Capítulo 11

ANGIE llegó temprano a casa. Había cambiado varias visitas de sus pacientes para que le quedaran algunas horas libres, no sabía qué haría en ese tiempo, pero estaba convencida de que algo debía hacer. En los últimos tiempos se había entregado al trabajo con la esperanza de que le impidiera pensar en cosas desagradables, pero los pensamientos seguían allí. Si los hacía a un lado, reaparecían en el momento menos pensado. No podía huir de ellos. Su vida se había convertido en la pesadilla de llevar a cabo las tareas habituales cuando nada, absolutamente nada, era habitual. Dougie, que hasta entonces siempre se había mostrado afectuoso y conversador, de repente permanecía callado y esquivo. Durante los trayectos de ida y vuelta del colegio se limitaba a contestar a sus preguntas con monosílabos; nunca iniciaba un tema de conversación. Al llegar a la casa, se encerraba en su dormitorio para estudiar o hablar por teléfono. Era evidente que tenía problemas que le preocupaban, el menor de los cuales no era sin duda la tensión que reinaba entre sus padres. Ben casi nunca la miraba, pocas veces le hablaba y nunca la tocaba. Era como si no estuviera allí... Angie empezaba a dudar de que viviera en la casa.

Pensó que al llegar encontraría a Ben trabajando, pero la casa se hallaba desierta y silenciosa; el estudio de Ben, a oscuras; las plumas, los lápices y las carpetas, ordenadas; la televisión, apagada. El coche no estaba. Angie se sentó ante la mesa de la cocina, más que para esperar, para decidir qué debía hacer. Si Ben hubiera estado, tal vez habrían podido hablar. Supuso que eso era lo que pretendía cuando decidió salir más temprano del consultorio. Pero la casa se encontraba tan silenciosa como vacía su mente. Se sentía indefensa. Su incapacidad para decidir qué hacer le resultaba casi tan terrible como el hecho mismo de no saber por dónde tirar. La ironía del asunto era que sabía muchas cosas, sabía cómo trabajaba el cuerpo humano, era capaz de arreglar algo para que volviera a funcionar, pero no podía crear, no podía sacar algo de donde no había nada, no podía tomar el vacío y llenarlo de sentido.

Ahora que ni su marido ni su hijo le hablaban, sentía que le faltaba algo vital, como si su cuerpo continuara funcionando por inercia. Pero no podría seguir así durante mucho tiempo. Su vacío interior era grande y crecía, como un agujero negro; con el tiempo terminaría tragándosela.

Se preguntó dónde estaría Ben. Se preguntó si habría ido al correo, a La Taberna, a la biblioteca...

Enlazó los dedos, los desenlazó y apoyó las manos en los azulejos de la mesa. Sus manos eran delgadas, firmes y eficientes, con las uñas cuidadas, cortas y sin pintar. Después de años de lavarlas cientos de veces al día, tenía manos de obrero, manos que exhibían sus cuarenta y dos años en cada arruga, en cada pequeña cicatriz, en cada vena que el año anterior no era tan prominente.

Angie suspiró y miró la ventana. Su reflejo le devolvió la mirada. Tenía el pelo negro y llevaba un corte a la vez práctico y elegante que enmarcaba un rostro pálido y delgado. Era una mujer pequeña cuya inteligencia siempre le había agregado estatura. Pero en ese momento su inteligencia era inútil y eso la hacía sentirse pequeña, indefensa y desolada. Volvió a enlazar los dedos, los desenlazó, los apoyó sobre la falda. Pensó en la eficacia con que había organizado su vida en el pasado y en lo traumático que le resultaba el presente. El futuro le preocupaba. Cuando Dougie fuera a la universidad, Ben y ella se quedarían solos. Durante todos esos años de convivencia nunca habían estado solos.

Oyó que el coche de Ben se adentraba por el camino de la casa y, presa de un temblor repentino, se levantó de la silla. Tenía cosas que hacer, siempre había cosas que hacer. Con la pereza no se lograba nada, solo quedaban en el camino más cosas que hacer. Podía empezar a preparar la comida, cargar la lavadora, regar las plantas, llamar al banco para reclamar el estado de cuenta que no había llegado... Pero no hizo ninguna de esas cosas. Era como si la parálisis que se había adueñado de su mente se hubiera extendido a sus rodillas. Se dejó caer en la silla.

Ben aparcó el coche. Angie le oyó cerrar la puerta de un portazo, oyó sus pasos en el camino, en los escalones de entrada... De pronto, Ben abrió la puerta de la cocina, entró y se detuvo en seco.

—¡Angie! No sabía que estabas en casa.

—Aparqué el coche en el garaje —explicó mientras se preguntaba qué habría hecho si hubiera visto su coche. ¿Habría seguido el viaje en vez de entrar? No se alegraba de verla; lo notó en el tono de su voz. Inquieta, se restregó una mano contra la otra.

—¿Sucede algo? —preguntó Ben con desconfianza.

Ella estuvo a punto de reír. Las cosas más importantes de su vida iban mal y él le preguntaba si sucedía algo. Se quedó mirándolo.

—Lo que quería decir—aclaró él— es si estás enferma.

Ella hizo un movimiento de negación con la cabeza.

—Dougie no llegará hasta dentro de dos horas —señaló él.

—Ya lo sé.

Ben la miró con cautela y esperó, sin apartarse de la puerta, como si todavía pudiese decidir si entrar o salir.

—¿Por qué tengo la sensación de ser la culpable? —preguntó Angie cuando no soportó más que él la siguiera mirando, silencioso, desconfiado, con expresión casi acusadora—. El que ha tenido la aventura eres tú, pero la que se siente culpable soy yo. No tiene sentido.

La mirada de Ben revelaba que el asunto tenía todo el sentido del mundo. Durante su matrimonio ella lo había anulado, le había obligado a buscar consuelo en otra mujer. Si él actuó mal al tener una amante, ella ya había actuado mal antes. Angie sintió que le pesaban las piernas, el torso, los brazos, y por primera vez se preguntó si no habría un aspecto positivo en la parálisis; liberaba a su víctima de la acción, de la respuesta y de la responsabilidad.

Pero si ella no actuaba, nadie lo haría. Ben siempre le había seguido los pasos, y hasta entonces a ella no le había importado. Pero en ese momento deseó que por una vez en la vida fuera él quien tomara la iniciativa.

Ben esperó. Ella lo había entrenado bien.

Por fin, con un suspiro, Angie se decidió a tomar la palabra:

—Creo que debemos hablar.

—¿Los dos? —preguntó Ben—. ¿O tú?

—Tú —replicó ella, volcando en esa palabra todos sus sentimientos negativos. Ben la había herido. Nada de lo que ella hubiera hecho merecía ese castigo—. Necesito que me digas qué está pasando en esta casa. Nos comportamos como si todo siguiese como siempre, pero es una farsa. Nuestra familia se está desmoronando. Es como si anduviéramos dando vueltas unos alrededor de los otros evitando mirarnos a los ojos. La comunicación es nula.

Él ni siquiera movió un músculo.

—¿Ben?

—¿Qué quieres que agregue? —dijo él encogiéndose de hombros—. Acabas de decirlo todo.

Angie, temblorosa, aspiró una bocanada de aire. Era difícil desterrar los viejos hábitos; Ben se negaba a ayudarla.

Entonces ella habló en voz baja, con cansancio, con humildad.

—Por favor, Ben. Dime qué estás pensando, qué piensas honestamente. Yo no te estoy diciendo nada, te lo estoy preguntando. No sé lo que piensas, no sé lo que quieres, y mucho menos sé qué debo hacer.

—Esa sí que es una novedad —exclamó él.

Angie se miró las manos.

—Está bien, me lo tengo merecido. —Apartó la mirada—. Pero saber qué hacer ha sido mi manera de afrontar la vida. Siempre me he sentido orgullosa de eso, y nadie antes, incluyéndote a ti, había insinuado que debía comportarme de otro modo. Nunca creí que te estaba dominando, aunque tú lo hayas sentido así, no fue esa mi intención. Sencillamente, fui como soy.

—La pequeña doña perfecta.

La fuerza del resentimiento de Ben continuaba sorprendiéndola. Hizo un esfuerzo por reunir lo que le quedaba de autoestima.

—Si eso fuera cierto en este momento no estaría aquí. Habla, Ben. Dime qué debemos hacer, qué quieres. Dices que nunca te he escuchado. Ahora estoy tratando de hacerlo, pero a menos que hables es imposible que te escuche.

Ben se metió las manos en la cintura del pantalón y se quedó mirándola unos instantes antes de hablar.

—De acuerdo. Tenemos que hacer algo respecto a Doug. En este momento está enfadado con los dos, contigo y conmigo. Dudo que me hable a mí más de lo que te habla a ti. Esta mañana ha llamado su profesora de español para preguntar si en casa había algún problema.

—¿Y ella cómo lo ha sabido? —preguntó Angie, de repente imaginó que todo el mundo estaba al corriente de sus desavenencias y la idea le horrorizó.

—Ayer suspendió un examen escrito. Y hasta ahora nunca le había sucedido.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Angie con una enorme sensación de fracaso. No por la nota, nadie pasaba por el colegio sin suspender algún examen. Doug podría contrarrestar esa mala nota con las que sacara en el futuro. El asunto no era ese. La cuestión era que Doug no habría suspendido si no se sintiera profundamente angustiado.

—Así que tenemos que hablar con él —dijo Ben.

Varias semanas antes Angie habría hecho eso por su cuenta. Pero Ben la acusaba de ser dominante y manipuladora. Así que preguntó:

—¿Qué crees que debemos decirle?

—No sé.

Si él no lo sabía y se suponía que ella no debía decírselo, ¿qué harían? Miró a su marido y esperó.

Ben volvió a hablar después de un momento que a ella le pareció una eternidad.

—Aquí hay dos problemas distintos. Uno se refiere a lo que nos está pasando a nosotros. El otro tiene que ver con Doug y con el espacio que necesita.

—Ambos problemas están relacionados —dijo Angie, y lo lamentó en cuanto oyó el tono de voz de Ben.

—Eso es evidente, pero uno es más fácil de solucionar que el otro. —De repente su tono irónico dio paso a la seriedad—. Creo que deberíamos permitir que internase en Mount Court.

Angie meneó la cabeza. Todo en ella se revelaba ante esa idea, pero no dijo una sola palabra hasta que Ben preguntó:

—¿Por qué no?

Angie hizo un esfuerzo por tranquilizarse.

—Porque es demasiado joven.

—Está en octavo grado. En Mount Court los chicos entran internos en séptimo.

—Si suspendió el examen de español, tal vez necesite más ayuda. —Ella hablaba algo de español y a veces ayudaba a Doug con el vocabulario.

—No tiene problemas con el español —la corrigió Ben—, simplemente suspendió un examen. Y tal vez lo controlen mejor en el colegio, donde todas las tardes los internos tienen la obligación de pasar unas horas en la sala de estudio.

—Se hartará de estar todo el día con los otros chicos.

—Tal vez. Pero es probable que él lo prefiera a pasar en casa todas las noches. Tú lo ahogas y yo trabajo. Y él es hijo único y se siente solo. Si tuviera un hermano sería distinto.

—Estuvimos de acuerdo en que con un hijo tendríamos suficiente trabajo.

—Eso fue lo que tú decidiste. Otro de los dictados de Angie.

—Pero ¡maldita sea, si no me lo discutiste la culpa es tanto tuya como mía! —Pensó en cuando Dougie era pequeño, ni siquiera recordaba que hubieran hablado de la posibilidad de tener otro hijo. Lo habían planeado todo para que ella pudiera volver a trabajar. ¿Lo habían planeado juntos? ¿O lo planeó ella? Tuvo la terrible sospecha de que había sido esto último—. Bueno —dijo, con un suspiro de desánimo—. Ya es un poco tarde para hablar de eso. Y también es un poco tarde para considerar la posibilidad de que Dougie sea interno. El semestre ya ha empezado, no creo que lo aceptaran.

Ben lanzó un bufido.

—¿En Mount Court? Con tal de que pagara el alojamiento y la comida serían capaces de aceptar a un mono.

Angie tuvo la sensación de que estaban librando una batalla con Dougie en el medio y Ben en el bando contrario.

—Pero ¿a ti no te preocupa? —preguntó sorprendida.

—¡Claro que me preocupa! Yo también quiero a nuestro hijo y me gusta tenerlo en casa. Pero él quiere ser interno, Angie.

—También quiere que le regalemos un coche cuando cumpla dieciséis años.

—No es lo mismo —replicó Ben—. Un coche es un lujo. De acuerdo, estar interno también lo es, pero por lo menos es una experiencia que vale la pena vivir.

—Tienes razón. Los internos aprenden grandes cosas.

—¿No crees que esas cosas que le preocupan las aprenderá de todos modos? ¿Crees que no sabe ya que algunos cigarrillos no contienen tabaco? ¿Crees que no sabe lo que significa la palabra drogadicto? ¡Vamos, Angie, tienes que ser realista! Dougie es un chico inteligente, un chico normal. Interno o no, pronto empezará a hablar con sus amigos de los pechos de las chicas, y si quiere un preservativo lo conseguirá sin necesidad de pedirte que se lo compres.

—¡Pero si solo tiene catorce años! —protestó ella.

—Eso no significa que vaya a usar el preservativo, pero los chicos hablan de eso durante años antes de usarlos realmente. —Se apoyó una mano contra la nuca y la apretó. Angie no le había visto ese gesto desde el día en que se mudaron a Vermont, cuando uno de los trabajadores de la mudanza dejó caer su ordenador—, ¡Dios mío, Angie! Piénsalo, ¿quieres? Tú has criado a ese chico, durante catorce años le has enseñado a ser honesto, considerado y trabajador. Esos valores ya forman parte de él, y te aseguro que no los va a olvidar de repente..., a menos que lo encierres en una jaula y lo obligues a salir abriéndose camino como sea. Dale aire, Angie, confía un poco en él.

—¿Como confié en ti? —Las palabras quedaron pendiendo en el aire. Por primera vez Angie vio una expresión de culpabilidad en la cara de Ben—. Y lo hice, ¿sabes? —agregó en voz más baja—. Supuse que tú creías en la fidelidad. Nunca se me ocurrió la posibilidad de que tuvieras una aventura. Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

En ese momento Ben tenía la mano en la nuca, soltó una bocanada de aire.

—No fue intencional; simplemente sucedió —dijo.

—¿Durante ocho años? —exclamó ella—. Ben, ahora eres tú el que debe bajar a la realidad. Si hubiera sucedido una sola vez podría creer que no fue intencional. ¿Pero durante tanto tiempo? Eres un tipo inteligente, estás enterado de lo que pasa en el mundo, durante la cena sueles contarme el último escándalo que se ha producido en el gobierno, a veces se relaciona con el dinero, otras con el poder, otras con el sexo. Me has hablado innumerables veces de algún hombre que engaña a su mujer. ¿No te diste cuenta de que tú también lo hacías?

Ben apartó la mirada.

—Claro que me di cuenta.

—¿Sabes cómo duele?

Él la miró y Angie no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas. Se las secó apresuradamente para que él no la acusara de tratar de manipularlo, pero las lágrimas no cesaban. Angie decidió ignorarlas y preguntó:

—¿Cómo empezó todo?

—No tiene importancia.

—Para mí sí.

—Bueno, tal vez yo no quiera hablar del asunto.

—¿Porque es algo especial? ¿Porque es tuyo y no mío? ¿Porque tienes miedo de que yo trate de controlarlo?

—¡Porque, maldita sea, no debí haberte dicho nada! Sabía que ni lo sospechabas. Sabía que te causaría dolor. Te lo dije en un momento de furia, pero no es así como ha sido la cosa durante todo el tiempo. No lo hice por una cuestión de desafío, lo hice porque tenía una necesidad que tú no saciabas.

Una necesidad que Angie no saciaba. Por centésima vez en una semana se sintió completamente descolocada, aunque ya no le resultaba tan impactante como la primera vez.

Ben se apoyó contra la pared con los brazos sobre el pecho, los pies cruzados y la mirada baja.

—Yo siempre voy a la biblioteca a leer los diarios —dijo con cansancio—. Ella estaba allí. Nos hicimos amigos.

—¿Y cuándo se convirtió en algo más?

—No sé.

Angie esperó.

Por fin él volvió a hablar.

—Posiblemente pasase un año antes de que sucediera.

—¿Adónde vas? ¿A su casa?

—Angie, esto no es...

—Sí, lo es —contradijo ella, pero en voz baja, con tristeza—. Esta es una ciudad pequeña. Conozco a casi todos los que viven aquí. Atiendo profesionalmente a muchos de ellos, y me importa saber cuántos están enterados.

—¡Ah! Es una cuestión de imagen.

—Es más que eso. La confianza que tenía en mí misma ha quedado hecha trizas. Tú dices que me he equivocado. Dougie dice que me he equivocado. Quiero saber si puedo salir de aquí y simular que todavía soy capaz de hacer algo bien.

—Puedes hacer muchas cosas bien. No dramatices.

Ella se levantó de la silla de un salto.

—¿Qué no dramatice? Soy la última persona con tendencia a dramatizar. He dado vueltas durante días enteros como si no pasara nada. —Volvió a dejarse caer en la silla y agregó en voz baja—: Estoy tanteando el camino, es algo nuevo para mí. Lo estoy haciendo lo mejor que puedo, pero si pregunto algo que te parece inapropiado, te pido que tengas paciencia. Tú no ves la situación desde mi perspectiva. —Suspiró—. Lo único que quiero saber es si todo el mundo se ha enterado de esto antes que yo.

—No lo sabe nadie. Hemos sido muy discretos.

—¿Y lo sigues siendo ahora que yo lo sé? —Era una manera indirecta de hacer otra pregunta, la que más temía.

—Desde que tú te enteraste no he estado con ella. Por lo menos de esa manera.

—Pero habéis hablado.

—Es mi mejor amiga.

—Creía que yo era tu mejor amiga.

—Lo fuiste, hasta que ya no tuviste tiempo para dedicarme. Yo era una especie de mueble. Una vez que me pusiste en mi lugar, lo único que necesitaba era que me pasaras el plumero de vez en cuando, que me quitaras el polvo, que me movieras a un lado o al otro. La compra del mueble fue la única parte importante, después —hizo un sonido de desánimo— empezó la rutina.

—¿No será esta una de esas crisis de los cuarenta años? —preguntó Angie con la esperanza de que lo fuera. Esas crisis se superaban.

Ben negó con la cabeza.

—Es más importante.

Ella apretó los labios y asintió.

—¿Significa que nos vamos a separar?

Ben tardó mucho en contestar. Permaneció con la mirada clavada en el suelo y el entrecejo fruncido. Por fin habló en voz baja y con expresión de cansancio.

—No sé. ¿Tú quieres separarte?

Por lo menos no había dicho un «sí» decidido, que era lo que ella temía. Angie empezó a temblar.

—No, por supuesto que no quiero separarme. Me gusta nuestro matrimonio...

—¿Cómo te gusta nuestro edredón de plumas?

Allí estaba de nuevo la amargura. Y al comprobar lo profunda que era a Angie le sorprendió que Ben hubiera podido ocultarla durante tanto tiempo. A menos que ella, como decía Ben, simplemente la hubiera ignorado. A Angie le parecía imposible no haber percibido algo tan intenso.

—Estás muy enojado...

—Sí, lo estoy. Me enfurece que no me hayas prestado más atención, que tu trabajo sea tan importante para ti, que para ti Dougie esté antes que yo, que me hayas colocado en la posición de necesitar algo hasta tal punto que para conseguirlo tuve que traicionarte.

—Yo no soy la malvada de esta historia —insistió ella con suavidad—. No fue mi intención hacer nada de eso. Si hubieras hablado antes..., hablado de verdad, como lo estás haciendo ahora, en lugar de dejar caer indirectas y vagas sugerencias..., tal vez habríamos podido evitar todo esto. Ocho años es mucho tiempo para que te sientas mal por algo que haces y no digas una palabra.

Ben se encogió de hombros.

—Ya está hecho.

—¿Y ahora qué hacemos?

Se hallaban de nuevo en la casilla de salida. Ben también lo comprendió. Angie lo notó en sus hombros hundidos. Recordó la época en que ella masajeaba esos hombros, cuando eran más jóvenes, cuando dependían el uno del otro y, sí, cuando eran los mejores amigos. Durante los primeros meses de su matrimonio a ella le encantaba tocar a Ben. Después, cada vez tuvieron menos tiempo y perdió la costumbre. Se preguntó si podría recuperarla, si quería recuperarla. Pero antes de que pudiera dedicarle al problema el tiempo que merecía Ben respondió a su pregunta.

—Empezaremos por permitir que Dougie esté interno. Podría ser un semestre de prueba, con la condición de que si en algún momento el asunto no funciona volverá a casa.

Angie libraba una batalla perdida, se encontraba en minoría: una contra dos.

—Es algo que me molesta muchísimo.

—Entonces que esté interno cinco días a la semana y que pase los fines de semana en casa.

Eso no le pareció tan mal..., estaba mal pero era un poco menos terrible.

—¿Crees que le parecerá bien? —preguntó.

—Será la única opción que le daremos.

Pero eso también tenía sus inconvenientes. Angie pensó en ellos y los habría expresado de no haber sufrido un repentino ataque de inseguridad. Antes, sabía prácticamente todo lo que había que saber, y donde terminaba el saber empezaba la intuición. Pero en los Últimos tiempos —primero con Mara y después con Ben y con Dougie— se sentía fuera de situación.

—¿Qué te parece? —preguntó Ben con impaciencia. Al ver que Angie meneaba la cabeza añadió—: Prefiero que digas ahora lo que piensas, y que después no me vengas con un «te lo dije».

Ben quería que Dougie estuviera interno; ella podía aceptarlo y después echarle la culpa si algo andaba mal. El problema era que estaban hablando de la vida del hijo de ambos. Angie no quería que a él las cosas le salieran mal, ese era justamente uno de los motivos por los que dudaba de la conveniencia de internarlo en Mount Court. Podía escuchar los argumentos a favor que esgrimía Ben, pero había otra cosa.

—El problema que yo veo es el momento —dijo, vacilante—. Si lo internamos ahora, tal vez crea que lo queremos fuera de casa para poder discutir tranquilos o divorciarnos. Es posible que se preocupe más de lo que se preocuparía si viviera aquí.

Ben lo pensó en silencio. Antes Angie habría llenado ese silencio con más pensamientos, pero en ese momento permaneció callada.

Por fin Ben dijo:

—Todo irá bien si sabemos manejar la situación.

Angie esperó que continuara hablando. Estaba ansiosa por oír lo que tuviera que decir, porque se refería al meollo de la cuestión. Por increíble que fuera, Ben la miró como pidiéndole ayuda, pero ella mantuvo la boca cerrada.

—Podríamos decirle que hemos decidido acceder a que sea interno porque sabemos que en este momento es lo que quiere.

Eso no solucionaba el asunto. Angie permaneció en silencio, pero su expresión debió de indicar algo —o tal vez habló la conciencia de Ben—, porque de repente él agregó:

—Podemos decirle que los dos estaremos aquí esperándolo cuando venga los fines de semana.

—¿Y lo estaremos?

—Yo estaré —contestó Ben—. No le fallaré. —Eso no tenía nada que ver con su decisión respecto al matrimonio. Al ver que ella no contestaba, preguntó—: ¿Y tú?

—Este es mi hogar, no tengo adonde ir. Pero creo que estás esquivando el tema.

Ben se irguió y miró el reloj.

—Me voy a buscarlo. Ya es hora. No sacaré el tema hasta la hora de la cena, entonces podremos hablar de ello los tres juntos.

Y salió, dejando a Angie más preocupada y sola que nunca.

Peter estaba igualmente solo y preocupado cuando salió de La Taberna. No se había quedado mucho rato, solo el suficiente para beber una cerveza. Sin nadie con quien hablar, lo único que podía hacer era pensar en las fotografías que se secaban en su cuarto oscuro.

La noche anterior había trabajado horas en ellas. Logró encontrar el negativo exacto, el que buscaba —o por lo menos eso fue lo que creyó— e hizo todas las copias imaginables. Después dedicó todo el día a ver pacientes, hablar con padres y sugerir soluciones para problemas. Se sentía particularmente bien consigo mismo porque estaba seguro de haberlo conseguido. Pero cuando regresó a su casa, a la luz del día, comprobó que ninguna fotografía transmitía lo que él buscaba. Ninguna le hacía justicia.

La cerveza no alivió en nada su desilusión. Lo único que logró es que tomara conciencia de que todo el mundo estaba en pareja mientras él estaba solo, y que habría estado con Lacey si ella de repente no se hubiera sentido demasiado perfecta para él.

Con la cámara en la mano, caminó hasta la esquina y dobló por Main Street. El sol, cerca ya del horizonte, creaba sombras que darían profundidad a las tiendas. Tomó una fotografía de la librería, sacó el zoom para hacer una toma de la iglesia, ubicada en un extremo de la calle, guardó el zoom y fotografió las tres calles que formaban el centro de la ciudad. A la luz de la puesta del sol la piedra de tono ámbar parecía más dorada, los carteles más auténticamente antiguos, las vidrieras más atractivas.

Se colocó detrás de un contenedor de basura, frente a la manzana donde estaban el drugstore, la librería y Reel's, y extendió el zoom para fotografiar este último lugar. Los chicos de Mount Court estaban en la ciudad, los veía a través de la vidriera de Reel's. Formaban grupos; algunos revisaban vídeos con la intención de alquilar uno, otros permanecían sentados en la parte trasera, donde se vendían bebidas sin alcohol. Vio a Julie Engel. Tenía la cabeza inclinada sobre un vídeo. Leyó lo que decía la tapa, lo volvió a colocar en su lugar y tomó otro. Peter cruzó la calle y se detuvo en el lugar donde los coches se hallaban estacionados en diagonal y tomó varias fotos de Julie a través del cristal. Si esa muchacha era impactante cuando llevaba el pelo peinado hacia atrás, lo era aún más en ese momento. Tenía el cabello largo, muy brillante y suavemente ondulado; el maquillaje, aunque leve, le destacaba los ojos; su vestimenta era modesta pero insinuaba lo contrario.

Mientras Peter la observaba, Julie se separó del grupo y caminó con indiferencia hacia la puerta de la tienda. En ese momento lo vio, sonrió y le saludó con la mano. Se volvió para decirles algo a sus amigas y salió a la calle.

—¡Hola, doctor Grace!

—¿Cómo estás, Julie?

—Bastante bien.

—¿Has encontrado algún vídeo interesante?

—No. Los he visto todos por lo menos tres veces; al final te aburres. —Señaló la cámara de Peter y preguntó—: ¿Está fotografiando algo especial?

Peter indicó la calle con un movimiento de cabeza.

—La ciudad. La luz es buena.

—¿No podría hacerme algunas fotos a mí?

—¿A ti?

—El mes que viene es el cumpleaños de mi madrastra. Ella siempre piensa lo peor de mí. Estaría bien mandarle una foto mía con aire angelical... —Miró hacia la iglesia, junto a la que había una pequeña plaza—. Podríamos ir allí —propuso; lo tomó del brazo y echaron a andar.

Peter sintió cierto desasosiego. A juzgar por las historias que corrían por Mount Court, Julie Engel era tan decidida como hermosa. Él dudaba de que la madrastra cumpliera años en octubre, ni siquiera estaba seguro de que Julie tuviera una madrastra. Y le parecía oír la voz de Mara advirtiéndole que se cuidara de las jovencitas demasiado decididas.

Por otra parte, la plaza estaba junto a la iglesia, y ese era terreno seguro.

—¿Y tus amigos? —preguntó.

—Tardarán años en elegir un vídeo y tomar un refresco y tal vez hasta un helado en la calle de enfrente. En el colegio ya no nos dan helados. El señor Perrine considera que el yogur helado es más sano. —Enlazó su brazo con el de Peter—. ¡Qué hombre tan aburrido! ¿No le parece?

Peter separó su brazo del de ella. Tucker era una ciudad pequeña. La gente veía cosas, lo que no veía lo imaginaba, y lo que no imaginaba, lo imaginaban los vecinos. Y no quería que nadie tuviera una idea equivocada. Él no andaba haciendo tonterías con jovenzuelas, nunca lo había hecho y nunca lo haría.

—Si quieres que te diga la verdad —respondió—, a mí me parece un hombre excelente. Me gustan las normas que ha impuesto.

—Eso es porque no tiene que acatarlas. Hay que estar en el internado a las diez de la noche entre semana y a las once los fines de semana..., y eso es para las mayores. No hay derecho. —Se apartó el pelo de la cara—. Yo no debería tener que soportar esas restricciones. Ya tengo dieciocho años.

Peter no la creyó. Diecisiete tal vez, quizá diecisiete y medio, pero no dieciocho.

Julie se adelantó corriendo y se detuvo junto a un árbol en el borde de la plaza. El sol se reflejaba en su pelo y le daba vida; Peter alzó la cámara y la fotografió mientras se le aproximaba, después le tomó varios primeros planos desde diferentes ángulos. Cuando estaba enfocando, ella se alejó trotando hacia el centro de la plaza y se detuvo junto a un banco de madera. Se sentó en él con aire inocente y miró la cámara preparándose para una toma.

—Levanta la barbilla... Así. ¡Perfecto! ¿Cuándo dijiste que era el cumpleaños de tu madrastra?

—En noviembre. Tiene tiempo de sobra para sacarme una foto realmente buena. Se la pagaré, por supuesto. Usted será mi fotógrafo oficial. —Se levantó del banco de un salto—. ¿Qué le parece aquí? —Señaló un grupo de árboles.

Peter, que no tenía la menor intención de cobrarle una foto para su madrastra, cuyo cumpleaños era en octubre o en noviembre, según el capricho de la chica, la mantuvo alejada mientras fotografiaba los árboles. Tenía la cámara frente a los ojos cuando Julie entró en su campo de visión, pero la bajó en cuanto vio lo que la chica había hecho.

—¡Julie! —exclamó en tono de advertencia.

—Tan solo unas tomas —susurró ella quitándose la camisa mientras se le acercaba—. La luz es fantástica.

—Vuelve a ponerte la camisa.

Pero ella ya la había dejado a un lado, y si usaba sujetador también se lo había quitado.

Sus pechos, erguidos y turgentes, eran los de una joven que se acerca al punto máximo de su atractivo físico. Julie podría haber tenido dieciocho años, veintiuno o veinticinco. Pero era una paciente, una alumna del colegio del que él era médico oficial, y por lo tanto significaba problemas.

Con toda deliberación, Peter se colgó la cámara al hombro.

—Me niego a fotografiarte desnuda.

—No estoy desnuda —lo contradijo ella, acercándosele más—. Llevo puestos los pantalones.

—Vístete, Julie, y te acompañaré a reunirte con tus amigos.

Ella lo miró a los ojos con la confianza de quien conoce su propio poder.

—Acarícieme —susurró a pocos centímetros de distancia de Peter.

—No —contestó él, meneando la cabeza.

—¿No le parezco atractiva?

—Muy atractiva. Pero, para empezar, eres mi paciente, y además eres una niña.

—¡No soy una niña! Tengo dieciocho años. Y ahora que la doctora O'Neill ha muerto, soy paciente de la doctora Pfeiffer.

«Ahora que la doctora O'Neill ha muerto.» Mara aullaría de risa si pudiera verlo en ese momento. Peter concentró en eso sus pensamientos, se apartó y tomó la camisa de Julie, pero ella lo seguía.

—Usted es el hombre más atractivo de esta ciudad —dijo.

Peter le puso la camisa sobre los hombros, pero en ese momento se dio cuenta de que las mangas estaban del revés. Volvió a coger la camisa con intención de darle la vuelta a las mangas.

—La mitad de las chicas del colegio están enamoradas de usted. —Levantó los labios hacia los de él.

Peter tironeó con fuerza las mangas de la camisa, logró darle la vuelta a una y se dedicó a la otra.

—No soy virgen, si eso es lo que le preocupa. Ya lo he hecho antes.

—¡Déjame en paz, Julie! —dijo Peter en el momento en que conseguía arreglar la segunda manga. Le puso apresuradamente la camisa sobre los hombros, solo para comprender que con eso la había ligado a él. Julie llevó las manos hacia el cinturón de Peter y enseguida bajó una de ellas.

—No puede ocultar que me desea —dijo con una sonrisa maliciosa.

—¡No! —gritó él retrocediendo—. No —repitió en voz más baja, mientras levantaba las manos como rindiéndose—. Me halagas. Eres una chica hermosa, pero cualquier cosa entre tú y yo sería imposible.

—Siento que no es así —insistió Julie.

—Lo que sientes —contestó Peter con un suspiro— es la diferencia entre el cuerpo de un chico y el de un hombre. Y lo que acabas de hacer —agregó con aire grave— ha sido violar mi intimidad. —Puso las manos en jarras—. Y ahora puedo escoltarte de regreso por las calles de la ciudad sin camisa para que todo el mundo pueda apreciarte mejor, pero si no es eso lo que tenías en mente te sugiero que te abroches la camisa.

Ella se la abrochó, pero su mirada negaba que él no se hubiera excitado. Y la ocasional sonrisa que le dirigió mientras se dirigían de regreso a Reel's indicaba lo mismo. Para Peter fue un alivio verla correr a reunirse con sus amigos. Julie había empezado a conseguir que se sintiese como un eunuco, y era cualquier cosa menos eso. Poseía un apetito normal y saludable por las mujeres atractivas..., un apetito que podría haber satisfecho en ese mismo momento, si no fuera porque Lacey pretendía decirle lo que debía hacer en la vida. Él también podría haberle dicho un par de cosas.

Cruzó la calle, retrocedió sobre sus pasos, giró en la esquina hacia el área de estacionamiento de La Taberna y se metió en su coche. Minutos después se dirigía a la casa de los Weeble. Aparcó frente al garaje, trepó por la angosta escalera hacia el apartamento de arriba y llamó a la puerta. Alcanzó a oír el sonido de la banda de rock de Tucker que había logrado ganar tres discos de platino sucesivos. Volvió a golpear, esta vez con más fuerza.

—¿Sí? —dijo Lacey por encima de la música.

—Soy yo, Peter. —Se anunció porque no estaba seguro de ser bien recibido. No hablaba con Lacey desde la noche en que la dejó plantada en La Taberna.

Ella tardó bastante en abrir la puerta, y cuando lo hizo vestía una bata larga y su expresión era seria.

—Debiste haber llamado antes de venir. Estoy muy cansada.

—No me quedaré mucho tiempo —contestó Peter mientras entraba en el apartamento. Esperó a oír el sonido de la puerta al cerrarse; al no oírlo, se volvió y vio que Lacey le daba la espalda y mantenía la mano en el picaporte. El pelo rubio le caía como una cascada por la espalda hasta el cinturón de la bata, justo encima de la suave curva de las caderas. Peter sintió que se excitaba. Se le acercó y enterró la cara en el pelo de Lacey mientras cerraba la puerta de un empujón y se apretaba contra ella.

—¡No, Peter! —protestó ella; trató de alejarse pero él se lo impidió.

—Sé que soy un cretino —dijo antes de que lo dijera Lacey—, pero entre tú y yo hay un asunto pendiente. —Empezó a acariciarle el pecho.

Ella se retorció.

—¡No hagas eso!

Peter permitió que se volviera antes de inmovilizarla contra la puerta y mientras lo hacía le tomó la cara con una mano y bajó la otra.

—Te gusta. Yo sé que te gusta.

—Peter...

—Conozco tus puntos débiles —su mano llegó a destino—, sobre todo cuando no te has puesto ropa interior. ¿Lo has hecho por mí?

—¿Cómo iba a hacerlo por ti? —exclamó ella mientras le apoyaba las manos contra el pecho y lo empujaba—. Ni siquiera sabía que venías. Peter, no quiero...

Él le impidió seguir hablando, apoyó la boca contra la de ella y le devoró los labios mientras la acariciaba, pero a pesar de sentir que el cuerpo de Lacey empezaba a moverse al ritmo del suyo, Lacey apartó la boca.

—No tienes ningún derecho a entrar así en mi casa —jadeó Lacey mientras lo empujaba sin mucha convicción—, y esperar que yo te acepte...

—¡Pero si te encanta! —dijo Peter abriéndole la bata y desabrochándose los pantalones. Se sentía poderoso y viril, duro como una roca y listo para explotar.

—¡Maldita sea! ¡No quiero...!

—¡Claro que quieres! ¡Por supuesto que quieres! —aseguró Peter, sosteniéndola con menos suavidad.

Apoyó la boca contra la de ella al mismo tiempo que la penetraba. No supo si el grito de Lacey fue de dolor o de placer, pero tampoco le importó. Su necesidad interior era demasiado grande, demasiado viril, demasiado total. La puerta se estremecía por la fuerza de sus embates, pero eso, lo mismo que las piernas de Lacey, que le rodeaban la cintura, eran detalles completamente ajenos a la tensión que crecía, crecía, crecía en su interior. Apretó los dientes, lanzó un grito gutural y alcanzó un orgasmo que parecía no terminar nunca. En ese momento solo tenía conciencia del placer extraordinario que sentía.

Con mucha, mucha lentitud volvió a darse cuenta del lugar en que se encontraba, de su cuerpo apretado contra el de Lacey y de su aliento entrecortado contra el cuello de ella. Transcurrió otro minuto antes de que percibiera la rigidez de Lacey.

Dio un paso atrás y su mirada se encontró con la de ella, fría como el hielo. Lacey se alejó mientras se ataba el cinturón de la bata. Cruzó la habitación, tomó un obelisco de piedra que había sobré una mesa baja y se volvió a mirarlo.

—Creo que será mejor que te vayas. ¡Ahora mismo!

Al ver la actitud con que ella sostenía ese obelisco Peter se quedó donde estaba, junto a la puerta, y se abrochó los pantalones.

—¿Por qué estás tan enfadada?

—No te quiero aquí. No quería que entraras, pero te metiste a la fuerza. Eres un grosero, Peter.

—¡Ah! Estás furiosa porque la otra noche te dejé colgada con la cuenta.

—Lo de la cuenta no fue nada, puedo pagar una cuenta como esa. Pero te diste media vuelta y te fuiste cuando me atreví a criticarte. No sabía que fueras tan inseguro.

—Ya empiezas a psicoanalizarme de nuevo...

—No te psicoanalizo —le interrumpió ella—, sencillamente declaro algo que es obvio. No puedes soportar la menor crítica, así como no soportas el rechazo. Eso, para mí, es inseguridad, y es lo último que busco en un hombre. A pesar de lo que has decidido creer, yo no te necesito, Peter. Dentro de un mes volveré a Boston. Ha sido agradable, pero se terminó.

Peter no sabía si creerla. Después de todo, él era lo mejor que Tucker podía ofrecer, hasta para un último mes de estancia en la ciudad.

—¿Estás enfadada porque no te has corrido?

Ella alzó la mirada al techo y lanzó una exclamación de furia.

—Escúchame. Hemos terminado. Nos hemos divertido un poco, pero la diversión se acabó. No se te ocurra volver aquí. Si lo haces, te denunciaré.

—¿Que me denunciarás? —preguntó Peter—. ¿Y qué alegarás? —No estaba dispuesto a tragarse eso—. ¿No irás a decirme que acabo de violarte?

—No porque, tienes razón, conoces mis puntos débiles. Pero otra vez ni siquiera podrás acercarte a esos puntos débiles, antes llamaré a la policía. —Sostuvo el obelisco con gesto amenazador—. Y ahora, vete.

Peter le dirigió una última y larga mirada. Era atractiva, pero no era ni de lejos la mejor amante que había tenido. No la necesitaba, no le hacía falta. Que terminara su trabajo y volviera a Boston. Él se las arreglaría perfectamente sin ella.

Se encogió de hombros y abrió la puerta.

—Tú pierdes —dijo por encima del hombro mientras bajaba al trote la escalera.

El portazo que pegó Lacey cerraba otro pequeño capítulo de su vida amorosa. Era algo que no le molestaba en absoluto. Ya empezaría otro. Él era un hombre importante en esa ciudad, un hombre respetado, algo que encantaba a las mujeres. No estaría solo mucho tiempo.