Capítulo siete

Pasó una semana más, y el conde estaba agotado. No quería faltar a sus horas de trabajo con Ellen porque las disfrutaba sobremanera, pero por las noches seguía visitando las fiestas de la alta sociedad para cortejar a la lady Diana. Aunque debía admitir que no había hecho muchos adelantos porque en cuanto la veía, algo lo frenaba en sus avances. No lograba imaginar por qué su tía había decidido que esta, y no otra señorita, era su esposa ideal, pero si la vizcondesa lo decía… Para él, si le pedían su opinión, la encontraba sosa hasta el aburrimiento, o por lo menos eso le provocaba en no más de cinco minutos en su compañía. Pero claro, seguro que tendría muchas otras virtudes, solo había que buscarlas. Lady Diana tenía el efecto contrario que tenía Ellen en él. Nunca se saciaba de la compañía de la señorita Cowen. Por lo tanto, cada noche que salía, al final volvía a su casa con una sensación amarga. Mientras que cuando entraba en la biblioteca y veía a Ellen dando sus apresurados y cortitos pasitos, concentrada en su tarea, despistada hasta la saciedad, pero alegre y viva, una amplia sonrisa se dibujaba en su cara que no lo abandonaba hasta que la joven se iba de la mansión.

Una tarde, el joven duque pasó a hacerle una visita a su amigo, y ambos se fueron a la sala de visitas a tomarse un whisky a petición de Patrick.

—Darenth, ¿qué demonios te pasa? —exhortó el duque en cuanto se arrellanaron en sendos sillones.

—¿Por qué? —inquirió levantando una ceja con arrogancia.

—¡¿Por qué?! ¡¿Me preguntas por qué?! No te entiendo, querido amigo. Te veo cada noche asistir sin ganas a los bailes a los que acude la sosa de lady Diana Lansell-Clarck, pero una vez allí, hablas con todo el mundo menos con ella. Has bailado con la joven dos veces tan solo. Solo yo sé que tu objetivo es cortejarla, porque el resto de la gente es imposible que se entere teniendo en cuenta tu comportamiento. No entendí por qué tu tía la había elegido como esposa para ti, pero no dije nada por si la anciana tenía razón. Pero llevo observándote todo este tiempo y la verdad es que ya me tienes harto con tu conducta. Si no vas a elegir como esposa a lady Diana, cosa que, por otra parte, me alegraría sobremanera porque no hay otra persona más sosa en el universo, repito, si no vas a elegirla, deja de perder el tiempo.

El duque se calló abruptamente, conforme había iniciado el discurso. Con lentitud, el conde elevó el brazo y bebió un sorbo de su whisky.

—¿Has terminado? —preguntó con flema.

—No, Darenth, pero mejor será que me lo expliques.

—Pues ahí te equivocas. No tengo por qué darte explicaciones. Y menos si no sé a lo que te refieres. Sabes de sobra que deseo encontrar esposa, y con ese propósito estoy yendo a todos esos bailes.

—¿Y lady Diana?

—Bueno… la verdad es que no la he conocido mucho estos días…

—Porque no te apetecía conocerla. Esa es la verdad. —Miró fijamente a su amigo—. Además, te noto muy cansado físicamente.

—Sí que lo estoy. Me levanto temprano para trabajar.

—¿Sigues madrugando para meterte en la biblioteca tras una noche de fiesta?

—Pues claro. Ellen está allí todas las mañanas, esperándome.

En ese momento comenzó a abrirse la puerta de la sala y la figura de Ellen se recortó en ella, aunque ninguno de los dos amigos se dio cuenta.

—A ver que me aclare. Según lo que me acabas de decir, por las noches vas de fiesta en fiesta cortejando a lady Diana Lansell-Clarke, y por el día, en lugar de descansar, pasas las horas con ese adefesio de la señorita Cowen.

—Pues sí, pero…

—Pero no se preocupe —lo cortó Ellen—, venía a avisarle que me iba a casa, ahora le digo que no volveré. No quiero ser la culpable de sus desvelos diurnos. —Dio media vuelta y se marchó trotando.

—¡Ellen! —gritó Duncan a la vez que salía detrás de ella en cuanto consiguió reaccionar.

La alcanzó cuando llegaba al final del pasillo. La agarró por el brazo, pero la joven lo sacudió con fuerza para soltarse y siguió andando.

—¡Ellen, debemos hablar! —exhortó con arrogancia.

—Este adefesio no tiene nada más que decir.

—¡Yo no la he llamado así!

—Pero sí que opina lo mismo, ¿verdad? —inquirió girando su cabeza para mirarlo, sin parar de andar—. ¿Verdad? —insistió.

—¡Sí! ¡Maldita sea! ¡Sí! Viste usted de una forma horrorosa, sus gafas son insufribles y ese peinado que lleva…

—¿Algo más? —preguntó con ironía mientras llegaba a la puerta de la mansión y la abría—. ¿Sabe qué? —continuó volviéndose a mirarlo—. No me interesa.

Salió y cerró la puerta de un portazo. Duncan se quedó ofuscado frente a la madera tallada. Lentamente, se giró y volvió con parsimonia a la sala. El duque seguía sentado en el sillón, con el vaso de whisky en la mano. El conde comenzó a pasear de un lado a otro de la estancia.

—¿Y ahora qué te pasa? Solo es una ayudante. Contrata a otra y ya está.

—Tú no lo entiendes. Es una joven extraordinaria que me ha hecho pasar momentos maravillosos, conversaciones interesantísimas y montones de risas, y yo le pago haciéndole daño.

El duque lo oía mientras escrutaba su rostro donde se reflejaba una gran consternación.

—Amigo, lo siento de veras —se lamentó Patrick—. Sabes que jamás habría dicho eso delante de una dama.

—Lo sé, Crawley, pero ha ocurrido y la hemos ofendido.

—¿Quieres que vaya a hablar con ella y me disculpe?

—¿Harías eso? —El conde se había parado frente al duque, con cara de ansiedad.

—Por supuesto. Y más viendo de qué forma la amas.

El conde frunció el ceño.

—¡Otra vez con lo mismo!

—No. La otra vez te lo dije para sacarte de quicio, pero esta vez lo digo en serio.

—Pues te equivocaste la otra vez y te equivocas esta.

—Ya —dijo con ironía.

—Crawley, no me obligues a volverte a explicar mi opinión sobre el amor.

—Entonces, ¿seguirás con tu propósito de buscar a tu esposa por interés?

—¡Pues claro!

—No hay mayor ciego que el que no quiere ver —murmuró, para sí, el duque mientras se levantaba.

—¿Te vas?

—Sí. Y tú también. Acompáñame al club a despejarte un rato. Lo necesitas.

El conde reflexionó unos segundos.

—Sí. Creo que tienes razón. Cojo mi sobrero y te acompaño.

—Y, Darenth —añadió Patrick—. A partir de mañana, quiero que reflexiones sobre lo que has sentido al perder a tu ayudante.

No. No quería hacerlo. Le dolía demasiado y no quería sacar conclusiones que lo apartasen de su meta. Él quería un matrimonio de conveniencia, y eso era lo que iba a tener.

Cuando Ellen llegó a casa de Annabel, la joven corrió a su habitación sin pasar a saludar a su amiga porque necesitaba poder desahogarse llorando, y no quería preocuparla. Se tumbó en la cama y soltó todo lo que llevaba dentro y había estado guardando durante el trayecto desde la mansión Ashbourn hasta Thurloe Square, en South Kensington, donde estaba el edificio en el que vivía su amiga.

Ellen se había llevado una gran decepción cuando oyó hablar al duque en esos términos de ella y afirmar el conde lo dicho por Crawley. Lo que a ella la tenía impactada era, sobre todo, el haber conocido no solo la opinión que tenía de ella, sino que estaba buscando esposa por las noches. Eso era lo que más le estaba doliendo en el corazón.

Reconocía que no iba arreglada siguiendo las normas de la moda, aunque le hubiese gustado comprobar que al conde no le importaba su aspecto y sí su personalidad. Durante más de un mes que había trabajado en la biblioteca con el conde, creía que lo había llegado a conocer y que por su forma de comportarse había llegado a creer que él, como ella, no juzgaba a la gente por las apariencias, pero estaba claro que se había equivocado. El conde era tan esnob como su amigo el duque. No podía creer como se había podido equivocar tanto. Lo malo era que esa imagen que se había formado de Darenth había conseguido que se le metiese en el corazón, había activado sentimientos que creía que no existían para ella y que ahora anhelase compartir su vida con pasión y amor.

Cuando se decidió a acudir a la salita donde se encontraba su amiga, esta le notó inmediatamente que no tenía la alegría que destilaba hasta esa mañana cuando había partido para la mansión Ashbourn, aunque Ellen intentase ocultárselo.

—¿Qué te ocurre, querida?

—¿A mí? Nada.

—Ellen… soy yo, Annabel, tu amiga y confidente. —Le cogió las manos entras las suyas—. Sabes que puedes contármelo.

Estaba claro que su amiga la conocía tan bien que no podría jamás engañarla. Nunca lo había conseguido. Aunque también tenía que reconocer que a ella le costaba ocultar sus emociones. Gruesas lágrimas volvieron a surcar sus mejillas.

—¡Ellen! ¡Por favor, dime qué te ocurre! —le exigió abrazándola.

La joven, entre hipos y suspiros, le fue contando lo que había pasado en la mansión del conde. Sabía que su reacción le iba a parecer desmedida a su amiga, pero después de meditarlo sola en su habitación, intuía que no podría ocultarle por demasiado tiempo su estado de ánimo. Lo que no esperaba era que fuese de manera inmediata, y comprender de qué forma su amiga estaba tan pendiente de ella también la había afectado emocionalmente.

Annabel le acariciaba la espalda mientras la escuchaba para intentar calmarla.

—Cariño, tranquilízate —le susurraba cada cierto tiempo mientras Ellen abría su alma y su corazón a su amiga.

Poco a poco fue terminando su relato y sus sentimientos ante la decepción que había sentido hacia el conde, y lentamente se le fueron secando las lágrimas.

—Ellen, cariño, ahora no me negarás que te has enamorado del conde, ¿verdad?

La joven, con la cabeza agachada, la giró de lado a lado negando.

—Tienes razón, Annabel, no te lo puedo negar.

—Bien, entonces ha llegado el momento.

—¿El momento de qué? —preguntó mirándola con curiosidad.

—El momento de la venganza —le informó con una sonrisa maligna.

—¿De qué hablas?

—Muy sencillo, de que ha llegado el momento de tu transformación.

—¿Qué?

—Lo que has oído. Voy a convertirte en la joven más deseada de todo Londres.

—¡Pero qué tonterías dices!

—Ellen, siempre has sido una joven guapísima oculta tras esos ropajes.

—¿Tú también me ofendes?

—¡No! ¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no soy tu amiga desde niña sin juzgar nada? Además, tú sabes que no es la primera vez que te insto a tener un poco más de cuidado al arreglarte y has pasado de lo que te dije, pero jamás te has sentido ofendida. No eres nada justa ahora.

Ellen agachó de nuevo la cabeza, sintiéndose avergonzada.

—Tienes razón, Annabel. Perdona mi suspicacia.

—Tranquila, entiendo tu estado de ánimo. Pero insisto, creo que ha llegado el momento de que dejes de ocultarte bajo esa fachada de maestra eficaz y de que te conviertas en la mariposa que sé que eres. ¿Te imaginas la cara que pondría al verte asistir a los bailes vestida y peinada a la moda?

—No quiero que se fije en mí por mi aspecto.

—Pero, Ellen, sé razonable. ¿A ti no te gusta ver el aspecto físico del conde? ¿No te atrae lo guapo que es?

—Sí…

—Pues lo mismo les pasa a los hombres hacia nosotras. Les gusta vernos guapas y arregladas. Es normal, Ellen. Comprendo que quieras que se te quiera por tu interior y no por tu exterior, pero tienes que entender que el tener un exterior bello no merma tu belleza interior. Lo uno no quita lo otro.

Ellen meditó largos segundos lo que le acababa de decir su amiga.

—Que así sea. Harás una transformación en mí, pero no para gustarle a él, sino para buscar marido. Hasta ahora siempre había pensado que no necesitaba a nadie a mi lado para ser feliz, pero los sentimientos que ha despertado en mí Darenth me han demostrado que estaba equivocada y que compartir pasiones y momentos felices es mucho más estimulante que hacerlo en soledad. Por eso quiero quitarme de la mente a Darenth y conocer a alguien que me dé todo lo que ahora ansío. Aunque he de reconocer que lo tengo difícil con mi edad.

—Tranquila. Con lo chiquitita que eres y esa cara de niña, pareces mucho más joven. Además, no se te presentará como joven debutante casadera, sino como visita ilustre mía y de mi marido.

—¿Ilustre? —Soltó una carcajada—. Mira que siempre te ha gustado crear historias fantásticas.

—Bien. Lo asumo. Pero de algo me va a servir. Ya verás lo que hago contigo. Te aseguro que no quiero perderme la cara del conde cuando te vea.

—Yo preferiría no volverlo a ver.

—Venganza, Ellen, venganza.

—No soy vengativa. Transijo porque necesito borrar mi amor por él, y creo que la única forma en la que será posible es buscando otro amor que lo sustituya.

Annabel se la quedó mirando al comprender lo inocente que era su amiga si pensaba que iba a ser tan fácil desenamorarse y volverse a enamorar. Pero no iba a desilusionarla, y menos ahora que por fin transigía en comprarse un nuevo vestuario.

Los días siguientes a la partida de Ellen, el conde no tuvo ningún interés en asistir a ningún baile. Por el contrario, se pasaba todas las horas que podía en la biblioteca con la excusa de que ahora lo tenía que hacer todo él.

Gwendolyn había tenido un berrinche colosal cuando se enteró de que la señorita Cowen no iba a volver. Atosigaba a su padre preguntándole el motivo de su marcha, cosa que no estaba dispuesto a contarle. La niña dejó de visitar la biblioteca y comenzó a hacer una trastada detrás de otra, desobedeciendo a todos los habitantes de la mansión.

Duncan no sabía qué hacer con su hija, pero la niñera le aconsejó que no diese importancia a su comportamiento y que con el tiempo se le pasara. Suponiendo que la señorita Juliette sabría más que él, resolvió hacer caso de su sugerencia. Tras unos días difíciles con su hija, decidió llevarla a visitar a su tía abuela, ya que la niña siempre se alegraba mucho cuando iba a la mansión Ditton. Además, quería pedirle consejo sobre el comportamiento de Gwendolyn.

En cuanto llegaron, a la niña le cambió la cara y se comportó como siempre. Duncan le hizo un gesto a lady Ditton para que mandara a la niña fuera de la salita. La anciana lo entendió enseguida.

—Princesa, ¿podrías ir a la cocina y pedirle a la cocinera que te haga el pastel que más te guste? —le pidió la anciana a la niña.

—Claro que sí, tía Margaret.

—¡Ah! Y si quieres puedes ayudarle a hacerlo.

—¡Bien! Me apetece muchísimo.

—Genial. Seguro que hecho por ti sabrá mucho mejor.

La niña le dio un beso agradecido a la anciana y salió corriendo a cumplir con el cometido. Lady Ditton se giró hacia el conde sentado en el sillón de al lado suyo.

—¿Qué ocurre? Tu rostro no puede ser más preocupado.

—Tía, Gwendolyn está atravesando unos días muy complicados. Está disgustada y no hace más que trastadas y desobedecer. Quería pedirle consejo.

—¿Por qué está disgustada?

El conde temía esa pregunta y tenía la esperanza de que la vizcondesa no la hiciera, pero estaba claro que eso era mucho pedir.

—La señorita Cowen se ha ido, y Gwen le había tomado mucho cariño. No le ha sentado nada bien.

—¿Que Ellen se ha ido? ¿A dónde?

—No lo sé. No sé dónde está. Supongo que donde está viviendo en Londres, en casa de su amiga. Me refiero a que ya no trabaja conmigo.

—¿Y eso por qué? ¿Qué le has hecho a esa joven? —le recriminó blandiendo su bastón.

—Tía, reconozco que he tenido yo la culpa, no hace falta que me lo reprenda más.

—¿Qué le has hecho? —insistió la anciana.

El conde agachó la cabeza, mirando fijamente sus propios zapatos.

—Nos oyó a Crawley y a mí hablando sobre ella.

—¿Y? No puede ser que hablaseis mal de Ellen.

—De su aspecto físico.

—Es una joven muy guapa. —No se lo iba a poner fácil, no señor.

—Tía, me lo está poniendo muy embarazoso.

—Es que lo es. Es una joven perfecta en todo. Veo muy difícil que hayáis podido hablar mal de ella —insistió conteniendo la furia.

—Crawley la llamó adefesio.

—¡Ajá! ¿Y tú?

—Me burlé de su ropa, su pelo y sus gafas.

—¡No me lo puedo creer! —exclamó la anciana blandiendo el bastón con furia, como jamás la había visto.

—Tía, cálmese, le va a dar algo.

—¡En la vida podría haberme imaginado que tendría por sobrino a un esnob arrogante, soberbio y pretencioso como tú!

—Eso no es cierto.

—Ya, claro, por eso habéis tratado así a esa pobre e inocente criatura.

Duncan sabía que su tía tenía razón y se sentía muy avergonzado.

—¡Lo has estropeado todo! —continuó la vizcondesa—. Bueno, primero, concentrémonos en solucionar el comportamiento de tu hija. Supongo que la niña estará muy enfadada contigo.

—Ella no sabe por qué se ha ido. No se lo he dicho, pero de todas formas parece que me echa la culpa a mí.

—No me extraña. La niña no es tonta y sabe que Ellen no la abandonaría por cualquier cosa.

—Pero ella se ha ido por su propia voluntad. Yo no quería que se fuera.

—Eso es. La culpa es de ella, ¿no? ¿Pretendes que acuda a tu mansión sabiendo lo que opinas de ella?

—Pero, tía, yo no opino eso de ella. No me gusta su forma de vestir, es cierto, ni su peinado ni sus aborrecibles gafas. Pero tengo una opinión inmejorable de ella. La echo muchísimo de menos porque con ella se hacía muy ameno trabajar, conversábamos sobre temas que a los dos nos apasionan y, además, nos reíamos mucho juntos.

—Y si es así, ¿se puede saber qué has hecho para que vuelva?

El joven volvió a bajar la mirada.

—Nada.

—¿Y eso por qué?

—No lo sé, tía, no lo sé —dijo con un tono atormentado.

La anciana no quiso insistir, intuyendo el motivo.

—¿Y con lady Diana Lansell-Clarke cómo te ha ido?

—Muy mal, tía. Esa joven es sosa a rabiar. He de buscar otra esposa.

—¿Sigues con la idea?

—Claro que sí. He de tener un heredero.

—Entonces, además de las premisas que me diste, debe añadirse el que la candidata sea divertida.

—Supongo que sí.

—¿Algo más?

—Creo que también desearía que le gustase leer. Por lo menos para tener algo de qué hablar con ella.

—Eso limita bastante la lista.

—Lo sé, pero tampoco es imprescindible, solo he dicho que me gustaría.

—Entonces, ¿quieres que te busque una nueva candidata?

—Sí. Sigo confiando en usted, la culpa ha sido mía por no especificar más los requisitos. De todas formas, voy a volver a asistir a fiestas para observar a las posibles candidatas, mientras usted escoge la más adecuada.

—De acuerdo, pero nos hemos vuelto a apartar del tema principal. Tu hija. Creo que lo mejor para ella y para ti es que pase una temporada aquí, conmigo.

—No, yo no puedo estar sin ella.

—Duncan, es lo mejor. Solo unos días, hasta que se olvide de por qué está enfadada contigo y te añore.

El conde meditó largos segundos.

—Está bien, tía, creo que tienes razón, pero espero que sea por muy poco tiempo. La casa está vacía cuando no está Gwendolyn.

Al día siguiente, después de desayunar, optó por ausentarse de la mansión porque la casa, sin su hija, parecía un mausoleo. Se acercó al club El Ateneo, al que pertenecía desde hacía varios años y en el que, antes de conocer a Ellen, era el único sitio donde podía encontrar alguna conversación en la que pudiese disfrutar. El Ateneo era famoso por su gran biblioteca. Fue fundado por personas con talento en el campo de la ciencia, la literatura o las artes. Era un club para el público intelectual de Londres y por supuesto allí se reunían las cabezas más pensantes, por lo que siempre había conferencias y discursos interesantes para sus socios.

Deambuló por sus salas intentando distraerse o participar en alguna conversación sobre literatura, pero las opiniones que escuchaba le parecían baladíes en comparación con las que Ellen había compartido con él días atrás.

Al final, optó por sentarse en la biblioteca, con un libro entre sus manos: Cuento de Navidad, de Charles Dickens.

El duque lo encontró allí ensimismado en la lectura y se sentó a su lado.

—¿Qué haces aquí escondido?

Duncan giró la cabeza para mirar a su amigo.

—Leyendo, ¿no lo ves?

—Lo veo, lo veo. ¿Te vienes conmigo a tomar algo?

Duncan volvió a agachar la cabeza hacia el libro, lo cerró y se levantó.

—Vamos, amigo.

Ya instalados en su sala preferida y con un vaso de whisky en la mano de los dos, el duque lo observó fijamente e inquirió:

—¿Qué es lo que te pasa, Darenth? Ahora no sales de tu casa por las noches y, sin embargo, tu cara está más macilenta que nunca.

—Crawley, la echo muchísimo de menos. No sé qué me pasa, pero me falta algo en mi vida. Su risa, su forma de trotar, su conversación…

—¿Estás hablando de Lady Diana? —interrogó con sorna.

El conde alzó las cejas en un gesto de sorpresa.

—¡No! ¡Claro que no! ¡Hablo de Ellen!

El duque observó el rostro descompuesto de Darenth y, poniéndose serio, le preguntó:

—¿Vas a admitir ya que por fin te has enamorado?

—¿Tú crees que esto es amor?

—¿Tú no?

—Yo no lo sé, Crawley, no lo sé. Estoy lleno de dudas. No era lo que tenía previsto. Yo no necesito amor, sino una esposa conveniente. Debo quitármela de la cabeza como sea.

El duque lo miraba estupefacto.

—Pero supongo que no pretenderás seguir con tu supuesto cortejo a lady Diana Lansell-Clarke.

—No, no. He de buscar otra candidata.