Capítulo cuatro
El conde de Darenth se paseaba inquieto de un lado a otro de su despacho a pocos minutos de la llegada de la cita con la señorita que iba a mangonearle sus papeles durante un mes… si no se iba ella antes por propia iniciativa…
Eso era lo que le había estado dando vueltas en su mente durante el día anterior. Su tía abuela era muy astuta, pero él también. No iba a incumplir su palabra. Él era el conde de Darenth y su palabra era ley. Pero podía facilitar las cosas para que esa joven entrometida tuviese ganas de irse por cuenta propia.
Sonó la aldaba de la puerta. A los pocos instantes, oyó los pasos acompasados y serenos de un lacayo mientras guiaba a la intrusa hasta él. Se abrió la puerta, y el criado anunció:
—Milord, la señora Ellen Cowen.
Duncan arrugó el gesto en cuanto vio entrar en su despacho a un bulto deforme de color gris. La verdad es que se llevó una sorpresa al ver a su visita. Era mucho más joven de lo que esperaba, o eso creyó intuir fiándose del rostro aniñado que vislumbró tras unas excesivamente grandes gafas ahumadas. El cuerpo que se ocultaba entre tal cantidad de tela le pareció delgado y sin forma. De estatura tan baja que desde su altura podía ver su pelo estirado en la coronilla.
—Señora Cowen, pase, por favor —logró hablar tras unos segundos de estupor.
—Señorita, milord.
—¿Cómo dice?
—Que soy la señorita Cowen.
—¡Ah! Perdone, creí entender… bueno, no importa —balbuceó Duncan.
El conde no entendía cómo le había afectado tanto la visión de esa mujer que más bien parecía un espantapájaros, pero su nerviosismo era tan evidente que no le salían ni las palabras. Intentó sobreponerse; estiró su cuerpo y se dirigió hacia la silla tras el escritorio. Señalando la que estaba al otro lado, le indicó:
—Siéntese, por favor.
—Gracias, milord —contestó Ellen sentándose y posando sus manos sobre el regazo.
A Ellen también le había sorprendido la presencia de Duncan. Ella se había hecho una imagen muy distinta del conde, pensando que sería mucho más mayor. Pero sobre todo le había afectado la fuerte personalidad que irradiaba y que se concentraba en sus penetrantes ojos azules. Era guapo… no, guapo no… guapísimo. Parecía un gigante a su lado; alto y musculoso. Todo un coloso.
—Mi tía, lady Ditton, me ha informado que es usted profesora de literatura, señorita Cowen.
—Así es. He estado dando clases durante cinco años en la Academia para Jóvenes Damas, de la señora Wanley, en Coggeshall —murmuró con la mirada puesta en el escritorio.
—¿Cinco años? ¡¿Pero cuantos tiene?! —exclamó sin poder contenerse.
La joven elevó la mirada, sorprendida ante la pregunta.
—¿Mi edad?
—Perdone la pregunta, señorita Cowen, pero es que parece usted muy joven para tener tantos años de experiencia —argumentó, con arrogancia, el conde.
Ellen irguió su busto con orgullo.
—Milord, tengo veintiocho años, ya no soy una niña.
—Bien, bien. Prosigamos. ¿Sabe, entonces, cuál será su cometido?
—Pues la verdad es que muy vagamente. Según tengo entendido, necesita a alguien para poner en orden su biblioteca.
—Sí, básicamente es eso. Estoy ordenando los libros y los legajos de mi familia, ¿se ve capacitada para el trabajo?
—Lord Darenth, sé algo más aparte de leer —repuso ofendida.
—Bueno, no se ofenda tan fácilmente. Los libros que tendría que manejar son de gran valor muchos de ellos. Llevan en posesión de la familia varias generaciones, y los legajos… ya se puede imaginar…
—Los trataré con respeto y el cuidado que se merecen, milord.
—Señorita Cowen, quiero que quede claro desde el primer momento que soy una persona muy exigente con el trabajo de mis empleados. Los fallos no están permitidos.
—Muy bien, milord.
—Pago muy bien, pero exijo el máximo.
El conde nombró una cantidad de libras semanales que dejó a la joven estupefacta.
—Estará de prueba durante un mes. Llegará aquí a las diez en punto y se marchará a las seis de la tarde. Comerá con nosotros —continuó Duncan.
—De acuerdo, milord.
—Ahora le enseñaré la biblioteca. Acompáñeme —indicó mientras se levantaba y se dirigía hacia la puerta.
Ellen le imitó y siguió al conde. Recorrieron el pasillo hasta llegar al fondo. Cuando Duncan abrió la puerta, Ellen creyó haber entrado en el paraíso. La grandiosidad de la biblioteca dejó a la joven fascinada, en la puerta, mirándolo todo con verdadera fruición. Era inmensa, con doble altura de librerías, con acceso desde una escalera de madera torneada en forma de caracol que estaba en una esquina y que conducía al segundo piso. Las estanterías de roble cubrían por completo las paredes. Otros anaqueles estaban dispuestos en medio de la sala, con libros en ambos lados. Una enorme mesa de escritorio destacaba delante del único ventanal que había en la biblioteca y desde donde se podían contemplar los jardines posteriores de la mansión. Y frente a esta, otra mesa más funcional, rodeada de varias sillas, estaba cubierta de libros y papeles.
—¿No entra? —la interrogó Duncan al ver que la joven no se movía de la puerta.
—Perdón. Sí, sí, claro —balbuceó Ellen pasando al interior—. Es impresionante, milord.
—Sí que lo es —aceptó con orgullo.
La joven se acercó a las estanterías más cercanas.
—Aquí hay verdaderas joyas literarias. —Se giró hacia Duncan—. Me encantará trabajar para usted, lord Darenth.
Duncan la miró sorprendido. Había sonado como si ella le hiciese un favor aceptando trabajar para él. La contempló fijamente y le produjo satisfacción comprobar que observaba con admiración los lomos de los libros que estaban expuestos en las librerías. A pesar de llevar esas gafas ahumadas que impedían ver sus ojos, su cuerpo hablaba por sí solo.
Ellen seguía paseando frente a las estanterías, leyendo los títulos de los libros. De vez en cuando elevaba la mano y pasaba sus dedos por el lomo de alguno de ellos. Duncan la miraba hipnotizado. Era gratificante ver que alguien miraba con devoción algo que para él era una de las cosas más importantes de su vida. Dedicaba muchas horas al día a su pasión, que él llamaba trabajo para darle un punto de honorabilidad, pero que realmente era más un pasatiempo apasionante.
—Mañana puede empezar.
—¿Mañana? ¿No puedo empezar hoy? —preguntó con decepción, girándose a mirarlo.
—No lo tenía previsto…
—¿Pero podría ser?
—Sí… De todas formas yo me iba a poner a trabajar en cuanto se fuese.
—Bien. Pues manos a la obra.
Duncan miró con asombro como Ellen sacaba de un bolsillo oculto entre los pliegues de su falda unos guantes de algodón impecablemente blancos. Los dejó sobre la mesa y se desabrochó los puños de la blusa. A continuación, se remangó las mangas casi hasta el codo y comenzó a ponerse los guantes. Cuando acabó, bajo la mirada atónita del conde, apoyó las manos en la cintura y miró a Duncan.
—¿Por dónde empiezo?
El conde seguía mirándola en silencio.
—Lord Darenth… ¿qué quiere que haga? —insistió la joven.
«Quitarse el moño y las gafas», casi estuvo a punto de contestar. Se había quedado subyugado viendo como se subía las mangas y se ponía los guantes. Cada gesto le pareció cargado de sensualidad y le hubiese gustado seguir viendo como se movía.
—Milord…
Ellen se sintió incómoda ante la atenta y penetrante mirada que tenía puesta sobre sí por parte del conde. Ningún hombre lo había hecho nunca tan fijamente. Casi estaba a punto de preguntarle si había obrado mal, cuando por fin habló.
—Bien… le explicaré lo que quiero que haga. Como podrá comprobar, cada estantería está dedicada a una materia, aunque, por ahora, los libros están mezclados. Y a eso es a lo que estoy poniendo remedio. Como puede ver, ahora mismo los ejemplares que hay sobre la mesa son los de la librería de Filosofía. —Señaló la estantería en cuestión, donde se podía leer en la parte superior un cartelito donde ponía «Filosofía» y que se encontraba prácticamente vacía—. Los saco todos y solo vuelvo a meter los que corresponden a la materia, en orden alfabético. Al mismo tiempo, creo unas fichas con cada libro, donde pongo algunos datos, los más relevantes. —Cogió unas cuartillas de encima de la mesa—. ¿Ve? Aquí tiene un ejemplo. Las relleno y las voy metiendo en orden alfabético en el archivador. —Miró a la joven—. ¿Voy muy deprisa para usted, señorita Cowen? ¿Me entiende?
—Perfectamente, milord —contestó apretando los labios para no estallar. ¿A caso pensaba que ella era tonta?
—Bueno, pues básicamente es eso. Hay ciertos matices que ya le iré explicando. Por ahora puede seguir con lo que yo estaba haciendo. ¡Ah! Se me olvidaba. Muy importante. Si encuentra algún libro, documento, carpeta, lo que sea, que tenga que ver con mi familia, lo aparta y me lo da.
—Muy bien. Todo claro.
La joven se agachó sobre la mesa y se puso a comprobar los libros que allí había. Duncan se dirigió a su escritorio y se sentó para comenzar con su labor con los legajos y documentación que tenía sobre este. Frente a él tenía a Ellen moviéndose de un lado para otro. Su mirada, cada poco tiempo, se elevaba de sus papeles y contemplaba a la joven trabajar con esmero. Se la veía absorta, concentrada en lo que estaba haciendo. De vez en cuando, tomaba un libro y con mucho cuidado pasaba unas hojas acariciándolas con sus manos enfundadas en sus guantes.
Al final no pudo evitarlo y, apoyando el mentón en sus manos, se dispuso a contemplar abiertamente la danza que realizaba la joven. A pesar de la ropa que llevaba, que no la favorecía nada, parecía un duendecillo moviéndose con pequeños pasitos por toda la sala yendo de la mesa a la estantería y viceversa. Más que andar, parecía que brincaba.
—Señorita Cowen —la llamó suavemente para no asustarla, pero la joven ni se inmutó—. Señorita —insistió un poco más fuerte. Nada. Como si no existiese—. ¡Ellen! —gritó molesto por sentirse ignorado.
—¡Eh! —exclamó la joven asustándose. Se giró y miró al conde—. ¿Me llamaba? —preguntó sorprendida.
—Sí.
—Dígame, lord Darenth.
—¿Puedo llamarla Ellen?
—¿Eh? Sí, sí, claro.
—Usted puede llamarme Darenth —apuntó como si le concediese un favor.
—Ya, lord Darenth —murmuró echando una mirada a la cuartilla que llevaba en la mano, sin prestar mucha atención al conde.
—No, me refiero a solo Darenth.
—Ah, de acuerdo. Bien. Darenth.
Duncan hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Para eso me llamaba? —preguntó sorprendida.
El joven se quedó estupefacto al constatar el poco interés que Ellen había mostrado por hablar con él y por tener el privilegio de llamarlo por el apelativo que solo los más íntimos solían utilizar. Se sintió ofendido, muy ofendido.
—No. Quería saber por qué lleva esos guantes —le respondió abruptamente.
—Bueno —comenzó la joven mirándose las manos—, cuando manejo volúmenes valiosos, me gusta ponérmelos para conservarlos lo mejor posible. Las manos siempre tienen algo de suciedad y he podido comprobar con mis ojos que hay muchísimos libros que tienen unas manchas horrorosas precisamente donde la gente apoya sus dedos para pasar las páginas. ¿Me ha entendido? —concluyó con una leve sonrisa irónica.
La joven le devolvía la pelota. No era tonta, no.
—Pues no creo que vea mucho esas manchas con esas gafas ahumadas —replicó el conde con rigidez.
—Le aseguro, lord Darenth, que si no las llevase solo vería borrones en lugar de letras —argumentó Ellen.
—Darenth.
—¿Eh? Ah, sí, sí… Darenth.
—Eso.
—Pues eso, no puedo quitarme las gafas o no veré nada.
—Si quiere, puede ayudarse con la lupa que hay sobre la mesa. Yo lo hago, y eso que no necesito llevar gafas —apuntó con arrogancia.
—Gracias, lord Darenth, pero...
—Darenth —la cortó.
—¿Eh? Ah, sí, sí… Darenth.
En ese momento se abrió la puerta de la biblioteca y una chiquilla, convertida en vendaval, corrió hasta el conde y se arrojó en sus brazos.
—¡Papá! ¡Papá! ¡La señorita Juliette me odia!
—¡Gwendolyn! ¡Sabes que así no debes comportarte!
—¡Pero, papá! —se quejó colgada del cuello de su padre.
—No. Sal y entra como lo haría una señorita educada.
—Jo…
—¡Gwendolyn!
La niña se bajó del regazo de su padre y salió con paso firme y la cabeza alzada, dando muestras de su terrible enfado. Cerró la puerta y, tras unos segundos, sonaron unos golpes en la puerta.
A todo esto, Ellen observaba todo con regocijo y una risueña sonrisa en sus labios. Ahora se acababa de dar cuenta de cuánto había echado de menos a sus niñas, y ver el espectáculo que había montado la hija del conde le había venido como un soplo de aire fresco.
—¿De qué se ríe? —Oyó que le preguntaba Darenth mientras miraba la puerta esperando ver entrar a la niña.
—¿Eh? Lo siento, lord Darenth, ya continúo —afirmó bajando la mirada a la mesa para leer el título del siguiente libro.
—¡Darenth! —exclamó Duncan.
—¿Eh? Ah, sí, sí… Darenth.
El conde estaba que explotaba.
Una cabecita asomó por la puerta.
—¡Papá! ¿No vas a decirme nunca «adelante»?
—¿Eh? Ah, sí, sí… ¡Adelante!
¡Maldita sea! ¡Se estaba contagiando de la señorita Cowen!
La niña entró con paso decidido hasta llegar a su padre.
—Papá, ¿puedo arrojarme a tus brazos y darte un beso?
Ellen escuchó lo que la niña dijo y no puedo evitar soltar una risita. Duncan la miró y, señalándola, le dijo a su hija:
—Primero, tienes que saludar a la señorita Cowen, Gwen. Es mi nueva ayudante.
La niña se dio la vuelta y recabó por primera vez en Ellen.
—¡Oh! —exclamó llevándose la mano a la boca—. Disculpe, señorita Cowen. Buenos días.
—No se preocupe, señorita Gwendolyn. No pasa nada. Buenos días para usted también.
—Ellen, tutee a mi hija y llámela por su nombre. No me gusta tanto protocolo para los niños —ordenó Duncan.
—Muy bien, milord.
—Ya… si me va a hacer el mismo caso que con mi tratamiento… —murmuró para sí.
—Papá, ¿puedo ya?
—Sí, hija, ven.
El conde abrió los brazos y la niña se lanzó encima de él, estampando unos sonoros besos en sus mejillas. La cara de Duncan se había transformado con las muestras de cariño de su hija. Ellen, sin querer, había vuelto a levantar la vista y presenciaba la escena entre padre e hija con añoranza.
—¿Qué querías contarme? —indagó Darenth.
—Ha pasado algo horrible, papá —dijo, con dramatismo, la niña, llevándose una mano a la frente.
La niña era una preciosidad de rubios y largos tirabuzones y ojos azules como los de su padre, aunque estos todavía guardaban la chispa de la inocencia. Tenía siete años y encandilaba a su padre y a todos los empleados de este, que le consentían todo. Bueno, todos menos la niñera francesa.
—La señorita Juliette me odia. Estoy segura.
—Pues yo no lo creo.
—¡Que sí! Me ha castigado a no ir contigo a pasear por Hyde Park como siempre hacemos los viernes por la tarde.
—Alguna trastada habrás hecho.
—¿Yo?
—Gwendolyn…
—Jo, papá…
—Cuéntame qué has hecho.
La niña agachó la cabeza de forma contrita y murmuró:
—Me he escondido para no dar clase.
—Entonces sabes que te mereces el castigo. Vuelve con tu niñera y asume tu castigo.
—Jo, papá, me encanta cuando vamos tú y yo a Hyde Park.
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Nada de trastadas. Ahora vete. —Le dio un beso a su hija y la bajó de su regazo.
La niña se despidió de Ellen y de su padre y salió de la biblioteca. Duncan miró a la joven y la sorprendió con la mirada fija en él.
—Perdón, milord, ya continúo —anunció azorada—. Es que he de confesarle que me he quedado subyugada por su hija.
—Bueno… suele pasarle a todo el mundo. Es una chiquilla encantadora —comentó con una media sonrisa orgullosa.
Ambos volvieron a sus tareas, aunque ninguno de los dos dejó de observar al otro de reojo. Aun así, estaban tan concentrados que los dos se sorprendieron cuando oyeron la voz de un lacayo.
—Milord.
—¿Si? —inquirió levantando la mirada del escritorio.
—¿Servimos el almuerzo?
—Sí, sí, claro. Vamos enseguida. —Miró a Ellen—. ¿Me acompaña?
—Por supuesto, lord Darenth —le contestó sin apartar la vista del libro que tenía en la mesa frente a ella mientras se quitaba los guantes y los dejaba al lado del libro.
—¡Darenth!
—¿Eh? Ah, sí, sí… Darenth —balbuceó levantando la mirada hacia el conde.
—Ellen, ¿me está tomando el pelo?
—¿Yo? ¡Claro que no!
—Entonces, ¿quiere enterarse ya de una vez que deseo que me llame Darenth?
—Perdón, lo… Darenth. No lo hago a propósito. Es que soy muy despistada.
—Bien. De acuerdo. Vayamos a comer ahora.
En el comedor, se encontraron con la pequeña Gwendolyn. Se sentaron a la mesa, Darenth en la cabecera, y Ellen y Gwendolyn a ambos lados de él, una frente a la otra. El parloteo incesante de la niña llenó el comedor. Contó todo lo que había hecho durante la mañana con pelos y señales.
—Gwendolyn, para de hablar un poco —le recriminó su padre.
—¿Por qué, papá?
—Porque lo digo yo.
—Señorita Cowen, ¿usted no habla cuando come?
—Claro que hablo, Gwendolyn, pero como quiere decir tu padre, con moderación. Mira, es todo un arte saber comer y hablar cuando ha de hacerse. Y solo las grandes damas saben hacerlo a la perfección.
—¡Pues yo voy a ser una gran dama!
—Entonces debes aprender a no ser excesiva en ambas cosas.
—Muy bien. Eso voy a hacer —afirmó poniéndose tiesa en el asiento mientras imitaba a las damas de la alta sociedad.
—¡Vaya! Es la primera vez que veo a mi hija obedeciendo enseguida —aseveró el conde.
—Bueno, ahí está la diferencia. No lo he ordenado, le he explicado el por qué.
Duncan frunció el ceño al entender la recriminación que le acababa de hacer Ellen.
—¡Señorita sabionda! —la increpó en un susurro, pero con el suficiente tono para que ella lo oyera.
—Papá, ¿puedo retirarme de la mesa ya? He terminado de comer y quiero ir a jugar un rato antes de empezar las clases con la señorita Juliette.
—Está bien, levántate.
La niña se bajó de la silla, se acercó hasta estar entre los dos adultos y se aproximó a su padre. Le dio un beso en la mejilla, luego se giró hacia Ellen y le preguntó:
—Señorita Cowen, ¿le importaría quitarse las gafas para ver sus ojos?
Ellen se sorprendió ante la pregunta.
—No… claro que no me importa.
Cogió ambas patillas con los dedos de las dos manos y poco a poco se las quitó y miró a la niña fijamente, intentando enfocar sus ojos.
—¡Hala! ¡Pero qué bonitos que son! ¡Son lo más hermoso que he visto en toda mi vida!
—Gracias, Gwendolyn. Eres muy amable.
Duncan no conseguía ver los ojos de Ellen porque su hija la tapaba y no quería demostrar su ansia por contemplarlos moviendo su torso a un lado u otro de Gwendolyn para asomarse. Pero su deseo era tan ferviente que casi estaba a punto de darle un empujón a la niña para que se apartara, cuando esta salió corriendo, pero en cuanto centró sus ojos en Ellen, ella ya había vuelto a ponerse las gafas. La miró decepcionado. La joven había bajado su mirada hacia su plato y no se había percatado de la curiosidad que había delatado el rostro del conde.
—¿Por qué lleva esas gafas? —indagó.
—¿Usted qué cree? —le preguntó con una sonrisa irónica.
—No me ha entendido. No le pregunto por qué lleva gafas, si no por qué lleva esas gafas —indagó enfatizando la palabra esas.
La joven se quedó cortada y se le subieron los colores a las mejillas. La verdad era que las había comprado al poco tiempo de fallecer sus padres y pensó que era una buena forma de ocultar los ojos llorosos que llevaba, con bastante asiduidad, en esa época, y desde entonces no había sentido la necesidad de comprarse otras. Para ella era una cosa superflua.
—Si no le gustan, no las mire, Darenth —le espetó.
Ahora era él el que se había quedado cortado. Esta mujer, en pocos minutos, le había dado un par de contestaciones incisivas que nadie se habría atrevido a darle a él jamás. Sulfurado, le dijo:
—A mí me gusta ver los ojos de las personas con las que hablo.
—¿También usted desea ver mis ojos?
—Pues sí.
—Haberlo dicho claramente, Darenth. Nos habríamos ahorrado palabrería.
Según terminó de hablar, se quitó las gafas con un movimiento rápido de su mano. Una luz iluminó su rostro, deslumbrando a Duncan. Unos enormes ojos de un fondo blanco níveo y brillante que contrastaba con un iris verde esmeralda centelleante con pequeños rayos amarillos y rodeados de larguísimas pestañas morenas lo subyugó. Eran radiantes, increíblemente luminosos. Duncan pensó que le gustaría pasar largas horas mirándolos. Cuando Ellen volvió a ponerse las gafas, sintió de forma inmediata una gran congoja por no seguir viéndolos.
—Mi hija no se ha equivocado —murmuró.
—Darenth, me gustaría volver al trabajo —pidió avergonzada.
—Claro, por supuesto. Vamos —admitió levantándose y reponiéndose de la impresión.
La tarde transcurría con eficiencia en las tareas por parte de los dos. Duncan estaba sentado en el escritorio y Ellen en la otra mesa escribiendo fichas.
—Darenth, estoy pensando… —especuló mirando al conde.
—¿En qué? —la interrogó elevando el rostro.
—¿Y si ponemos en cada ficha la ubicación de cada libro?
—¿Cómo? Explíquese mejor, por favor.
—A ver, en cada ficha de cada libro se puede poner en qué estantería está, o sea, la materia y en qué número de estante. Así, cuando se busque un libro, se buscará la ficha y allí pondrá dónde hay que buscarlo.
Duncan se quedó pensativo.
—No es mala idea… —se levantó acercándose a la joven y, poniéndose tras ella, se inclinó sobre su hombro para ver lo que escribía—. ¿Cómo haría la reseña y dónde la pondría?
—Pues creo que lo mejor sería así… —Y comenzó a escribir en la cuartilla que tenía en sus manos. Su letra menuda pero llena de florituras recorría la ficha de lado a lado.
A Duncan le vino a la nariz un olor dulce a flores frescas. Aspiró para colmarse del buen aroma y supo en seguida que provenía de Ellen. Con gran fuerza de voluntad logró concentrarse en la hermosa letra de la joven.
—Creo que me ha convencido. Sería muy beneficioso a la hora de buscar un libro. Lo malo es que las fichas que ya están hechas no lo llevan.
—No se preocupe por eso, Darenth, repasaré todas las fichas e incluiré la nueva notación.
—Se lo agradezco, Ellen.
—Es mi trabajo y lo haré con gusto, además, me servirá para saber qué libros hay.
—Le gusta leer, por lo que veo.
—Me encanta.
—¿Y qué tipo de lectura le gusta más? —preguntó sentándose en la silla que había junto a ella.
Comenzaron una conversación amena sobre la pasión de ambos: los libros. Con sorpresa para los dos, pudieron comprobar que les gustaban los mismos clásicos y que incluso coincidían en los gustos de la literatura victoriana con autores como Oscar Wilde, Arthur Conan Doyle y Charles Dickens, que era el preferido de Ellen. La joven se extasió hablando sobre todo de Charles Dickens y sus obras, sintiéndose encantada de poder charlar con alguien de su tema preferido. Así transcurrió el resto de la tarde, sin darse cuenta de que pasaba el tiempo y de que no habían vuelto al trabajo.