Capítulo ocho
Annabel llevó a Ellen a su modista. Entre las dos eligieron las telas que mejor le iban al color de piel de la joven. Seda, satén y vistosos bordados para ocasiones formales, y lana, algodón y terciopelo para los paseos, o telas más ligeras como la muselina para el verano. Diseñaron vestidos menos llamativos para pasear o cenas con invitados, y más atractivos para ir al teatro o a un baile. Trajes más cómodos y prácticos. Faldas con cinturones anchos, ajustadas por delante y amplias por detrás. Blusas ceñidas, con cuello alto y estrecho, con adornos de puntillas y encajes y mangas abullonadas. Chaquetas cortas y ajustadas, capas cortas de paño. Enaguas y pantaloncitos que terminaban en delicados encajes. Todo ello de última moda y con el diseño apropiado para su pequeña figura. Compraron corsés nuevos para conseguir la figura de reloj de arena de moda en esos momentos. También adquirieron sombreros pequeños y adornados con lazos, flores o tul; pequeños bolsos de satén o terciopelo decorados con azabaches o bordados; parasoles, abanicos y botines.
La joven llevaba seis años ahorrando, y esta era la oportunidad de emplear bien su dinero. Tras elegir las telas y los diseños, Annabel llevó a Ellen a comprarse unas gafas nuevas. Eligieron unas pequeñas, de cristal transparente, que dejaban ver completamente sus hermosos ojos. Después, Annabel avisó a su peluquera para que fuese a su casa para arreglarle el pelo a la moda.
La modista le confeccionó una falda y dos blusas en dos días, a la vez que tuvo a su disposición las gafas nuevas. Para celebrar su primera salida con su nuevo cambio de imagen, decidieron hacer una visita al Museo de South Kensington.
Cuando la peluquera terminó de arreglarle el pelo, el cambio operado en su rostro era tan espectacular que ni siquiera ella misma se reconocía frente al espejo.
—¡Ellen! ¡Qué guapa! —exclamó su amiga.
—La verdad es que no parece la misma —opinó la peluquera.
En cuanto esta se fue, las dos amigas se metieron en el cuarto de Ellen. Annabel la ayudó a ponerse el corsé, las enaguas y la falda de algodón de color chocolate y una blusa beige con mangas abullonadas, con adornos de puntilla en los puños y en el cuello alto. El cuerpo era ceñido, con jaretas horizontales. El corsé moldeaba su estrecha cintura haciendo resaltar su turgente pecho y las redondeadas caderas. Al no llevar el saco de ropa que usaba hasta ese día, su menuda figura se delineaba con toda perfección, marcando sus curvas. Acabó de arreglarse, se puso los botines, cogió un bolsito y se fueron las dos cogidas del brazo hacia el museo.
Pasaron una tarde muy agradable viendo cuadros, esculturas, armaduras, joyería, vestimentas, armas y artes decorativas en general. Pasearon por los pasillos del museo y pudieron observar la admiración que despertaban las dos jóvenes.
—¿Te das cuenta cómo te miran? —comentó, en un susurro, Annabel.
—Sí. Me siento un bicho raro —le respondió de igual manera.
—¿Un bicho raro? De eso nada. Te miran por tu belleza. Y ahora toca explotarla. Ve preparándote para las fiestas y bailes.
—Ufff. No me veo, Annabel.
—Pues haz por verte, Ellen. Es el próximo paso.
Mientras la modista acababa el resto del vestuario en el que se incluían los vestidos de baile y los de noche que necesitaba para asistir a las veladas en el teatro, a las fiestas, etc., las dos amigas se dedicaron a dar largos paseos por Hyde Park y visitar los lugares más populares y frecuentados de Londres para que Ellen los conociera.
Según pasaban los días, la joven fue tomando confianza en ella misma y seguridad con la nueva forma de moverse con su nuevo vestuario. Annabel la llevó a casa de algunas damas con las que solía verse a tomar el té. Les presentó a su amiga y enseguida comenzó a circular la noticia de la belleza de Ellen. Llegaron invitaciones a casa de Annabel para Ellen y cuando por fin llegó todo el vestuario con sus accesorios, Annabel le aconsejó cuáles aceptar y cuáles no.
La primera noche que decidieron salir, acordaron hacerlo al teatro. Sir Anthony Silvertop, lady Silvertop y la señorita Cowen compartieron palco con lord y lady Malfroy. Ellen disfrutó de la obra y conoció a varias personas de la alta sociedad que pasaron por el palco, en su mayoría curiosas por conocer a la beldad que acompañaba a los dos matrimonios.
Lady Malfroy se dirigió a Ellen con curiosidad.
—¿Es usted la amiga de lady Silvertop que contrató lord Darenth?
—Sí. Soy yo.
—Entonces, ¿es usted maestra de literatura?
—Así es.
—En ese caso, me gustaría proponerle una cosa.
—Dígame, lady Malfroy.
—Formo parte de un grupo de mujeres que nos reunimos en un club de lectura y me gustaría proponerle que usted viniese a participar en él.
—¿De verdad? ¡Eso sería estupendo!
—¿Le gusta la idea?
—Me encanta. Dígame cuándo y dónde se reúnen y allí estaré sin falta.
—Señorita Cowen, si le parece bien, mañana celebro una fiesta en mi casa donde acudirán la mayoría de las damas que pertenecen a este club; me hará muy feliz si tuviese a bien acudir a ella, junto con sir Anthony y lady Silvertop, por supuesto.
—Estaría encantada, lady Malfroy. Consultaré a sir Anthony y a lady Silvertop y se lo haré saber en el próximo descanso.
—Esperaré la respuesta con verdadera ansiedad, señorita Cowen.
Cuando Ellen, junto a sir Anthony Silvertop y lady Silvertop, llegó a la mansión de lord y lady Malfroy, se produjo una gran curiosidad. La belleza de la señorita Cowen había corrido de boca en boca, y cuando se supo que iba a acudir a la fiesta del barón Malfroy, se creó una gran expectación.
Ellen llevaba uno de sus vestidos nuevos de seda, en color rosa palo con bordados en el cuello y las mangas, y un ancho cinturón también bordado. Su pelo, recogido en un elegante moño, dejaba sueltas estratégicas mechas alrededor de su cara que enmarcaban un dulce rostro donde predominaba sus enormes ojos verdes tras los transparentes cristales de sus recién estrenadas lentes, que reposaban en una fina nariz recta con el tamaño perfecto a las dimensiones de su cara, y unos labios ligeramente voluptuosos. El conjunto de su rostro era de una belleza angelical.
Los tres invitados se presentaron ante los anfitriones mientras eran observados por la mayoría de personas que ya estaban allí.
—Querida señorita Cowen, dentro de un rato la buscaré para presentarle a algunas personas —le dijo lady Malfroy tras los debidos saludos.
Se adentraron en el salón. Sir Anthony se encontró enseguida con un conocido y su mujer y se detuvieron para saludarlo y presentar a Ellen. Al fondo del salón, el duque de Crawley se había quedado atónito ante la imagen de la señorita Cowen. Los rumores que habían corrido por todo el salón también habían llegado a él, pero dudaba que la señorita que había despertado tal expectación fuese la misma que había conocido en la biblioteca de Darenth, pero cuando consiguió verla, aunque no parecía la misma joven, no tuvo más remedio que admitir su equivocación. Había en ella sutiles semejanzas que la hacían inconfundible, como su estatura y su forma tan peculiar de andar. Al verla, había sentido el irrefrenable deseo de ir a saludarla, pero dos motivos le habían impedido precipitarse; no saber cómo lo recibiría ella y su amistad con el conde. Lo pensó, meditó y reflexionó, y al final se prometió no intentar seducir a la joven, pero sí acercarse a pedirle perdón por sus palabras ofensivas. Y los dos actos los iba a hacer por su amigo. Así que inició la aproximación poco a poco, parándose a hablar con algún que otro conocido mientras observaba como se iba arremolinando la gente alrededor de la señorita Cowen para ser presentados a esta.
En la lejanía, había podido ver su menudo y exuberante cuerpo, pero según se iba acercando, logró distinguir con mayor detalle su rostro y pudo constatar que su belleza era espectacular. Sus ojos hipnotizaban. Ahora comprendía lo que había expresado Duncan cuando los había visto. Parecía mentira que tan solo un cambio de peinado y la desaparición de sus anteriores gafas abominables hubiese obrado tan radical cambio en su rostro.
Cuando por fin logró llegar hasta ella, se colocó en frente de la joven.
—Señorita Cowen, es un placer verla aquí.
Ellen, cuando vio quién la saludaba, tuvo la tentación de darse media vuelta y dejarlo con la palabra en la boca, pero ella sabía que no debía hacerlo porque un desprecio así a todo un duque supondría ser eliminada de la alta sociedad ipso facto. Además, no quería demostrar ante el duque lo mucho que le habían dolido sus palabras, así que hizo una leve reverencia y le dijo:
—Excelencia…
—¿Me permite que la acompañe a enseñarle los jardines?
—No creo que sea una buena idea, excelencia.
El duque frunció el ceño.
—Me gustaría poder hablar con usted a solas. Allí estaremos a la vista de todos.
Alrededor de ellos se había generado una ambiente de tensión. Lady Silvertop sabía que, si no salía en ayuda de su amiga, esta resistencia al duque podría costarle muy cara.
—¡Qué buena idea, excelencia! A mí también me apetece visitarlos.
Enlazó a su amiga por el brazo y la obligó a seguirla. El duque, tras la sorpresa, las siguió hasta los grandes ventanales que tenían salida a los jardines.
—Annabel, suéltame —le susurraba Ellen.
—Tú estás tonta. No quiero que seas repudiada antes, incluso, de ser admitida. Sigue andando.
Una vez en el exterior, las jóvenes se dirigieron hacia un paseo entre setos que había frente a las cristaleras, desembocando en una pequeña confluencia de caminos donde presidía un hermoso banco de mármol tallado con hermosas figuras de hadas a ambos lados. El duque las seguía.
—Siéntate ahí, Ellen —le sugirió Annabel—. Yo volveré en diez minutos.
—¡No!
—Sí. Debes hablar con él. —Se giró hacia el duque—. Vuelvo en diez minutos. Es todo lo que tiene, excelencia.
—Gracias, lady Silvertop.
—No lo hago por usted —le espetó.
El duque se colocó frente a Ellen que contemplaba sus manos mientras las retorcía sobre el regazo, sentada muy estirada en el banco.
—Señorita Cowen, ¿podría mirarme?
Ellen levantó la cabeza, fijando su mirada en los ojos de Patrick. El joven duque pudo ver los luminosos ojos verdes de Ellen. Se sintió subyugado por ellos.
—Excelencia, desearía que me dejase sola.
—Lo haré, pero antes debo excusarme por las palabras que dije en la mansión del conde Darenth. A la vista está que estaba equivocado, pero, aunque no fuese así, no debería haber hablado de usted en esos términos. Por favor, le ruego que me perdone.
—Queda usted disculpado, excelencia.
—Muy agradecido, señorita Cowen, y espero que disculpe también al conde de Darenth.
Ellen mantuvo silencio, desviando la mirada.
—Señorita Cowen, ¿no piensa hacerlo?
—Mire, excelencia —contestó volviendo de nuevo sus ojos hacia él—, de usted lo puedo perdonar porque no me había tratado, pero no es así con el conde de Darenth. Él sí que me conocía y tuvo la petulancia y la arrogancia de juzgarme por mi exterior. No, excelencia, no se lo perdono.
—Pero, señorita Cowen, él está muy arrepentido.
—Si es así, que lo hubiese pensado antes. Yo no quiero saber nada de él. —Se puso en pie—. Y ahora, si me disculpa, voy en busca de mi amiga. Se acabó el tiempo.
Dicho esto, la joven salió por el mismo camino por donde se había ido Annabel. Sabía que no estaría muy lejos. No se equivocó. En cuanto giró el primer seto, se la encontró de bruces.
—¿Lo has oído todo? —le preguntó.
—Sí. Lo he oído y creo que le has contestado como debías. Además, si el conde quiere tu perdón, que sea él el que te lo pida.
—Preferiría no volverlo a ver nunca más.
—Sabes que no lo dices en serio. Tarde o temprano se te pasará el enfado.
—Annabel, me hizo mucho daño.
—Lo sé, Ellen, pero el amor salva todos los obstáculos y lo perdona todo.
—¿Y de qué me serviría? Él no piensa en mí como candidata a ser su esposa, solo me quiere por interés, para ayudarle en su trabajo.
—Yo no lo tengo tan claro y creo que el duque de Crawley tampoco, sino no habría intercedido por su amigo sin, estoy segura, haberlo consultado con él.
—Annabel, tú y tus historias fantasiosas.
—Ya verás, ya.
Dos días después de la fiesta del barón Malfroy, Ellen acudió a la reunión del club de lectura, invitada por lady Malfroy. La tertulia se realizaba en la mansión del conde de Fulthorpe, y cuando ella llegó, lady Malfroy ya estaba allí. Mientras esperaban a las demás componentes del club, las tres damas se entretuvieron conversando amigablemente. Ellen descubrió una corriente de simpatía hacia las dos mujeres, que creyó correspondida. Cuando llegaron el resto de mujeres, Ellen tuvo una gran alegría, pues descubrió que el libro que iban a leer y del cual iban a hablar era uno de sus preferidos: Orgullo y prejuicio, de Jane Austen. Así que pasó una tarde muy entretenida y prometió volver a las siguientes reuniones.
Cuando volvía a casa de Annabel, decidió atravesar Hyde Park para ir dando un paseo. Era viernes, y no pudo evitar rememorar otro viernes, en ese mismo parque, que había sido muy importante para ella, cuando le abrió su corazón a Darenth contándole la muerte de sus padres, pero también había sido donde ella sintió una gran conexión entre ellos dos que fue más allá de las palabras. Sin quererlo, la mirada se le iba alrededor buscando dos figuras muy queridas. No podía evitarlo, los echaba de menos a los dos. Se sentó en un banco porque la congoja y las lágrimas no la dejaban andar. Allí sentada, recordó la alegría de Gwendolyn y su parloteo mientras iban en el carrocín. No se había despedido de la niña, así que seguro que se habría enfadado con ella. Le gustaría poder volverla a ver, porque le había tomado verdadero cariño, pero tendría que encontrarse otra vez con el conde, y eso prefería evitarlo.
En cuanto llegó a la casa de su amiga, esta salió en su búsqueda.
—¡Ellen, has recibido una nota de la vizcondesa Ditton!
—¿La tía abuela del conde?
—¿Conoces otra vizcondesa Ditton? —le repreguntó con sorna.
—Boba —le contestó sonriente.
Abrió la nota y la leyó.
—¿Qué dice? Me tienes en ascuas —inquirió Annabel.
—Me invita a tomar el té mañana.
—¿No dice para qué?
—No. Pero no iré. Mandaré una nota excusándome.
—¡Ellen! La vizcondesa se preocupó por ti y te buscó el trabajo perfecto. Lo que el conde haya hecho no tiene nada que ver con esa buena mujer. No puedes hacerle ese feo.
Ellen reflexionó unos segundos.
—Tienes razón. No puedo hacerle eso. Si ella me reclama, sus motivos tendrá. Solo espero que no esté el conde.
La vizcondesa Ditton la recibió en su salita.
—¡Qué alegría verla, querida Ellen! ¡Pero que guapísima está! ¡Qué cambio! ¡Está preciosa! Qué maravilla de ojos llevaba escondidos tras las gafas.
—Lady Ditton, lo mismo digo. Para mí es un placer volverla a ver. Muchas gracias por sus halagos.
—Tengo una sorpresa para usted que le va a gustar mucho, pero más tarde se la daré, ahora siéntese a mi lado y cuénteme cómo está.
—Bien, viviendo una nueva etapa en mi vida —contestó la joven sentándose junto a la dama.
—Mi sobrino me contó lo que le dijo y quiero que sepa que le afeé su comportamiento.
—Gracias, lady Ditton.
—No me las dé. No se merecen. Duncan no supo comportarse como un caballero, que se supone que es lo que es. Ahora padece las consecuencias como se merece. Está abochornado por lo que le dijo.
—Pues que no lo esté, tenía razón.
—Entonces, ¿lo ha perdonado?
—No. Aunque reconozco que lo que me dijo era verdad, no le perdono que me juzgara por ello.
—Es usted dura.
—No, lady Ditton, no lo soy, pero creí que el conde era distinto a la inmensa mayoría de las personas y que no juzgaba por el exterior, por eso la decepción ha sido muy grande. Sé que el problema es mío: no debería haber considerado que el conde tenía esos valores tan importantes para mí.
—Dime la verdad, muchacha —le instó la vizcondesa tuteándola—. ¿Tú quieres a mi sobrino? ¿Estás enamorada de él?
La sorpresa le dejó sin habla durante un buen rato.
—Por favor, dime la verdad —continuó la anciana—. No te preocupes que se lo diga a él. Mis labios estarán sellados.
—Lady Ditton, no le mentiré. Sí que me había enamorado de él, pero ahora… ya no lo sé. La decepción ha sido muy grande.
—Lo comprendo, hija, lo comprendo. Pero quiero que sepas que yo pienso que él también estaba empezando a sentir algo por ti, aunque no lo quiera reconocer. Creo que se debate en un mar de dudas y que por eso se comportó así contigo, porque de verdad te digo que mi sobrino puede ser muy arrogante, pero jamás ha sido un mal educado como lo fue contigo.
Ellen tenía un gesto de incredulidad en su rostro.
—Lady Ditton, el conde está cortejando a una joven.
—¡Bah! Ni caso. Esa joven no le gusta nada.
—Pero la está cortejando —insistió.
—Ya no. Mira, voy a ser sincera contigo yo también. Mi sobrino tiene unas ideas antiguas sobre el matrimonio —dijo soltando una risita—. Está convencido de que los únicos matrimonios que funcionan son los de conveniencia, y yo me he hecho el firme propósito de evitar que cometa ese error.
—Lady Ditton, si me está proponiendo que la ayude, lo siento, pero eso no va a ocurrir. Yo también me he propuesto buscar un marido, así que no me voy a involucrar en su plan.
—Buscas marido… —susurró reflexionado la anciana.
—Sí. Y le aseguro que no es su sobrino.
—Y… Bueno, ha llegado el momento de darte la sorpresa —continuó, cambiando de tema.
Llamó al servicio.
—Robert, trae la sorpresa para la señorita Cowen —ordenó con una sonrisa.
El lacayo abandonó la salita, y a los pocos minutos se oyeron unos pasos apresurados y se abrió la puerta de golpe.
—¡Señorita Cowen! ¡Qué alegría!
—¡Gwendolyn! ¡Preciosa!
La niña se abalanzó a los brazos de Ellen. La joven la recogió en su regazo y, tras darle un puñado de besos, la separó para mirarla.
—¡Qué mayor y que guapa que estás!
—¡Usted sí que está guapa! Porque sabía que iba a venir, si no, no la habría reconocido.
—¿Qué haces aquí? ¿Has venido con tu padre? —preguntó mirando la puerta por si aparecía el conde.
—No. Estoy pasando unos días en casa de la tía Margaret. La verdad es que estaba muy disgustada con mi padre por dejarla ir.
—Gwen, no debes enfadarte con tu padre. Me fui por mi propia voluntad.
—Pero ¿por qué?
—No he tenido más remedio, Gwen, necesitaba cambiar de vida para buscar esposo. —Intentó buscar una excusa que la convenciera.
—¿Se va a casar?
—Eso me gustaría, sí.
—Entonces, ¿no nos volveremos a ver?
—Claro que nos veremos, querida. Tú y yo nos queremos, ¿verdad?
—Sí —contestó la niña.
—Pues cuando dos personas se quieren no pueden dejar de verse.
—Ahí tiene razón —corroboró la vizcondesa con una sonrisa maliciosa.
Mientras Ellen estaba de visita en la residencia de lady Ditton, el duque de Crawley hacía lo propio en la mansión Ashbourn.
—Darenth, tengo un notición que contarte. —Patrick se arrellanó en el sillón.
—Dime, Crawley.
—La otra noche coincidí con tu señorita Cowen en una fiesta.
—¡¿Cómo?!
—Lo que oyes. Acudió a la fiesta de lord Malfroy, y he de decirte que estaba espectacular. Llevaba un vestido precioso, de ultimísima moda, el pelo arreglado, sin ese moño estirado que usaba, y no utilizaba sus estrambóticas gafas. Estaba preciosa.
Al conde le entraron unos insufribles celos al oír a su amigo.
—Pero ¿estás seguro de que era Ellen?
—Por supuesto que sí. Intenté hablar con ella, pero solo me lo permitió unos escasos segundos.
—¿De qué hablaste con ella?
—Le pedí disculpas por mis ofensivas palabras.
—¿Y te perdonó?
—Sí.
—¿Hablasteis de mí?
—Algo…
—Crawley, ve al grano.
—Bueno… le pedí disculpas también en tu nombre, pero ella no las aceptó. Me dijo que a mí me perdonaba porque yo no me relacionaba con ella, pero que a ti no podía exonerarte porque tú sí que la conocías y, aun así, la juzgaste por el exterior. Me dijo que no quería saber nada de ti.
Duncan se quedó pensativo un rato.
—Mejor así, Crawley. Me estaba gustando demasiado la compañía de Ellen.
—No te entiendo, amigo, de verdad. Encuentras una mujer que, por lo que tú me has contado, encaja completamente con tus gustos personales. Que compartís aficiones y con la que eres feliz. Y en lugar de cortejarla y hacerla tu cónyuge, decides apartarla y buscar esposa en otra joven que, seguramente, sea menos compatible contigo.
—Ya te lo he explicado en incontables ocasiones. Quiero un matrimonio de conveniencia, no quiero amor. Y si continúo tratando a Ellen… quizá tengas razón y me enamore de ella. Y no, el amor es sufrimiento.
—Mira, tú dirás lo que quieras, pero el día que te enamores y seas correspondido, ese día sabrás lo que es la felicidad, y aunque sufras, será un sufrimiento bienvenido porque demostrará que estás vivo y que, en algún momento, tocaste el cielo con las manos.
—Crawley, ¿tienes algo que contarme? —indagó mientras fruncía el ceño reflexivo y miraba inquisitivo a su amigo.
—Bueno, eso es otra historia que ya te contaré en otro momento —contestó renuente.
Cuando el duque de Crawley abandonó la mansión Ashbourn, Duncan decidió acercarse hasta la mansión Ditton para ver a su hija, a quien añoraba a cada minuto.
En cuanto entró por la puerta, una fragancia dulce a flores frescas le inundó las fosas nasales. Sabía a quién pertenecía ese olor. Apretó el paso ante la posibilidad de que Ellen estuviese con lady Ditton. Entró en la salita mirando alrededor, pero las únicas personas que estaban allí eran su tía y su hija. La anciana le estaba enseñando a bordar a Gwendolyn y, en cuanto entró el conde, ambas se giraron con sorpresa.
—¡Hijo! ¡Qué susto nos has dado! ¡Qué ímpetu!
—Perdona, tía, venía a veros a las dos.
—¡Papá! ¿Sabes quién ha venido a visitarnos?
—¿Quién, Gwen? —preguntó mientras le daba un beso en la coronilla.
—La señorita Cowen. ¡Y estaba guapísima!
—¿Ha venido a verte?
—Sí. A mí y a la tía Margaret.
—Veo que te ha gustado su visita.
—Me ha entusiasmado y me ha prometido que nos seguiremos viendo.
—¿Ha quedado en venir algún día?
—No…
—¡Ah!
—Si quieres ver a la joven, acude al baile que da esta noche el conde de Fulthorpe. Según me ha dicho, pensaba asistir —intervino la vizcondesa.
—No… no…
—Me pareció que tenías interés por verla.
—No… no…
—¡Ah! Y ya sé por qué se fue la señorita Cowen —informó, orgullosa, Gwendolyn.
—¿Sí? ¿Por qué? —interrogó, con temor, el conde.
—¡Porque se va a casar!