Capítulo 5
LA fotografía estaba en su marco de mimbre en el lugar acostumbrado: sobre la repisa de la chimenea. Era una fotografía en blanco y negro, una foto de familia: Nonny en el centro, Paige, con seis años, sobre su falda y sus padres, Chloe y Paul, flanqueando a Nonny. Ambos aparentaban menos de los veinticinco años que tenían entonces; parecían criaturas salvajes, inmovilizadas un instante por la cámara pero listas para huir al instante siguiente.
Y huyeron. Paige recordaba ese día con claridad. Era su cumpleaños, un cumpleaños en el que había puesto grandes esperanzas.
«Ese día haremos lo que tú quieras. Será tu día», le había escrito su madre la semana anterior desde París. De manera que Paige planeó un desayuno especial, un viaje al Parque de los Robles, desde donde seguirían a Chicago para comprar su regalo de cumpleaños, una sesión de cine y, por último, regresar a casa para disfrutar de la cena que Nonny y ella habían preparado. Quería que sus padres comprobaran cuánto había crecido, lo habilidosa, bien educada y bonita que era. Estaba desesperada por agradarles, y creyó que lo había conseguido; durante el día Chloe y Paul le dijeron más de una vez lo maravillosa que era. Pero en cuanto terminaron de cenar, sus padres la abrazaron, la besaron y, para su consternación, la dejaron plantada detrás de la ventana de la sala de estar mientras se alejaban en coche.
Hasta ese día Nonny siempre había disculpado a su hija y a su yerno con vagas referencias a negocios, amigos o vacaciones, teniendo en cuenta el breve tiempo de atención que podían prestar a una pequeña como Paige. Pero esa vez fue más sincera.
—Tus padres tienen lo que se llama instinto de nómadas —le explicó a Paige, que treinta y tres años después recordaba cada palabra de aquella conversación—. Les gusta moverse constantemente y hacer cosas distintas. No pueden quedarse mucho tiempo en un mismo lugar.
—¿Por qué no?
—Porque sienten una enorme curiosidad por las cosas nuevas. Eso los lleva a viajar constantemente. El año pasado fue Francia. Este año será Italia.
—¿Y Chicago? —preguntó Paige. Para ella Chicago era un lugar enorme, lleno de cosas nuevas y distintas—. Si estuvieran en Chicago podría verlos a menudo.
Nonny asintió.
—Tienes razón. Pero ya han explorado Chicago. Lo hicieron cuando eran niños, como lo estás haciendo tú ahora. Algunas personas a medida que se hacen mayores necesitan viajar cada vez más lejos para satisfacer su curiosidad.
—Eso no es lo que hacen los padres de mis amigas. Todos se quedan aquí. Yo también quiero tener a mis padres aquí.
—Ya lo sé, calabacita —dijo Nonny mientras la abrazaba con fuerza—. Pero tus padres son distintos de los demás.
—Me odian.
—No, por supuesto que no te odian.
—No querían tenerme.
—Eso no es verdad. Tú fuiste el regalo de boda que se hicieron el uno al otro. Te quieren muchísimo. Lo que pasa es que ellos son distintos.
—¿Por qué?
—En primer lugar porque tu papá no necesita trabajar. Sus padres son muy ricos y él tiene todo el dinero que necesita, así que puede comprarte cosas bonitas y viajar con tu madre.
—¿Y por qué no puedo viajar con ellos?
—Porque tienes que ir al colegio. Pero no olvides que te llevan a muchas partes. ¿Recuerdas que el año pasado fuisteis todos juntos a Nueva York? Aquel viaje te encantó.
Paige asintió.
—Pero me cansé. Me alegré de volver a casa. ¿Ellos nunca se cansan?
—No. Esa es una de las cosas que los convierte en personas diferentes.
—¿Y cuál es la otra cosa?
—La curiosidad de la que acabo de hablarte.
La mente infantil de Paige relacionó curiosidad con varicela.
—¿Crees que alguna vez se curarán?
Nonny volvió a abrazarla.
—No están enfermos, cariño. A algunas personas les parece que tus padres llevan una vida de cuento de hadas.
—¿Y son felices?
Nonny tardó unos instantes en contestar y lo hizo sonriendo a regañadientes.
—Supongo que sí. —Con esas palabras le dio a Paige su primera dosis de realidad. Entonces allí, en los brazos protectores de su abuela, Paige pensó durante largo rato en la felicidad de sus padres y por fin, cuando no encontró nada que suavizara el golpe, comenzó a llorar.
—¡Oh, mi calabacita! —exclamó Nonny.
—¡Me he esforzado tanto! No he tirado nada, no me he mordido las uñas, les serví el trozo de tarta más grande y yo me puse el más pequeño... ¡Creí que me había portado muy bien!
—Y así ha sido. Eres una buena niña, calabacita. Eres la mejor niña de todo Illinois, de todo Estados Unidos y de todo el mundo. Pero no tiene nada que ver con el hecho de que tus padres no puedan estarse quietos. Tienen tanto dinero, curiosidad y energía que no paran nunca.
—Pero ¿y yo? —sollozó Paige. Nonny la subió a su falda y la abrazó con fuerza.
—Tú eres mía, eso es lo que eres —aseguró con una seguridad que Paige jamás olvidó—. Tú eres la que nunca se irá.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que eres distinta de tu mamá. Ella nunca permitió que la abrazara así. Aun cuando era pequeña tenía demasiada energía, andaba siempre correteando, metiéndose en cosas, siempre curiosa. Y no digo que tú no seas curiosa, sino que eres más normal. A la larga serás más feliz, Paige. Serás más pacífica, estarás más satisfecha y harás cosas buenas en tu vida.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Te prometo que harás cosas buenas.
Durante mucho tiempo Paige no estuvo tan segura de ello. Le fue bien en el colegio, tenía muchos amigos y cada año estaba más unida a Nonny, pero seguía culpándose por la ausencia de sus padres. Cuando estaban con ella hacía todo lo posible por retenerlos a su lado: hablaba y se comportaba de distinta manera, pero nada bastaba para mantenerlos allí. Siempre terminaba plantada detrás de la ventana de la sala de estar mientras ellos se alejaban en el coche.
Como era lógico, la gente le preguntaba por sus padres, y durante un tiempo Paige sencillamente repetía lo que le había dicho su abuela. «Instinto de nómadas» fueron palabras que pasaron a formar parte de su vocabulario mucho antes de que sus amigas supieran lo que significaban.
—¿Mis padres? ¡Están en Alaska! Tienen instinto de nómadas —decía con una indiferencia que ocultaba su dolor.
Después ingresó en un colegio privado y entró en un nuevo círculo de amigos. Paige ya era una adolescente, tenía edad suficiente para comprender lo que era la jet-set, era lo bastante mundana para tener amigos cuyos padres pertenecían a ese círculo social y lo bastante rebelde para sentir enojo. Cuando alguien le preguntaba por sus padres, ella contestaba que habían muerto... hasta el día en que realmente estuvieron a punto de sufrir un accidente fatal en un avión pequeño. Nunca más volvió a decir esa mentira.
Algunos años Chloe y Paul pasaron períodos más largos en el país. A veces se alojaban en casa de Nonny, otras en casa de los padres de Paul y en cualquiera de los dos casos Paige siempre estaba excitadísima ante la posibilidad de tenerlos cerca. Pero durante el verano de sus diecisiete años tuvo que admitir que las expectativas siempre excedían a la realidad. Nonny tenía razón: sus padres no podían estarse quietos. Cuando se sentían retenidos, se inquietaban, se impacientaban y se mostraban irascibles.
A finales de ese verano, cuando sus padres volvieron a marcharse, Paige no permaneció frente a la ventana de la sala de estar observando cómo el coche se alejaba. Se despidió de ellos con un beso y luego, sintiendo algo parecido al alivio de recuperar por fin el ritmo normal de su vida, se encaminó de regreso a la casa con Nonny. La lección de esa conversación de su sexto cumpleaños acababa de dar frutos. Siempre necesitaría el amor de sus padres —sus cumpleaños siempre serían dolorosos—, pero por fin podía aceptar que ellos solo estaban dispuestos a brindarle amor en sus propios términos. Para compensarlo, tenía a Nonny.
—Siempre estaré aquí para ti —le había prometido Nonny al acostarla ese día de su sexto cumpleaños, y Paige nunca dudó de que fuese cierto.
Se alejó de Nonny para asistir a la escuela secundaria, después para estudiar la carrera de medicina, y cuando hizo la especialidad en Chicago, Nonny ya se había mudado a la casa de su infancia, en Vermont. Pero durante todo ese tiempo se mantuvieron en contacto, compartiendo sus vidas, sabiendo que se tenían la una a la otra. Paige seguía queriendo a sus padres, pero era en Nonny en quien confiaba.
Por eso el domingo Paige se levantó temprano, bañó a Sami, le dio de comer, metió unos cuantos pañales en una bolsa, sujetó la sillita del bebé al coche y se encaminó a casa de Nonny.
En el momento en que se volvió y dejó de mirar la fotografía con marco de mimbre, Paige respiró hondo por primera vez desde que le anunciaron la muerte de Mara. Nonny era un bálsamo, una presencia tranquilizadora, y su casa era tan alegre como ella. Era un apartamento con un pequeño jardín, y estaba decorado en rojo y blanco, los colores que Nonny eligió después de vender su amplia casa victoriana.
En ese momento Nonny estaba sentada en su silla preferida, de caña blanca, y tenía a Sami en sus brazos. La niña la estudiaba con curiosidad.
—¡Un bebé! ¡Dios mío, Paige! Tenías que haberme llamado en cuanto llegó.
—Me dejé llevar por el pánico. Y no quise cargarte con eso. Además este es el primer respiro que tengo desde que abrí la puerta de casa de Mara y me topé con Sami.
Había dedicado el sábado a mudar los elementos infantiles más voluminosos que había en la casa de Mara, para lo que contó con la ayuda de un grupo de vecinos entusiastas. Después tuvo que volver a Mount Court, más tarde se sometió a una nueva ronda de preguntas por parte de otro representante de la agencia de adopciones, y por fin siguió con la mudanza.
—¡Es una criatura tan dulce...! —exclamó Nonny.
Paige se inclinó, apoyó las manos sobre sus muslos y colocó la cara a la altura de la de Sami. La niña le mantuvo la mirada unos instantes y volvió a mirar a Nonny.
—No sabes lo buena que es. Duerme toda la noche y llora muy poco. Creo que todavía está cansada por el viaje. Tal vez no duerma tanto una vez que su cuerpo se adapte... pero está muy sana. Le pedí a Angie que le hiciera una revisión.
—¿Por qué Angie? —preguntó Nonny, adorablemente indignada—. ¿Por qué no tú?
—Un médico nunca debe tratar a sus propios pequeños. No porque Sami sea mía —añadió enseguida—, solo estará conmigo hasta que le encuentren unos padres. Pero me pareció que Angie sería más objetiva. Te aseguro que el viernes por la noche me ayudó muchísimo. —Contuvo un estremecimiento—. No recuerdo haber estado nunca tan cerca de la histeria como esa noche.
Nonny le dirigió una mirada de preocupación, antes de tomar las manitas de Sami.
—¿Qué sucedió?
Paige se irguió, suspiró y por fin se reclinó sobre el respaldo del sillón.
—Supongo que fue una combinación de muchas cosas. La muerte de Mara, el funeral, atender a la familia O'Neill... Después llegó Sami y yo insistí en quedarme con ella, pero al poco de llegar a casa llamaron las chicas de Mount Court y corrí para allá. —Y allí se topó con el nuevo rector. Esa fue la gota que colmó su capacidad de aguante. Por suerte el sábado, cuando volvió a Mount Court, no lo vio—. Fue como si mi sistema inmunológico estuviera muy bajo y entonces, de repente, tomé conciencia de la enorme responsabilidad que había asumido. —Acarició el pelo sedoso de Sami—. Pese a ser tan pequeña, eres una enorme responsabilidad. Olvida la infección de amebas que trajiste contigo, el programa de vacunaciones que hemos tenido que empezar desde cero, los ejercicios que debes hacer para fortalecer tus músculos, y la barrera del lenguaje. Aparte de todo eso, yo nunca he sido madre.
—Para mi tristeza —acotó Nonny sin el menor remordimiento—. Eres una verdadera madre para los niños de todo el mundo pero no tienes hijos propios.
—Cosa que me resulta bastante satisfactoria.
—¿Totalmente? —se burló Nonny.
—Totalmente. Además, con todo lo que hago, no tendría tiempo para dedicárselo a un hijo.
—Entonces ¿me puedes explicar qué estás haciendo con esta niña?
Paige abrió la boca y la volvió a cerrar.
—No tengo la menor idea —dijo por fin, sorprendida—. Ya te he dicho que me falló algo; supongo que el sentido común. Estaba pensando en Mara, en que quería terminar las cosas que ella había empezado, y en ese momento, cuando apareció Sami en la puerta, me pareció fundamental ocuparme también de ella. Fue un impulso —explicó con deliberación—, me refiero a que es muy bonito decir que una es capaz de criar a un niño y al mismo tiempo ser una profesional, pero la realidad es muy distinta.
—Si alguien puede hacerlo, esa eres tú.
—Pero ¿podré hacerlo bien? ¿Le podré dar a esta pequeña todo lo que necesita? Y te aseguro que es mucho. Necesita que la acaricien, que le hablen, que jueguen con ella, necesita que la animen a sentarse y, después, a levantarse y a caminar. Necesita acostumbrarse a tomar leche normal y a comer el tipo de comida que comen los otros niños de catorce meses...
—¿Catorce meses?—preguntó Nonny, sorprendida.
—Sí, ya tiene catorce meses —contestó Paige—. Eso es justamente lo que te estoy diciendo: Sami necesita una dosis mucho mayor de amor para poder ponerse a la par de otros niños de su edad. Pero yo no sé si seré capaz de proporcionárselo.
—¡Por supuesto que sí!
—¿Y qué me dices de todas las otras cosas que tengo que hacer?
—Tú siempre hablas de la importancia de la calidad, y no la cantidad, del tiempo...
Paige lanzó un gruñido.
—Suena bien, ¿verdad? Pero ¿dará resultado?
—Pronto lo sabrás —contestó Nonny, y de repente su rostro se iluminó—. Yo te puedo ayudar. ¿Por qué no me dejas cuidarla mientras tú trabajas?
—¡Ni hablar! Los niños dan mucho trabajo.
—¿Y?
—Tú ya has cumplido dos veces, primero con Chloe y después conmigo.
—¿Y eso qué quiere decir? ¿Por qué no puedo hacerlo una tercera vez? Mi amiga Elizabeth, con ochenta y dos años, tiene a sus bisnietos a su cargo.
—Esta no es tu bisnieta —le recordó Paige—. Y solo estará aquí un tiempo.
—Mayor motivo para que me dejes ayudarte. Mi amiga Sylvia tiene ochenta y un años y trabaja tres días a la semana en una guardería.
—Pero yo necesito a alguien cinco días a la semana. Sin Mara en el consultorio mi jornada se alargará.
—Yo puedo trabajar perfectamente cinco días a la semana. Mi amiga Helen lo hace: tiene setenta y ocho años y trabaja cinco días a la semana en la biblioteca.
—Y también está Gussie VonDamon —bromeó Paige.
Nonny frunció el entrecejo.
—Ni la menciones. Gussie es un vejestorio, nos hace quedar mal a las ciudadanas mayores conduciendo ese trasto de coche que tiene a veinte kilómetros por hora mientras grita por la ventanilla y toca todo el tiempo la bocina... ¡Oh, calabacita! —Abrazó a Sami al ver que la pequeña hacía un puchero—. ¿Estoy hablando con voz demasiado aguda? Lo comprenderías si conocieras a Gussie VonDamon, y es muy posible que algún día la conozcas. Si ve a Paige entrar en esta casa contigo, al instante empezará a golpear la puerta y a hacer toda clase de preguntas. Será mucho mejor que sea yo la que vaya a verte.
—Es un viaje largo.
—No son más de cuarenta minutos.
—Nonny —dijo Paige, apretando el hombro de su abuela—, esta discusión no tiene sentido. Ya he arreglado las cosas para que la señora Busbee, que vive a dos puertas de casa, cuide de Sami. Es una solución perfecta. —Por desgracia era una solución pasajera. A las pocas semanas la señora Busbee se marcharía a pasar el invierno al sur, y Paige tendría que buscar a otra persona dispuesta a cuidar de Sami.
—¿Esa señora es buena con los niños? —preguntó Nonny.
—Muy buena.
—¿Tanto como lo sería yo?
—Nadie puede ser tan buena como lo serías tú. O Mara. —Paige suspiró. Acarició el pelo oscuro de Sami—. Mara hubiera adorado a esta pequeña; es un encanto. Extraño a Mara, Nonny. A cada rato cojo el teléfono para llamarla, o pienso en cosas que quiero decirle. Era una parte muy importante de mi vida. —Hizo una pausa—. Y le fallé.
—Tonterías —dijo Nonny.
—No estuve cuando me necesitó. Estaba demasiado enfrascada en mi propia vida y no dediqué el tiempo necesario para asegurarme de que ella estaba bien. Sabía que Mara pasaba por un momento difícil. Tendría que haber hecho un esfuerzo.
—Tal vez no habría habido ninguna diferencia.
—Tal vez, pero por lo menos yo no me sentiría tan culpable.
Nonny le dirigió una mirada llena de sabiduría.
—Es probable que de todos modos te hubieras sentido culpable. Tienes tendencia a eso, Paige. Cuando eras pequeña te culpabas por el instinto nómada de tus padres. Entonces no tenías razón, y ahora tampoco. Puedes ser una médico maravillosa, pero no eres adivina. Era imposible que supieras lo que Mara sentía.
Eso no impedía que Paige se hiciera constantes preguntas. Había revivido docenas de veces en su imaginación la muerte de Mara.
—Es un pensamiento que me acosa. Tenía que estar muy mal para llegar a considerar la idea del suicidio y llevarla a cabo... —El horror de la experiencia todavía no había empezado a disminuir.
—¿Ya han descartado la posibilidad de un accidente?
—¡Oh, Nonny! —exclamó Paige, suspirando—. Mara O'Neill no hacía nada por accidente, era una de esas personas de todo o nada... Pero tenía tantas razones por las que vivir (y una de esas razones era Sami) que me cuesta entender que se quitara la vida. No tiene sentido.
Nonny le dirigió una mirada comprensiva.
—Y supongo que nunca le encontrarás sentido. Si Mara tenía secretos, se los ha llevado con ella a la tumba.
Eso era algo que Paige no estaba dispuesta a aceptar. Aunque dentro de su orden de prioridades lo primero era restaurar cierta normalidad en su vida, lo que significaba reincorporarse al trabajo el lunes por la mañana y enfrascarse en la vida de sus pacientes como si todo continuara como siempre, su segunda prioridad consistía en reconstruir el último día en la vida de Mara.
Entre diagnosticar una culebrilla a Danny Brody, quitarle una verruga de la nariz a Lisa Marmer, asegurarle a una aterrorizada Marilee Stiller que la paliza que le había dado a su hijo de tres años no podía haberlo dañado, y reparar una luxación, Paige conversó con todas las personas que, por lo que ella sabía, habían estado aquel día con Mara.
A la hora del almuerzo, cuando encontró a Angie sola en la cocina, detrás del consultorio, tenía una hoja de papel llena de anotaciones.
—Por lo que he podido deducir, Mara llegó a primera hora de la mañana. Cuando apareció Ginny, ya estaba redactando informes, pero eran informes habituales, nada que pudiera sugerir que trataba de poner las cosas en orden antes de suicidarse. Ni siquiera terminó lo que estaba haciendo, porque llegó la primera emergencia. Después estuvo atendiendo a sus pacientes hasta las diez.
—¿Estaba nerviosa? —preguntó Angie.
—Según Dottie, la enfermera que se hallaba de guardia esa mañana, no. Pero Dottie, como nosotros, no tenía motivos para fijarse en el ánimo de Mara. Si Mara estaba o no aturdida es algo que solo podemos adivinar.
Estudió sus anotaciones mientras comía distraídamente un gajo de naranja que Angie acababa de pasarle.
—Entre un paciente y otro recibió varias llamadas: habló con el laboratorio, con la mesa de entradas del Dos-E, el ala pediátrica del Hospital General de Tucker, y con Larry Hills, el farmacéutico. Ginny dice que Mara hizo algunas llamadas, pero que a menos que fueran de larga distancia nunca sabremos adonde llamó. A las diez me pidió que la reemplazara en el consultorio para que ella pudiera ir al laboratorio por el asunto de los análisis de Todd Fiske. Estaba enojada, pero no me pareció perturbada ni aturdida. Después de eso tuvo más pacientes y recibió más llamadas telefónicas..., una consulta respecto al chico Webber y varias llamadas a padres de pacientes. Nadie recuerda si se tomó tiempo para almorzar. Tú hablaste con ella en el vestíbulo alrededor de las doce y media; a esa hora estaba aturdida y, por lo que dice Dottie, siguió así durante toda la tarde. Peter fue el último que la vio, a las cuatro y media. Según el médico forense murió alrededor de medianoche. —Paige se hundió en el sillón—. Eso nos deja un largo lapso durante el que Mara tomó gran cantidad de Valium. ¿Qué le sucedió en ese tiempo?
En ese momento sonó el teléfono. Angie atendió y se lo pasó a Paige, quien de inmediato se asustó. Durante la mañana había llamado dos veces a la señora Busbee, y ella le había asegurado que todo iba bien. Pero la situación podía haber cambiado.
—¿Sí, Ginny?
—Ha venido Jill Stickley. Le gustaría hablar un minuto con usted.
No se trataba de la señora Busbee, era Jill Stickley. Paige sintió alivió y preocupación al mismo tiempo. El nombre de Jill no figuraba en la lista de los pacientes del día. De lo contrario lo habría recordado. A sus diecisiete años Jill era una de las pacientes más antiguas de Paige y ocupaba un lugar muy especial en su corazón. Paige se puso alerta, últimamente la familia Stickley había pasado muy malos ratos. Esperaba que ese no fuera uno más.
—Hazla pasar a mi consultorio —dijo Paige sin vacilar—. Iré enseguida. —Se disculpó ante Angie y se levantó.
—Ve —dijo Angie—. Yo veré si puedo averiguar algo más sobre el día de Mara. Porque es evidente que falta algo.
Eso era exactamente lo que Paige pensaba, pero lo olvidó en cuanto vio la cara de Jill Stickley. La chica estaba de pie en el consultorio, parecía incómoda y estaba pálida, extenuada y tensa. Paige supuso que el padre, un frustrado vendedor de seguros, había vuelto a pegar a la madre, o que la madre, que había estado sin trabajo durante un año, había vuelto a perder su empleo en el que ganaba muy poco, o que el hermano de Jill había robado otro coche y lo habían descubierto abandonándolo en el basurero de Tucker. Rodeó el hombro de Jill con un brazo y le dijo:
—Sea lo que sea, no puede ser tan grave. Vamos. Cuéntamelo.
—Creo que estoy embarazada —dijo Jill en un hilo de voz mientras estudiaba la reacción de Paige con mirada aterrorizada.
Paige tragó con dificultad.
—¿Embarazada? —No era lo que ella esperaba oír—. Pero... creía que nos habíamos puesto de acuerdo en que tomarías la píldora.
—Y lo he hecho, pero supongo que me he confundido en las tomas.
—¿Por qué lo crees?
—Tengo un retraso.
—¿De cuánto tiempo?
—Dos meses.
Paige le miró el vientre, pero Jill usaba ropa holgada y no se le notaba nada. Paige apoyó la mano en el vientre y enseguida supo mucho más; percibió un bulto notorio.
—¿Dos meses? Yo diría que deben de ser por lo menos cuatro.
A Jill se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Supongo que he perdido la cuenta —susurró.
¿Has perdido la cuenta?, exclamó Paige para sus adentros. ¿Cómo has podido perder la cuenta? Hace cinco años, cuando empezaste a menstruar, hablamos del encuentro del óvulo con el espermatozoide. Yo te recomendé la abstinencia, y cuando la abstinencia se convirtió en un sueño imposible te hablé de los anticonceptivos.
Pero no valía la pena discutir. El daño ya estaba hecho.
—Y estás aterrada.
La chica asintió. Paige le masajeó la espalda.
—¿Lo sabe Joey? —Joey era el amigo de Jill desde hacía años, un mecánico seis años mayor que ella—. Por supuesto que debe de saberlo —se contestó la misma Paige—, habrá notado el bulto.
Pero Jill negó con la cabeza.
—Creyó que estaba engordando. Me ha tenido loca con eso, así que anoche le expliqué la verdad. Dijo que no quería tener nada que ver con una novia gorda ni con un bebé llorón, y que hiciera lo que quisiera con la criatura. Creí que durante la noche se acostumbraría a la idea, así que volví a casa y me quedé toda la noche levantada rezando para que así fuera, pero esta mañana he pasado por su casa y me he encontrado con que había hecho su equipaje y se había ido.
—¡Oh, Dios! —exclamó Paige, suspirando.
—No se lo puedo decir a papá; se pondría loco de furia. Y si se lo digo a mamá, él la acusará de mantener secretos y le pegará más que nunca. —Se secó la mejilla con el dorso de una mano—. Esta vez sí que me he metido en un lío, ¿verdad?
—Traer una vida al mundo no es un lío, lo difícil a veces es manejar la situación. —Condujo a Jill a la camilla para examinarla—. Vamos a ver con qué nos enfrentamos.
Diez minutos después estaban sentadas una al lado de la otra en el sofá del consultorio, tratando de «manejar» la situación. Jill descartó la posibilidad de un aborto, cosa que Paige agradeció, sobre todo porque pensó en Mara, embarazada a esa misma edad. Estimaba que Jill estaba de por lo menos cuatro o cinco meses; aunque desde un punto de vista físico el aborto era todavía posible, las derivaciones emocionales resultarían mucho más difíciles. No obstante, Jill no podía afrontar la tarea de criar a un hijo: la familia Stickley no contaba con recursos económicos y, sin un título, Jill no tenía posibilidades de mejorar esa situación. Dar la criatura en adopción parecía la mejor solución.
El problema inmediato, dado que Jill era menor de edad, consistía en comunicar la noticia a los padres. Convencida de que cuanto más esperaran peor sería, Paige los llamó y combinó un encuentro en su consultorio esa misma tarde a las tres y media. Después le ordenó a Jill que durmiera un rato en el sofá mientras ella seguía atendiendo a sus pacientes.
Frank Stickley se puso furioso. Su mujer, Jane, lloraba en silencio mientras el marido maldecía la falta de inteligencia de Jill, su amoralidad y su fealdad. Paige no compartía ninguna de sus afirmaciones.
—Jill cometió un error —señaló Paige con tranquilidad—, pero no tiene por qué arruinarle la vida.
—¿Está bromeando? —aulló Frank—. ¡Va a tener un hijo!
—Que entregará en adopción. La agencia de adopciones se hará cargo de los gastos médicos. No será una carga para usted.
—Pero yo tendré que verla durante todos esos meses, ver ese vientre cada vez más grande y saber que toda la ciudad se estará carcajeando a mi costa. —Miró a Jill—. ¡Eres una puta! ¡Te advertí que esto sucedería! Ese novio tuyo no servía para nada. Te lo dije. Pero ¿me escuchaste? ¡No! Tú conocías todas las respuestas. Bueno, y ahora ¿qué me dices del colegio? ¿Cómo vas a terminar tus estudios?
—Dejaré de ir al colegio este año y terminaré mis estudios después de tener a mi hijo.
—Dará a luz —dijo Paige, para apoyarla—, entregará al niño en adopción y reanudará su vida desde el punto en que la dejó.
—No será en mi casa.
—¡Frank! —protestó su mujer, pero se calló en cuanto él la señaló con un dedo. Ese dedo era una amenaza más que suficiente; no hizo falta que dijera una palabra.
—Ni siquiera te darás cuenta de que estoy allí, papá, te lo aseguro —prometió Jill.
—¡Ya lo creo que lo sabré! Yo y todos los habitantes de Tucker. Apuesto a que en cuanto esa criatura desaparezca, y ahora que se ha ido el imbécil de tu novio, todos los tipos empezarán a pasar por casa. No estoy dispuesto a aceptarlo. Si quieres quedarte en esta ciudad, tendrás que encontrar otro lugar donde vivir. Yo no quiero volver a verte. —Y sin dirigir una mirada a Paige ni a su mujer salió del consultorio como una tromba.
Jill se echó a llorar.
Jane parecía dudar entre la necesidad de calmar a Frank siguiéndolo y el deseo de quedarse a consolar a su hija.
—Vaya con él —la urgió Paige en voz baja mientras tomaba la mano de Jill—. Jill se vendrá a mi casa.
Jane negó con la cabeza.
—Usted no puede...
—Acabo de contratarla. Durante un tiempo necesito que alguien viva en casa. Esto será perfecto para mí. —Acompañó a Jane hasta la puerta del consultorio—. Vaya. Será mejor que trate de que las cosas no sean todavía más difíciles para usted. Después hablaremos.
Jane salió con expresión vacilante, y entonces Paige le habló a Jill de Sami.
—Es la solución perfecta —concluyó—. Si estás decidida a dejar el colegio —Paige había intentado convencerla de que no lo hiciera—, tendrás que hacer algo para mantenerte ocupada. Yo necesito que alguien cuide de Sami mientras trabajo o cuando se presente alguna emergencia nocturna. —Con Jill instalada en uno de los cuartos de arriba no le daba miedo que Sami estuviera en el otro. El hecho de que su pequeña casa se hallara cada vez más llena le pareció secundario—. Es un trabajo importante, Sami tiene necesidades muy especiales. ¿Crees que podrás encargarte de ella?
—¿Usted cree que puedo? —preguntó Jill con cautela.
Paige sonrió.
—No me cabe la menor duda. —Tuvo una breve vacilación, pero enseguida volvió a sonreír—. Y, por suerte, no eres alérgica a los gatos. —Miró su reloj—. Hasta el horario es perfecto. Dentro de una hora tengo una práctica de cross country. Pensaba llevar a Sami conmigo a Mount Court. —Aunque el rector jamás lo habría aprobado. Se preguntó si estaría atento, esperando que apareciera—. Pero ya no hará falta: la señora Busbee se irá a su casa, pondremos a Sami en el cochecito y mientras yo corro tú podrás dar una larga caminata con ella. Os sentará bien a las dos. Sami es un ángel, ya lo verás. —Se levantó para ordenar su escritorio pero en ese momento sonó el teléfono.
—En la línea hay un hombre que pregunta por Mara —informó Ginny—. Llama desde Nueva York, de Air India. ¿Quiere hablar con él?
Paige sintió una especie de angustia provocada por un sexto sentido.
—Sí, enseguida —contestó, y apretó el botón del intercomunicador—. Hola, soy Paige Pfeiffer, socia de Mara O'Neill. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí, por favor —respondió una voz con acento británico. El hombre le dio su nombre y se identificó como supervisor de Air India—. He intentado ponerme en contacto con la doctora O'Neill, pero en el número de teléfono que nos dejó no contesta nadie. Supongo que se trata del número de su casa y que en este momento estoy hablando con el consultorio, así que le pido disculpas por molestarle, pero me gustaría mucho poder hablar con ella.
—¿Puedo preguntarle por qué asunto?
El hombre carraspeó.
—Se trata de un tema algo desagradable. En realidad, quisiera disculparme ante la doctora O'Neill. ¿Puedo hablar con ella?
—No, pero con mucho gusto recibiré yo su mensaje.
—¡Dios mío! Hubiera preferido hablar directamente con ella.
—Es imposible. Para mayor rapidez, será mejor que me dé el mensaje a mí.
El hombre lo pensó durante unos instantes.
—Sí, supongo que sí. —Respiró hondo—. Verá, el jueves pasado la doctora O'Neill llamó a esta oficina para confirmar la hora de llegada de un vuelo de Calcuta a Bombay. El empleado que la atendió es nuevo en la empresa, todavía no domina bien el sistema informático y... me temo que le informó de que el avión, en el que creo entender viajaba una hija de la doctora, se había estrellado.
Paige cerró los ojos.
El hombre continuaba hablando.
—Esa noche uno de nuestros aviones sufrió un accidente, pero no se trataba del avión en que viajaban la criatura y su acompañante. Por desgracia, con el trabajo que tuvimos para atender las llamadas de las personas que efectivamente tenían parientes o amigos en el avión accidentado, hasta el fin de semana nuestro empleado no se dio cuenta del error que había cometido.
»Entonces comprobó que la criatura y su acompañante habían aterrizado sanos y salvos en Boston, pese a lo cual me contó lo sucedido y se hizo responsable de su error. Queremos disculparnos ante la doctora O'Neill por el sobresalto que podamos haberle causado. Air India no tiene por costumbre dar falsas informaciones. Lamentamos sinceramente haberlo hecho en este caso. Confío en que la doctora O'Neill se haya reunido con la criatura y que todo haya terminado bien.
Paige contestó con un hilo de voz.
—¿Podría decirme a qué hora llamó la doctora O'Neill?
—Eran las cuatro y veinticinco de la tarde. Acabábamos de recibir la noticia del accidente y todavía intentábamos obtener detalles, de manera que se imaginará el alboroto...
Alboroto no. Desesperación total. Mara quería a Sami más que a nada en el mundo. Buscó la mejor agencia de adopciones, soportó los trámites, el papeleo y las sesiones necesarias para la adopción, desnudó su alma y su estado financiero, compró una cuna, ropa y comida para niños. Consideraba que la llegada de Sami sería el principio de una nueva etapa de su vida.
—... una vez más le hago llegar nuestras más sinceras excusas —concluyó diciendo el supervisor de Air India.
—Muchas gracias —logró decir Paige. Le costó colgar el auricular. Solo podía pensar en el dolor que debió de experimentar Mara.
—¿Le sucede algo, doctora Pfeiffer?
Paige levantó la vista, sobresaltada, y se encontró con Jill Stickley que la miraba fijamente. Tardó unos instantes en volver al presente. Recuperó la compostura y respiró hondo.
—Nada que deba preocuparte —dijo con tono intrascendente mientras salía con Jill.
Durante el trayecto hasta su casa hizo un esfuerzo por no pensar en esa llamada. Instaló a Jill con Sami; Paige estaba segura de que la niña la reconoció, aunque nada en el mundo lograra sacarle una sonrisa. Después Paige se encaminó a Mount Court, donde hizo que las chicas corrieran varias carreras cortas, dos vueltas de precalentamiento alrededor del campus, una carrera de cuatro kilómetros y medio por la pista y otra serie de carreras cortas. Paige corría con ellas y les exigía hasta donde podía exigirse ella misma, y cada vez que alguna de las chicas se quejaba, ella contestaba:
—Es por una buena causa.
Lo que no le hacía falta era que Noah Perrine vigilara los últimos ejercicios desde el distante edificio de la administración, pero allí estaba él, con los brazos cruzados sobre el pecho y los cristales de las gafas brillando bajo el sol de la tarde. Enojada, Paige se detuvo, cruzó los brazos sobre el pecho, jadeante, y fijó la vista en él. Todas las chicas se reunieron a su alrededor.
—Lo ve todo...
—Siempre está esperando que alguien cometa un error.
—¡Sádico!
Paige dejó caer los brazos.
—Seguro que no está en tan buena forma como nosotras —afirmó.
—Él también corre —advirtió una de las chicas.
—¿Ah, sí?
—Todas las mañanas...
—Da diez vueltas alrededor del campus...
—Como si fuera el señor del castillo vigilando sus dominios.
Paige soltó el aire de los pulmones.
—En ese caso, podemos sentirnos un poco más seguras. Vamos —agregó, iniciando el regreso—, el entrenamiento ha terminado por hoy.
Instantes después, de regreso a su casa, pensaba en Jill y en que habría otra persona viviendo en su casa, hasta hacía tan poco tan tranquila, silenciosa, pacífica y... toda suya. Llevada por sus pensamientos, en lugar de dirigirse a su casa se encontró frente a la de Mara.
Se sentó en el camino de entrada, tratando de no mirar el garaje ni pensar en la agonía que Mara habría experimentado cuando entró allí con el coche. Después bajó del coche, entró en la casa y cerró la puerta a sus espaldas. El clic del pestillo fue seguido por un silencio total, solo quebrado por los pasos de Paige cuando empezó a recorrer las habitaciones. Por fin subió la escalera y se encontró ante la puerta del dormitorio de Mara.
Una amplia cama Windsor dominaba la habitación. El resto de los muebles —mesas de noche, una cómoda, una mecedora— Mara los había comprado junto con la cama y eran del mismo estilo. La colcha era azul, el almohadón de la mecedora, naranja, y la alfombra de los pies de la cama, de una cacofonía de colores disonantes en los que Mara juraba que jamás se notaría la suciedad. Y considerando su poca afición a la limpieza, eso debió de ser un factor importante cuando decidió comprarla.
Paige miró a su alrededor. Se le partió el corazón al pensar en los sueños que su amiga habría soñado allí, y en las horas oscuras, largas y solitarias, cuando los pensamientos nocturnos pintan cuadros de una vida más feliz, cuadros que se habían malogrado por... por... ¿Por qué? ¿Porque Mara abortó a los dieciséis años? ¿Porque tomó bajo el ala a Daniel y no pudo curarlo? ¿Porque Tanya John había recibido tantos malos tratos en su vida que no confiaba en ningún adulto? ¿Porque un empleado de Air India le dio una información trágicamente errónea?
Se dejó caer sobre el borde de la cama, tocó la mesa de noche y abrió lentamente un cajón. Dentro vio dos plumas y un lápiz, varias agujas de ganchillo y cantidades de papeles con anotaciones tachadas. Algunas se referían al trabajo, otras a la vida social, pero la mayoría, y sin duda las más recientes, se referían a Sami.
Debajo de las anotaciones encontró unos cuadernillos de crucigramas. En casi todos los crucigramas Mara había completado varias palabras, nunca más de siete u ocho, antes de abandonar el intento. Algunos estaban tachados con una línea diagonal que sugería frustración. Paige imaginó a Mara tratando de completar palabras cruzadas en plena noche para acallar las voces que resonaban en su cabeza, y enojándose al comprobar que las voces subsistían.
¿Por qué no dijiste nada, Mara? Yo sabía cuánto deseabas a Sami. Si hubiera sabido que llegaría tan pronto..., si hubiera conocido la información que te dio el empleado de Air India..., tal vez habría podido ayudarte.
Pero Mara se lo guardó todo: la excitación y la desesperanza, junto con el Valium, el aborto a los dieciséis años y solo Dios sabía qué más.
—¡Maldita sea, Mara, eso no fue justo! —exclamó Paige, volviendo a meter los crucigramas en el cajón. Al ver que no entraban, empujó con fuerza—. No tenía sentido que me ocultaras cosas. ¡Se suponía que éramos amigas! —Volvió a lanzar una maldición, hizo a un lado los cuadernillos de crucigramas y metió la mano en el cajón para ver qué les bloqueaba el camino. Cerró los dedos sobre algo y tiró. Instantes después se encontró con la vista fija en lo que tenía en la mano: unos tirantes.
Sabía que los había visto antes muchas veces, aunque no últimamente, y buscó la etiqueta. También la etiqueta le resultó familiar, muy cosmopolita. Solo una persona en Tucker usaba esos tirantes; una persona lo bastante vanidosa para valorar esa marca determinada.
Esa persona era Peter Grace.