Capítulo dieciséis
A la mañana siguiente, Duncan recibió la carta que esperaba, y escribiendo una nota, se la dio a Cloney para que la enviase urgentemente. Luego buscó a su tía.
—Tía, mañana tengo que hacer una visita y necesito que me acompañe Ellen. ¿Cuento con usted para que me ayude?
—¿Los dos solos?
—Sí. No debe acompañarnos nadie.
—Duncan…
—Tía, confíe en mí. Es una sorpresa para Ellen.
—De acuerdo.
—Gracias, tía —le dijo mientras se inclinaba para darle un beso en la mejilla.
—¡Ay, muchacho! —exclamó a la vez que le propinaba unos cachecitos en la cara—. ¡Qué ganas que tengo de veros juntos y felices!
—Si todo me sale bien, creo que será pronto.
Durante la comida, el conde le dijo a Ellen:
—Hoy he recibido una invitación de un conocido del duque de Crawley que va a deshacerse de su biblioteca y me ha ofrecido la posibilidad de que sea yo el primero en visitarla por si me interesan algunos libros. He quedado con él para mañana y desearía que me acompañases. Tú entiendes más de libros y me gustaría tener tu opinión.
—¿Aquí, en Darenth?
—No. Es en el condado, pero hemos de viajar unos veinte kilómetros. Está cerca.
Ellen se mantuvo callada.
—¡Yo quiero ir también! —exclamó Gwendolyn.
—Lo siento, princesa, pero mañana te necesito yo —anunció lady Ditton.
Gwen frunció el ceño. Ellen sonrió al ver el parecido con su padre.
—¿Para qué?
—He quedado con la cocinera que le ayudarías a hacer unas tartas.
—¡Ah! ¡Qué bien! Entonces me quedo. Lo siento, papá, no puedo acompañarte, el deber me obliga.
—No te preocupes, cariño, te echaré de menos, pero volveré pronto. Y tú, Ellen, me acompañas, ¿verdad?
—No sé…
—Jovencita —intervino lady Ditton—, tanto tú como yo sabemos que lo estás deseando. No te lo pienses más o luego te arrepentirás.
—Es cierto, me gustaría mucho ir.
—Bien. Pues nos iremos mañana temprano, después del desayuno —apuntó sonriente—. Ahora vayamos a trabajar —continuó, levantándose de la silla.
Pasaron el día con sus quehaceres, pero nerviosa ella e inquieto él. Desde que habían llegado Gwen y lady Ditton, solo habían estado solos en la biblioteca. Bueno, en la fiesta campestre habían tenido un rato de intimidad, aunque estaban rodeados de gente. Era bien cierto que la conversación mantenida allí había conseguido que Ellen estuviese más predispuesta a escuchar sus excusas viendo lo afligido que estaba. Pero eso no podía evitar sentirse nerviosa por el viaje que iba a realizar con él, solos los dos.
Duncan se sentía inquieto ante la posibilidad de que algo saliese mal al día siguiente. Todo lo había preparado con mucho cuidado, pero los imprevistos podían surgir en cualquier momento. Además, estaba la cuestión de que no le hiciese ilusión a Ellen como él pensaba.
Desayunaron los dos frugalmente y subieron al carruaje en cuanto terminaron, sin ver a lady Ditton ni a Gwendolyn.
—Llegaremos pronto —apuntó Duncan mientras se acomodaban uno frente a otro.
—¿Pero a qué población vamos?
—Vamos a Higham.
—¿Quién es el propietario de la casa donde vamos?
—Se trata de sir Francis Ley Latham, miembro del Parlamento. Es amigo del duque de Crawley.
—¿Y por qué se desprende de su biblioteca?
—¡Uff! Ellen, no tengo ni idea, no he preguntado los motivos. Sencillamente, me alegré cuando vi la oportunidad de poder encontrar libros interesantes para ampliar mi biblioteca. El motivo me daba igual.
—Tienes razón. Creo que he sacado mi lado cotilla —señaló con una amplia sonrisa.
—Espero que disfrutes allí.
—Lo haremos los dos.
En menos de una hora llegaron a una gran mansión de ladrillo rojo oscuro casi cubierta de hiedra trepadora. En la cúspide del techo había una veleta y una campana colgando de ella.
Mientras bajaban del carruaje, se abrió la puerta principal, que se ocultaba bajo un pequeño pórtico con altas columnas, y salió de allí un caballero vestido de forma discreta, de aspecto robusto, con cara rolliza y jovial. Se acercó a la pareja.
—¿Lord Darenth?
—Así es. Sir Francis Ley, supongo.
—Efectivamente.
—Le presento a la señorita Cowen. Ellen, sir Francis Ley Latham.
—Encantado, señorita Cowen —saludó alargando la mano para que Ellen posase allí la suya.
—Lo mismo digo, sir Francis.
—Sir Francis, le agradezco que nos permita visitar su casa.
—Es un honor para mí recibir a los amigos del duque de Crawley.
—Ellen —dijo Darenth volviéndose hacia la joven con una amplia sonrisa—, quiero que sepas que sir Francis es el propietario de Gad’s Hill Place, la mansión donde vivió Charles Dickens desde 1856 hasta su fallecimiento en 1870.
—¡¿Cómo?! ¡¿La casa de Charles Dickens?! —inquirió con sorpresa.
—Sí. Te he engañado un poco. Sir Francis no se desprende de su biblioteca, todo lo contrario. Acaba de adquirir esta mansión y nos ha hecho el inmenso favor de poder venir a visitarla.
—¡Oh, Duncan! ¡Es maravilloso!
—Esperaba que te gustase —dijo mirándola con adoración.
—¿Gustarme? No tengo palabras para describirlo. —Se giró hacia el caballero—. Se lo agradezco muchísimo, sir Francis. Es para mí un grandísimo honor que nos permita visitar la casa de Charles Dickens.
—Pues vayamos a ello. Los guiaré lo mejor que pueda. Esta mansión tiene algunas peculiaridades muy interesantes.
Iniciaron el camino hacia la entrada principal mientras el caballero iba explicando lo que sabía sobre ella y Ellen observaba todo con ojos bien abiertos, queriéndose empapar de todo lo que los rodeaba.
—Como muy bien ha dicho lord Darenth, esta mansión fue adquirida por Charles Dickens en 1856 porque tenía un significado especial para él. Cuando era niño, junto a su padre, paseaba por su entorno, y durante esas caminatas soñaba con vivir aquí. Cuando él falleció, en 1870, muchas de sus pertenencias fueron subastadas, por lo que la mayoría del mobiliario y la decoración de ahora no le pertenecieron. Su hijo vivió aquí hasta 1878. Se la vendió al capitán Budder, y este a mí. Ahora vengan, les enseñaré su estudio, que este sí que está casi intacto a como él lo dejó.
El caballero abrió una puerta que estaba justo a la entrada de la casa, a mano derecha; dejó pasar a Ellen y a Duncan, entró él y cerró tras de sí.
—Fíjense en la puerta —continuó, señalándola—. Dickens hizo que un carpintero hiciese un simulacro de estantería en ella y así, cuando estaba cerrada, parecía que formaba parte de la biblioteca.
El estudio del escritor tenía todas las paredes repletas de anaqueles con gruesas columnas de madera labrada y colmadas de libros encerrados tras puertas de cristal.
—En esta librería falsa, Dickens inventó títulos ficticios que reflejaban sus propias opiniones y prejuicios.
Ellen y Duncan se acercaron a la puerta para poder leer los títulos de los libros simulados allí.
—Cinco minutos en China, y son tres volúmenes; Vida de gatos, que ocupa nueve volúmenes; Las virtudes de nuestros antepasados, y fíjate, Duncan, mira qué estrecho es el libro; y La sabiduría de nuestros antepasados, que son los volúmenes de: La ignorancia, la superstición, la suciedad y la enfermedad. Mucha ironía veo en estos títulos —expresaba Ellen mientras iba leyendo los rótulos de los lomos.
—Según me contó el anterior propietario, este estudio era muy especial para él y siempre lo mantenía cerrado con llave cuando no estaba en él e incluso no se les permitía entrar a los criados.
—¿Aquí es donde escribía? —preguntó Ellen señalando una amplia mesa de despacho que había delante del ventanal que daba a la fachada principal.
—No. Él escribía en una miniatura de cabaña suiza que hay en el jardín, al otro lado de la carretera. Luego la visitaremos. Ahora quiero enseñarles el invernadero.
Salieron del estudio y se adentraron en la mansión hasta llegar al otro lado.
—Dickens estaba muy orgulloso de su invernadero —continuó, abriendo una puerta de cristal.
La estancia en cuestión tenía el techo y desde la mitad hacia arriba de las paredes de cristal, y el suelo era de baldosas.
—Tuvo la mala suerte de no poder disfrutar de él, ya que se acabó su construcción el domingo antes de su muerte.
—¡Oh! ¡Vaya! —exclamó Ellen.
—Vengan, saldremos por aquí al jardín —les indicó abriendo otra puerta que tenía acceso directo al exterior.
El caballero los fue guiando hasta llegar a las escaleras que daban a la boca de un túnel.
—Este túnel lo mandó construir el escritor para tener acceso directo a la cabaña suiza sin tener que cruzar la carretera. Si se fijan, en la parte superior del arco hay una placa esculpida que trajo él mismo de Italia, que representa la comedia —informó señalando lo alto del arco—. Al otro lado del túnel, en el mismo sitio, está la placa que representa la tragedia.
Comenzó a bajar las escaleras para internarse en el túnel, seguido de Ellen y Duncan.
—En esta cabaña —indicó señalando una pequeña construcción que apareció en cuanto salieron del túnel y subieron las escaleras—, Charles Dickens escribió Grandes esperanzas, Nuestro común amigo, Historias de dos ciudades y la novela inacabada Edwin Drood.
Sir Francis les permitió recorrer la cabaña. Se trataba de una pequeña construcción de dos pisos cuyas escaleras para subir al piso superior estaban en un lateral de la cabaña terminando en la parte delantera formando un balcón que daba acceso a ese piso. Luego volvieron a la mansión.
—En aquel prado —dijo señalando una zona amplia y alejada de verde césped—, Dickens celebraba partidos de cricket.
El caballero los guio por los jardines, volvieron a entrar en la mansión. Les permitió visitar algunas zonas que, aunque el mobiliario y la decoración ya no eran las que tenía el escritor, no dejaban de ser significativas porque por todas ellas había deambulado Charles Dickens.
Al final de la visita, el caballero los invitó a quedarse a comer, pero ellos declinaron la invitación, pues ambos deseaban regresar a Darenth. Tras unas palabras de profundo agradecimiento a sir Francis, se despidieron de su anfitrión.
Ellen no había dejado de sonreír desde que Duncan le había informado dónde estaban, y él había permanecido toda la visita pendiente de las reacciones de la joven. En cuanto subieron al carruaje, el conde le dijo:
—Creo que te ha gustado la sorpresa —concluyó con una sonrisa irónica.
—No podrías haberme dado una mejor. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—El otro día, leí en la prensa que sir Francis había comprado la mansión, y como ponía que era miembro del Parlamento, pensé que a lo mejor lo conocía Crawley, y así fue. Le pedí el favor y… voilá.
—¿Lady Ditton lo sabía?
—Solo que iba a darte una sorpresa. No se lo he dicho a nadie porque no me fiaba que no te fueran a contar nada.
Ellen soltó una carcajada.
—Has hecho bien. Yo tampoco me habría fiado. Así la sorpresa ha sido impresionante.
—Entonces, ¿estás feliz?
—Muy feliz.
—¿Muy, muy, muy feliz?
—Muy, muy, muy, muy feliz.
—¿Tan feliz como para aceptarme si me declaro?
A Ellen se le fue la sonrisa de inmediato.
—Duncan…
—Ellen, escúchame, por favor. Concédeme solo eso —suplicó cogiéndole las manos.
La joven afirmó dando una cabezada.
—Te lo has ganado. Habla. Te escucho.
—Sobre mi comportamiento del otro día, solo voy a decirte que me expresé mal —empezó con rapidez el conde, temiendo que lo cortara—. No quiero casarme contigo solo por lo que pasó, sino porque te amo, Ellen. Ya te amaba cuando vinimos a Darenth, aunque no lo quería admitir. Si te traje aquí fue porque estaba celoso de cualquier hombre que pudiese pasar un solo instante contigo. No podía soportarlo. Te amo, Ellen. Te amo más que a mi vida y no podría soportar vivir sin ti. Esa es toda la verdad.
A Ellen comenzaron a recorrerle gruesas lágrimas por las mejillas. El conde le soltó las manos, le quitó las gafas, las dejó sobre el asiento junto a ella y se las limpió con sus pulgares.
—No llores, mi amor —continuó—. No te preocupes. Si tú no puedes amarme todavía por mi vileza, yo esperaré. Te conquistaré poco a poco, pero, por favor, no te apartes de mi lado.
Darenth estaba sintiendo una gran tristeza al ver las lágrimas de Ellen, creyendo que se debían a su rechazo hacia él. No podía estar más equivocado. Ellen lloraba porque su corazón había creído a Duncan y anhelaba ser su mujer para siempre.
La joven por fin reaccionó y rodeó con sus brazos el cuello del conde.
—Amor mío, jamás me apartaré de ti. Ya me has conquistado y mi corazón es feliz. Lloro de felicidad. Deseo con toda mi alma poder demostrarte cuanto te amo.
Dicho esto, la joven pegó sus labios a los del atónito conde. Duncan aprisionó la cintura de Ellen entre sus brazos y profundizó el beso. Introdujo su lengua en la boca de ella, inclinó la cabeza y se fundió en un beso arrollador que estremeció a Ellen. Por fin volvía a deleitarse otra vez con su sabor dulce y su olor a flores frescas. Poco a poco, fue separando su boca de la de Ellen y empezó a besarla por el resto de la cara: sus ojos, sus mejillas, la punta de la nariz…
—Te quiero, te quiero, te quiero —le susurraba a cada beso dado en su rostro—. Acabas de hacerme el hombre más feliz del mundo.
—Tú sí que me has hecho feliz a mí. Me has demostrado mucho estos días. Has conseguido que en mi corazón solo hubiese amor para ti y que olvidase mi tristeza y decepción.
—Voy a seguir demostrándotelo todos los días.
La elevó del asiento ciñendo su cintura con sus manos y la sentó en su regazo, rodeó su pequeño cuerpo con sus enormes brazos y la arropó con ternura.
—Tomo nota. Me quejaré si algún día no lo haces —anunció con una sonrisa.
Duncan soltó una carcajada y le dio unas palmaditas en el muslo.
—¿Ya estás imponiéndote?
—Solo te hago saber que he escuchado todo lo que me has dicho.
—Pues espero que lo sigas haciendo en el futuro —sentenció con tono arrogante.
—Uh, uh, ya llegó el arrogante conde de Darenth —se burló elevando una mano y pasando un dedo por su ceja levantada.
—Es lo que soy.
—Y me encanta.
—Y a mí me encantas tú.
—Me parece todo un sueño. Oírte decir esas cosas que creía que solo pasarían en mi imaginación me parece irreal.
—Mujer de poca fe.
Ellen elevó una mano y frotó con ella una de las patillas de Darenth.
—¡Ah! ¡Cuántas ganas tenía de hacer esto! Me fascinan tus arrogantes patillas.
El conde se echó a reír.
—Puedes hacerlo cuanto quieras, son tuyas. Todo yo te pertenezco.
—¿Sabes una cosa? —inquirió con voz ensoñadora.
—Dime, amor.
—Me parece que hace un siglo que entré por primera vez en la mansión Ashbourn y te vi.
—¿Qué pensaste sobre mí?
—Que eras arrebatadoramente guapo —declaró con una sonrisa pícara—. Tú no me digas lo que pensaste porque ya lo sé —concluyó frunciendo el ceño.
—Te equivocas, seguro. Primero me sentí muy nervioso ante tu presencia, luego me pareciste muy sensual, y al final te vi como un duendecillo con pasitos saltarines. Todo eso el primer día —aseveró socarronamente.
—¿Un duendecillo?
—Mi amor, es que tienes una forma muy curiosa de andar, dando pequeños saltitos. Unas veces me pareces un duende, y otras, un hada.
—Me falta la varita mágica.
—De eso nada. Llevas la magia contigo esparciendo tus polvitos y hechizando a todo el mundo.
Ellen volvió a acercar sus labios a los de Duncan, respondiendo este al delicado beso de Ellen con otro lleno de pasión.
—Ellen… —susurró el conde casi sin separar sus labios de los de ella—, ¿aceptas ser mi condesa? ¿Te quieres casar conmigo?
Ellen miró los penetrantes ojos azules de su amor. Duncan vio chispitas en las hermosísimas gemas verde esmeralda de Ellen.
—Mañana mismo si pudiera.
Lleno de euforia, Darenth le respondió:
—Deseo concedido, hermosa hada.
FIN