada Secreta.

Así llegó a manos del teniente James Digger tan pronto éste entró de servicio a las ocho de la mañana.

Necesitó leer dos veces la noticia antes de comprender el alcance de semejante comunicado. Entonces llamó al sargento Carr, y mientras aguardaba a éste, telefoneó al hospital, donde le dijeron que Frank Mac Kenna continuaba en estado inconsciente.

El sargento entro con su eterna cara de sueño, un cigarrillo humeaba entre sus labios.

—Lea esto, Carr.

Lo leyó. Al igual que Digger, expresó su estupor y releyó el contenido de la cinta.

—Estaba usted en lo cierto —rezongó—. ¿Sabe si son graves las heridas de ese tipo?

—Parece que sí; todavía está inconsciente. Va usted a trasladarse al hospital, sargento, y se quedará allí vigilando que nadie se acerque a Mac Kenna. Tan pronto recobre el conocimiento, llámeme. ¿Comprendido?

—Perfectamente. Usted teme que intenten acabar con Mac Kenna, ¿no es eso?

—No; si hubiesen tenido intención de matarlo lo hubieran hecho antes de arrojarlo a la cuneta. Más bien creo que fue un escarmiento. Pero todo eso son conjeturas. Avíseme tan pronto sea posible interrogarlo, sargento.

Éste salió del despacho. Digger se recostó en el sillón y encendió un cigarrillo, rememorando los viejos tiempos, cuando él y Mac Kenna correteaban por las calles de aquel barrio extremo. Después, en la escuela… Sonrió al recordar que su hercúleo condiscípulo era quien más muchachas llevaba de coronilla. Todas parecían perder el seso por él, o por sus músculos…

Después, cuando Frank inició su carrera en el ring, apenas si se habían tratado. Y luego… el muy estúpido entró en la nómina de Bierce.

Bien, tal vez el recuerdo de la vieja amistad pudiera persuadir a Mac Kenna para colaborar con la policía.

Revisó los informes que llegaban a su mesa periódicamente. Los distintos departamentos remitían copias de cualquier novedad a la Brigada. Digger, cuyo cerebro seguía ocupado con su obsesión por Bierce, leyó el absurdo ataque a un policía de servicio, encontrado inconsciente junto a un almacén de chatarra; el hallazgo de una mujer con el busto y la cara desfigurados por un ácido corrosivo, y con el resto del cuerpo lacerado por multitud de rasguños y pequeñas heridas; el asalto a un camión de peletería; el robo de una pareja que estaba haciéndose el amor dentro de un coche cuando el ladrón los sorprendió, y entre otras comunicaciones, el suicidio de un financiero llamado Thomas Morrison.

Arrojó los informes sobre la mesa y arrugó el entrecejo. Se dijo que, por lo menos una parte de esos delitos habían sido ordenados por Bierce sin duda alguna. Maldijo para sus adentros y se levantó de un salto.

Llamó a un sargento para que se hiciera cargo del departamento durante su ausencia, tomó el coche y condujo rápidamente hacia el hospital. No obstante, la apretada circulación de las calles le obligó a disminuir la velocidad. Eso acabó de ponerle de mal humor, ya que no le gustaba utilizar la sirena salvo casos extremos.

Un interno joven de mirar inteligente le condujo a la habitación donde habían hospitalizado a la muchacha desfigurada por el ácido.

Delante de la puerta del cuarto montaba guardia un policía de uniforme. Digger le mostró su credencial y el hombre se apartó.

El interno comentó al entrar:

—Si tiene usted intención de interrogar a esa desgraciada, teniente, es mejor que lo olvide. No creo que pueda recobrar el conocimiento.

—¿Tan mal está?

—Seguro. Los bastardos que han hecho eso se han pasado de rosca. El ácido ha corroído el pecho izquierdo hasta casi alcanzar el pulmón.

—Ya veo…

—Se les fue la mano y vertieron demasiado. En cambio, en la cara lo hicieron más cuidadosamente. Sólo destrozaron lo que les convino.

—Hijos de perra…

Se interrumpió al darse cuenta que había jurado en voz alta. Casi se avergonzó de haberse dejado llevar por la ira delante de un extraño.

Acercándose a la cama, vio una forma humana envuelta en vendajes. Era una momia inmóvil en la que solamente podían verse los ojos a través de dos aberturas de las vendas. Unos ojos cerrados y cuyas pestañas no acusaban ningún movimiento.

Necesitó inclinarse sobre la desgraciada muchacha para percibir su débil respiración.

—¿Cree que morirá sin recobrar el conocimiento? —indagó con voz sorda.

El médico echó un vistazo a la inmóvil figura.

—No puede asegurarse, pero incluso si recobra la conciencia es dudoso que pueda hablar.

—¿Cómo tiene las manos?

—¿Qué?

Digger bajó suavemente la sábana que cubría a la mujer. Vio que estaba desnuda, vendada hasta la cintura.

Las manos descansaban lacias a ambos lados del cuerpo, pero estaban intactas, muy blancas.

—Si no puede hablar tal vez pueda escribir —rezongó, volviendo a subir la sábana.

—Lo dudo.

Digger dirigió una mirada al médico. Luego gruñó:

—Sólo que responda sí o no a un par de preguntas… creo que con eso sería suficiente.

Vamos, salgamos de aquí.

Mientras recorrían el pasillo, el interno comentó:

—Por lo visto, esta noche pasada ha sido de gran actividad.

—Lo sé. ¿Dónde tienen a Frank Mac Kenna? He mandado un sargento para que se ocupe de él.

—Le acompañaré. También está aquí un guardia al que le han roto la cabeza de un golpe, aunque supongo que ya lo sabe usted.

—Sí, luego hablaré con él… si puedo.

—¡Oh, seguro! Le han colocado algunos puntos de sutura, pero se encuentra bien ahora.

El sargento Carr pareció sorprendido de ver a su jefe sin que él le hubiese llamado, pero cerró la boca y entró detrás del teniente y el médico a la habitación de Mac Kenna.

Éste casi llenaba la cama con su gigantesca humanidad. Respiraba pesadamente, aunque con regularidad. El interno explicó:

—Le hemos aplicado un sedante. Cuando se recobre habrá que examinarlo por rayos X; parece que hay alguna fractura. No había visto nunca a nadie con semejante paliza en el cuerpo y que siguiera vivo…

Digger permaneció casi un minuto mirando el rostro atezado del ex púgil. Tenía un ojo hinchado y tumefacto. Le habían colocado un parche sobre el labio superior, monstruosamente hinchado también, y se distinguían oscuros moretones por toda la cara.

Como si adivinara sus pensamientos, el médico murmuró:

—Eso no es nada, teniente; tendría que ver usted su cuerpo…

—Sí, ya imagino que no es nada agradable. ¿Cuánto tardará en recobrar el conocimiento?

—Tal vez dos horas o más, pero incluso entonces habrá que esperar. No estará en condiciones de hablar todavía.

—Bueno, el sargento seguirá aquí hasta que sea posible interrogarlo. Vamos a ver a ese guardia ahora.

El policía estaba sentado en la cama, recostado contra un par de almohadas, y su cara seguía pálida a causa de la pérdida de sangre.

El teniente le estrechó la mano. El interno, esta vez, se quedó fuera de la habitación.

Digger dijo:

—Según el médico, lo de usted no es nada grave. ¿Cuál es su nombre?

—Peter Kile, señor.

—Bien, Kile; no le molestaré mucho. Imagino que ya habrá tenido que responder un montón de preguntas desde que está aquí.

—Sólo a las del teniente de mi Precinto, señor. Lo que no comprendo es qué tiene que ver la Brigada Secreta con todo esto. Yo creo que fueron una de esas pandillas de gamberros los que…

—¿Vio usted al que le atacó?

—Ni por asomo. De repente me pareció que el mundo estallaba y ya no supe nada más hasta que me desperté aquí.

—¿Le quitaron algo, el revólver, municiones…?

—Eso es lo más extraño, teniente; no me falta nada en absoluto.

—Ahí tiene. Los gamberros capaces de atacar a un policía lo hacen por algún motivo determinado. O para robarle el arma y la munición, o para quitarlo de en medio mientras cometen un robo o un asalto. No he podido encontrar ningún robo denunciado en su demarcación, Rile.

El guardia hizo una mueca. El teniente tenía razón, lo cual acababa de desconcertarle.

Pero la siguiente pregunta le preocupó todavía más.

—¿Sabe dónde le encontraron? —indagó el teniente.

—Me han dicho que estaba tirado frente al almacén de chatarra. Conozco la calleja, señor, y sé perfectamente dónde está ese almacén. Pero no me atacaron allí, teniente. Digger se enderezó.

—Repita eso.

El guardia movió la cabeza de un lado a otro, pero contuvo el movimiento ante el alfilerazo de dolor que pareció taladrarle el cerebro.

—Recuerdo que acababa de pasar la plataforma de carga de la fábrica de plásticos. Había unas cajas amontonadas en un extremo. Fue delante de la plataforma de la «Compañía Morrison» donde me golpearon.

—¿Está seguro?

—Por completo, señor. Alguien debió trasladarme después.

Algo estaba tratando de abrirse paso en la mente del teniente. Pero fuese lo que fuera, escapaba a sus intentos por el momento.

—Trate de recordar, Kile —pidió—. ¿No vio ni la silueta de su atacante? Tal vez una sombra que usted confundió con otra cosa, o un movimiento al que de momento no dio importancia…

—Es inútil, teniente. Ya he estado devanándome los sesos sobre eso sin resultado alguno. No vi nada en absoluto.

—¿Cómo ha dicho que se llama esa compañía de plásticos?

El agente Kile parpadeó.

—No se lo he dicho —aclaró—. La plataforma de esa fábrica es la que dejé atrás antes del ataque. Éste se produjo delante de la «Compañía Morrison». El almacén da a la calleja, como la mayoría de los que…

—Un momento —le atajó Digger secamente.

Acababa de recordar la cinta del teletipo, y la noticia del suicidio de un tal Thomas Morrison, financiero…

—¿Sabe cómo se llama el propietario de la «Compañía Morrison»?

El agente hizo un gesto negativo.

—Bueno, no importa.

Se levantó precipitadamente. Ya estaba en la puerta cuando volvió la cabeza y gruñó:

—Me alegro que no sea nada serio lo suyo, Kile. Venga a verme cuando salga de aquí.

—Así lo haré, señor.

Digger cerró la puerta. Mientras descendía en el ascensor iba reflexionando en algunos detalles oscuros y en otras que, para él, no lo eran tanto. Después de los años de recopilar datos sobre los manejos de Bierce podía identificar su estilo a una milla de distancia.

Y todo aquello estaba tomando un cariz que delataba la mano del pistolero en una de sus clásicas maniobras para arruinar una empresa, o por lo menos, para conseguir su control por cuenta de algún grupo financiero con tan pocos escrúpulos como el mismo Bierce.

Desde el vestíbulo del hospital realizó un par de llamadas telefónicas. Cuando colgó el auricular sabía que el hombre llamado Thomas Morrison, el suicida, era el director y principal accionista de la «Compañía Morrison».