Capítulo cinco
Al día siguiente, Duncan se sorprendió al encontrarse esperando a Ellen con ansiedad. El día anterior había disfrutado mucho trabajando y conversando con ella. Era la primera vez que compartía su afición con alguien, y le había gustado. Cuando llegó Ellen, suspiró con tranquilidad. Había temido que no volviese y al verla entrar por la puerta, su ansiedad se sosegó.
—Buenos días, milord.
—Buenas, Ellen.
La joven se dirigió directamente a su mesa de trabajo y comenzó a ponerse los guantes.
—Dígame, Ellen, ¿le parece interesante su actual trabajo?
—Mucho. La verdad es que le quería agradecer esta oportunidad. Siempre he disfrutado entre libros, pero nunca había tenido la oportunidad de tener a mi alcance tal cantidad de obras de arte.
—Me alegro que sepa apreciarlo —señaló con arrogancia.
—¿El honor que me hace al permitirme trabajar con usted o las maravillosas joyas literarias? —inquirió con sorna.
—¿Cómo?
—Nada, nada. Dudas que me entran de repente.
—¿Y yo que creo que se estaba burlando de mí?
—Nada más lejos de mi intención, Darenth —aseveró con gesto inocente.
Duncan la miró con el ceño fruncido.
—Bueno, dejémoslo así. Vayamos al trabajo —dijo renuente.
—Lo secundo.
En cuestión de segundos, ambos estaban absortos en sus respectivas tareas. De vez en cuando, Duncan elevaba la mirada para ver danzar a la joven por toda la biblioteca.
—Darenth, creo que he encontrado algo que le servirá para su investigación —informó Ellen mientras se acercaba al joven con un montón de hojas en las manos—. Mire, parece un diario —indicó mientras lo depositaba sobre la mesa, delante de él.
El conde comenzó a ojear los papeles mientras era observado por la joven. «¡Qué guapo que es! Tiene un perfil elegante y duro. Me gustaría acariciarle las patillas», pensaba Ellen distraída.
—¡Qué hallazgo! —exclamó Duncan en cuanto pudo descifrar las primeras palabras de la hoja inicial—. Es un diario del primer conde de Darenth.
—Sí… —balbuceó Ellen volviendo a la realidad—. ¿No sabía que existía?
—Pues no. Mi padre me contó cómo había adquirido el título, pero no me dijo que existía un diario.
—A lo mejor lo ignoraba.
—No me extrañaría. Mi padre tenía alergia a las letras —sentenció con ironía—. Su fuerte eran los números. Como administrador era único; casi duplica la fortuna de la familia con sus inversiones.
—Qué suerte. Mi padre era todo lo contrario. Casi nos lleva a la ruina en varias ocasiones por sus malas inversiones. Creo que más de una vez lo estafaron —reconoció sin pizca de rencor, más bien todo lo contrario—. Él intentaba mejorar nuestra situación económica, pero no era lo suyo. Yo heredé de él el gusto por los libros.
—Por su tono, deduzco que no le guarda rencor.
—¡No! Todo lo contrario. Fue un padre maravilloso. Aunque, en ocasiones, en mi casa faltaba el dinero, nunca faltó el amor. Mis padres se adoraban, y ellos me adoraban a mí.
Duncan frunció el ceño.
—De amor no se vive —aseveró con prepotencia.
—Está usted muy equivocado, Darenth. El amor es el principal alimento del alma, ¿o es que usted no ama a su hija?
—Eso es distinto.
—Ah, ¿sí?
—Pues claro. El amor que un padre siente por su hijo viene de la sangre.
—Ya entiendo. Quiere decir que un marido y su esposa no comparten la sangre.
—En efecto.
—Y, según usted, por eso no se pueden amar, ¿me equivoco?
—No, no se equivoca. Entre otras razones, ese es un motivo esencial.
—O sea que usted no cree en el amor entre un matrimonio.
—No, no creo.
—Ya. —Se quedó pensativa, mirándolo.
—¿Qué piensa? —inquirió con arrogancia.
—Pienso que usted me da pena si cree eso.
—¡Oiga, joven! ¡No le autorizo a que sienta pena de mí!
—Ah, ¿no? —dijo con sorna.
—Pues no. Yo tengo mis convicciones, y usted no es quién para juzgarme.
—Disculpe, Darenth. Tiene razón —declaró poniéndose seria—. Lamento haberlo ofendido.
—Bien. De acuerdo. Admito sus disculpas —repuso.
Durante la conversación, Duncan se había puesto en pie y estaban tan cerca que casi se rozaban. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la joven. El conde, en cuanto terminó de hablar, percibió su cercanía, y un deseo incontenible de atraparla entre sus brazos y fundir sus labios en los de ella le sobrevino, desconcertándolo. Jamás había sentido algo así por otra mujer. Él siempre había sido muy comedido en sus expresiones. Con su mujer todo había sido bastante frío y desde que ella había fallecido, solo había tenido esporádicos escarceos sexuales que nada tenían que ver con las sensaciones que se habían despertado con la cercanía de Ellen. Con esfuerzo volvió a sentarse mientras Ellen giraba y se volvía a su mesa, retornando ambos a sus trabajos.
Durante el almuerzo, Gwendolyn volvió a erigirse como protagonista hablando sin cesar hasta que recordaba la sugerencia que le había dado Ellen el día anterior y se callaba un rato, momento que aprovechaban Duncan y Ellen para participar en la conversación hasta que la niña volvía a retomar su cháchara.
Durante la tarde, el conde sugirió tomar el té en la salita. Los dos se acomodaron allí mientras Duncan le comentaba a Ellen lo que había leído del diario de su antepasado. Estaban tan a gusto departiendo que no se dieron cuenta que, de nuevo, no habían vuelto al trabajo tras el té hasta que llegó Gwendolyn para quejarse de su niñera y el conde miró la hora.
Los días siguientes se acostumbraron a tener largas conversaciones de literatura a la hora del té. Ellen intentaba convencer a Duncan para que leyese a Jane Austen y las hermanas Brontë, pero él considera que las novelas románticas de esas autoras eran más para las mujeres que para los hombres.
También la pequeña Gwendolyn se acostumbró a ir a la biblioteca a visitarlos cuando terminaba sus clases por la tarde y solía sentarse junto a Ellen para observar lo que ella hacía. La joven solía escoger los libros que tuviesen muchas ilustraciones y le contaba historias que dejaban fascinada a la niña. Duncan las observaba dándose cuenta con qué cariño trataba Ellen a su hija y reconociendo que la niña necesitaba una figura femenina a su lado.
Cuando Ellen regresaba a casa de su amiga, le contaba los libros que estaba descubriendo en la magnífica biblioteca, pero también las conversaciones que tenía con el conde y su hija.
—Sigue siendo muy arrogante en su trato, pero da gusto poder hablar con alguien de literatura.
—Estas disfrutando con este trabajo, ¿verdad?
—Sí, mucho. Añoro el trato con mis alumnas, pero me alegro del cambio.
—No me has dicho cómo es el conde físicamente.
—Muy guapo, Annabel. Demasiado guapo, diría yo. Pero lo que más me gusta de él es cómo trata a su hija. Pese a su arrogancia y a impartirle disciplina, le da cariño a manos llenas. Aunque la niña necesita una mamá. Es tan vivaracha y dicharachera que no puede evitar dejar entrever la necesidad que tiene de los abrazos y los besos de una madre —intentó desviar el tema.
—Ellen, ¿no te estarás enamorando de él?
—No, no, tranquila. He de confesarte que, según van pasando los días, mejor me cae, porque cuando lo conocí creo que pensaba que yo era un poquito tonta, y me molestaba que me explicase las cosas como si fuese una niña pequeña. Pero enamorarme…
Cuando se encerró en su cuarto, dejó de fingir y se reconoció a sí misma los sentimientos que se estaban despertando en ella hacia Darenth. Nunca había tenido el más mínimo interés por un hombre y lo que ahora sentía en su cuerpo cada vez que estaba cerca del conde le producía mucha inquietud. Cuando Duncan se asomaba por encima de su hombro para leer lo que estaba escribiendo, olía el aroma que desprendía, a buena loción con unos toques ácidos de limón, y su cuerpo reaccionaba de tal forma que no se atrevía a girar la cabeza porque era capaz de darle un beso al conde en sus labios herméticos y sensuales que la tenían obsesionada.
Una tarde, dos semanas después, mientras estaban enfrascados en sus tareas, se abrió bruscamente la puerta y Ellen pudo ver entrar al joven más bello y elegante que había visto en su vida.
—Querido amigo, al final he tenido que venir a verte a tu casa. Hace más de una semana que no sé nada de ti —exclamó el joven mientras entraba y se dirigía hacia el escritorio donde estaba Duncan.
Ellen, en ese momento, se encontraba en la segunda planta, y el joven desapareció tras las estanterías que había en medio de la biblioteca.
—¡Crawley! Me alegra verte.
—Creía que te había pasado algo al no saber nada de ti.
—Solo trabajo. Estoy bastante liado.
—No has pasado por El Ateneo.
—Ya… Perdona, espera que te presente a mi ayudante.
—¿Tu ayudante? —inquirió a la vez que miraba alrededor buscando a alguien.
—Un segundo… Ellen… Señorita Cowen… —llamó Duncan.
—Voy enseguida, milord.
Se oyeron unos pasos que bajaban las escaleras y que se acercaban hacia ellos. Ellen apareció tras la estantería.
—Señorita Cowen, le presento al duque de Crawley.
—Excelencia —saludó la joven haciendo una leve reverencia.
—Crawley, la señorita Cowen me está ayudando a ordenar la biblioteca.
—Encantado de conocerla, señorita Cowen —saludó Patrick alargando la mano, donde Ellen colocó la suya. Se inclinó y le dio un beso en los dedos.
—Ellen, si quiere puede marcharse ya. Hoy damos por terminado el trabajo.
—Muy bien, milord.
—Crawley, ¿me acompañas?
Ambos amigos abandonaron la biblioteca y se dirigieron hacia la sala donde Duncan recibía a las visitas. Sirvió dos vasos de whisky y se sentaron los dos en sendos sillones.
—¿De dónde has sacado a ese adefesio, amigo? —inquirió el duque.
El conde sintió que algo se revolvía dentro de sí.
—No la llames así, por favor.
—Bueno, no me puedes negar que la joven parece un bicho raro. No he visto a nadie tan mal vestido en mi vida.
El duque era un esnob seguidor acérrimo de la moda y siempre le gustaba rodearse de jóvenes beldades. Era un mujeriego simpático que arrasaba entre las mujeres, ya fuesen solteras, viudas o casadas.
—Me da igual lo que pienses —la defendió Duncan—. Es una joven muy competente, con una conversación muy amena.
—Mucho la defiendes —objetó con una mirada socarrona—. ¿Quizás has hecho una visita a lo que hay debajo de esos ropajes?
—¡Crawley! ¡¿Qué insinúas?!
—Nada, Darenth, nada. —Soltó una carcajada—. Solo me sorprende tu defensa.
—Lo que es justo, es justo. A mí no me hizo gracia cuando mi tía me impuso a la señorita Cowen, pero después de ver durante este tiempo lo efectiva que es, estoy encantado con su ayuda.
—¿Tu tía te impuso a esa joven zarrapastrosa? —preguntó para picarlo.
—¡Crawley! Si sigues insultándola así…
—Tranquilo, amigo, que mi burla era dirigida a ti.
Duncan lo miró asombrado.
—¿A mí?
—¿Es que no lo ves? Nunca te he oído defender a una mujer que no fuese tu tía.
—Eso no es cierto.
—¿De verdad me vas a negar lo que se ve a simple vista?
—¿De qué hablas?
—Pues de que te sientes atraído por ella, de lo que te aseguro que no entiendo cómo puede ser.
—Y no lo es, Crawley —aseveró con firmeza—. Me gusta su compañía, nada más. Como te he dicho, tiene una conversación muy amena, un humor finísimo y trabaja como un duende —argumentó con una sonrisa soñadora.
—¡Como un duende! Nunca había oído esa comparación.
—Es que sus pasos son pequeñitos y saltarines como un duende —confesó Duncan con la mirada perdida —. Y sus ojos… también tiene ojos de duende.
—¿Se los has visto?
—Sí. Y son los ojos más maravillosos que he visto y veré en la vida. Son grandes, muy grandes, con forma almendrada y un poco más elevados en el lado exterior, de un verde luminoso con rayos amarillos que deslumbran, y unas pestañas tan largas y espesas que, estoy seguro, si las agitase, abanicarían. Son sublimes.
Su amigo lo miraba atónito. Duncan parecía en otro mundo, en el mundo de los sueños.
—Darenth, no te estarás enamorando de esa joven, ¿verdad?
El conde giró bruscamente la cabeza hacia su amigo.
—¡Qué tonterías dices! Sabes de sobra que no creo en el amor. Además, recuerda que yo ya estoy buscando esposa, y la señorita Cowen no entra en los parámetros.
—¡Ah! Sí, sí, los parámetros… ¿Y ya te ha confeccionado tu tía la esperada lista?
—No… la verdad es que no he vuelto por casa de mi tía… Y mejor será que lo haga cuanto antes o el sermón que me dará mi tía será antológico. ¿Nos acompañas a Gwendolyn y a mí y nos acercamos ahora? Eso mitigará su furia.
—Me apetece, sí. Os acompaño.
La niña se puso muy contenta cuando su padre le informó que iban a visitar a la tía Margaret. No dejó de brincar todo el camino desde la mansión Ashbourn hasta la mansión Ditton. La tía abuela de Duncan se entusiasmó con la visita de los tres y se le olvidó enfadarse por la tardanza en recibirla. Después de estar un rato mimando a Gwendolyn, la conminó a ir a la cocina para probar los nuevos pasteles que había hecho la cocinera.
—¡Qué bien, tía! ¿Puedo probarlos todos?
—Sí.
—No.
—Hijo, no seas aguafiestas. Deja que la niña disfrute —recriminó lady Ditton a su sobrino nieto.
Muy lista, la niña salió de la salita en la que estaban antes de que su padre volviese a hablar.
—La consientes demasiado, tía.
—No seas ridículo. Es imposible que la consienta demasiado teniendo en cuenta lo poco que me visita.
Darenth, por miedo a que la anciana iniciase el discurso de lamentaciones, intentó cambiar de conversación.
—Por cierto, tía, ¿me ha elaborado ya la lista que le pedí?
—Por supuesto. Yo siempre cumplo mi parte de los tratos que realizo. ¿Tú has cumplido tu parte? ¿Has contratado a la joven que te recomendé?
—Pues sí. Hace ya más de dos semanas que trabaja para mí.
—¿Y qué tal?
—Pues la verdad es que es muy eficiente.
—Me alegro.
—Mi lista, tía.
—¡Ah! Sí, hijo, sí. Mira, no he confeccionado una lista, te he buscado la mujer ideal para ti.
—¿Solo me va a dar un nombre?
—En efecto. Se trata de lady Diana Lansell-Clarke, hija del marqués de Thetford. Es una joven estupenda, de familia de regio abolengo, muy bien educada en el mejor colegio de señoritas, comedida en el trato y muy bonita. Perfecta.
—Conozco al marqués de Thetford y me cae bien. ¿Tú qué opinas, Crawley? —preguntó a su amigo.
El duque había permanecido sorprendido escuchando la conversación. Él conocía a lady Diana Lansell-Clarke y jamás se la habría recomendado a su mejor amigo. Era una joven bella, pero de una belleza sosa y simplona, lo mismo que su personalidad. No había conseguido oír dos palabras seguidas de sus labios. No comprendía porqué lady Ditton la había elegido como la mejor esposa posible para el conde, y menos conociendo el carácter de la vizcondesa. A no ser que esta elección fuese parte de algún plan escondido por parte de la anciana. Miró a la vizcondesa. Esta había puesto cara de inocente, lo que le confirmó que algo tramaba la tía de su amigo, y decidió no desvelar su opinión y estar atento a los sucesos venideros.
—Pues todo lo que ha dicho tu tía es verdad. La joven, como sabes, ya que conoces a su padre, pertenece a una buena familia. En cuanto a ella, yo no puedo opinar porque no la he tratado mucho, bueno, más bien nada.
—De acuerdo. Pues está decidido. Intentaré asistir a algún baile para coincidir con ella y empezar mi cortejo.
—Pero, Darenth, ¿vas a pasar directamente al cortejo? ¿No vas a conocerla primero? —indagó su amigo.
—Si vosotros le habéis dado la aprobación, ¿qué más necesito saber de ella?
—¡Desde luego este sobrino mío es tonto!
—¡Tía!
—¡Lo dicho! Me parece una soberana estupidez lo que vas a hacer. Pero allá tú.
Duncan se enfurruñó, frunció el ceño y dejó que su tía iniciara un discurso sobre el matrimonio y el amor que él no quiso escuchar, divagando con su mente por otros derroteros.
Cuando al día siguiente el conde entró en la biblioteca, Ellen ya estaba allí acompañada por su hija. Estaban sentadas ante la mesa y frente a ellas había un gran volumen de una enciclopedia. En las páginas por donde estaba abierto se podía ver una representación del firmamento.
—Mira, ¿ves esta estrella de aquí? —le indicó, con el dedo, Ellen a Gwendolyn.
—Sí.
—Es la estrella polar. Siempre está visible por las noches en el cielo, nunca desaparece y señala el norte. Por eso, cuando una persona se pierde en el desierto, por ejemplo, busca esta estrella, y ella lo guía para saber situarse y así localizar la civilización.
—¡Oh! ¿Me la enseñarás en el cielo alguna noche?
—Claro que sí, querida.
—¡Qué bien! —exclamó abrazando a Ellen.
La joven estrechó a la niña sintiendo su calor en el corazón. Gwendolyn se apartó lo justo del cuerpo de Ellen para posar sus dos manitas en las mejillas de la joven.
—Señorita Cowen, ¿sabe que yo la quiero mucho?
—Yo a ti también, preciosa.
Y se volvieron a fundir en un abrazo.
El conde salió de la biblioteca silenciosamente para no estropear ese momento emotivo entre su hija y Ellen. Ellen. Cada vez la tenía más presente en su mente, durante más tiempo, a lo largo del día. Bien porque estaba con ella, bien porque pensaba en ella. Cuando su amigo, el día anterior, se había metido con la joven, una punzada muy fuerte le dolió en su interior. No había podido contenerse y había tenido que saltar a defenderla pese a saber que a su amigo no le faltaba razón. Pero él no quería tener esos arrebatos defensores por su ayudante, así que por eso había decidido centrarse en buscar lo más pronto posible a su futura esposa. Además, tenía importantes motivos para buscar una mujer que se hiciese cargo de su casa, no solo porque necesitaba un heredero, sino también por su preciosa y querida hija. La visión que acababa de tener en la biblioteca entre Gwendolyn y Ellen era la prueba palpable de ello.
Así que ya decidido, repasó las invitaciones de los bailes y eligió uno como el más posible para que acudiese a este la familia Thetford, ya que él sabía qué entorno frecuentaba el marqués.
Cuando llegó, los anfitriones, lord y lady Stanford, se sorprendieron de que el conde hubiese decidido asistir al baile, ya que era sabida por todo el mundo su falta de interés por estos, aunque, lógicamente, no por ello dejaba de ser invitado.
Duncan se sintió fuera de lugar inmediatamente. No le gustaban las aglomeraciones, acostumbrado como estaba a la soledad de su despacho o la biblioteca, aunque ahora, aquella soledad se había visto truncada por la compañía de Ellen. Decidió acabar con la tortura lo antes posible y escudriñó el salón en busca del marqués de Thetford. Cuando lo localizó, comenzó a cruzar el salón, aunque tardó un buen rato en llegar a su destino porque a cada paso que daba lo iban parando para saludarlo y comentarle la sorpresa de su asistencia al baile.
El conde llamaba la atención por su altura. Iba vestido de frac negro con solabas de seda, nívea camisa con cuello recto, con las puntas dobladas, y los puños unidos con unos gemelos de oro con el escudo de su familia, y corbata de pajarita blanca. El chaleco blanco de piqué completaba su vestimenta. Estaba impresionante, y todas las solteras casaderas de la fiesta se agitaron al verlo entrar.
Al final consiguió llegar ante el marqués.
—Lord Thetford, es un placer verlo —saludó el conde.
—Lo mismo digo, lord Darenth. —El marqués miró alrededor de Duncan—. ¿Ha venido solo?
—Sí. Así es.
—Pues permítame que le presente a mi esposa, lady Thetford.
—A sus pies, lady Thetford —saludó cogiendo la mano de la marquesa y haciendo una leve inclinación.
—Y mi hija, lady Diana Lansell-Clarke.
—Encantado, lady Diana. —Repitió el gesto—. ¿Me permite el próximo baile?
—¡Oh! Sí, sí, claro —contestó la joven.
El conde y el marqués conversaron un rato hasta que empezó a sonar el vals que le había reservado la joven. Se puso junto a ella y le ofreció su brazo para conducirla hasta la pista de baile e iniciar el vals.
—Le agradezco que haya aceptado bailar conmigo, lady Diana.
La joven soltó una risita nerviosa.
—De nada —contestó.
—¿Le gusta bailar el vals?
La joven volvió a soltar otra risita nerviosa.
—Sí.
El conde echó un vistazo al rostro de la joven. Era guapa, eso era indiscutible, aunque nada destacable de sus rasgos. Tenía unos ojos normales, de un color oscuro indefinido (no eran verdes), su nariz era pequeña y respingona, y sus labios, con forma de corazón, parecía que permanentemente estuviesen diciendo «¡oh!». Su cuerpo, enfundado en un vestido de color rosa pálido de cuello alto y mangas abullonadas, no tenía tampoco nada destacable. Su cintura, aunque comprimida en el corsé, se le notaba más ancha de lo que la moda aconsejaba en esos momentos, confiriéndole una silueta bastante recta.
—Le gusta, entonces, asistir a estos bailes.
Tercera pregunta y tercera risita nerviosa de la joven.
—Sí.
Duncan se estaba poniendo nervioso y no solo por las risitas que la muchacha soltaba a cada pregunta, sino porque no sabía cómo conseguir entablar una conversación con ella. Pensó en las charlas que últimamente había tenido con Ellen y decidió intentarlo por ahí.
—¿Le gusta leer? —Y pensó: «si suelta otra risita me da algo».
Pero esta vez la joven no soltó la risita, se había quedado sorprendida por la pregunta y arrugó la naricilla.
—No —contestó.
—¿No le gusta leer nada? ¿Ni los folletines de los periódicos?
—Pues… no.
Ahora sí que se había quedado vacío de ideas. Estaba claro que ya no estaba acostumbrado a alternar y debía ponerle remedio a la situación con gran premura. Desde que su mujer se había quedado embarazada, su asistencia a un baile se podía contar con los dedos de una mano y en ninguna de esas ocasiones la finalidad había sido cortejar a una mujer. Debía pedirle ayuda al duque de Crawley. Él seguro que podría ayudarlo.
Por fin la pieza musical llegó a su fin y, acompañando a la joven hasta donde se encontraban sus padres, se despidió y se fue de la fiesta.