Capítulo 18

EL cumpleaños de Paige cayó en jueves. Hizo los arreglos necesarios para no trabajar ese día. Y como el fin de semana anterior había terminado la temporada de carreras, ni siquiera el entrenamiento interrumpiría su día de ocio. Planeaba pasarlo en su casa con Nonny y Sami.

«A veces lo veo en mis pacientes —decía Mara en una carta que hablaba directamente al corazón de Paige—, esas escasas familias felices que conocen el placer de estar juntos sin otro motivo que el hecho de estarlo. Exige una gran unión. Exige que cada persona acepte a la otra, con diferencias y todo. Exige una clase de amor que no pide nada, que simplemente es.» En muchos de esos sentidos, Paige veía a Nonny y a Sami como a su familia. Después de la tragedia del cine, agradecía que estuvieran allí, con ella.

El día de su cumpleaños quería disfrutar de un desayuno opíparo en casa y después leer el diario; abrigarse mucho para protegerse del frío y salir a caminar las tres por la ciudad; llevar a Sami al parque junto a la iglesia; volver a casa, escuchar música y tejer mientras Sami dormía la siesta y, por último, llevar a Sami y a Nonny al otro lado de la frontera, a Hanover, para celebrar su cena de cumpleaños en la posada.

Pero cuando acababa de devorar el último de los waffles belgas preparados por Nonny empezó a caer la primera nevada del año. Cuando terminó de leer el diario los copos eran cada vez más grandes. Levantó a Sami del parque y se reunió con Nonny frente al ventanal que daba al jardín trasero.

—Es precioso, ¿verdad? —comentó Nonny.

—Sí. ¡Mira, Sami, nieve! —Miró a Nonny—. Es su primera nevada, todo un acontecimiento.

Sami había apoyado las manitas contra el cristal de la ventana.

—¿Puedes decir «nieve»? —La alentó Paige. Al ver que la niña ni siquiera lo intentaba, preguntó—: ¿Y Nonny? No-nny. ¡Vamos, inténtalo! No-nny. ¿No? Entonces prueba con ma-má. Mmma-mmma.

Nonny alzó una ceja y la miró.

—Es una palabra genérica —le aseguró Paige.

—No es necesario que lo sea; podrías adoptarla.

—No. Necesita una madre a tiempo completo.

—Entre tú y yo, la tiene. Y cuando menos lo pienses empezará a ir al colegio y entonces ni siquiera me necesitarás a mí. Podrías hacer lo que ha hecho Angie durante todos estos años: trabajar mientras la niña está en el colegio y salir del consultorio a tiempo para pasarla a buscar. ¿Qué crees que planeaba hacer Mara?

—Exactamente eso —concedió Paige—, pero yo no soy Mara. Ella estaba desesperada por ser madre, obsesionada por esa relación. —La «conexión profunda», como ella lo llamaba—. Yo no lo necesito.

—¿Eres más independiente que ella?

—Confío más en mí misma.

—¡Tonterías! Necesitas una familia como la necesitamos todos.

—Sí, pero no con la inmediatez con que la necesitaba Mara. Ni tan íntimamente. Yo estaba de lo más contenta con mi vida antes de la muerte de Mara.

—Pero te encanta tener a Sami.

—Ajá. Saber que puedo darle amor mientras la agencia le busca unos padres definitivos hace que me sienta bien.

—¿Y si no se los encontraran?

—Los encontrarán. Es solo cuestión de tiempo.

—Y mientras tanto cada vez te encariñas más de Sami. No me engañas, Paige. Te he visto subir a su cuarto por la noche mucho después de que la niña se hubiera dormido.

—Para asegurarme de que está bien.

—A veces te pasas quince o veinte minutos junto a la cuna. Admítelo, has caído en la trampa.

Paige se llevó la mano de Sami a la boca, la besó y luego se pasó los deditos por el mentón.

—En algunas de sus cartas Mara habla sobre lo que es ser madre temporal. Dice que la separación siempre es un problema pero que el dolor vale la pena cuando uno piensa que ha ayudado a una criatura. Yo he ayudado a Sami. Le he dado un buen principio en este país. Y eso me produce una enorme satisfacción.

—¿Y qué me dices del dolor? ¿También sentirás el dolor de la separación?

—Cuando llegue el momento.

Nonny no agregó nada más y Paige dio por zanjado el tema. Ese día era su cumpleaños, una ocasión bastante difícil de por sí, y no quería complicarla más.

Jugó con Sami, la llevó arriba para bañarla y vestirla, pero cuando quiso salir a caminar un rato nevaba con más fuerza que nunca.

Nonny se reunió con ella frente a la ventana.

—La nieve se está amontonando.

—¿Cuánto dirías que hay? ¿Cinco centímetros?

—No, casi ocho. Con tanta nieve no llegarás muy lejos con el cochecito.

—No. Ojalá tuviéramos un trineo. ¿Por qué no sacamos el coche y vamos a Hanover ahora? No creo que los caminos estén tan mal.

La mirada que le dirigió Nonny decía que debían de estar fatal. Pero de repente esa mirada adquirió una expresión de tristeza.

—Sé lo que estás haciendo, Paige. Es lo mismo que has hecho durante años y años, modificado tal vez, pero la estrategia básica es la misma. Si consigues salir de casa, no estarás aquí para saber que el teléfono no ha sonado. —Parecía apenada—. No llamarán, Paige. Tal vez te llamen dentro de dos semanas, o de cinco semanas, pero no están acostumbrados a recordar tu cumpleaños. Es así de simple.

Paige miraba fijamente la nieve.

—Nunca he podido comprenderlo. Si tuvieran ocho hijos, pase. Uno se puede confundir de fecha. Pero yo soy la única hija que tienen. Mi madre dio a luz una vez en su vida, solo una. ¿Ese día no significó nada para ella?

—Por supuesto que sí, pero no significó lo mismo que habría significado para mí, o para ti.

—Yo estaría planeando ese día desde semanas antes. Organizaría una fiesta, pensaría en las cosas que a mi hija le gustaría hacer y las tendría organizadas sin necesidad de preguntarle nada.

—Eso es porque tú eres tú. Pero Chloe es ella y no va a cambiar.

Paige lo pensó un instante, luego le sonrió a Nonny y se encogió de hombros.

—¿A pesar de todo no pierdes la esperanza? —preguntó Nonny.

Con su sonrisa Paige se burlaba de sí misma.

—Tal vez algún año, por una de esas cosas del destino, se acuerden. —Miró el paisaje nevado—. Tienes razón, no conviene que salgamos en coche con tanta nieve. ¿Qué te parece si enciendo la chimenea y jugamos una partida de Scrabble? —Era un juego que exigía concentración y que la obligaría a dejar de pensar en el teléfono.

Nonny frunció el entrecejo.

—Siempre me ganas.

—Te daré ventaja: robarás una letra más por turno.

A Nonny le gustó la idea. También a Sami, que se divirtió en grande moviendo las fichas de las letras. Pero a pesar de todo, Paige ganó. A esas horas Nonny ya pensaba en el almuerzo. Después de almorzar, acostaron a Sami para que durmiera la siesta y Nonny se quedó adormilada en un sillón del salón.

Paige se sentó delante del fuego, en un lugar desde donde no podía ver el teléfono, y tomó su labor de costura. Estaba terminando la toquilla que Mara había empezado a tejerle a Sami. Parecía perfecta para envolver a la niña y enviarla a su nueva vida. Un regalo de Mara vía Paige.

Kitty entró en el salón. Había pasado la mañana igual que siempre, rondando por la casa, sentada en el alféizar de alguna ventana mientras acechaba cualquier cosa que pudiera parecerse a un pájaro. En ese momento se instaló a los pies de Paige con la mirada fija en la lana que surgía de la madeja. A cada rato saltaba, tomaba la madeja en la boca y la sacudía. Cuando Paige tiraba de la lana, Kitty la soltaba, se volvía a sentar y continuaba vigilando la madeja.

Paige hizo a un lado la labor y alzó la gatita. Había crecido. Tenía el pelo más largo y más suave. A Paige le gustaba sentirla todas las noches acostada a los pies de su cama. Era agradable estirar los pies y tocarla, y escuchar su ronroneo cada vez que lo hacía.

—¿También piensas deshacerte de ella? —preguntó Nonny. Tenía los ojos abiertos, pero no se había movido.

Paige sintió cierta agresión en la pregunta, sobre todo en ese «también».

—No se trata de que quiera «deshacerme» de ella, sino que espero encontrarle un buen hogar.

—¿Sigues buscándolo?

—En teoría sí, pero la verdad es que me olvido de preguntar a la gente. ¡Da tan poco trabajo!

—¿Estás dispuesta a quedártela?

Paige acarició el cuello de Kitty. La gatita cerró los ojos y levantó la cabeza, como pidiendo más cariños; Paige siguió acariciándola.

—Tal vez lo haga por descuido. Ya está aquí. Quizá me dé más trabajo buscarle un hogar que quedármela. —Al oír sus propias palabras, miró a Nonny—. Sé lo que estás pensando, pero Sami no es lo mismo. Uno no se queda con una criatura por descuido. Sami es un ser humano, una responsabilidad que irá creciendo a medida que crezca ella. —Nonny no hizo ningún comentario. Tampoco apartó la mirada. Paige protestó—: Soy pediatra y dedico todo mi tiempo a mi profesión.

—Todo tu tiempo no, ahora que habéis contratado a otro médico.

—Bueno, las tres cuartas partes de mi tiempo. Además, debo ayudar a Jill. Y colaborar en la organización de los chicos de Mount Court para que ayuden en el hospital; es una obra que vale la pena. Y hacer guardias cuando empiece la temporada de esquí. Además de leer y tejer. Mi vida sigue siendo exigente, Nonny. En mi esquema no entran niños, por lo menos durante un tiempo. —Al ver que Nonny permanecía inmóvil, mirándola, soltó a Kitty—. Ya sé lo que estás pensando, pero si mi reloj biológico se termina, se termina. No pienso zambullirme en algo para lo que no estoy preparada.

Nonny ni habló ni se movió.

Paige lanzó un suspiro.

—Sé que no te estoy dando las respuestas que quieres, y lamento imponerte así a Sami...

—¡No uses esa palabra! —rugió Nonny, irguiéndose con una velocidad que a Paige le pareció increíble en una persona de su edad.

—Pero es una imposición...

—¡Maldita sea, Paige, ese es tu problema! Eres inteligente para casi todo, pero en el tema de la maternidad vives despistada. —Se había levantado del sofá y se paseaba por la habitación—. Ya sé que no es culpa tuya, Chloe y Paul hicieron que no te sintieras querida. Durante tu infancia, para mí fuiste un tesoro porque no querías ser una carga. Y todavía hoy sigues disculpándote cada vez que me pides que haga algo. ¡Sigues disculpándote! —Se detuvo frente a Paige con los brazos en jarras—. ¡Por el amor de Dios, Paige! ¡La gente que quiere a alguien desea hacer cosas por esa persona! ¿Cómo es posible que todavía no lo hayas aprendido? ¿Alguna vez me he quejado? ¿Alguna vez me has oído decir que preferiría estar jugando al bridge? Haber venido a cuidar a Sami no es un trabajo; es un privilegio, una alegría. Sí, da trabajo, pero es un trabajo de amor. No una obligación, ni una molestia. Yo quiero cuidar a Sami. Y si eres sincera contigo misma admitirás que tú quieres quedarte con Sami. La adoras y ella te adora. Tienes recursos más que suficientes para criarla con comodidad. Pero temes asumir el compromiso porque crees que puede llegar a ahogarte. Actúas como una madre con los niños de los demás, pero eso no cuenta porque al final del día puedes dejarlos a todos atrás. Bueno, permíteme decirte que también estás dejando atrás el placer. «Sarna con gusto no pica», como bien dicen. Volverás a una casa vacía que, ahora que te has acostumbrado a tener aquí a Sami, te parecerá mucho más vacía. —Empezó a alejarse, pero de repente se volvió, la miró y añadió—: Te diré algo más: esa casa vacía te parecerá tres veces más vacía cuando tengas cincuenta años, y cuatro veces más vacía cuando tengas sesenta, y entonces ya será demasiado tarde. Puedo decírtelo porque lo sé. —Giró sobre sus talones y salió de la habitación.

Paige esperó que volviera. Al rato fue a la cocina y preparó un té de mango pensando que el aroma haría bajar a Nonny. Al comprobar que no era así, se sirvió una taza. Seguía nevando. Paige bebía el té mientras miraba la nieve por la ventana y pensaba que Nonny tenía razón en todo lo que había dicho, pero no era fácil romper con las costumbres. Una cosa era decirse que no debía sentir que ella era una obligación, y otra muy distinta no sentirlo. Siempre se esforzó por ser autosuficiente, precisamente para evitar ese dilema. En cuanto a Sami, no sabía. Suponía que todavía le quedaba tiempo para ser madre y que poseía la inteligencia y los recursos necesarios para serlo. Y el amor. Sí, eso era algo que tenía. Quería a Sami. ¡Pero era una responsabilidad tan enorme! Mucho más que ser médico o que tenerla en su casa durante un tiempo. Muchísimo más. Siempre había creído que no estaba hecha para ser madre, y ese fue uno de los motivos por los que decidió ser médico. ¿O se habría licenciado en medicina para tener una salida cuando sintiera la tentación de asumir una responsabilidad?

El teléfono no había sonado. En Siena ya sería de noche. Si no sonaba pronto, ya no sonaría. Terminó de beber el té, enjuagó la taza y la colocó en el escurridor. Volvió a mirar la nieve y sintió una extraña necesidad de pisarla. Se puso unas zapatillas, una chaqueta, un gorro de lana y guantes, dejó una nota para Nonny sobre la mesa de la cocina y salió.

Las calles estaban limpias pero desiertas. Las tenía todas para ella, podía correr por el centro o por un lado, como le diera la gana. Cuando llegó al centro de Tucker rodeó la manzana del hospital y emprendió el regreso por la calle principal, vio el primer coche. Era Norman Fitch.

—Es un mal día para estar fuera de casa —le gritó Norman asomándose por la ventanilla.

—A mí me parece precioso —jadeó Paige.

—Va a seguir nevando. Creemos que la nieve alcanzará los treinta centímetros. Será mejor que vuelva a su casa, dentro de poco oscurecerá.

Pero Paige todavía no pensaba volver a casa. Se sentía demasiado bien para dejar de correr. Si sus padres decidían llamarla tan tarde, los perjudicados serían ellos.

Dio una vuelta por las calles de detrás del centro, avanzó por una y regresó por la otra. La nieve se amontonaba bajo sus pies y las zapatillas se le humedecían, pero siguió corriendo. Se dirigió hacia el norte, fuera de la ciudad, donde el camino era ancho y hermoso, flanqueado por árboles cuyas ramas sostenían copos de nieve en lugar de hojas.

Al rato empezó a sentir frío, pero sus pies golpeaban rítmicamente la nieve y ella no pensaba ceder ante el frío, la humedad o el anochecer. Cuando giró y pasó bajo el arco de hierro forjado de Mount Court empezaba a temblar. Sintió cierto desasosiego, pero era tarde para volverse atrás. No podría llegar hasta su casa. No quería llegar allí.

Desde que limpiaron el camino se habían amontonado varios centímetros de nieve. Siguió corriendo, cansada y jadeante pero decidida. Pasó frente al edificio de la administración, la biblioteca y el primer internado. Giró por el sendero que corría entre el segundo y el tercer internado y, en la distancia, vio la nueva casa de los ex alumnos, pero siguió corriendo hacia la del rector. Al llegar, trepó por los escalones, se detuvo, jadeante, y tocó el timbre.

Noah abrió la puerta; llevaba una sudadera y pantalones de gimnasia, las gafas redondas de montura metálica montadas sobre la nariz, y un lápiz entre los dientes. La miró, tiró el lápiz al suelo y la tomó del brazo para hacerla entrar.

—Brillante —declaró mientras cerraba la puerta—. Absolutamente brillante. —Le quitó el gorro, los guantes y consiguió bajarle la cremallera de la chaqueta a pesar de la nieve helada que la cubría—. ¡Por el amor de Dios! ¿Cómo se te ha ocurrido venir corriendo hasta aquí con este tiempo?

—No sé —confesó ella entre el castañeteo de los dientes. Se apoyaba alternativamente en un pie y en el otro; tenía demasiado frío para quedarse quieta pero era incapaz de quitarse la ropa, lo cual no tenía importancia puesto que Noah lo estaba haciendo por ella—. No tenía conciencia. Simplemente corrí y mis pies me trajeron hasta aquí.

Paige se volvió hacia un lado y hacia el otro para que él pudiera sacarle las mangas de la chaqueta. Después le aferró los hombros cuando Noah se arrodilló para quitarle las zapatillas.

—La nieve te va a dejar el vestíbulo perdido —advirtió.

—Necesitaba una excusa para volver a pulir la madera. ¿Sabes cuánta nieve hay ahí afuera?

—Limpian las calles constantemente. No hay tanta.

—Hay dos grados bajo cero. ¡Y tú con esos pantalones! —Después de hacer a un lado la segunda zapatilla, le tomó una mano, la condujo al primer piso, cruzaron un dormitorio que Paige supuso sería el de Noah y entraron en el baño, donde Noah abrió dos grifos de la ducha. Mientras esperaba que el agua se calentara, le quitó el jersey y luego los pantalones. Lanzó una exclamación de pena al ver lo rojas que tenía las piernas por el frío. Cuando el vapor del agua caliente empezó a empañar la mampara de la ducha, la abrió y empujó a Paige hacia dentro, con la ropa interior puesta.

El calor era divino. A Paige le dolían los músculos. Le ardía la piel. Levantó la cara hacia la ducha, se volvió y dejó que el agua le cayera sobre la cabeza. Poco a poco, las partes del cuerpo ateridas e insensibles comenzaron a volver a la vida. Paige se quitó la ropa interior, la dejó caer en un rincón y volvió a ponerse bajo la ducha. Pensaba que podría quedarse eternamente en la ducha de Noah cuando la mampara se abrió y él se reunió con ella. Se había quitado las gafas y la ropa, y a ella le pareció que era lo mejor que podía sucederle ese día. Sin pensarlo dos veces, le echó los brazos alrededor del cuello. Era su regalo de cumpleaños. Tuvo la sensación de que hacía una eternidad que lo deseaba, y la espera solo aumentaba el placer que sentía. Paige temblaba por dentro, tanto más cuando Noah la alzó para que las bocas de ambos se encontraran. Fue un beso tan húmedo como la ducha. Paige se perdió en él y en los que siguieron, cada uno más dulce, más profundo, más ardiente... y frustrante que el anterior. Con cada beso, cada caricia, ella necesitaba más. Se acercaba más a él, le acariciaba el pelo y la piel, anhelando la posesión que sus sueños le anunciaban. Noah la levantó, la apoyó contra la pared de la ducha, le acarició los pechos y devoró sus exclamaciones, y sin embargo todavía no tenía bastante. Estaba desesperada, sentía que si no le daba más, moriría. Entonces él la penetró.

El deslizamiento, la sensación de plenitud, de que todas las cosas inexplicables de su vida adquirían significado, provocaron un millar de pequeñas explosiones en su interior. Cuando él empezó a moverse, Paige solo pudo contener el aliento y colgarse de Noah. El cuerpo se le estremecía en una sucesión de orgasmos, uno detrás del otro, que no finalizaban del todo, sino que se prolongaban, interminables. Jadeaba contra la oreja de Noah y la estremecían los temblores cuando se dio cuenta de que él estaba inmóvil y todavía conservaba la erección. Paige se echó atrás, secó el agua que corría por la cara de Noah y con una mano en su mejilla lo miró a los ojos. Parecían tan duros como su cuerpo, pero estaban calientes y hambrientos.

—No puedo acabar hasta que me ponga algo —dijo él con esfuerzo.

—No es necesario —susurró ella. Se deslizó al suelo, se agachó, lo tomó entre sus manos y lo acarició mientras lo besaba casi con desesperación. No tardó mucho. El ardor de Noah era tan grande como el suyo... Cuando él acabó con un gemido largo y gutural, ella siguió abrazándolo hasta que pudo volver a respirar. Después lo enjabonó.

Noah la secó con una toalla y la llevó hasta su cama. Paige pensaba en lo hermoso que era su cuerpo, bien proporcionado y viril, y en que volvía a desearlo. Pero cuando creía que él se deslizaría bajo las mantas y la tomaría en sus brazos. Noah se sentó en la cama, marcó un número de teléfono y aguardó a que respondieran.

—¡Hola, Nonny! Soy Noah. Paige está aquí conmigo. —Escuchó—. Sí, está perfectamente bien. Estoy tratando de que entre en calor. —Volvió a escuchar, luego preguntó—: ¿Habría algún problema en que se quedara aquí a pasar la noche? —Escuchó por última vez—. Me parece bien. Nos veremos entonces.

Paige no se movió.

Sin dejar de mirarla, Noah colgó el auricular.

—Ya es hora de que dejemos de engañarnos —dijo por fin—. Entre nosotros dos hay algo y no creo que sea puro sexo. —Sonrió—. Pero estoy dispuesto a explorar la teoría del puro sexo durante un tiempo.

Se deslizó bajo las sábanas y la abrazó, y si Paige hubiera tenido ganas de objetar algo, lo habría olvidado enseguida. La unión de sus cuerpos no se parecía a nada que ella hubiera experimentado antes. Era algo tan sorprendente, nuevo y especial, tan provocativo, tan incendiario, que negarlo habría sido lo mismo que negar su propia existencia.

Esa vez la exploración fue más lenta. Era una mano aquí, una mirada sobre la piel o el pelo, una lengua allí, trazando y dibujando, alejándose cuando el cuerpo se arqueaba y pedía más... Era el estudio visual de una respuesta táctil y el efecto seductor de una palabra, un sonido, un suspiro y la respiración agitada de ambos y una necesidad que solo se satisfacía si se unían.

Esa vez acabaron juntos, y permanecieron largo rato tendidos, sin ganas de moverse. Un dulce letargo se apoderó del cuerpo de Paige. Se sentía abrigada, segura y en paz. Noah se desperezó a su lado, le besó la frente y confesó:

—Cuando me presenté a este cargo la junta directiva me hizo preguntas acerca de mi moral. Les preocupaba que fuera soltero. Sobre todo considerando lo aislado que es esto y que las jóvenes locales siempre tienen hambre de carne fresca. Me pregunto lo que dirían los integrantes de esa junta si me vieran en este momento.

Paige sonrió contra el pecho de él.

—Yo no soy una dulce jovencita local. Soy médico y es la primera vez que vengo.

—¿Por qué viniste?

Ella levantó la vista y lo miró.

—¿Nonny no te lo ha dicho?

—¿El qué?

Ella le pasó el pulgar por el vello que le corría por el centro del pecho; era más oscuro que el pelo de su cabeza.

—Es mi cumpleaños y pensé que merecía celebrarlo.

—¿Tu cumpleaños? ¿Lo dices en serio?

—En serio.

—¿Y Nonny ha preparado una tarta?

—No, eso lo hacía siempre Mara. El año pasado preparó una tarta enorme, la llevó al consultorio y la instaló en la sala de espera para que todos los que entraran se sirvieran un trozo. —Se quedó en silencio. Pensaba en Mara; se sentía sola envejeciendo sin ella.

Noah la abrazó con fuerza. El consuelo era agradable, pero no desvió los pensamientos de Paige. Después de un rato de silencio dijo:

—Tenía la virtud de hacer feliz a todo el mundo menos a sí misma. Era como el payaso que llora por dentro. Nunca quiero llegar a ser así. Esta tarde, cuando empecé a tenerme lástima porque la nieve había estropeado mis planes y Nonny estaba enojada conmigo, y mis padres no me habían llamado..., salí a correr y... terminé aquí.

Él le pasó las manos por el pelo con ternura. Paige casi ronroneó de placer, Noah siguió acariciándole la cabeza y a los pocos minutos Paige estaba dormida.

Noah se quedó adormilado pero no por mucho tiempo. No quería desaprovechar el placer intenso de tener en sus brazos a Paige Pfeiffer. Durante un rato se limitó a mirarla, estudiándole las facciones mientras dormía, saboreando la curva de su cuerpo, la forma de los pechos, los muslos. Después la besó. Estar cerca de ella y no besarla le resultaba doloroso.

Ella despertó con lentitud y, al verlo, sonrió.

—Estás cansada —susurró Noah.

—No demasiado —dijo ella también en susurros.

—¿Tienes hambre?

—Canina.

—¿Quieres que te prepare una cena de cumpleaños?

A Paige le pareció una idea estupenda.

—Si tienes ganas, me encantaría.

—Tengo ganas —aseguró Noah, pero no hizo el menor intento de levantarse; se le acercó y le besó los ojos, la nariz, la boca, el mentón, el cuello y el lugar donde le latía el pulso. La velocidad de los latidos aumentó a medida que él iba bajando por el cuerpo de Paige, por el pecho, las costillas, el vientre, hasta que ella quedó convertida en una masa de terminales nerviosas a la espera de conectarse. Y cuando lo hicieron, cuando la lengua de Noah le proporcionó un orgasmo como ningún hombre le había provocado, ella estaba demasiado dispersa para darse cuenta.

Más tarde, cuando ya se había levantado y Noah había preparado la cena de cumpleaños más sencilla y deliciosa que ella hubiera podido desear, Paige se dio cuenta de que había sucedido algo especial. Acababa de probar algo sin nombre que amenazaba con trastornar el orden de su vida como no lo habían trastornado la muerte de Mara ni la llegada de Sami ni la mudanza de Nonny a su casa.

Una parte de su ser quería alejarse corriendo a la mayor velocidad posible y lo más lejos posible, pero Paige no se movió. Permaneció en la cama de Noah, hizo el amor con él una y otra vez durante la noche, y cuando a la mañana siguiente él la llevó a su casa en coche, atravesando el lugar de ensueño en que se había convertido Tucker, le permitió que la besara por última vez.

—Esto no ha terminado —le advirtió él como si acabara de leerle los pensamientos.

Paige no contestó. Tenía demasiadas cosas en que pensar, la menos importante no era la que ocupaba la trona de la cocina, con la carita cubierta de puré de plátano, cuando ella entró en la casa. Cuando Sami le sonrió y dijo a través de puré de plátano: «Ma-ma-ma-ma-ma», Paige consideró la posibilidad de que hubiera una conspiración. Estaban tratando de sujetarla por el corazón e impedirle toda fuga.

Estaba pensando que tendría que centrarse en las otras cosas que constituían su vida cuando llamaron del hospital para avisarle de que Jill se había puesto de parto.

Peter la llamó al verla correr por el pasillo del hospital, pero Paige levantó una mano y no se detuvo. De manera que él se encaminó al consultorio; con quien realmente quería hablar era con Angie.

Se encontró con ella una hora después, entre un paciente y otro.

—¿Tienes un minuto?

Angie guardó el estetoscopio en el bolsillo de la bata y le indicó que entrara en su consultorio.

—¿Pasa algo?

—Necesito tu opinión sobre un paciente.

—¿Quién es?

—No se trata de uno de nuestros pacientes, sino de alguien a quien pude ayudar en el hospital después del accidente en el cine. Se trata de una mujer de treinta y cuatro años que, aparte de lo que le ha pasado, goza de buena salud. Estaba en el anfiteatro, y cayó de espaldas. Las radiografías muestran una interrupción entre la T-doce y la L-uno. En su momento la clasificaron de grave dudosa. Consideraron la posibilidad de trasladarla por vía aérea, pero como parecía ser un daño aislado de la columna vertebral, y había tantos pacientes con heridas múltiples, la dejaron aquí. Le han hecho repetidas tomografías computarizadas. La hinchazón inicial respondió a las medicaciones, pero no se puede mover.

—¿No se puede mover absolutamente nada?

—No, de la cintura para abajo no. Tampoco tiene sensaciones. Ni dolor, ni presión, ni cosquilleo. —Peter le había hecho algunas pruebas personalmente—. El neurocirujano dice que no hay nada que hacer. Parálisis. Quiero saber si está en lo cierto.

—¿El neurocirujano es Mickey Cafrey?

Peter asintió.

—Es excelente —aseguró Angie.

Pero a Peter no le había gustado su manera de atender a la paciente. En un momento en que Kate Ann no tenía a nadie le dijo con torpeza que jamás volvería a caminar. Peter llegó horas después y la encontró llorando.

—¿Qué piensas del caso? —le preguntó a Angie.

—Yo no soy neurocirujano.

—Pero recuerdas cada detalle de tus prácticas y te sabes de memoria la biblia de la neurocirugía. ¿Debo pedir un consulta o te parece que es un caso cerrado?

Angie lo pensó durante unos instantes.

—¿La tomografía computarizada indica que no hay hinchazón? —Peter meneó la cabeza—. ¿Pero ella no tiene ninguna sensibilidad? —Peter volvió a menear la cabeza—. Eso no presagia nada bueno —dijo Angie con una mirada comprensiva.

Era lo que él temía. Había transcurrido demasiado tiempo sin que ninguna respuesta física sugiriera que recuperaría el movimiento.

—¿Qué te parecería una terapia física? —preguntó.

—¿Es eso lo que le proponen?

—No le proponen demasiado. La pobre mujer sigue allí tendida y sola, día tras día, sin saber qué demonios sucede.

—¿Tiene familia?

—No.

—¿Amigos?

—No.

—¿Y fue al concierto sola? —preguntó Angie, sorprendida.

Peter lanzó una carcajada en la que había un dejo de tristeza.

—Sí. Eso es lo irónico del asunto. Es la mujer más callada y tímida del mundo, pero adora a los Henderson Wheel. Hasta ese día jamás había estado en un concierto de rock. Tuvo que apelar a todo su coraje para comprar una entrada y, después, para ir. —Pero nadie se burló de ella. Peter se lo había preguntado. En medio de la música, las luces y el ritmo, Kate Ann simplemente se fundió con su butaca del anfiteatro; era casi la historia de su vida. Aun ahora seguía tendida en su cama de hospital, silenciosa, sin plantear exigencias y casi invisible. Peter no comprendía cómo podía haber alguien que no le tuviera lástima. Volviendo al tema dijo—: ¿Crees que la terapia física le podría ir bien?

Angie se encogió de hombros.

—Desarrollará y fortalecerá los músculos de la parte superior del cuerpo. Mantendrá flexible la parte inferior de su cuerpo para que pueda manejarlo mejor, y si recuperara las sensaciones las podría capitalizar. Pero arreglar lo que se ha roto, no.

Peter se pasó una mano por la nuca.

—Era lo que yo creía. —Lanzó una maldición en voz baja. Peter se había dado cuenta de que Kate Ann sabía a lo que se enfrentaba.

—El Centro de Tratamientos de Columna Vertebral de Rutland es excelente —sugirió Angie—. Y el Centro de Rehabilitación de Burlington también. Y si estuviera dispuesta a ir a Springfield, a Worcester o a Boston tendría incluso mejores opciones.

Peter sabía todo eso. Lo que ignoraba era cómo pagaría Kate Ann los cuidados que requería. No poseía seguro médico, y carecía de los medios necesarios para tenerlo.

—¿Quién es? —preguntó Angie con curiosidad.

Peter respiró hondo, metió las manos en los bolsillos del pantalón y exhaló el aire de los pulmones.

—Nadie importante —contestó. Volvió a respirar hondo y agregó con tono más vacilante—. Hay otra cosa. Estoy pensando en la posibilidad de iniciar un juicio contra Jamie Cox.

Angie se sobresaltó.

Peter se puso de inmediato a la defensiva.

—¿Te parece que no debería?

—Al contrario, creo que deberías. Pero me sorprende, eso es todo. Jamie Cox es uno de los tuyos.

—Es una mala persona y un mezquino. ¿Sabes lo que anda diciendo por la ciudad? Dice que el anfiteatro se desmoronó por exceso de gente, que había más personas que las entradas que él vendió. Que la gente se coló y que había gente sentada en las escaleras y apoyada contra las paredes. Afirma que lo que sucedió es culpa de ellos, que ningún jurado en el mundo podría declararlo culpable. Asegura que nadie puede demostrar que ese anfiteatro era estructuralmente inseguro, y que quien intentara hacerlo sería un imbécil.

—Una amenaza nada disimulada.

—Y falsa. Se puede demostrar que el anfiteatro no era seguro; cualquier obrero de la ciudad que haya hecho un trabajo en el cine ha podido comprobar lo endeble que era. El problema es que casi ninguno de ellos se prestará a declarar, porque Jamie es el propietario de las casas donde viven. Los tiene agarrados por las pelotas. —Peter enlazó las manos en los tirantes—. Pero a mí no me tiene agarrado, yo soy dueño de mi casa. Y él tiene mucho dinero con el que podría pagar el cuidado de las casas de esa gente que lo necesita y que no dispone de medios para afrontarlos. —Como Kate Ann. Ella era el ejemplo perfecto. Había pagado su entrada y había reunido el coraje necesario para asistir a un concierto por primera vez en su vida. Y ahora era parapléjica. Nadie podría devolver el movimiento a sus piernas, pero alguien podría lograr que la vida que le quedaba fuera un poco más fácil—. El problema —continuó diciendo Peter— es cómo conseguir ese dinero. Estaba pensando en preguntarle a Ben si conoce a un abogado competente que no sea de la ciudad y que estuviera dispuesto a hacerse cargo del caso. Tal vez algún abogado de Montpelier que sepa cómo trabajan las cortes del Estado. ¿Te parece que él podría recomendarme a alguien?

—Por supuesto. Y además estoy segura de que le encantaría verte. Ya no pasas nunca por casa.

No había vuelto desde la muerte de Mara. Antes le gustaba verla en casa de Ben y Angie. A Mara le sentaba muy bien un fondo familiar.

Pero además estaba el asunto de los problemas entre Ben y Angie. Eso comenzó poco después de la muerte de Mara. Pasar a ver a Ben le habría resultado incómodo.

—Si quieres se lo mencionaré esta misma noche —ofreció Angie.

—Te lo agradecería —dijo Peter, ya dispuesto a salir.

Pero Angie lo tomó del brazo y lo contuvo.

—¿Estás haciendo esto por Mara?

Peter lo pensó.

—Tal vez —contestó. Y quizá también un poquito por Lacey, aunque ella había regresado a Boston, cosa que a él le alegraba. No quería que volviera, pero Lacey consiguió que le remordiera la conciencia. Se encogió de hombros—. ¿Quién sabe? Tal vez lo esté haciendo por mí mismo. —Sonrió—. Tal vez quiera convertirme en una nueva especie de héroe. Como en el frente médico tengo que competir con vosotras, señoras, necesito un campo nuevo. Peter Grace, activista cívico. Suena impresionante, ¿no crees?