Capítulo doce
Duncan esperaba impaciente a Ellen, en la biblioteca. Cuando oyó el timbre de la puerta y sus pequeños pasos saltarines dirigirse hacia él, su corazón comenzó a palpitar acelerado. La joven entró y vio al conde sentado tras su mesa, imponente, y su corazón golpeó desbocado.
—Buenos días, Ellen.
—Buenos, milord.
—Ellen, quiero que recoja todo lo que vaya a necesitar en la finca Darenth. Fichas para rellenar allí, la lupa, abundante tinta; en definitiva, todo lo que crea conveniente.
—Muy bien, Darenth.
—¿Ha preparado su equipaje?
—No, todavía no.
—Pues en cuanto lo tenga todo recogido aquí, puede marcharse a prepararlo. Mañana pasaré por su casa a las diez de la mañana para recogerla. El tren que nos lleva a Darenth parte a las doce desde la Estación Victoria.
—¿Necesita que le ayude a recoger sus cosas?
—No se preocupe, yo lo tengo todo listo ya.
—Bien. Pues voy con lo mío.
—Ellen… gracias por aceptar.
—No hay de qué, Darenth. Es mi trabajo.
—¿Por eso ha aceptado? —inquirió con gesto altanero.
—Por eso y porque he querido.
—Me gusta esa respuesta. Yo también le he pedido que me acompañe por los dos motivos.
Ellen, con las mejillas encendidas, se puso a recoger todo lo que creyó que necesitaría en la finca y cuando terminó, se despidió de Duncan.
—Recuerde: a las diez —le volvió a puntualizar el conde antes de que saliese Ellen de la biblioteca.
—Lo recordaré.
Y lo recordó, claro estaba. A las diez en punto, los lacayos del conde bajaban el baúl de Ellen y lo colocaban en el carruaje de Duncan. Darenth subió a casa de sir Anthony Silvertop para saludar al matrimonio y acompañar a Ellen hasta el carruaje.
Una vez instalados en él, el cochero puso en marcha el vehículo y partieron hacia la Estación Victoria.
—He reservado un vagón para nosotros para hacer el viaje más cómodo, que, aunque es corto, no viene mal hacerlo lo más agradable posible.
—Si es corto, ¿cómo es que no vamos en carruaje?
—Soy accionista de esta compañía ferroviaria y me gusta dar ejemplo usándola siempre que es posible.
—Erudito y hombre de negocios. Cada vez me sorprende más. Me resulta paradójico poder compaginar ambas actividades.
—Y no las compagino en realidad. Mis negocios son obra del duque de Crawley que me arrastra con él participando de su sagacidad.
—Un buen amigo tiene usted en el duque.
—Es cierto. Nos conocimos en Eton de niños y desde entonces hemos cultivado nuestra amistad.
—Me sorprende lo distintos que son. El duque es un libertino simpático, mientras que usted…
—Dígalo, no se pare.
—Es sobrio y arrogante.
—Con sutileza, ¿me está llamando antipático? —inquirió elevando la ceja.
—No, líbreme Dios. Pero debe reconocer que la simpatía no es una de sus cualidades que más sobresalga.
—¿Y la arrogancia sí?
—¿Acaso no lo es?
—No sé si yo lo llamaría cualidad.
—Pues yo sí. En usted lo veo como una cualidad. No lo imagino sin elevar su ceja varias veces a lo largo de una conversación.
Duncan elevó la ceja con arrogancia.
—¿Lo ve? —continuó Ellen con una sonrisa—. No lo puede evitar, va intrínseco en usted.
—Me ha convencido. Si para usted es una cualidad, intentaré sacarla lo más posible —anunció sonriendo.
—No, por favor, con la dosis que da normalmente, es suficiente —reconoció haciendo un gesto de horror.
Duncan no pudo contener una carcajada.
En ese momento, el carruaje se paró frente a la estación del tren. Duncan ayudó a bajar a Ellen y se dirigieron hacia el tren mientras los lacayos del conde recogían el equipaje. Darenth le pidió a su ayuda de cámara que buscase el vagón que tenía reservado y en cuanto lo tuvo localizado, el asistente personal del conde los guió hasta él.
Duncan había decidido que los acompañasen en el viaje su ayuda de cámara y dos lacayos. Los tres estaban instalados en uno de los departamentos, mientras que Darenth y Ellen ocupaban otro. El vagón estaba decorado con lujo, no desmereciendo en nada a cualquier salón de cualquier mansión de la alta sociedad.
Poco después de que estuviesen colocados en los distintos departamentos del vagón, el tren comenzó a tronar avisando de la proximidad de la salida. El recorrido hasta Darenth era bastante corto, aunque se alargó debido a las múltiples paradas en las distintas estaciones que había en el trayecto que estaban realizando. A mitad de este, los lacayos les sirvieron comida y disfrutaron de ella hasta casi la llegada a la estación de Darenth. Allí los esperaba un carruaje del conde con el cochero. Duncan y Ellen se instalaron en él y partieron hacia la finca Darenth.
Durante todo el recorrido, Ellen observaba el paisaje a través de las ventanas. Desde que se había instalado en Londres, no había vuelto a admirar los ricos y hermosos paisajes de Inglaterra, y este en particular, el de Darenth, le recordaba al lugar de donde ella provenía, Coggeshall, cerca de Colchester, en Essex.
La joven se quedó sin aliento cuando apareció ante su vista, a lo lejos, la finca del conde. Un manto verde atravesado por un río de aguas cristalinas rodeaba una maravillosa mansión cuadrada de estilo isabelina, con cuatro torres en sendas esquinas. Atravesaron el puente que cruzaba el río y el camino los llevó hasta la puerta principal de la vivienda donde los esperaban los criados del conde. Duncan ayudó a bajar del carruaje a Ellen, saludó al mayordomo, John Cloney, y le presentó a la señorita Cowen.
—Cloney, me gustaría que asignase a una de las doncellas a la señorita Cowen.
—Muy bien, milord. Como primera doncella, Eve pasará a ser la doncella de la señorita Cowen.
—¡Ah! Y mande el carruaje a recoger el equipaje, mi ayuda de cámara y a dos lacayos que se han quedado en la estación esperando.
—Ahora mismo, milord.
—Ellen, la señora Sturt le mostrará sus aposentos.
—Señorita Cowen, sígame, por favor —pidió el ama de llaves mientras iniciaba el ascenso por las amplias escaleras que presidían el vestíbulo.
La habitación a la que la acompañó el ama de llaves era un amplio dormitorio decorado con papel estampado de delicadas flores en las paredes a juego con la colcha y las cortinas del dosel de la cama. Los muebles lacados en blanco daban un aire etéreo a la habitación. Ellen se quedó encantada con la elección. Al momento llegó Eve, la doncella que iba a estar a sus órdenes.
—Señorita Cowen, milord la espera en la biblioteca cuando termine de asearse. Yo la acompañaré.
Ellen se quitó el sombrero frente al espejo de la cómoda, lo dejó sobre esta, se arregló un poco el pelo y se dirigió hacia la puerta.
—Guíeme, Eve, ya estoy lista.
En cada rincón de la mansión había una obra de arte. Ellen iba admirándolo todo según recorrían los pasillos. La doncella le indicó una enorme puerta de roble y se marchó. Ellen la abrió con esfuerzo al ser enormemente pesada. Cuando entró, no pudo evitar quedarse con la boca abierta. La biblioteca era muy similar a la de la mansión Ashbourn, pero de dimensiones que la doblaban. Era un bosque enorme de estanterías llenas de libros. A la joven se le llenó el pecho de felicidad al pensar lo que iba a disfrutar teniendo entre sus manos todos esos miles de libros.
Duncan la observaba mientras ella miraba extasiada cuanto la rodeaba. Se sentía feliz al verla. Solo por este momento, ya había valido la pena el viaje.
—¿Qué le parece?
Ellen se giró sorprendida.
—Perdone, milord, no lo había visto.
—Ya me he dado cuenta. ¿Le gusta?
—Es espectacular. Jamás había visto algo parecido.
—Me alegro que le guste. Vamos a pasar muchas horas aquí. He dispuesto que nos pongan un sofá frente a la chimenea que hay al otro lado de las estanterías, al fondo, para tener una zona confortable y poder descansar aquí.
—No hay problema. Disfrutaré.
Duncan se aproximó a la joven.
—Estoy pensando… Ellen, creo que ha llegado el momento de tutearnos.
—Darenth…
—Ellen —lo cortó—, vamos a pasar muchas horas juntos y creo que será mucho más cómodo. Por favor, llámame Duncan.
Ellen lo pensó unos segundos.
—De acuerdo, Duncan. Yo también creo que es lo más sensato.
—Bien. Ahora vamos a la salita a tomar el té.
Se acomodaron en dos sillones mientras aparecía un lacayo con el servicio del té.
—¿Me permites que sirva yo el té, Duncan?
—Te lo agradecería.
—¿Cómo te gusta?
—Solo con unas gotas de limón.
—Ahora entiendo ese punto ácido que tienes —se burló con una sonrisa mientras le servía.
—Y yo, tu dulzura —apuntó sonriendo mientras veía como ella se servía azúcar en su propio té.
Ellen rió de buena gana.
—Me lo has devuelto.
—Estoy aprendiendo a seguirte las chanzas.
—Pues eso no me interesa. Al final, el alumno ganará a la maestra.
—¡Ya quisiera yo!
—Haré todo lo posible para que no suceda —apuntó con una sonrisa.
—Ellen, ¿te apetece que demos un paseo por los jardines?
—Me encantaría.
—Pues cuando terminemos el té, nos vamos.
Duncan estaba muy orgulloso de los jardines que rodeaban la mansión y sentía un placer especial al enseñárselos a Ellen. Su diseño natural con colinas, árboles y demás elementos, adoptaba formas que parecían despojadas de toda artificiosidad, sin sometimiento a alguna forma geométrica, pero todo estaba calculado para que el conjunto fuese armonioso.
—¿Quién ha diseñado estos jardines? —preguntó mientras paseaban.
—Yo mismo. Lo cambié todo hace un par de años. Siempre me ha gustado mucho esta casa de campo y hace dos años me planteé venir a vivir aquí todo el año y lo acondicioné para ello.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque mi tía no quiso venirse, y yo fui incapaz de dejarla sola en Londres.
A Ellen le emocionó el cariño que Darenth le tenía a lady Ditton.
—¿Eso de ahí son las caballerizas? —preguntó la joven señalando una edificación que se veía al fondo del jardín de la parte trasera de la mansión, sobre una loma.
—Sí. ¿Sabes cabalgar?
—Sí. Cuando mis padres vivían, yo tenía un caballo con el que iba a todas partes. Después tuve que venderlo.
—Pues tengo unos caballos maravillosos, así que, si tú quieres, podremos cabalgar todos los días.
—Sería maravilloso.
—Los terrenos que abarcaban la finca nos permitirán visitar distintos paisajes. Te llevaré a los más hermosos. Mañana podemos empezar. ¿Tienes traje de montar?
—Sí, gracias a mi amiga, lady Silvertop. Ella insistió, cuando me hice el nuevo vestuario, en que me hiciera un traje de montar y también me presionó para que lo trajese aquí.
—Buena amiga.
—La mejor.
—Ven, vamos a acercarnos a las caballerizas y elegiremos tu caballo para mañana.
Continuaron andando hasta el final del jardín.
—Yo creo que Pizpireta es la yegua que mejor te va a ir.
—¿Pizpireta? ¡Vaya nombre!
—Shhh, no te burles delante de ellos de sus nombres, son muy sensibles con ese tema.
Ellen no pudo aguantar la risa.
—¿Y se puede saber por qué se llama así?
—Gwendolyn le puso el nombre en cuanto la vio caminar porque tiene unos andares muy pizpiretos, según ella.
—¿Por qué piensas que me iría bien?
—Porque tú también tienes unos andares muy particulares. Das pequeños pasos saltarines, como si fueses un duende. Muy pizpiretos.
—¿De verdad?
—Ya lo creo. Es en lo primero que me fijé cuando te conocí.
—¡Qué fracaso como mujer! ¡Fijarse en mis andares!
—Debes reconocer que poco más se podía ver de ti.
—No me lo recuerdes.
—Lo siento, supongo que te trae malos recuerdos.
—Sí, pero no los que tú crees. Ahora, cada vez que me miro en el espejo, veo el espantapájaros que era antes.
—No era para tanto, Ellen.
—Lamento el alboroto que monté cuando me dijiste la verdad.
—Fui cruel. Me lo merecía.
Entraron en las caballerizas y Darenth comenzó a enseñarle los equinos que tenía.
—Este es Pretencioso, mi semental árabe —anunció señalando un precioso caballo de color negro.
—¿También le puso el nombre tu hija?
—No. Fue mi esposa. Este caballo me pertenece desde hace ocho años y cuando lo compré, mi mujer pensó que se parecía a mí en la arrogancia de su cabeza.
—¡Oh! Siento habértela recordado.
—Tranquila, no pasa nada. Mi esposa y yo a penas vivimos juntos un año y aunque lamenté mucho su pérdida, nos casamos sin estar enamorados el uno del otro. Fue un matrimonio de conveniencia.
—Lo lamento.
—¿Qué lamentas exactamente?
—Todo. La muerte de tu esposa, tu boda de conveniencia, tu vida sin amor. Sé que tú prefieres ese tipo de matrimonio, pero yo no concibo el matrimonio sin amor.
—No me gusta que sientas lástima por mí —repuso con arrogancia.
—No he dicho eso. No siento lástima por ti. He dicho que lamento las situaciones por las que has pasado y, por supuesto, por las que piensas pasar.
—¿Pienso pasar? ¿Te has vuelto adivina?
—No, adivina no, pero te escucho cuando hablas, y tú mismo me has dicho que vas a volver a casarte por conveniencia, o sea, sin amor. Dos situaciones por las que lamentarse, para mi entender.
Duncan siguió andando hasta el siguiente caballo.
—Esta yegua es Pizpireta —informó señalando una yegua de color alazán—. Es mansa, pero a la vez juguetona. Te gustará.
—Ya me gusta. Es preciosa y será un honor para mí si me deja montarla.
—Ella estará encantada. Le gusta que la monten.
—Entonces nos llevaremos bien.
—¿Volvemos a la finca?
—De acuerdo.