Capítulo 14
A la mañana siguiente, muy temprano, Paige llamó a Peter y quedaron en que se encontrarían en una cafetería que había a la vuelta del hospital. La casa de Peter les habría ofrecido mayor intimidad, pero Paige no se sentía bastante segura respecto a él como para eso. Si Peter era culpable de todo lo que ella había imaginado durante esa larga noche de insomnio, era muy distinto de la persona a quien ella creía conocer. Por supuesto que sabía que era inseguro. Durante las reuniones semanales Peter saltaba continuamente en su propia defensa. Además, ella siempre había imaginado que Mara le importaba mucho más de lo que Peter confesaba. Angie decía que se trataba de una relación amor-odio, y Paige estaba de acuerdo.
Pero el resto... resultaba difícil de aceptar.
—¡Hola, Paige! —la saludó al entrar; tenía buen aspecto, como siempre, llevaba un blazer de tweed y unos pantalones grises. Al pasar junto a la cajera, camino de la mesa donde lo esperaba Paige, le guiñó un ojo a la muchacha—. ¿Qué hay de nuevo? —preguntó mientras se sentaba.
—¿Café?
—Por supuesto —contestó Peter tendiéndole la taza que tenía delante.
Paige le sirvió café de la cafetera que la camarera había dejado en la mesa, pero ella no se sirvió; ya estaba bastante nerviosa sin necesidad de agregar cafeína a su organismo.
Peter añadió leche y dos terrones de azúcar a su taza y bebió un sorbo. Satisfecho, bebió otro sorbo y depositó la taza en la mesa.
—¿Problemas?
—No sé. —Trataba en vano de desentrañar el estado de ánimo de Peter, pero él seguía siendo el mismo tipo imperturbable de siempre. El problema consistía en saber si esa actitud era natural o deliberada—. Tú eres el único que me lo puede decir.
Peter apoyó los codos sobre la mesa.
—Adelante.
—Se refiere a las cartas de Mara de las que te hablé ayer.
Peter bebió otro sorbo de café.
—Anoche estuve leyendo algunas más. Se referían a ti.
Peter dejó su taza bruscamente sobre el plato.
—¿Y eso te sorprende? Te dije que yo la fascinaba.
—Estas cartas son muy específicas —dijo Paige, bajando la voz—. Hablan de una relación amorosa, hablan de las acusaciones que cada uno de vosotros hizo contra el otro, y del pacto por el que ninguno de los dos hablaría si el otro tampoco lo hacía.
Peter estaba visiblemente conmocionado.
—Mará estaba loca.
—En sus cartas no lo parece —aseguró Paige—. Son perfectamente sensatas. Te implican a ti tanto como la implican a ella.
—¿En qué sentido me implican? ¿En los sueños de una mujer hambrienta de amor?
De repente Paige se sintió menos comprensiva. Tal vez Mara hubiera estado hambrienta de amor, pero Peter no lo estaba menos.
—No la descalifiques con tanta rapidez —advirtió—. Escribió cosas perturbadoras, no puedo guardar esas cartas y olvidarlas.
Peter parecía fastidiado.
—Estás hablando de las fotografías. Les dio una importancia que no tenían. La pusieron frenética... sobre todo porque eran artísticamente superiores a cualquier cosa que ella fuese capaz de hacer. Eran fotografías maravillosas.
—Ella lo dice.
—No eran pornográficas.
Paige se inclinó hacia adelante.
—Pero dice que tu modelo era una menor, y si eso es cierto, tenemos un problema.
—Tenía dieciocho años.
—¿En el momento en que la fotografiaste?
—Me dijo que tenía dieciocho años.
Paige se apretó la sien con un dedo.
—El problema —dijo, tratando de permanecer tranquila cuando lo que quería era gritarle a Peter que era un imbécil— es que esa chica pudo haberte mentido. Yo no he visto esas fotografías, de manera que no sé lo que pensaría un jurado...
—¡Un jurado! ¡Por Dios, Paige, no exageres!
Paige alzó una mano para hacerlo callar.
—Escúchame hasta el final. Yo no sé dónde está la frontera entre el arte y la pornografía, pero lo que sí sé es que tú eres pediatra, te ganas la vida trabajando con niños. Formas parte del consultorio de un grupo de médicos que se dedican a eso. ¿Tienes idea de lo que nos sucedería, a ti y a nosotros, si alguien viera esas fotos?
—Estás suponiendo que son obscenas —la acusó Peter comenzando a ponerse de pie—. Gracias por tu voto de confianza.
Ella le aferró el brazo.
—¡Por favor, Peter! Esto nos involucra a todos. No quiero suponer nada, por eso estoy hablando contigo en este momento. No le he dicho una sola palabra a Angie. Eso es entre tú y yo. ¡Siéntate!
Él le dirigió una mirada desdeñosa pero obedeció.
—Gracias. —Paige respiró aliviada—. Esto me resulta muy difícil, es un golpe más que se suma a otros golpes. Lo único que intento es evitar que todo se desmorone.
Peter hizo sonar sus nudillos.
—A expensas mías.
—No, tú formas parte de lo que no quiero que se rompa. Te tengo simpatía, Peter, y respeto tu competencia como médico. De no ser así jamás hubiera colgado mi chapa en Tucker junto a la tuya, y mucho menos se me hubiera ocurrido arrastrar hasta aquí a dos amigas mías. —La responsabilidad era íntegramente suya—. Tal vez habría sido mejor para Mara que no se lo hubiera propuesto.
Las facciones de Peter se pusieron tensas.
—Yo no fui responsable de su muerte.
—No he dicho que lo fueras, pero por lo visto necesitaba algo que ninguno de nosotros pudo darle. La sensación de desesperanza, de total y absoluto fracaso que hay en esas cartas destroza el corazón. Cuando el padre de Mara estuvo aquí para el entierro dijo que esto no habría sucedido si Mara se hubiera quedado en su casa, en Eugene.
—Pero en ese caso no habría sido médico. Esa fue su máxima recompensa.
—Es lo que yo le dije. Sin embargo, a veces me pregunto... —Se interrumpió y lamentó haber hecho ese último comentario—. Todo esto no tiene sentido. Mara se ha ido, pero nosotros seguimos aquí y me gustaría que siguiéramos siendo lo que fuimos. Me gusta lo que tenemos, por eso todo esto me resulta tan angustioso.
Peter daba vueltas a su taza.
—No tienes por qué angustiarte. Esas fotografías ya no existen, las destruí, con negativos y todo.
—Pero ¿por qué las destruiste si las considerabas una obra de arte?
—Porque no soy tonto, Paige. Tienes razón. No sabemos qué hubiera pensado un jurado. Si hubieran caído en manos equivocadas me habría encontrado en una situación muy difícil. Y no lo valían. —Hizo una pausa—. ¿No te alegras? Las pruebas han desaparecido. El consultorio está salvado. Nadie podrá a acusar a uno de sus pediatras de hacer pavadas con alguna de sus pacientes.
Paige se estudió las manos. No sabía cómo decir lo que debía decir. Peter podía ser volátil cuando se sentía amenazado, y en ese momento se sentía particularmente amenazado.
—Es posible que las evidencias hayan desaparecido —dijo Paige con suavidad—, pero si había un problema, ese problema sigue existiendo. —Le tomó el brazo antes de que él volviera a ponerse de pie—. No te enfurezcas, simplemente contéstame. ¿Qué fue lo que más angustió a Mara? ¿Las fotografías en sí o el hecho de que las hubieras tomado tú? Tengo que saberlo, Peter. Tratamos con niños, no puedo arriesgarme a que alguno de ellos resulte dañado.
—¡Me estás insultando! —dijo él en voz baja.
Paige le apretó el brazo.
—Solo estoy preguntando.
—Si me conocieras o confiaras en mí no necesitarías preguntar.
—Esto no tiene nada que ver con la confianza sino con lo que nos excita, y eso es algo que no siempre podemos controlar.
Peter liberó su brazo. Aferró la taza con las dos manos, miró a Paige a los ojos y dijo en voz baja y en tono de furia:
—Diré esto una vez, y solamente una. Quiero a los chicos porque son inocentes y confiados y seres humanos inherentemente buenos, pero no despiertan en mí una atracción sexual. Deseo a las mujeres, es una atracción sana que comparto con todos los hombres sanos. Y ya que tocamos el tema quiero decirte algo más: legalmente tengo todo el derecho del mundo de acostarme con una mujer de dieciocho años que quiera acostarse conmigo.
—Ya lo sé, pero eso es un tecnicismo. Te garantizo que si se supiera que estás viviendo una aventura con una chica de dieciocho años perderías a todos tus pacientes.
—Tienes razón. Por eso nunca lo hago.
—¿Y qué me dices de haber revuelto toda mi casa? —le espetó Paige. Pensaba que ser ladrón era menos grave que dedicarse a la pornografía infantil, y ya que él se había defendido de eso último sin desfallecer también sería capaz de manejar esa acusación—. ¿Hubieras sido capaz de robar las cartas de Mara porque podían incriminarte?
Esa vez, cuando él se levantó de la mesa ella no trató de impedírselo.
—Realmente no confías en mí, ¿verdad? —preguntó Peter.
—Quiero confiar en ti, me he estado devanando el cerebro para tratar de pensar en algún otro que pudiera haberlo hecho, pero solo tú tenías un motivo.
Peter se dio la vuelta, metió las manos en los bolsillos del pantalón y salió del café.
No le habló ese día ni el siguiente. Cada vez que se cruzaban, él simulaba estudiar una historia clínica o estar muy preocupado por algo. Cuando Angie comentó a Paige la actitud de Peter, ella se encogió de hombros. Se sentía una hipócrita. «Habla», le había aconsejado a Angie. «Hablad», les decía a las chicas de Mount Court. «Hablen», les aconsejaba todos los días de la semana a las familias de sus pacientes.
Así que después de varios días de silencio arrinconó a Peter en su consultorio.
—Ya sé que estás furioso, pero si no hablamos no resolveremos nada.
—No hay nada que hablar —contestó él mirándola con frialdad—. Me dijiste con claridad lo que pensabas. No necesito que lo repitas.
—No afirmé que lo hubieras hecho, simplemente te lo pregunté.
—Eso fue suficiente.
—Tenía que preguntártelo —se defendió ella—, míralo desde mi punto de vista. Circunstancialmente hablando, tuviste oportunidad y motivos. Si no fuiste tú, necesito saber quién fue. Alguien entró en mi casa por la fuerza. No solo es mi seguridad la que se halla en juego, sino también la de Sami y la de Jill.
—Lo siento. En eso no te puedo ayudar. —Tachó algunas notas del informe que redactaba.
—Peter. —Paige suspiró—. Si no podemos hablar, no podremos seguir trabajando juntos.
—¡Claro que podemos hablar! —Hizo a un lado la pluma y se recostó contra el respaldo del sillón—. Podemos hablar acerca de cualquier paciente. Vamos, pregunta.
—¿Querías a Mara?
—Mara no era una paciente...
—¿Le dijiste que ella había matado a Daniel?
—¡Daniel! —exclamó él volviendo a enfurecerse—. Era un drogadicto. Ella se enamoró de él porque tenía problemas y se casó con él porque creyó que la fuerza de su amor bastaría para sacarlo del pozo en que se hallaba. Cuando eso no dio resultado, intentó que siguiera un tratamiento con fármacos. No puedo asegurar que lo matara. Yo no estaba allí, pero ella misma admitió haberle dado drogas.
—Trataba de que las fuera dejando poco a poco.
—El tipo murió a causa de una sobredosis. Si Mara le proporcionó las pastillas que lo mataron, o si lo hizo el que le vendía habitualmente las drogas, es algo que una junta médica tardaría meses en determinar.
—¿Llegaste a amenazarla con eso? —preguntó Paige. Ni por un instante creía que Mara hubiera sido culpable de la muerte de Daniel, pero si alguien lo hubiera sugerido, si hubiera tenido que afrontar una junta médica, si la hubieran declarado culpable y le hubieran quitado la licencia para ejercer su profesión, eso la habría matado con tanta seguridad como lo hizo el monóxido de carbono de su coche. Su carrera lo era todo para ella.
Pero no era eso lo que pensaba Peter.
—¡Por supuesto que la amenacé! Ella me hablaba con superioridad sobre lo que decidiría una junta médica al ver mis fotografías, de manera que yo le devolví la pelota. Mara podía llegar a ser una bruja. —Se pasó una mano por el pelo—. Y todavía sigue siéndolo, no nos podemos librar de ella, continúa acosándonos.
¡Qué barbaridad!, pensó Paige. Nada había sido lo mismo desde la muerte de Mara. Se preguntó si alguna vez las cosas volverían a ser como antes.
Descorazonada, se apoyó contra la puerta.
—¿Y entonces? ¿Qué hacemos a partir de aquí?
—No sé.
—No podemos seguir así. La tensión es espantosa.
—Entonces nos separaremos. Tú te llevas tus pacientes, Angie los suyos, yo los míos.
—¡Pero eso no es lo que quiero! —exclamó Paige. Separarse sería la última posibilidad—. Tus pacientes me gustan tanto como los míos; me gusta trabajar en equipo. Quiero que las cosas sigan siendo como antes. ¡Llevábamos una vida agradable!
Peter no contestó ni la miró. Volvió a tomar la pluma y reanudó su trabajo. Paige salió resignada del consultorio y después de ver al último de sus pacientes se dirigido a Mount Court.
El entrenamiento estuvo bien. Paige corrió como si huyera de los demonios de ese día, obligándose y obligando a las chicas a correr cada vez más rápido. Cuando se metió en su coche y se encaminó a su casa estaba más cansada de lo habitual. También estaba más aturdida de lo habitual, por eso no percibió nada fuera de lo común hasta que entró por el sendero de su casa, aparcó el coche y estiró la mano para tomar la ropa que había usado para trabajar y que se hallaba en el asiento del acompañante. De pronto un rostro se alzó en el asiento trasero.
—¡Sara! —exclamó Paige, sobresaltada.
Sara la miró con expresión sombría.
Con una mano sobre el pecho, Paige hizo un esfuerzo por tranquilizar su respiración.
—¡Me has dado un susto terrible! No tenía la menor idea de que estuvieras aquí. ¿Por qué no has dicho nada?
—Porque usted habría dado media vuelta y me habría llevado de regreso al colegio.
—Todavía estoy a tiempo de hacerlo —amenazó Paige, pero Sara bajó del coche, cruzó el jardín y se sentó en las escaleras de la entrada.
Paige fue a sentarse a su lado. A pesar de estar ansiosa por ver a Sami, su instinto le indicaba que en ese momento Sara la necesitaba más. Esa chica necesitaba una amiga, y a Paige le gustaba la idea de serlo.
—¿Has venido de visita?
Sara asintió.
—¿Alguien sabe que estás aquí?
—Firmé la salida.
—¿Por cuánto tiempo?
—Hasta las diez.
—¡Ah! —Hubo una época en que esas horas eran sagradas para Paige, ahora era el tiempo que le dedicaba a Sami. Y a Jill y a Sara. Un tiempo familiar. Un engaño que resultaba bastante agradable, por lo menos mientras fuera una novedad.
—¿Te quedarás a cenar?
Sara se encogió de hombros.
—Si usted quiere que me quede...
—¡Por supuesto que quiero! Pero debo advertirte que estoy de guardia. Si suena el teléfono tendré que salir corriendo al hospital. ¿Te has traído deberes?
Sara meneó la cabeza.
—¿No tienes deberes?
—Los terminé antes del entrenamiento.
—¡Vaya! ¡Eso está muy bien! Esta mañana saqué pollo del congelador. ¿Te apetece?
Sara se encogió de hombros.
Paige le apretó un hombro y entró en la casa. Alzó a Sami, que jugaba con Jill sobre la alfombra del salón.
—¡Hola, cariño! ¿Cómo está mi pequeña?
—Gaaaaaaaa.
—¡Qué saludo tan lindo! En cualquier momento empezarás a hablar. Jill, esta es Sara. Está en Mount Court. —Se volvió hacia Sara—. Jill está viviendo conmigo para ayudarme con Sami. La otra noche, cuando vinisteis, había salido con amigos.
De repente Sara pareció incómoda.
—Creí que vivía sola con Sami.
—Una persona más no es ningún trabajo. —Puso a Sami en brazos de Sara antes de que la chica tuviera tiempo de explicar que nunca había tenido a un bebé en brazos—. ¿Quieres tomarte un descanso, Jill?
Jill corrió arriba para llamar por teléfono a sus amigas. Paige alzó a la gatita.
—¡Hola también a ti! ¿Cómo está mi otra pequeña?
Kitty maulló.
Sara, que sostenía a Sami en brazos con manifiesta torpeza, murmuró:
—Creo que no lo estoy haciendo bien. Tal vez sería mejor que la cogiera usted.
—Apóyatela en la cadera. Así. ¡Perfecto!
Sara y Sami intercambiaban miradas llenas de desconfianza.
—¿Piensa adoptarla? —preguntó Sara.
—No. La tengo hasta que le encuentren un hogar permanente.
—¿Y usted cree que ella lo sabe?
Paige se les acercó, todavía con Kitty en brazos.
—Creo que es demasiado pequeña para comprenderlo. Sabe si está limpia y seca, si no tiene hambre y si su mundo es pacífico. Sin duda sabe también si hay ruido, si uno está angustiado y si está con gente que la quiere. Sí, tiene conciencia de si esa gente cambia. Distingue la gente que ya conoce de la nueva, pero dudo que comprenda que ha recorrido miles de kilómetros y que le falta recorrer más hasta instalarse definitivamente en alguna parte.
Sara continuaba con la mirada fija en la criatura.
—Es terrible que a una la tengan de un lado para otro.
—¿Te lo hicieron a ti? —preguntó Paige en respuesta a una declaración tan sugestiva. Quería que Sara supiera que podía hablar de cualquier cosa con ella.
—En realidad, no. Tal vez un poco. Mi padre aparecía por la ciudad y me llevaba a pasar el día con él. Me resultaba odioso.
—¿Por qué?
—Porque era un extraño.
—¿Extraño?
—Un desconocido. Yo no sabía quién era, no sabía por qué iba.
—Para verte. Porque te quería.
—No. Era una cuestión mental: yo era su hija, por lo tanto me quería. Pero no era una cuestión emotiva.
—Lo estás subestimando.
—Si de verdad me quería, ¿por qué no iba a verme más a menudo?
—Tal vez se sentía incómodo cuando se encontraba con tu madre y su marido.
—¡Pero era mi padre!
—Tal vez creyese que eso era algo que tú querías olvidar. Ni siquiera llevabas su apellido.
—Eso fue idea de mi madre, y él no se opuso.
Paige deseó conocer mejor la versión que Noah tenía de la historia.
—¿Alguna vez le has preguntado por qué no se opuso?
Sara frunció la nariz y meneó la cabeza.
—Tal vez deberías hacerlo —añadió Paige.
—Nosotros no hablamos de esas cosas.
—Quizá haya llegado el momento de que lo hagáis. Si es algo que te molesta...
—No he dicho que me molestara —aclaró Sara con rapidez—. No me importa por qué hizo lo que hizo, él vive su vida y yo la mía.
—Tengo la sensación de que ahora vuestras vidas se han encontrado.
—No mucho. No lo veo a menudo. Me evita.
Paige dejó a Kitty en el suelo y le indicó a Sara que la siguiera a la cocina.
—Creía que él te evitaba porque os habíais puesto de acuerdo en ocultar que sois padre e hija —dijo mientras sacaba un paquete de pollo del frigorífico y lo desenvolvía.
—Esa era la idea, pero no dio resultado. La gente se ha enterado.
—¿Lo ha dicho él? —A Paige le parecía increíble, creía que Noah sentía una lealtad absoluta hacia Sara. Ni siquiera le había contado que Sara mentía al decir que tenía un hermano menor, cuando podría haberlo hecho con toda facilidad.
—En el colegio la gente hace preguntas, quiere saber de dónde viene uno, con quién vive, qué va a hacer durante las vacaciones de Acción de Gracias...
—¡Ah! Así que lo dijiste tú.
—Solo a mis mejores amigas —contestó Sara a la defensiva—. Tuve que hacerlo. —Su expresión se tornó amarga—. Pero el resto se enterará pronto. Ya se acerca el fin de semana del otoño; casi todo el mundo se irá, menos yo. Querrán saber por qué.
—Podrías decirles que California queda muy lejos para ir a pasar un fin de semana —sugirió Paige—. Pero tal vez quieras que se sepa la verdad. Ahora tus compañeros ya te conocen, ya tienen una opinión formada de ti, y tal vez también tengan mejor opinión de tu padre.
Sara no se comprometió.
—¿No te parece que es así? ¿Crees que hay tantas quejas como al principio? —preguntó Paige.
Sara se encogió de hombros.
—¿No crees que el ascenso a la montaña ayudó? —insistió Paige.
—Supongo que sí. Un poquito.
—Bueno, eso ya es algo. —Sacó dos botellas del frigorífico—. Debo advertirte que no soy la cocinera más imaginativa del mundo. Siempre aso el pollo en la barbacoa del patio trasero, pero también puedo prepararlo con salsa de miel y mostaza o con salsa de soja. ¿Cuál prefieres?
—La de miel y mostaza —contestó Sara—. ¿Hablaba en serio la otra noche cuando me dijo que no estaba enamorada de él?
Paige destapó la botella de salsa de miel y mostaza.
—Apenas lo conozco. ¿Cómo quieres que esté enamorada de él? —Bañó el pollo con la salsa.
—¿Le parece que está bien?
—Mucho.
—¿Y le parece que es inteligente?
—Mucho. Pero esas no son las cualidades más importantes en mi lista de prioridades. Cuando me enamore de alguien será por la clase de persona que sea en su interior. —Tomó una cerilla—. Piensa en ello. Enseguida vuelvo. —Se encaminó al patio trasero, encendió la barbacoa y cuando volvió no le quedó duda de que Sara había estado pensando en lo que le había dicho.
—¿Le gustaría estar enamorada de él? —preguntó la chica.
—En este momento —respondió Paige mientras sacaba del frigorífico un pan y los elementos necesarios para preparar una ensalada— no sé si me gustaría enamorarme de nadie. Mi vida se ha complicado mucho.
Sara asintió. Pasó a Sami a su otro brazo.
—¿Te pesa demasiado? —preguntó Paige.
—No.
Jill volvió, se la veía excitada pero insegura. En respuesta a la mirada interrogante de Paige, explicó:
—Mi amiga Kathy tiene entradas para el concierto de Henderson Wheel. Dice que si esa noche usted no me necesita, me puede dar una. Es el sábado que viene, en el cine.
A Paige no le gustaba la idea de nada que tuviera lugar en el cine, pero sabía que el concierto se celebraría con su aprobación o sin ella. También sabía que Jill necesitaba algo que la reanimara.
—No te preocupes, no te necesitaré. Me parece perfecto. Esa mañana tendré que ir al trabajo, pero después pensaba pasar la noche en casa de mi abuela. Nonny adora a Sami.
—¿Quiere decir que puedo ir? —preguntó Jill con un entusiasmo poco común en ella.
—Llama a Kathy y acepta su invitación antes de que le ofrezca esa entrada a otra persona.
Jill salió corriendo. En ese momento a Paige se le ocurrió que el día del concierto caía en el fin de semana en que Sara sería una de las pocas alumnas que quedarían en Mount Court.
—¿A ti te gusta la música de Henderson Wheel?
Sara hizo un sonido como de duda.
—¿Eso quiere decir que sí o que no?
—Quiere decir que más o menos.
—Si quieres, podría tratar de conseguirte algunas entradas... —Perdóname, Mara, pero es por una buena causa, pensó— para que invitaras a alguna otra compañera que también se quede en Mount Court ese fin de semana.
Sara negó con la cabeza.
—No, gracias. Estará lleno de gente de la ciudad, y no nos tienen mucha simpatía.
—¿Quién te ha dicho eso?
—Lo sabe todo el mundo. Dicen que somos ricos y malcriados; les gusta nuestro dinero, pero nada más.
Paige deseó negarlo, pero años de mal comportamiento de los alumnos de Mount Court en las calles de Tucker habían fijado esa idea en la mente de los habitantes de la ciudad.
—Tal vez eso cambie ahora que tu padre es rector. Este año, hasta ahora, no ha habido ningún incidente desagradable. Sus reglamentos parecen dar resultado.
Abandonó la cocina el tiempo suficiente para poner el pollo en la parrilla, y volvió a preparar la ensalada. Cuando terminó, Jill acababa de llegar. Paige le tendió los brazos a Sami.
—Esta niña necesita que la cambien. Jill, ya que tú sabes dónde está todo, ¿por qué no pones la mesa? Sara, el pollo ya debe de estar listo. Si quieres, puedes entrarlo.
Paige jugó con Sami mientras subía por la escalera y le cambiaba los pañales. Empezaba a ver principios de sonrisas en su cara y reía cada vez que aparecía alguna. Pero lo que más le gustaba era la manera en que Sami la rodeaba con sus bracitos en cuanto ella la alzaba.
—¡Esa es mi niña! —exclamó Paige mientras bajaba por la escalera. La instaló en la trona de la cocina, le sirvió pollo desmenuzado y un plátano chafado y se sentó a comer con Sara y con Jill. Cuando no había comido más de dos bocados de pollo sonó el teléfono. Miró a Sara—. Te lo advertí. Estoy de guardia.
Pero no era la centralita de urgencias, sino Noah.
—Estoy asustado, Paige. Necesito tu ayuda. Hemos revisado todo el campus y no encontramos a Sara. Desde el entrenamiento contigo nadie la ha vuelto a ver.
—Está aquí —contestó Paige sin vacilar.
—¿Contigo? ¿En serio?
—Salió conmigo del campus. En este momento estamos comiendo.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Noah con un suspiro—. No te imaginas las cosas horribles que he llegado a imaginar.
—No tenías por qué imaginar nada. Ella firmó su salida.
—No, no firmó nada.
Paige percibió la expresión culpable de Sara.
—¡Ah! Sí, claro, supongo que no firmó. —Se dirigió a Sara y dijo en tono de broma—: Te han estado buscando por todas partes. Tu padre estaba al borde de un ataque de nervios.
Si Sara se emocionó, no lo mostró. En ese momento Paige tuvo ganas de darle un cachete. En el otro extremo de la línea Noah parecía consternado.
—Las chicas no hacían más que hablar de los hermanos Devil. Decían que solo era cuestión de tiempo, que en cualquier momento violarían a alguna alumna. ¿Quién demonios son los hermanos Devil?
—Devil, no. DeVille. Son dos tipos dulces y simplones que se han convertido en los chivos expiatorios de Tucker. Son completamente inofensivos.
—¡Ah! Las chicas consiguieron contagiarme sus temores. Me temo que nuestro secreto, el de Sara y mío, ya ha dejado de existir. Así que está allí. ¡Gracias a Dios! —Casi enseguida agregó—: Pero si cree que le puedo evitar un castigo está muy equivocada. Sobre todo ahora que todo el mundo sabe que es mi hija... Tendré que hacer un esfuerzo y ser completamente imparcial.
—¿Qué está diciendo? —susurró Sara.
—No conviene que te enteres —contestó Paige también en un susurro. Luego preguntó en voz alta—: ¿Por lo menos puede terminar de cenar?
—Estaré allí dentro de media hora.
—Que sea dentro de una hora.
—Media. —Lanzó un suspiro tembloroso—. ¡Gracias a Dios! Estaba pensando que se la había quitado a su madre tan solo para someterla a horrores indescriptibles. —Respiró hondo, ya más tranquilo—. Y de todos modos, ¿qué estáis cenando?
—Pollo, pero no queda nada para ti. Si llegas dentro de una hora podrás comer un poco de postre. —Colgó antes de que él pudiera discutir.
—¿Postre? —preguntó Jill—. No tenemos postre.
Paige miró a las dos chicas.
—Entonces será mejor que preparemos algo rápido, ¿No os parece?
A Noah le encantó el postre. En cambio, no le gustó la tensión que reinó entre él y Sara durante el viaje de regreso en coche a Mount Court. Hablar con adolescentes era su fuerte, y justamente por eso le molestaba la imposibilidad de conversar con Sara. Además, tenía plena conciencia de que ella necesitaba un padre tanto como él necesitaba una hija. Pero hablar de sentimientos, tal vez criticar y ser criticado, era un asunto arriesgado para dos personas que no se conocían muy bien. Tras unos minutos de silencio, lo único que a Noah se le ocurrió decir fue:
—Estaba ocupado.
—Lo siento —contestó ella, aunque no parecía afligida.
—¿Por qué no firmaste la salida?
—Porque no se me ocurrió.
Noah tuvo ganas de decirle que esa era una de las reglas básicas de los internados: cuando uno abandona el campus, firma la salida. Si todo el mundo entrara y saliera cuando le diera la gana, los responsables nunca sabrían dónde están. Los padres confían al colegio el cuidado de sus hijos. Y el rector responde por los alumnos.
—¿Sabes? —murmuró—. Cuando pensé en la posibilidad de que mi hija estudiara en el colegio donde yo enseñaba, creí que conocía todos los inconvenientes que eso implicaba. Después de todo, durante un tiempo yo viví una situación parecida a la tuya, así que sabía lo difícil que te resultaría a ti. Pero hay otro lado del asunto en el que no pensé: mi situación. Por lo general los padres están a cientos de kilómetros de distancia y no se enteran de los problemas que hay en el colegio hasta que esos problemas se han resuelto. No tienen que pasar por el infierno que viví yo.
Sara permaneció tanto tiempo callada que Noah se preguntó si lo habría escuchado. Cuando la miró, ella dijo:
—Siempre te queda la solución de mandarme de vuelta a casa. Así no tendrás que enterarte de mis problemas.
—No quiero mandarte de vuelta a casa. Quiero tenerte aquí.
—Pero tal vez yo no quiera estar aquí.
—¿No quieres?
Ella no contestó.
—¿Sara?
—No sé —murmuró.
—¿Echas de menos California?
—A lo mejor.
—¿Estás deseando volver para la fiesta de Acción de Gracias? —Cuando ella no contestó, le dirigió una rápida mirada de soslayo—. Hablas con tu madre todas las semanas, ¿verdad?
—Ajá.
—¿Está bien?
—¡Por supuesto!
La verdad, era que varios días antes Noah había recibido una llamada furibunda de su ex mujer. Afirmaba que nunca lograba comunicarse con el teléfono del internado y preguntaba por qué Sara no la llamaba. Según Liv, hacía tres semanas que no recibía noticias de su hija.
Considerando la historia de Sara, Noah creía la versión de Liv. Pero no se lo diría a Sara. Hacía todo lo posible por confiar en ella, y esperaba que con el tiempo la chica merecería esa confianza. Por desgracia todo iba más despacio de lo que él había calculado, y se le estaba acabando la paciencia.
Por ese motivo había puesto grandes esperanzas en las vacaciones de otoño. Eran solo cinco días, de jueves a lunes, pero sería la primera vez que Sara se quedara en su casa con él. También sería el tiempo más largo que pasaran juntos y a solas. La semana que todos los años Sara pasaba con los padres de Noah no contaba. Esa sería su oportunidad de actuar como un verdadero padre. La perspectiva podría haberlo acobardado si no le entusiasmara tanto. Quería gustarle a su hija, y para eso había planeado comer juntos en un restaurante y llevarla de compras a Boston. Si ella tenía ganas, irían también al cine. Alimentaba esperanzas de que Sara se interesara en la redecoración de la casa, aunque solo fuese para que la sintiera suya. Y planeaba llevarla a dar un paseo en canoa en el río que corría al norte de Tucker. Navegar en canoa era relajante y tranquilizador, una actividad que debía realizarse en pareja, suponía coordinación y cooperación y creaba un clima propicio para el principio de una relación, o por lo menos eso era lo que él esperaba. Sabía que encontraría resistencias, pero estaba decidido a persistir. Si el fin de semana resultaba un fracaso, no sería porque él no se hubiera esforzado.