Capítulo quince

Pero no fue tan fácil como él pensaba. Ellen se pasaba el mayor tiempo posible en su cuarto o jugando con Gwendolyn, no dando opción a que Duncan pudiese subsanar el mal que había hecho. Al final, optó por aparecer en el sitio en el que estuviese. Si estaba en el cuarto de juegos con su hija, allí se presentaba él y compartía los juegos con Gwen y Ellen. Si estaba dando un paseo por los jardines, se hacía el encontradizo, y aunque ella casi no le hablaba, él le contaba historias sobre sus antepasados y la finca. Cuando estaban en el comedor, procuraba que ella participase de sus conversaciones.

La joven estaba turbada por el trato que ahora le dispensaba Duncan y lo que más le extrañaba era que no había vuelto a ver su ceño fruncido ni su ceja elevada. No parecía el mismo. Y, bueno, aunque le gustaba su forma de tratarla ahora, no podía evitar pensar que echaba de menos su altanería. En varias ocasiones, lady Ditton le había dicho que todo esto lo estaba haciendo porque estaba arrepentido de la forma en que le había hablado, y aunque al principio lo dudaba, al final se estaba convenciendo de ello. Poco a poco se le estaba desvaneciendo el enfado y se estaba sintiendo culpable de que él cambiase su personalidad por ella.

Ya llevaban varios días así cuando un mañana, mientras desayunaba la joven en el comedor, llegó Darenth.

—Buenos días, Ellen.

—Buenos —le contestó.

Duncan se sentó en su sitio después de llenarse el plato.

—Ellen, me gustaría pedirte una cosa.

—Dime.

—Me gustaría que volvieras a trabajar en la biblioteca.

La joven permaneció callada. Lady Ditton había estado insistiendo en ello, aconsejándole que no dejase de disfrutar de lo que tanto le gustaba por culpa de Duncan. Ella tenía unas ganas locas de volver, pero le frenaba el pasar tantas horas a solas con él.

—Si quieres, no coincidiremos en los horarios —continuó Darenth.

—No quiero privarte del tiempo que dedicas a tu investigación.

—La verdad es que desde que tú no acudes, a mí se me han quitado las ganas de ir.

Ellen elevó la ceja con arrogancia.

—¿Y eso?

Duncan no pudo evitar sonreír al ver su ceja elevada.

—Prefiero estar contigo, estés donde estés.

Ellen se quedó de piedra.

—Duncan, no intentes jugar conmigo.

—No lo hago, Ellen, todo lo contrario. Soy totalmente sincero. Sin ti no me apetece encerrarme en la biblioteca.

—Está bien. Para qué negar que lo estoy deseando.

—Gracias, Ellen —dijo mientras alargaba la mano, la posaba sobre la de ella y la apretaba con ternura.

Era la primera vez que se rozaban sus pieles desde aquel día en el que habían compartido sus cuerpos, y los dos sintieron la necesidad de seguir tocándose, pero ninguno fue capaz de demostrarlo. Uno, por miedo al rechazo, y la otra, por miedo a otra decepción.

Cuando acabaron con el desayuno, se encerraron en la biblioteca, y aunque las palabras fueron las imprescindibles, los dos reconocieron para sí mismos que era el sitio y la compañía con la que más les apetecía estar en esos momentos, aunque también agradecieron las visitas ocasionales de Gwen y de lady Ditton.

A mitad de mañana, Darenth recibió el correo y entre las cartas se encontraba una que esperaba con expectación, de su querido amigo el duque de Crawley. Nada más terminar de leerla, escribió otra misiva y le pidió a Cloney que la enviase con urgencia.

Ellen agradeció la distracción que le producía volver a los libros. Así casi no tenía tiempo de pensar en el conde. Ni para lo bueno ni para lo malo. Aunque, si era sincera consigo misma, debía reconocer que lo único malo que había sucedido entre el conde y ella había sido su reacción tras su entrega. Todo lo demás, incluido ese hecho, había sido bueno. No, bueno no, maravilloso. Todos esos pensamientos la hacían ablandarse, aunque cuando recordaba lo que le dijo, una punzada de dolor seguía apareciendo en su corazón.

Duncan estaba contento con los avances que había logrado. Él sabía que Ellen era una mujer de gran corazón y esperaba que eso le favoreciese para que lo perdonase. Y esperaba que la sorpresa que le estaba preparando fuese la culminación.

Estaban los cuatro sentados ante la mesa del comedor. Gwendolyn, como siempre, parloteaba sin cesar. En un momento en que se distrajo bebiendo, el conde aprovechó para informarles de algo.

—He recibido una invitación para una fiesta campestre de nuestros vecinos, lord y lady Lamborne, para mañana.

—¡Qué bien! ¿Yo puedo ir? —preguntó Gwendolyn.

—Claro que sí. Podemos ir todos.

—¡Bien! Hace muchísimo tiempo que no voy a una fiesta.

—Yo creo que es mejor que me quede trabajando —notificó Ellen.

Duncan frunció el ceño. «¡Por fin!», pensó Ellen.

—No, señorita Cowen, por favor. Yo quiero que venga usted —expresó Gwendolyn poniendo morritos de pena.

—Yo también quiero que vengas, Ellen. Será un cambio estimulante. Haremos algo distinto a lo de todos los días —apuntó lady Ditton.

—Yo también deseo que vengas —confirmó el conde.

—Está bien, está bien —dijo elevando las manos, con una sonrisa—. La verdad es que me apetecía, pero no quería que se sintieran forzados a llevarme.

—¡Qué tontería, niña! ¡Formas parte de la familia! —exclamó lady Ditton.

Ellen agachó la cabeza y posó la mirada en su plato, con las mejillas coloreadas.

—Gracias, lady Ditton.

A la mañana siguiente, los cuatro subieron al carruaje del conde y se dirigieron hacia la finca vecina. La fiesta se celebraba junto al lago. Habían dispuesto largas mesas con viandas; zonas de juegos para los niños y para los adultos; barcas en el lago para quien quisiera dar un paseo por él, y otras zonas con asientos y mesitas auxiliares para los más ancianos. Mantas por el suelo completaban el entorno.

Gwen corrió, nada más llegar, a donde estaban los niños. Lady Ditton divisó, a lo lejos, sentadas bajo un roble, a sus antiguas amigas.

—¿Quieres que demos un paseo por el lago?

Ellen llevaba un vestido de gasa en pálido y transparente amarillo que dejaba traslucir su forro dorado. Tenía pequeñas florecillas bordadas en las mangas, en el cinturón y en la sobrefalda. Un pequeño sombrero de paja con dos lazos entrelazados, uno dorado y otro amarillo completaban el atuendo. Estaba preciosa. Parecía un hada del lago.

—De acuerdo.

Se dirigieron hacia el embarcadero donde subieron a una de las barcas de paseo, Duncan se hizo cargo de los remos y puso rumbo al centro del lago.

—Desde el centro del lago veremos un nuevo paisaje que no se puede ver desde la orilla.

—Esta parte del condado de Kent no la conocía y me ha impresionado lo mucho que se parece a mi tierra. Muchas veces, mirando el paisaje, me da la impresión de que he vuelto a Coggeshall.

—Si quieres ir a visitar tu ciudad, me lo dices y preparamos un viaje de varios días para que puedas ver a tus amistades.

—Te lo agradezco. En un futuro me gustaría hacer ese viaje.

—Ellen, cuéntame tu vida en Coggeshall.

—Bueno, no tengo mucho que contarte. Cuando mis padres fallecieron, vendí la propiedad de mi padre y cursé mis estudios de maestra. En cuanto terminé con ellos, me puse a trabajar en la Academia para Jóvenes Damas, de la señora Wanley, y como ya te dije en nuestra primera conversación, allí permanecí cinco años, hasta que la cerraron.

—¿Te gustó trabajar allí?

Ellen sonrió con ensoñación, recordándolo.

—Mucho. Fue una experiencia maravillosa bregar con esas jovencitas. Tengo mil y un anécdotas producidas por mis alumnas.

—Cuando estás con mi hija, se te nota que disfrutas.

—Así es.

—Yo te agradezco que pases tiempo con ella. Nunca ha tenido una madre y la única figura femenina que ha tenido como referente ha sido mi tía. No es que quiera desmerecer el esfuerzo que hace lady Ditton por ayudarme en educar a mi hija, todo lo contrario, pero cuando os veo a las dos juntas, veo las carencias que tiene Gwen.

—Bueno, todo eso se solventará en cuanto te cases.

Duncan se quedó mirándola. Ella había apartado la mirada centrándose en el paisaje mientras pronunciaba esas palabras que eran tan dolorosas para ella. El conde levantó los remos, los introdujo en la barca y dejó esta a la deriva. Debía concentrarse mucho en lo que le quería decir, no quería otra vez malos entendidos.

—Ellen, yo deseo casarme contigo.

—Eso no es posible.

—Sí que lo es, si tú aceptas. Olvídate de las palabras que te dije, fueron hechas con la mente y no con el corazón.

—Mira, Duncan, te voy a ser sincera. Creo que necesitamos tener esta conversación ahora que han pasado unos días y ya no estamos en el arrebato inicial.

—Estoy de acuerdo contigo.

—Bien, pues yo quiero dejarte claro cómo me sentí y cómo me siento ahora.

—Adelante.

—Yo me enamoré de ti, Duncan —declaró con sinceridad—. He de confesártelo para que me entiendas. Me enamoré de tu persona, de toda ella. De tu intelectualidad y de tus bromas. De tu caballerosidad y de tu arrogancia. Sí, también de tu arrogancia. De todo lo que tú eras. Supongo que no es novedad para ti, que lo adivinarías en el momento en que me entregué a ti.

Duncan sintió en su interior una gran congoja al oírla hablar así. Hablaba en pasado. La había perdido. ¡Qué tonto había sido! Ella tenía razón, Ellen jamás se habría entregado sin amor.

De repente, un golpe sacudió la barca. Se habían quedado encallados en una pequeña isla que había en el centro del lago. Duncan saltó de la barca y la arrastró hacia dentro.

—Ven —le pidió alargando el brazo hacia ella con la palma hacia arriba para ayudarla a bajar—. Aquí estaremos más tranquilos.

Ellen aceptó su ofrecimiento y posó su mano sobre la de él hasta que estuvo fuera de la barca. En medio de la isla había un árbol y un tronco tumbado. Duncan le indicó a Ellen el tronco.

—Sentémonos ahí.

Ambos se acomodaron de la mejor forma posible.

—Sigue, Ellen, te escucho.

—Bien. Pues lo que te decía: yo te quería tal cual eras, pero cuando volvimos a la finca y me hablaste de esa manera, justo en el momento en el que yo más cariño necesitaba, fue una decepción tremenda para mí. No quiero recordar lo que me dijiste ni cómo me lo dijiste porque no quiero volver a ponerme furiosa. Prefiero que no hablemos del tema. Poco a poco se va desvaneciendo el enfado y no quiero que vuelva. Por ahora no puedo ofrecerte más.

—¿Y si yo te confesase que te amo?

—No te creería.

—Está bien, me pliego a tus deseos. Ya llegará el momento, cuando tú quieras, en el que me dejes explicarme. No explicarme para justificarme, porque no tiene justificación, pero para que sepas los motivos.

Las palabras del conde reconfortaron y alegraron el corazón de Ellen. Sintió un gran alivio al comprobar que respetaba su voluntad y que no pretendía obligarla a escuchar unas excusas para las que todavía no se sentía preparada. Esto había supuesto para ella mucho más que cualquier palabra de arrepentimiento.

—Gracias por no atosigarme.

—Significa mucho para mí que volvamos a ser amigos lo primero, y con el tiempo volver a hablar.

—¡Ah! ¿Entonces ahora debemos permanecer en silencio? —interrogó con una amplia sonrisa.

Duncan, al principio, se quedó confuso, para pasar luego a soltar una gran carcajada.

—¡Como he echado de menos a mi señorita sabionda!

—Siempre ha estado aquí. Solo necesitaba aplacar la ira.

A partir de ese momento, el muro que los separaba se convirtió en un pequeño escalón, volviendo a la camaradería que los dos habían echado de menos.

Continuaron con el paseo en barca por el lago y cuando volvieron, Duncan participó en un partido de cricket mientras que Ellen lo jaleaba desde el borde del supuesto campo de juego. Después comieron sentados en una de las mantas, conversando distendidamente con otros invitados.

Cuando llegaron los cuatro a la finca, estaban felices pero agotados. Gwendolyn era la única que todavía tenía energía para salir corriendo en busca de la señorita Juliette para contarle todo lo que había hecho. Cada uno se fue a su cuarto para asearse y bajar a cenar.

Gwendolyn, una vez que paró cinco minutos, se quedó dormida, por lo que su niñera decidió acostarla, después avisó al conde que su hija no iría al comedor. Lady Ditton también mandó recado con su doncella informando que no bajaría a cenar.

Duncan y Ellen se reunieron en el comedor y se sentaron solos en la mesa. El mayordomo les servía la cena mientras recordaban episodios del día.

—Hacía mucho tiempo que no jugaba al cricket. Seguramente que la última vez fue aquí, en Kent. No creo haber jugado nunca en Londres. En Kent no hay fiesta campestre que se precie si no hay un partido de cricket, ya que se presume que el origen de este deporte es aquí.

—Me he divertido mucho viéndolo.

—Sí, ya he visto y oído las carcajadas que dabas cuando se me iba la pelota al batear —señaló con el ceño fruncido.

—Sí. Ha sido muy gracioso —reconoció con una amplia sonrisa.

—Pues que sepas que de joven se me daba muy bien —informó con arrogancia.

—No lo dudo. Debe ser la edad —se burló.

—Ten cuidado, jovencita, tus burlas te pueden costar caras.

—Ve apuntando mis deudas, ya veré cuándo te pago.

—A lo mejor me cobro antes de lo que crees —aseveró con mirada misteriosa.

Ellen se puso colorada. Había captado la doble intención del conde.