Capítulo 13
—¿QUÉ pasa? —preguntó Paige instalándose con una taza de café frente al escritorio de Peter y mirándolo con curiosidad.
—Tenemos que hablar —contestó él desde la puerta. Miró a Angie y después cruzó los brazos sobre el pecho—. Lo que está sucediendo aquí es absurdo. Yo estoy cansado, Angie está cansada, tú estás cansada. Se suponía que las cosas se arreglarían una vez superada la primera impresión causada por la muerte de Mara. Pero no ha sido así. Necesitamos ayuda. Necesitamos un cuarto médico.
Angie lanzó un quejido que expresaba con exactitud los sentimientos de Paige.
—Sé que para vosotras dos es muy duro —continuó diciendo Peter—, todavía os sentís unidas a Mara, pero, maldita sea, ¡está muerta! Está allá arriba, en la colina, fría como la piedra. Ni siquiera sabe que nos estamos dejando el alma en el trabajo; entonces, ¿para qué sirve?
Paige no supo expresarlo en palabras.
—Bueno, ya sé —agregó Peter—, no tenéis ganas de ver que otra persona entra y sale de su consultorio, pero tú, Paige, bien vendiste su casa, ¿no es cierto?
—No me quedó más remedio —contestó Paige, defendiendo su actitud—. Estaba tirando a la basura el pago mensual de la hipoteca. Y además la inmobiliaria había encontrado un comprador. —Era una familia que a Paige le gustaba. Marido y mujer eran corredores de bolsa que estaban hartos de la vida en la ciudad y habían decidido trabajar desde su casa a través del ordenador. Tenían dos hijos y les gustaba la idea de dar de comer a los pájaros—. Pero no me resultó fácil. No me acostumbro a que Mara no esté allí.
—Mara está muerta —replicó Peter—. ¿Por qué la gente se niega a aceptarlo? No pasa un solo día sin que alguien pregunte por ella, como si tuviera un resfriado y fuera a volver a final de semana.
—La querían —dijo Angie con envidia y no poca tristeza.
«A ti también te quieren», pensó Paige y trató de que su mirada se encontrara con la de Angie para transmitirle el mensaje, pero Angie miraba a Peter, que tenía el entrecejo fruncido.
Así que Paige metió la mano en el bolsillo de su gabardina y sacó la carta que había estado leyendo esa mañana, antes de empezar a trabajar.
—Mara no creía que la quisieran.
—¿Estás bromeando? —preguntó Peter con tono agudo—. La gente la abrumaba con halagos. Y eso le encantaba.
—Escuchad —dijo Paige. Y leyó—: «Aquí la vida está tan llena de ocupaciones que a veces me engaño pensando que en todo eso hay un significado más profundo, pero la realidad es que todo el mundo tiene su vida propia y ajena a la mía. Me ven, me hablan, y hasta me dicen que soy maravillosa, pero después regresan a sus casas, a sus propias vidas, y no vuelven a acordarse de mi existencia. Soy un simple incidente dentro del esquema general de las cosas. Entro y salgo de la vida de la gente lo mismo que la gente entra y sale de mi vida. Las relaciones avanzan hasta cierto punto, después se detienen, sin llegar jamás a la profundidad. Me pregunto dónde está el error».
Angie no salía de su asombro.
—¿Mara escribió eso?
—¿Cuándo? —preguntó Peter.
—No pude encontrar la fecha exacta —contestó Paige—. Es una de las cartas de un montón. No envió ninguna, pero todas están dirigidas a una tal Lizzie Parks. ¿Alguno de vosotros la había oído nombrar?
—Yo no —dijo Angie.
—¿Un montón de cartas? —preguntó Peter—. ¿Las has leído todas?
—Todas no. Son bastante densas. Solo puedo digerirlas en pequeñas dosis. Ella realmente se consideraba una fracasada.
—¿Y qué decían las otras cartas? —preguntó Peter.
—La mayoría de las que he leído se refieren a su familia. Mara nos hizo creer que no le importaba, pero os aseguro que era al revés. Tal vez sea excesivo decir que su familia era una obsesión, pero pensaba mucho en ella.
Peter se apartó de la puerta, le quitó la carta de las manos y la miró detenidamente.
—¿Y por qué no nos has hablado de estas cartas hasta ahora?
—Porque me sentía culpable por leerlas, eran muy personales. Y ahora traiciono a Mara leyéndolas en voz alta.
—Entonces ¿por qué la has leído?
No había sido algo premeditado, había obedecido a un impulso, pero no lo lamentaba.
—Estamos todos muy tensos y pensé que compartir esa carta nos ayudaría. Es fácil caer en la autocompasión cuando uno se apropia de los restos de la vida de Mara, como lo estamos haciendo, pero la verdad es que, comparados con ella, nosotros estamos muy bien. Es aterrador lo sola que se sentía.
Peter arrojó la carta sobre el escritorio.
—Era una desequilibrada. Hace semanas que lo digo. —Miró a Angie, luego a Paige—. Entonces, ¿podemos empezar a organizar entrevistas para buscar un sustituto, o debemos seguir llorando a Mara un tiempo más?
Planteado de esa manera, Paige se sintió tonta.
—Supongo que tienes razón. Es absurdo seguir esperando. De todas maneras, en algún momento tendremos que buscar a otra persona. Y tal vez convenga que sea lo antes posible.
Cuando creyó que Peter saborearía la victoria que acababa de obtener, él miró su reloj.
—Voy a una reunión sobre alergia que se hará en Montpelier. Me reemplazaréis, ¿verdad?
Angie se irguió en su silla.
—Ni hablar, yo tengo la tarde libre. ¿Qué reunión sobre alergia?
—La de siempre.
—Pero esas son los lunes.
—Esta es una que se agregó.
—Ginny no la tenía en la agenda.
—Entonces Ginny se confundió. —Se encaminó a la puerta—. Este es justamente el motivo por el que nos hace falta otro médico. Ya nos hemos esforzado todo lo posible. ¿Puedes ayudar a Paige o prefieres que yo falte a la reunión?
—Ayudaré a Paige —concedió Angie, y Peter salió.
Paige se volvió a mirar a Angie. Estaba sentada en un lado del cuarto, parecía cansada, y no solo por falta de sueño, como Paige bien sabía. Dougie ya estaba interno, con lo cual ella se había quedado sola en la casa con Ben o, mejor dicho, esperando a Ben, que solo aparecía por casa a ratos. Andaban dando vueltas de puntillas uno alrededor del otro. Paige había tratado de convencer a Angie de que hablara con su marido, que discutiera con él, y hasta que le rogara que viera a un psiquiatra, pero ella se negaba. La acusaban de haber organizado la vida de los tres durante años, así que en ese momento no actuaba, esperaba que Ben tomara la iniciativa. Era una espera dolorosa. Angie moría un poco cada día.
Paige sufría al ver el dolor de su amiga, quería ayudarla pero no sabía cómo.
—En este momento ¿trabajar te resulta un problema, Angie?
Angie lanzó un suspiro.
—No, no tenía planes concretos. Por lo visto, últimamente nunca tengo un plan concreto. Vivo con la sensación de que necesito tiempo para pensar, pero cuando me siento a hacerlo, no puedo.
—¿Anoche hablaste con Dougie?
—¡Por supuesto! Tiene un baile, y utilizo sus palabras exactas. No me preguntes lo que significa. Es posible que esté haciendo muy poco de lo que debería hacer, y mucho de lo que no debería, pero no hay duda respecto a una cosa: está feliz de haberse librado de mí.
—¿No crees que eso es tomar el tema de una forma demasiado personal?
—Tal vez. De todos modos, Ben no está angustiado, está convencido de que todo lo que Dougie haga en Mount Court será beneficioso para su desarrollo.
—Y en cierta manera debes de estar de acuerdo con eso —señaló Paige—, en caso contrario no habrías aceptado la decisión de que ingresara en la academia como interno.
—Sí, supongo que estoy de acuerdo. —Apoyó las manos en la falda—. No sé, Paige. Me aterroriza pensar en el mal que se le puede estar haciendo a la mente, al cuerpo y al ego de mi hijo si esto no da resultado. Pero algunos de los argumentos de Ben son lógicos. He sido protectora, tal vez sobreprotectora. Ahora lo veo. Pero me habría gustado que encontráramos una solución intermedia. Estar interno es una separación tan total... —Se fregó la palma de la mano contra la falda—. Pero, por otra parte, pasa los fines de semana en casa, y durante esos días ha vuelto a ser el Dougie afectuoso de antes, así que tal vez Ben tenga razón. Quizá el problema haya sido yo.
Paige se levantó del escritorio.
—Angie...
—He fracasado como madre.
—¡Nada de eso! —Paige se sentó en el borde del sillón que estaba junto al de Angie—. Tienes un hijo maravilloso, y eso lo demuestra. Piénsalo, Angie. A lo largo de los años hemos visto a centenares de chicos. Algunos tenían problemas que nacían directamente de los padres. Piensa en los Welkes, en los Fogg, los Legere..., ellos sí eran un fracaso como padres, y aun apelando a una imaginación desenfrenada no hay manera de que te puedas comparar con ninguno de ellos. Dougie no tiene problemas. No tiene mentalidad de suicida. No falta a clase para dedicarse a jueguecitos sexuales con las chicas detrás del edificio de mantenimiento. No bebe en los escalones del monumento conmemorativo de la guerra. No roba cosas de los coches de los turistas que pasan por la ciudad. Es un chico adaptado que ha alcanzado una edad en la que necesita compartir más tiempo de su vida con gente de su misma edad. Es posible que si Mount Court se hallara a tres horas de distancia no se le habría ocurrido la idea de ser interno, pero la realidad fue una tentación enorme para él: ser interno y a pesar de todo tener a sus padres cerca. Ese muchacho disfruta de lo mejor de los dos mundos. Es un chico inteligente.
—Ha crecido —dijo Angie—, tengo que recordármelo constantemente. Y que su compañero de cuarto es uno de los mejores alumnos de su curso, que el director de su internado es nuevo y excelente, y que el rector de la academia confía en el sistema hasta el punto de permitir que su propia hija se aloje en uno de los internados. ¿Sabías que tiene una hija en Mount Court?
¡Claro que lo sabía! Pero Paige creía que era un secreto.
—¿Quién te lo dijo?
—Marian Fowler. —Una de las pocas personas nacidas en Tucker que formaban parte de la junta directiva de la academia—. La llamé justo antes de que Dougie se mudara al internado. Sabía que ella me pintaría un cuadro positivo de la academia, y eso era justamente lo que yo necesitaba. Me dijo que si el nuevo rector confiaba su hija al colegio, yo también debía hacerlo. —Hizo una pausa y siguió hablando con más cautela—. Me enteré de otra cosa acerca del nuevo rector.
Paige levantó una ceja tratando de no demostrar el interés que sentía.
—Me dijeron —continuó Angie— que una mañana lo vieron salir muy temprano de tu casa. ¿Sales a correr con él?
Noah había salido por la puerta de delante en lugar de por la ventana. Paige sabía que en algún momento eso le traería complicaciones.
—No, pero somos amigos. Una mañana, mientras corría, pasó por casa y entró a saludarme.
—¿Sois buenos amigos?
Paige se encogió de hombros con tanta indiferencia como pudo. No sabía cómo calificar la clase de amigo que era Noah. Ni siquiera estaba segura de poder llamarlo amigo, pero las otras opciones eran jefe o amante, y ninguna de las dos le gustaba.
—Tiene muy buena planta —dijo Angie, invitando a la confidencia.
Si Paige lo hubiera negado, Angie habría sospechado de inmediato, así que ni lo intentó.
—Eso fue lo primero que me impresionó. Pensé que las chicas de Mount Court se enamorarían de él sin remedio. —Meneó la cabeza—. Pero no soportan sus reglamentos. Y yo tampoco. Es un hombre muy rígido.
—De una rigidez tranquilizadora, desde el punto de vista de un padre —comentó Angie—. Hablar con él me calmó respecto a que Dougie fuera interno.
Paige imaginó a Noah, frente a su escritorio, conversando con Angie. Sin duda debía de haberle resultado muy tranquilizador. Era un hombre equilibrado, sereno, entregado a su trabajo. Considerando que su contrato era solo por un año, bien podía haber mantenido una especie de statu quo. En cambio salió a la palestra tomando medidas antipopulares. Tal vez Paige no estuviera de acuerdo con algunas de esas normas, pero no podía menos que admirar el coraje de Noah.
No lo veía desde la mañana en que lo sacó de su cama. Por lo menos no lo había visto en la vida real. En su mente lo había recordado docenas de veces. Y siempre desnudo.
—¿Paige?
—¿Humm?
—¿Qué significa esa mirada?
—¿Qué mirada? —contestó ella, incómoda—. Pensaba en otras cosas que no tienen nada que ver.
—Entonces agrega estas: el último colegio donde trabajó Noah Perrine era una escuela privada de las afueras de Tucson. Había ascendido de profesor de ciencias a director de desarrollo e iba camino al rectorado cuando de repente renunció a su puesto. Parece que su trabajo le exigía viajar mucho. Su mujer, que había nacido en Nueva York y no se moría por vivir en el desierto, se sentía aún menos feliz cuando él se iba; tenía la sensación de que la abandonaba y que debía criar sola a la hija de ambos. Así que inició una relación con otro profesor de la escuela. Cuando Noah regresó de su último viaje, todo el mundo estaba enterado de lo que sucedía.
Paige se apenó por Noah.
—¡Qué terrible!
—Era un colegio pequeño, y se corrió la voz con rapidez. Noah se dio cuenta enseguida de que allí nunca llegaría a ser rector, así que renunció.
—Además, debió de sentirse humillado —comentó Paige. No creía que Noah hubiera renunciado a su trabajo solo por la imposibilidad de llegar a ser rector; no le parecía que fuera un hombre tan ambicioso. Seguir en un lugar tan cerrado habría sido una situación insoportable.
Angie siguió hablando. Parecía más tranquila ahora que impartía información.
—La mujer y su amigo se fueron poco después que Noah. Se mudaron a San Francisco, donde se casaron y durante años formaron parte de lo que ellos consideraban una elite académica. El año pasado se separaron.
¡Vaya! Eso tal vez explicara los problemas entre Sara y su madre, porque Paige creía ver en la chica más dolor que maldad. Si la tensión de un fracaso matrimonial estremecía el hogar, y si Sara culpaba de ello a su madre, si acababa de perder al padre cuyo apellido tomó años antes y se volvía hacia Noah en busca de estabilidad, su actitud parecía sensata. Aunque eso no aclaraba la relación dudosa que Noah había mantenido con su hija a lo largo de los años, y tampoco el hecho de que el contacto entre ambos fuera más bien distante.
Angie parecía amargada.
—Es como si cada vez fuera más frecuente; los padres se separan, los hijos sufren. Es lo que más me preocupa.
Paige se obligó a volver a la realidad.
—¿Por Dougie?
—Sí, por lo que él pueda estar pensando de Ben y de mí.
—¿Y qué piensas tú sobre vosotros? —preguntó Paige en el momento en que empezaba a sonar el teléfono. Oprimió el botón del intercomunicador—. Sí, Ginny.
—La sala de espera está llena de gente.
—Enseguida voy. —Cortó y miró a Angie, expectante.
—No pienso demasiado —contestó Angie, desanimada, y se puso de pie—. Trato de vivir al día.
—Pero si hablaras con Ben...
—Si hablara con él —contestó Angie mientras se dirigía a la puerta— tal vez oiría cosas que no quiero oír.
Paige se le adelantó y mantuvo la puerta cerrada.
—¿Como qué?
—Como que si no fuera por Dougie entre él y yo no habría nada. Como que nos hemos apartado en direcciones distintas. Como que quiere divorciarse de mí. Como que está enamorado de ella.
Todas posibilidades dolorosas. Paige hubiera querido negarlas, pero en asuntos del corazón no era experta en hombres. Lo único que no quería era que el fracaso del matrimonio de Angie la acosara como la muerte de Mara.
—Así que te callas con la esperanza de que el problema pase. Pero no pasará, Angie. Tal vez se aquiete durante un tiempo, pero existe. Solo será posible ignorarlo durante un tiempo determinado. Habla con Ben. Tienes que hacerlo.
—Ya lo sé —contestó Angie en un gemido—. Lo sé. —Se irguió; volvía a ser la profesional—. Tenemos que ir a trabajar.
—¿Hablarás con él?
—Lo pensaré.
—¡Por favor, Angie! ¿Hablarás pronto?
Con una mirada que decía «Basta», Angie abrió la puerta y salió.
Paige y Angie atendieron a todos los pacientes que tenían hora de visita y después a algunos más en el tiempo que tenían libre para almorzar. Como le sucedía con frecuencia, Paige se entretuvo con su último paciente, tan solo se reservó diez minutos para comer un sándwich de atún. Aprovechó también para llamar a su casa para saber cómo estaba Sami antes de empezar con las visitas de la tarde. Tenía todas las horas ocupadas hasta las tres, después pasaría a buscar a Sami y se encaminaría a Mount Court. Jill le había pedido que le diera la tarde y la noche libres para ayudar a la madre de una de sus amigas a preparar una fiesta de cumpleaños sorpresa para la chica, y Paige no se lo negó. Jill necesitaba estar con sus amigos. Y a ella le gustaba llevar a Sami consigo.
Pero poco después de las dos Jill la llamó al consultorio. Parecía agitada y llena de angustia.
—Salí con Sami y, como se lo prometí, dimos una larga caminata. Cuando llegamos a casa la puerta de atrás estaba abierta. Alguien estuvo dentro de la casa, doctora Pfeiffer. Alguien revisó todas sus cosas.
A Paige se le encogió el estómago.
—¿Me estás diciendo que alguien entró por la fuerza?
—Bueno, no eché la llave a la puerta, pero estoy segura de haberla cerrado. Nunca se me ocurriría dejarla abierta, y menos con la gatita correteando por la casa. La he llamado, pero no la encuentro.
—¿Sami está bien?
—Sí, Sami está muy bien.
—¿Dónde estás en este momento?
—Al lado, en la casa de los Corkell. No sé qué hacer. —Paige se llevó una mano a la frente y trató de pensar. El corazón le latía agitado.
—No hagas nada, Jill. Quédate dónde estás, ni siquiera te acerques a la casa hasta que yo llegue. Llamaré a Norman Fitch. Él se encontrará allí conmigo.
Por suerte Peter había regresado y pudo atender a sus otros pacientes. Paige llamó a Mount Court y canceló la práctica de ese día. A los pocos minutos, cruzaba la ciudad en coche, haciendo esfuerzos para impedir que su imaginación se desbocara. Nunca le había sucedido nada parecido, ni durante su adolescencia, en que vivió en uno de esos barrios lujosos que encantaban a los ladrones, ni durante sus años de estudiante en la ciudad. Y en el último lugar donde supuso que podía llegar a sucederle era en Tucker, una ciudad pequeña, amistosa y amante de la ley.
Pero sucedió. Alguien había entrado en su casa sin invitación. Los cajones estaban desordenados, los libros fuera de sus estantes, los papeles y las revistas desparramados por cualquier parte. La ropa, caída en el suelo, no tanto como si la hubieran tirado sino como si la hubieran dejado caer al descuido, pero eso no convertía el allanamiento de morada en algo fácil de digerir. Un intruso cuidadoso seguía siendo un intruso. Lo único que no mostraba señales de que lo hubieran revuelto era el botiquín. Quienquiera que hubiera entrado en la casa no buscaba drogas.
No faltaba nada, con excepción de Kitty, que no aparecía por ninguna parte. Mientras Norman y su agente buscaban huellas, Paige corrió a casa de los Corkell. Tomó a Sami en sus brazos, la abrazó con fuerza y volvió con ella a la casa, que recorrió cuarto por cuarto.
—¿Kitty? ¿Kitty? ¿Dónde estás, Kitty?
Hizo un segundo recorrido, esta vez sacudiendo un recipiente con comida para gatos, una manera segura de conseguir que la gatita saliera de su escondite. Pero la pelotita de piel no apareció por ningún lado y Paige empezó a asustarse.
Volvió al vestíbulo de entrada y se encontró a Norman conversando nada menos que con Noah Perrine.
—Me enteré de que habías cancelado la práctica —comentó Noah para explicar su presencia, pero Paige tenía la mente en otra parte.
—No puedo encontrar a mi gatita. Debió de salir de la casa mientras la puerta estaba abierta. —Salió al porche delantero gritando—: ¡Kitty! —Bajó corriendo los escalones y empezó a inspeccionar el jardín, miró detrás de los arbustos, en los árboles, por las ventanas que daban al sótano—. ¿Dónde estás, Kitty? ¡Kitty, Kitty, Kitty!
Noah se encontró con ella junto a la puerta del garaje.
—No la veo por ninguna parte. —Paige se hallaba al borde de las lágrimas—. Era un bebé. No estaba acostumbrada a estar fuera de la casa. No tiene posibilidades de protegerse de otros animales, y si se aleja demasiado no encontrará el camino de regreso. —Sin dejar a Sami, se encaminó al jardín vecino y lo inspeccionó como había inspeccionado el suyo. Jill también buscaba, y Betty Corkell, y al poco rato la búsqueda se había extendido a toda la manzana. Cuando Paige volvió a su casa, le dolían los hombros. Se sentó en las escaleras de delante de la casa, sentó a Sami en el primer escalón, entre sus piernas, y enterró la cabeza entre las manos.
No hizo falta que levantara la mirada para saber que quien se hallaba a su lado era Noah. Su solidez era algo tangible antes incluso de que empezara a masajearle los hombros. Era como si supiera exactamente dónde le dolía.
—Aparecerá, Paige. No puede haber ido muy lejos.
—¡Pero no tiene collar! Yo pensaba tenerla poco tiempo, hasta encontrarle un hogar permanente, y como estaba siempre dentro de casa no me molesté en ponerle un collar con la dirección. Y ahora nadie sabrá de quién es.
—Tal vez alguien la encuentre y se la quede. ¿No es eso lo que querías?
—¡No! —Le dirigió una mirada—. Quería encontrarle yo misma una casa. Un buen hogar, no un lugar cualquiera en el que ella entre por casualidad. ¿Sabes lo que hace la gente cuando se cansa del gato que adoptó movida por un entusiasmo pasajero?
—Pero, Paige, ¡no supongas lo peor!
—Ya la abandonaron una vez, ahora posiblemente ande vagando por ahí, pensando que ha vuelto a sucederle lo mismo. ¡Estaba tan triste cuando la encontré! Ahora es más grande, pero sigue siendo igual de indefensa.
—Los gatos no son indefensos; cuidan de ellos mismos.
—Esta no sabe.
—Pero no olvides el instinto.
—¡Pero si es un bebé! —gimió Paige, apoyando la cara en las manos. En cierto sentido sabía que se estaba portando como una tonta, pero la verdad era que se sentía destrozada—. Pondré carteles. Alguien tiene que haberla visto. —Suponiendo que el que entró en la casa no hubiera metido a Kitty en su coche para soltarla lejos de ahí.
Noah seguía masajeándole los hombros. Unos minutos después, dejó una mano apoyada sobre el brazo de Paige y se deslizó al escalón inferior para mirar a Sami.
—¡Eh! —exclamó con suavidad, estudiando a la niña—. Está creciendo —comentó—. Y la excitación que reina aquí no parece molestarla lo más mínimo.
Paige colocó a Sami sobre su falda. La niña no le pertenecía, como tampoco le pertenecía la gatita, pero le preocupaban lo mismo.
—Gracias a Dios ella y Jill no estaban en casa. —La emoción le formó un nudo en la garganta. A pesar de todo hizo un esfuerzo por seguir hablando—. No sé lo que habría hecho si les hubiera sucedido algo.
—¿Se te ocurre quién puede haber entrado en tu casa y por qué? —preguntó Noah. Paige meneó la cabeza—. ¿No falta nada?
—Nada que resulte evidente. Está la televisión, el equipo de música..., todo eso. También están las cosas de plata de mis padres, con eso el intruso podría haber sacado bastante dinero en el mercado negro.
—¿Guardas aquí informes de tus pacientes, asuntos confidenciales?
—No.
—Entonces el motivo no fue el robo, por lo menos el robo en el sentido tradicional de la palabra. Haber robado tu paz mental es otra cosa. ¿Tienes algún enemigo que haya podido querer darte un susto?
—¿Enemigos? ¿En Tucker?
—¿Algún caso difícil que pueda haber trastornado a algún padre? Tal vez algún padre desequilibrado...
—Sí, tengo varios, pero no puedo imaginar que ninguno de ellos hiciera esto. Los médicos de ciudades pequeñas contamos con una especie de protección. No pueden mandarte al diablo porque la siguiente vez que enfermen se encontrarán completamente desprotegidos. —De repente se interrumpió y bajó los escalones—. ¿Kitty? —Miró a Noah—. Me pareció oír algo. —Hizo a un lado la rama de un rododendro—. ¿Kitty? —Pero no hubo movimiento ni ruido alguno.
Regresó a las escaleras, descorazonada. Se apoyó contra la barandilla de madera y miró hacia la casa. Dentro, Norman tomaba notas en una libreta. De repente Paige tuvo la sensación de que le ardía el estómago.
—¿Estás bien? —preguntó Noah.
—Supongo que sí. Pero me enferma la idea de que un desconocido haya revisado mis cosas. La intrusión. La violación. —Su imaginación la llevó más lejos, vio a Kitty mutilada y abandonada para que muriera, maullando lastimeramente, cada vez con menos fuerzas.
Noah se puso de pie e inspeccionó a fondo el rododendro.
—No está allí —aseguró Paige—. Tendré que poner carteles en todo el barrio.
Pero Noah se dirigió al arbusto siguiente y exploró el suelo debajo de las ramas. De pronto se irguió con una amplia sonrisa en el rostro y con Kitty en la mano.
—Tenías razón cuando dijiste que habías oído algo.
Paige, instantáneamente aliviada y sonriente, tomó a la gatita con la mano libre y la apretó contra Sami. Después enterró la cara en el cuello del animal, era suave, cálido y afortunadamente estaba intacto.
—¡Estaba tan preocupada! —En ese momento le resultaba imposible imaginarse durmiendo sin Kitty en la cama.
—Paige —llamó Norman desde la puerta—, no encuentro señales de que hayan forzado la puerta, pero es comprensible, considerando que no estaba cerrada con llave. Mickey se quedará aquí y seguirá buscando huellas, mientras yo recorro el barrio para hacer algunas preguntas. Lo más probable es que el intruso entrase por la parte de atrás para no ser visto por nadie, pero vale la pena confirmarlo. Hazme el favor de no mover nada hasta que Mickey haya terminado.
Paige asintió. Miró hacia la casa y tragó con dificultad. Se le puso la piel de gallina ante la idea de tocar sus propias cosas después de que habían sido tocadas por un desconocido.
—Voy a llamar a las chicas de tu equipo —dijo Noah—. Cuando llegue el momento, ellas te ayudarán a poner la casa en orden.
—¡No, no! —exclamó Paige, aunque la emocionó el ofrecimiento—. ¡No hagas eso!
—¿Por qué no?
—Porque se preocuparían. Son demasiado jóvenes.
—No son demasiado jóvenes para ayudar a alguien que las ha ayudado muchas veces. Es una buena lección. Además, te quieren, y les gustará poder salir del campus.
A Paige le resultaba odiosa la idea de que las chicas renunciaran a sus horas libres para ayudarla a limpiar la casa.
—Las libraré de la sala de estudios para que te ayuden —propuso Noah, y ella no pudo menos que sonreír. Noah se puso de pie—. Enseguida vuelvo —dijo. Y en pocas zancadas llegó a su automóvil.
Entre las chicas del equipo de Paige y las pizzas que llevaban el autobús estaba repleto. Cuando se adentró en el sendero de la casa, Mickey ya había terminado y el cerrajero estaba instalando las nuevas cerraduras que Paige nunca hubiera colocado si la única afectada fuese ella. Pero ahora estaban Sami y Jill; Paige no podría ir a trabajar tranquila con un ladrón suelto por los alrededores.
Cabía la posibilidad de que ese ladrón hubiera permanecido oculto entre los arbustos, a la espera de que ellas salieran para entrar en la casa. Aunque resultaba tranquilizador pensar que Sami y Jill no habían corrido peligro, la idea de que alguien tan calculador y decidido anduviera merodeando por allí le aterraba.
Paige trató de adivinar de quién podría tratarse y qué buscaba. Seguía sin encontrar que faltara nada. Mientras las chicas limpiaban el salón y la cocina, ella se dedicó al dormitorio.
—Este es el lugar más desordenado de toda la casa —comentó Noah asomándose a la puerta.
Casi todos los cajones habían sido abiertos y registrados; montañas de ropa interior femenina yacían guardadas de cualquier manera. Los estantes del armario tampoco se hallaban más arreglados. La cesta de costura de Mara estaba volcada y había ovillos de lana por todos lados.
Paige arrojó su ropa interior a la cesta de la ropa sucia. No le importaba las veces que tuviera qué poner la lavadora: funcionaría toda la noche si era necesario, con tal de devolver una sensación de pureza a su vida.
—No consigo imaginar por qué alguien ha hecho esto.
—El mundo está lleno de pervertidos.
Con una mezcla de enojo y disgusto, Paige arrojó un camisón a la cesta.
—Siempre creí que Tucker era distinto.
—No existen lugares distintos. Esto no tiene por qué ser obra de un criminal peligroso, puede haber sido alguien con un raro sentido del humor. ¿Estás segura de que no falta nada?
Paige había revisado su joyero, pero no faltaba nada. Había revisado las carpetas que contenían los documentos de su hipoteca y su seguro. No había nada que estuviera fuera de lugar o que indicara que los papeles hubieran sido fotografiados.
De repente pensó en las cartas de Mara. Hizo a un lado vestidos, blusas y pantalones y descolgó el delantal que Mara le había hecho para un cumpleaños. Fue una broma; pese a los esfuerzos de Mara por enseñarle, Paige nunca había sido buena cocinera. El último de los intentos de Mara fue hacerle ese delantal con no menos de una docena de bolsillos. Mara declaraba que esos bolsillos eran lo bastante profundos como para contener todos los ingredientes necesarios para hacer una tarta de chocolate. Eso era algo que Paige todavía no había comprobado —nunca había intentado hacer la tarta—, pero los bolsillos eran lo bastante profundos como para contener paquetes de cartas. Y allí estaban los cuatro, intactos, cada uno atado con una cinta.
—No, no falta nada —repitió, y se preguntó por qué se le habría ocurrido pensar en las cartas de Mara con esa sensación de sobresalto. Tal vez porque encerraban un enorme significado personal. Pero justamente por ese motivo jamás podrían interesarle a un ladrón. Y, por lo visto, así era. A menos que el ladrón no se hubiera dado cuenta de que las cartas estaban allí.
Pero ¿qué sentido tenía que alguien quisiera apoderarse de las cartas de Mara?
—¿Qué pasa? —preguntó Noah.
—Nada especial —contestó ella meneando la cabeza.
—Mientras buscabas esas cartas te pusiste pálida.
—Son personales.
—¿De algún amante?
Ella le dirigió una mirada rápida.
—No, no son cartas de un amante. Nunca he tenido un amante tan romántico.
—¿Y te gustaría tenerlo? —preguntó Noah apoyándose contra la cómoda—. ¿O consideras que el romanticismo es una señal de debilidad?
Paige empezó a arrojar camisetas dentro de una segunda cesta de ropa para lavar.
—El romanticismo no es señal de debilidad, pero no basta para convertir a un amante en un ser estupendo.
—¿Qué más hace falta?
—Fuerza, personalidad, convicciones..., valores tradicionales en un hombre; cuando se dan a solas revelan machismo, pero cuando se mezclan con un poco de sensibilidad... el resultado es bárbaro.
—¿Nunca has encontrado un hombre así?
—No.
—¿Por eso no te has casado?
—No me he casado —contestó ella mientras atacaba el cajón de las medias y las bragas— porque el matrimonio es una institución que nunca me ha atraído demasiado. No lo he necesitado.
—¿No necesitaste el compromiso?
—No necesitaba la carga que el compromiso significa.
—¿Qué carga?
—La carga. Obligaciones. Expectativas imposibles de cumplir.
—¿Eso significa que no quieres atarte a un solo hombre?
Paige hizo una mueca para demostrar que el comentario le parecía absurdo.
—Entonces ¿cuáles son las expectativas imposibles de cumplir? —preguntó Noah.
—Para empezar, trabajo, y no precisamente de nueve a cinco. Estoy de guardia muchas noches y fines de semana, y me gusta mi trabajo. Si alguien estuviera aguardándome en casa, la espera sería larga.
—Tal vez él también tuviera cosas que hacer. Tal vez no le importara.
—Tal vez, pero esta es una discusión inútil. Nunca me he enamorado locamente de nadie de Tucker.
—¿Y qué me dices de mí?
—Que no estoy locamente enamorada de ti y que dentro de un año te irás. Tú no cuentas. —En ese momento percibió un movimiento en la puerta. Miró hacia allí y al ver a Sara cruzó la habitación para acercársele—. ¡Hola, Sara! ¿Cómo anda todo por allí?
—La niña está llorando. ¿Puedo cogerla en brazos? En casa tengo un hermanito. Sé lo que hay que hacer.
—Por supuesto —contestó Paige. Observó salir a Sara y luego se volvió hacia Noah, que recogía la ropa diseminada por el armario—. No sabía que tu mujer tenía un hijo de su segundo matrimonio. —Eso complicaba aún más las cosas.
—¿También vas a lavar todo esto? —preguntó Noah con expresión sombría.
Paige negó con la cabeza.
—No, lo mandaré a la tintorería. Pon todo sobre la cama.
—Pero allí tendrás que dormir.
—Entonces ponlo sobre la silla.
—Lo llevaré al coche —decidió Noah, y salió.
Paige había llevado dos cestas con ropa para lavar. Las colocó una sobre la otra y las llevó al lavadero. Metió la primera tanda dentro de la lavadora, la puso en marcha y volvió a subir al primer piso.
Sara estaba inclinada sobre la cuna de Sami, no la tocaba, solo la miraba. Paige se le acercó y preguntó en un susurro:
—¿Se ha vuelto a quedar dormida?
—Supongo. —Dejó caer la mano dentro de la cuna y acarició a la gatita, estaba hecha un ovillo, dormida—. ¿Le ha dicho él que me siguiera?
—No, está fuera, metiendo cosas en mi coche.
—Usted lo sabe, ¿verdad?
Paige no simuló ignorancia.
—¿Que es tu padre? Sí. —No le parecía conveniente andarse con misterios con adolescentes; muchas veces eran más inteligentes que ella. Y en el caso de Sara la sinceridad era imprescindible.
—¿Le dijo que no confiara en mí?
—No. ¿Por qué iba a decirme eso?
—Porque ni él mismo confía en mí. Sabe que miento.
—Bueno —repuso Paige, que ignoraba lo que Noah podía o no saber—. Yo nunca te he oído mentir.
—¡Por supuesto que sí! —La miró desafiante—. En casa no hay ningún bebé. Mamá ya tenía bastante conmigo. No estaba dispuesta a tener otro.
A Paige el tono dolorido de Sara le resultó familiar.
—¿Te lo confesó ella misma?
Sara acarició la pata de la gatita.
—No, pero yo me di cuenta. Todo fue bien mientras yo era invisible, pero cada vez me resultaba más difícil.
—Te entiendo.
—No, no puede entenderme —contradijo Sara.
—¡Claro que te entiendo! Yo nací cuando mis padres tenían diecinueve años. Fui una cadena que se echaron al cuello. Lo que querían era recorrer el mundo y no quedarse en casa a criar una hija.
—Pero ¿a pesar de todo lo hicieron?
—¿Quedarse en casa? Durante tres años. Y a desgana. Después se fueron.
—Y entonces ¿quién la crió?
—Mi abuela.
—¿Y a ella le gustó criarla?
—Mucho. Fue como si tuviera otra hija. Sintió que podía hacer todo bien por segunda vez.
—No pretenda decirme que eso es lo que siente mi padre, porque la primera vez él no hizo nada.
—Tal vez ahora comprenda que fue un error, quizá esté tratando de corregirlo.
Sara no contestó. Acarició unos instantes la oreja de Kitty y la acercó más a Sami.
—¿A usted él le gusta?
—¿Quién? ¿Tu padre? ¡Por supuesto! Es un hombre muy agradable.
—No, le pregunto si le gusta —insistió Sara.
Paige optó por una evasiva.
—No lo conozco bastante para saberlo.
—Parecía muy cómodo en su dormitorio.
—Me estaba ayudando a recoger las cosas. Trataba de darme apoyo moral. Esta ha sido una experiencia horrible —dijo mirando alrededor—. El que entró en esta casa registró incluso las cosas de la niña. ¿Por qué haría una cosa así?
—No sé. Entrar en casas ajenas no es mi especialidad. Yo solo robo en las tiendas.
Paige suspiró. Rodeó con un brazo los hombros de Sara y dijo con suavidad:
—Me alegro de que me hayas dicho eso. Si solo robas en las tiendas quiere decir que las cosas de plata de mis padres están a salvo, lo mismo que la porcelana Waterford de mi abuela y los aros que me regaló mi padre cuando cumplí dieciséis años. —Condujo a Sara hacia la puerta—. Bajemos. Puedes ayudarme con mi cuarto. Me parece más apropiado que lo hagas tú que tu padre. Es cosa de mujeres.
Esa noche, tarde, cuando en la casa volvía a reinar un orden aparente y todos se habían ido, después de que Sami tomó su biberón de la noche, cuando Jill estaba dormida y las nuevas cerraduras echadas, Paige se arrastró a la cama. Mientras le arrojaba distraídamente una pelota de papel a Kitty para que la gatita se la llevara de vuelta, abrió otro paquete de cartas de Mara.
«Creo que lo amo», había escrito. Paige buscó una fecha pero no encontró ninguna. La carta era bastante antigua, si Mara se refería a Daniel en tiempo presente. Hacía catorce años que Daniel había muerto.
¡Tengo la sensación de conocerlo desde hace tanto! En realidad nos pasamos casi todo el tiempo discutiendo, pero hay una faceta de él que pocos conocen. Se presenta como un tipo completamente confiado, cuando la verdad es lo opuesto. Es el menor de la familia, y el menos capaz para hacer las cosas que hicieron sus hermanos. En eso me identifico con él, lo cual quizá sea el motivo por el que comprendo tanto lo que siente. Una vez, cuando traté de decírselo, se enojó. Él no se cree inseguro. Así que ya no se lo digo más, pero lo veo en todo lo que hace, sobre todo cuando está conmigo y necesita llevar la voz cantante.
¡Pobre tipo! Trata de convencerse de que es el rey de su profesión, cuando todo el mundo sabe que no lo es. Aportó sus contactos locales al grupo, pero no tiene el menor sentido del negocio. Tenía su consultorio en el otro extremo de Tucker...
¿Tucker?
... cuando nosotros llegamos. Paige fue la que contrató el lugar justo al lado del hospital, que es donde él siempre debió estar. Paige fue la que unió al grupo. Ella fue la que se encargó de la decoración de los consultorios, de crear el logotipo para la papelería y la que contrató a Ginny y a Dottie.
Paige bajó la carta, asombrada. ¡Mara hablaba de Peter! Volvió a tomarla y siguió leyendo.
Ella lo hizo a propósito, por supuesto. Permitió que él se llevara todo el mérito. Tal vez lo hizo por ser amable o por diplomacia. O tal vez ella también supiera lo inseguro que es. Lo que Paige no sabía entonces, y tampoco sabe ahora, es lo que lucha él contra esa inseguridad. Estudió el secundario e ingresó en la facultad de Medicina, y volvió a Tucker para poder mantener la cabeza bien alta. Lo admiro por ello, y porque es un buen médico. Quizá a veces sea arrogante, pero hay momentos en que vuelve a ser ese niño que siempre estaba sentado solo en el patio del colegio, preparándose para los ataques que sabía que recibiría. Esos son los momentos en que yo me derrito. Paige dice que tengo debilidad por los seres heridos. Debería saber hasta qué punto tiene razón.
Paige leyó con rapidez y por encima el resto de la carta, la hizo a un lado y abrió otra. Más o menos en la mitad, leyó:
Viene en medio de la noche y nunca se queda mucho tiempo. Dice que no sería bueno para el grupo que los demás supieran que tenemos una relación, y tal vez esté en lo cierto. Paige y Angie no comprenderían esta atracción. A veces él puede ser un verdadero estorbo. Pero no saben lo bien que uno lo pasa con él. En el medio de la noche es muy tierno. Aun dormido, me abraza como si tuviera miedo de que alguien pudiera llegar y arrancarme de su lado. Hace que me sienta bien.
¡Mara y Peter! ¡Así que era cierto! Y Paige nunca lo supo.
Terminó de leer esa carta y varias más, pasando por encima párrafos que entraban en detalles puramente físicos. Al llegar a la penúltima carta empezó a leer con más lentitud.
En realidad, no debería sorprenderme. Nunca logré mantener mucho tiempo una relación. Siempre sale algo mal.
Pero esta vez la culpa no ha sido mía. Nos habíamos dedicado a limpiar un poco después de trabajar en su cuarto oscuro, cuando encontré las fotografías ocultas bajo una pila. Eran tan impactantes, que al principio creí que las había recortado de un libro. Pero después reconocí a la modelo. Una chica que se graduó en Mount Court hace dos años. Peter asegura que ya era mayor de edad cuando le tomó esas fotografías, y es posible que ella se lo dijera, pero él se engañaba. Podría haber revisado los informes médicos para averiguar la verdad. Apenas tenía diecisiete años y se mostraba desnuda en unas poses que a él podrían haberlo llevado a la cárcel durante muchos años.
Él dice que es arte. Yo digo que son problemas. Él dice que yo no soy quién para hablar así después de haberle facilitado a mi marido las pastillas que lo mataron, pero no fue eso lo que sucedió. El problema es que si él me denuncia, puedo despedirme definitivamente de mi carrera. Así que es un empate: yo no lo denuncio a él y él no me denuncia a mí.
Paige dobló la carta con manos temblorosas. No quería leer más, por lo menos esa noche. Se sentía descompuesta.
Aquella mañana Peter se había enterado de la existencia de las cartas de Mara. De repente declaró que tenía una reunión de alergia que no figuraba en la agenda, y mientras él no estaba en el consultorio alguien revisó la casa de Paige. Eran demasiadas coincidencias para estar tranquila.