Capítulo 3

PAIGE no era una persona que se dejase llevar por el pánico, pero durante el trayecto de la casa de Mara a la suya estuvo a punto. No hizo más que pensar en todas las cosas que no sabía sobre la criatura: qué comería, si tendría alergias, si dormiría durante toda la noche... Las respuestas, junto con informes médicos detallados, se encontraban en el montón de papeles que se había llevado de casa de Mara. Pero su amiga había tenido semanas para estudiarlos. Ella no.

Imaginó su casa. Tenía tres dormitorios, uno en la planta baja —el suyo— y dos arriba. El más grande de esos dos estaba abarrotado de muebles que Nonny no pudo colocar cuando vendió su casa algunos años antes. El más pequeño estaba lleno de cosas de costura, telas y revistas de medicina que Paige solo había mirado por encima y que guardaba con la intención de leerlas a fondo en alguna ocasión.

La habitación más pequeña resultaría más fácil de desalojar, pero la más grande era mejor. Por otra parte, a Paige no le gustaba la idea de que Sami estuviera sola en el primer piso. Así que decidió que de momento lo mejor sería que la niña durmiera en su dormitorio, con ella.

Entre Paige, Sami y la gatita —el veterinario había afirmado que se trataba de una hembra— el dormitorio estaba cada vez más lleno. «¿Qué he hecho?», se preguntó Paige. Aferró el volante con fuerza y trató de no perder la calma, lo cual significaba no pensar en lo que haría a la mañana siguiente, cuando tuviera que ir a trabajar. Dirigió una rápida mirada de soslayo a Sami, sentada en la flamante silla para coche que Mara le había comprado, y la criatura le respondió mirándola con su expresión triste y conmovedora.

—Ya verás cómo todo se soluciona —aseguró Paige tanto para tranquilizarse a sí misma como para tranquilizar a Sami. Lo dijo en un tono de voz que le pareció muy maternal—. Tú eres una niña flexible. Todos los niños lo son. —Era lo que les decía a los padres que se sentían aterrados ante la llegada de un bebé—. Bueno, yo también soy una persona flexible, así que no tendremos problemas. Tú lo que más necesitas es amor, y eso es algo que yo te puedo dar; por supuesto que te lo puedo dar. Aparte de eso, tendrás que hacerme saber qué te gusta y qué no.

Sami no emitió ningún sonido, se limitaba a mirarla con esos ojos grandes que habían visto tanto en tan poco tiempo. De repente a Paige se le ocurrió que tal vez la criatura no pudiera emitir sonidos, que quizá la hubieran castigado por llorar o que simplemente dejó de llorar al ver que el llanto no la llevaba a ninguna parte. En ese caso ella tendría que enseñarle que llorar era sano y que era una de las pocas maneras que tenían los bebés de demostrar lo que querían y necesitaban. La enseñanza implicaría muchos mimos y atenciones, y hasta un poco de malacrianza. Además, llevaría tiempo.

Tiempo. ¡Oh, Dios! No podía pensar en un futuro demasiado lejano. Todavía no.

—Estoy perfectamente capacitada para hacer esto —le dijo a la criatura mientras giraba por el camino de entrada a su casa y bajaba del coche—. Soy una persona equilibrada, apacible y también soy un fenómeno con los niños. —Corrió hacia la puerta del acompañante, la abrió y empezó a tironear del cinturón de seguridad de Sami—. Las mujeres tenemos instinto maternal. —Repetía las explicaciones que ella misma les daba a las madres primerizas, mientras tironeaba cada vez con más fuerza el cinturón de seguridad, que se negaba a soltarse—. Con nuestros hijos, y para ellos, hacemos cosas de las que nunca nos habríamos creído capaces. —Empezó a intentarlo con las dos manos; tironeaba, empujaba y retorcía el cinturón—. Nos sale del alma. Es algo básico. —Estaba a punto de ir por una tijera cuando el cinturón se soltó por fin—. ¿Ves? —exclamó con un suspiro de alivio—. Ya verás lo bien que nos irá.

Durante los minutos siguientes, mientras Sami la observaba desde la seguridad de su silla para coche colocada en el porche delantero, Paige se dedicó a correr del coche a la casa transportando alimentos, ropa y juguetes. Cuando terminó, entró a Sami en la casa, colocó el asiento en el suelo y levantó a la gatita que andaba dando vueltas a su alrededor.

—Sami, te presento a la gatita.

Ambas se miraron sin pestañear.

Paige pasó la cara del animalito por la suya y luego le ofreció la pequeña criatura a Sami.

—Esta gatita es aún más pequeña que tú. Y ella también está sola, así que la cuidaremos hasta que le encontremos una casa. ¿No te parece que es suave? —preguntó, acercando la gatita a la mano de Sami. La pequeña retiró la mano y la barbilla empezó a temblarle.

De inmediato, Paige dejó a la gatita en el suelo y tomó a Sami en brazos.

—Tranquila, cariño. No te hará daño. Es posible que te tenga tanto miedo como tú a ella. —Mientras hablaba, revisó la comida que había cogido de la casa de Mara. Partiendo de la base de que Mara había comprado solo cosas que Sami podía comer, le puso una tetina a uno de los biberones de leche preparada. Su propia hambre había desaparecido. Era como si con tantos nervios, en su estómago no hubiera lugar para comida.

Sami, sin dejar de mirarla, bebió hasta la última gota de leche. Paige, animada, preparó un plato de cereales, lo endulzó con unos trozos de melocotón y empezó a dárselo con una cuchara. Sami volvió a comer. Considerando lo pequeña que era y lo delgada que estaba, Paige decidió que con eso era suficiente; era peligroso llenar demasiado un estómago no acostumbrado. Así que después de ponerse una camiseta y unos tejanos, baño a Sami, le puso una loción corporal para bebés comprada por Mara, y la vistió con pañales limpios y un pijama rosa también comprado por Mara. Después la alzó en el aire y le dijo:

—¡Qué bonita estás, mi amor! Bonita, suave y soñolienta. Mara te hubiera querido muchísimo.

Pero Mara ya no existía. Paige sintió una oleada de dolor seguida por una fatiga lacerante. Acercó a Sami a su cuerpo y cerró los ojos, pero nada más apoyar su cabeza contra el pelo oscuro de la niña sonó el teléfono.

Era Deirdre Frechette, una de las corredoras de Paige en Mount Court.

—Necesitamos ayuda —dijo la chica con voz quebrada—. Durante la comida no hemos parado de hablar de la doctora O'Neill. Uno de los chicos asegura que se drogaba con heroína, ¿es cierto?

El cansancio de Paige se esfumó.

—Por supuesto que no.

—Julie Engel dice que se suicidó. La madre de Julie se quitó la vida hace tres años, y ahora ella no hace más que contarnos detalles. Se está poniendo un poco histérica. La verdad es que estamos todas bastante histéricas.

Paige se lo imaginaba. Las mentes adolescentes eran fértiles, sobre todo en grupo. Se estremeció al pensar a lo que podía llevarlas esa conversación si alguien no las guiaba. El suicidio era un mal contagioso cuando no se tomaban las necesarias medidas preventivas. Si había un momento en que las adolescentes necesitaban a sus padres, era ese. Pero los padres no estaban allí.

—¿Dónde estáis? —preguntó Paige.

—En la sala de estar de MacKenzie.

—Quedaos allí. Dentro de quince minutos estaré con vosotras.

En cuanto colgó recordó a Sami y durante una fracción de segundo no supo qué hacer. Pero el segundo pasó. Tenía a la niña en brazos, profundamente dormida. Valiéndose de una sola mano, revisó las pilas de accesorios infantiles y encontró la mochila para transportar bebés. Poco después la criatura dormida estaba asegurada al pecho de Paige.

«Uno de los elementos más importantes que deben comprar —le pareció oírse en las reuniones prenatales con los futuros padres— es una silla para el coche. El bebé debe viajar asegurado a la silla, y la silla al automóvil.»

—Esto no es inteligente por mi parte —dijo mientras se ponía al volante con Sami abrazada a su pecho—, pero tú eres pequeña, yo conduzco con cuidado y en este momento me parece más importante que estés aferrada a mi cuerpo que sentada en esa sillita de bebé tan dura, que además dudo que pueda volver a asegurar al coche, por lo menos esta noche. De modo que no le contaré a nadie lo que he hecho, y confío en que tú tampoco lo harás.

La niña durmió durante todo el trayecto.

El MacKenzie era el más grande de los internados femeninos. Era, como los otros, un edificio de tres pisos de ladrillo rojo cubierto de hiedra; crecía libremente desde hacía tanto tiempo que tapaba buena parte de las paredes. Las altas ventanas estaban abiertas al calor propio del mes de septiembre, y en muchas habitaciones funcionaban los ventiladores de techo.

En la sala de estar había ocho chicas, ocho peinados de un largo uniforme, ocho camisetas excesivamente grandes y ocho pares de shorts. Algunas de las chicas pertenecían al equipo de corredoras, otras no, pero Paige las conocía a todas. Como las conocía Mara.

Estaban deprimidas. Algunas parecían haber llorado. Paige se alegró de haber ido.

Se sentó en el brazo de un sillón.

—¿Qué lleva ahí? —preguntó una de las chicas.

—Es un bebé —dijo otra.

—¿De quién es?

Paige no supo qué contestar.

—Mío, por ahora.

—Pero ¿de dónde ha salido?

—¿Cómo lo ha conseguido?

—¿Es niño o niña?

—¿Qué tiempo tiene?

Algunas se acercaron para mirar a Sami de cerca. Paige se ladeó para que pudieran verla mejor.

—Se llama Sameera, Sami como diminutivo. Nació en una pequeña ciudad de la costa este de la India, a unos dos días de viaje de Calcuta. —Las palabras excitadas de Mara resonaron como campanas dentro de su cabeza—. La abandonaron poco después de nacer... En la India muchos consideran que las mujeres son algo así como una maldición. Tiene catorce meses, pero es pequeña para su edad y está físicamente atrasada. Se ha pasado la vida de orfanato en orfanato y nadie la ha alentado nunca para que hiciera algo más que permanecer tendida esperando que alguien la alimente.

—¿No camina?

—Todavía no.

—¿Y se sienta?

—Solo con la ayuda. —Eso también se lo había dicho Mara. Y Paige lo comprobó al bañarla, momento que aprovechó para examinarla brevemente. No vio ninguna señal de deformidad física ni de enfermedad—. Con una buena alimentación y la atención necesaria, se recuperará. Cuando tenga edad de ir al colegio estará al mismo nivel que sus compañeras de clase.

—Pero ¿de quién es?

Ahí estaba de nuevo la pregunta difícil.

—Por ahora yo me encargo de cuidarla.

—¿Y piensa adoptarla?

—No, no. Estará conmigo hasta que la agencia de adopciones le encuentre un buen hogar.

—O sea que usted es la persona que está a cargo de su crianza —dijo Alicia Donnelly—. Esa niña tiene suerte. Cuando yo tenía ocho años me mandaron a vivir con una tía. Ella no se parecía en nada a usted.

Alicia Donnelly había ingresado en Mount Court en séptimo grado y en la actualidad, milagrosamente, estaba entre las alumnas más adelantadas. Alicia había padecido toda clase de enfermedades, desde bronquitis hasta mononucleosis. Esos problemas los trató Peter, que era el médico oficial de Mount Court. Cuando en el último año Alicia sufrió una infección, Mara se hizo cargo de su caso. De pequeña, Alicia había tenido problemas de comportamiento y a sus padres —una pareja de clase alta— les resultó tan difícil manejarla que, en determinado momento, las únicas alternativas eran alejarla de su familia más cercana u hospitalizarla. Años de terapia la ayudaron a sobreponerse y, aunque distaba mucho de ser una alumna ejemplar, era muy inteligente. Para ella, Mount Court era más hogar que su propia casa.

—Usted será una buena madre —le decía en ese momento a Paige—. Sabe todo lo que hay que saber acerca de los niños. Es paciente. Tiene sentido del humor. —Se le quebró la voz—. La doctora O'Neill también tenía sentido del humor.

Sí, pensó Paige. Un sentido del humor sutil que podía ser seco o suave, pero que siempre contrarrestaba de una manera encantadora la intensidad de Mara. Paige extrañaría ambas cosas: la intensidad y el ingenio de su amiga.

Satisfecha su curiosidad, las chicas volvieron a sentarse, algunas en los sillones y otras en el suelo, y permanecieron calladas.

—La doctora O'Neill era una buena persona —dijo Paige en voz baja—. Hizo de su profesión una verdadera cruzada. Su vida debería ser una lección para nosotras. Se entregaba de una manera poco común...

—Pero se quitó la vida —replicó Julie Engel con voz aguda.

—No podemos saber si fue un suicidio —argumentó Deirdre.

Julie se volvió a mirar a Paige.

—Me dijeron que la encontraron en el garaje. ¿Es cierto?

Paige asintió.

—¿Y que murió por envenenamiento de monóxido de carbono?

Paige volvió a asentir.

—Entonces fue un suicidio —le dijo Julie a Deirdre—. ¿Qué otra cosa pudo ser?

—Pudo haber sido un accidente —contestó Paige con suavidad—. Mara estaba muy cansada. Tomaba medicamentos. Pudo haberse desmayado frente al volante.

—La doctora O'Neill no —dijo otra de las chicas, Tia Faraday—. Era muy cuidadosa con todo. El año pasado, cuando yo estuve enferma, me escribió hasta el último detalle de todo lo que tenía que hacer. No dejaba nada al azar. Y al día siguiente me llamó para saber si estaba cumpliendo exactamente todo lo que me había escrito.

—Podría haber apagado el motor antes de desmayarse —apuntó Alicia.

Paige suspiró.

—Por desgracia, los desmayos no son algo que uno siempre pueda controlar.

Sonó un timbre. Las chicas no se movieron.

—¿Dejó alguna nota? —preguntó Tia.

Paige vaciló, luego negó con la cabeza.

—Mi madre tampoco —acotó Julie—, pero nosotros sabíamos que se había suicidado. Hacía tiempo que amenazaba con matarse. Nunca creímos que lo haría, pero cuando una persona sube hasta el piso treinta y tres...

—¡No lo vuelvas a explicar, Julie! —rogó Deirdre mientras las chicas de los pisos superiores empezaban a cruzar la sala de estar en dirección a la puerta.

—Fue un acto deliberado —insistió Julie.

—¡Eso es deprimente!

—La vida es deprimente.

—La vida es solitaria.

—¿La doctora O'Neill se sentía sola? —preguntó Tia.

Paige no lo había notado.

—Siempre estaba ocupada. Siempre estaba con gente.

—Nosotras también. Y sin embargo, muchas veces yo me siento sola.

—Yo también —dijo otra voz.

—Y de noche es peor.

—O después de haber recibido una llamada de casa.

—O cuando una está fuera, en el bosque, después de las diez.

—Ese es uno de los motivos —acotó Paige con suavidad— por lo que está prohibido ir al bosque después de las diez de la noche. Todo parece ominoso. Todo pequeño temor se magnifica.

Pero de todos modos las chicas tenían razón. Tal vez los días de Mara hubieran estado llenos, pero no sus noches. Entonces tenía tiempo más que suficiente para pensar en la distancia que la separaba de su familia, en el fracaso de su matrimonio, en la criatura que abortó años antes. A Paige le resultaba odioso pensarlo —y Mara jamás le había dicho nada al respecto—, pero era posible que se sintiera sola.

—No puedo imaginar que la doctora O'Neill le tuviera miedo a nada —dijo Alicia—. ¡Era tan fuerte...!

—Pero se suicidó —exclamó Julie—, de manera que debió de ocurrirle algo espantoso.

—¿Qué le pasó, doctora Pfeiffer?

Paige eligió sus palabras con cuidado. Aunque no pensaba traicionar los secretos de Mara —algunos de los cuales ni siquiera conocía—, quería que las chicas supieran que un suicidio, si esa había sido la elección de Mara, no era un acto frívolo. Detrás del suicidio siempre había un motivo, pero siempre había maneras de evitarlo.

—La doctora O'Neill sufrió decepciones. Nos pasa a todos. Nadie vive toda su existencia sin conocer desilusiones. Si en realidad se suicidó, fue porque esos desengaños pudieron más que ella, hasta el punto de que perdió las fuerzas para enfrentarse a ellos.

Desde atrás se oyó una voz tranquila que preguntaba:

—¿Y por qué algunas personas son capaces de afrontar los desengaños y otra no?

Paige se volvió a mirar a su mejor corredora, Sara Dickinson. Llevaba una mochila sobre el hombro y era una de las últimas chicas que cruzaban la sala de estar.

—No te puedo dar una respuesta definitiva a esa pregunta. Es posible que la persona capaz de afrontarlos tenga una fuerza interior o un motivo determinado para hacerlo, o cuente con un sistema de apoyo que la ayuda a afrontar los desengaños cuando tiene dificultades para hacerlo sola.

—¿Y la doctora O'Neill no tenía ninguna de esas cosas?

Era lo que Paige se estaba preguntando. Hizo un esfuerzo por comprenderlo y explicarlo.

—Es posible que no las utilizara.

—¿Qué quiere decir?

—Era independiente. A veces, demasiado. No pedía ayuda.

Entonces intervino otra chica, Annie Miller, una de las más jóvenes. Parecía asustada.

—El año pasado mi hermano se tomó un puñado de aspirinas. —Se oyeron exclamaciones del grupo—. Le hicieron un lavado de estómago y salió bien. De todos modos no eran suficientes para matarlo. Mi papá dijo que aquello había sido una llamada de auxilio.

—Es posible —dijo Paige, aterrorizada de que a alguna de las chicas presentes se le ocurriera utilizar esa artimaña—, pero es una manera muy dura de pedir auxilio. Las sobredosis de drogas pueden causar daños físicos importantes, y la persona que sobrevive a la sobredosis tiene que vivir con ello durante el resto de su existencia. Es una manera muy tonta de pedir auxilio. Una manera peligrosa. —Las miró una a una—. Cuando sucede algo como la muerte de la doctora O'Neill es preciso sacar de ello una enseñanza. En este caso la enseñanza es que cuando nos sentimos angustiadas debemos hablar.

—¿Con quién?—preguntó Sara desde atrás.

Paige se volvió a mirarla.

—Con un familiar o con un amigo. Un profesor, un entrenador, un médico.

—¿Ese es el sistema de apoyo del que hablaba?

—Sí, así es.

—¿Y si uno no puede hablar con nadie?

—Todo el mundo tiene a alguien con quien hablar.

Lo que quería decir es: ¿y si uno no tiene a nadie en quien confiar?

—Siempre hay alguien en quien uno puede confiar. —Pero al ver que Sara seguía dudando, Paige agregó—: Si no con la gente que acabo de mencionar, se puede hablar con un sacerdote, un pastor. Siempre hay alguien. Solo es necesario abrir bien los ojos y mirar a nuestro alrededor.

Sara fijó la mirada en el vacío y de repente adquirió una expresión pétrea. Pese a que no dijo una palabra, todo en ella hablaba de resentimiento.

Hubo murmullos por parte de las otras chicas. Paige siguió sus miradas hacia la puerta, por la que acababa de entrar un hombre a quien no conocía. Era alto y delgado, vestía pantalones grises y una camiseta azul celeste arremangada y con el cuello abierto. El pelo, lo bastante largo como para que rozara el cuello de la camisa, era del color de la arena y parecía descolorido por el sol o salpicado por algunas canas; Paige no lo supo con seguridad. Sobre su nariz descansaban unas gafas redondas de montura metálica.

Era un hombre espectacular. Paige miró a las chicas. Si el físico de ese hombre las impresionaba, no lo demostraban. Estaban muy erguidas, y nada en ellas revelaba la adoración que Paige hubiera esperado ver en sus caras de adolescentes impresionables. No cabía duda de que lo conocían y no les gustaba.

—¿Esta es la sala de estudios? —preguntó el individuo en un tono que era a la vez suave y duro como el acero.

Las chicas permanecieron en silencio, pero Paige percibió que no era un silencio respetuoso, sino desafiante. La confrontación era inminente. Considerando la muerte de Mara y el estado de ánimo de las chicas, Paige quiso evitarla.

Se levantó del brazo del sillón y se acercó al recién llegado.

—Estamos en falta, ¿verdad?

—Levemente —contestó él con el mismo tono engañosamente suave.

—¿Hora de estar en la sala de estudio?

—Entre siete y nueve de domingos a jueves.

—¿Una novedad?

—Sí, algo muy nuevo.

—¡Ahhh! —Inclinó la cabeza, pensando. Cuando la volvió a levantar, él no se había movido. Paige dijo en voz baja—: Las chicas están angustiadas por la muerte de la doctora O'Neill. Y yo también. Confiaba en que podríamos conversar sobre ello a fondo.

—Las chicas tienen tiempos libres, pero este no es uno de ellos. Hace diez minutos que deberían estar en la sala de estudio.

—Pero la sala de estudio puede esperar unos minutos más, ¿verdad?

Él meneó la cabeza con lentitud.

Ella bajó la voz aún más.

—Dadas las circunstancias, la suya es una actitud muy rígida.

Él ni siquiera parpadeó.

En una voz que era apenas un susurro, pero teñido de enojo, Paige agregó:

—Mara O'Neill significaba mucho para estas chicas. Necesitan tiempo para aceptar su muerte.

—Lo que necesitan —contestó él en una voz tan baja como la de ella y casi más furiosa— es la seguridad de que en sus vidas hay alguna clase de orden. Necesitan una rutina. Entre otras cosas, para eso es el asunto de la sala de estudio. Además de por las malas notas de todas.

Paige se dio cuenta de que no llegaría a ninguna parte. Aquel hombre estaba muy bien, pero era duro como una roca. Lo imaginaba como profesor de matemáticas o como bedel maldito de uno de los internados. A Mara la hubiera exasperado un hombre como él entre los empleados de Mount Court.

—Lo que esas chicas necesitan —dijo Paige con un tono de voz igualmente duro— es comprensión. No hay duda de que usted no está en condiciones de brindarla. Espero que el nuevo rector lo haga.

—Yo soy el nuevo rector.

¿Ese era Noah Perrine? A Paige le costaba creerlo. En los cinco años que hacía que trabajaba en Mount Court había conocido a dos rectores. El primero se jubiló después de veintitrés años de trabajo, que fueron veintidós más de lo que sobrevivió el segundo. Ambos eran pomposos, canosos y vivían preocupados. Ese no se les parecía en nada. Era demasiado reflexivo para ser el nuevo rector. Era demasiado joven. Era demasiado atractivo.

Pero las chicas no lo negaban y Paige recordó que esa semana durante sus prácticas habían comentado que el nuevo rector era muy exigente respecto al cumplimiento del reglamento. Y eso coincidía. Así pues, era inútil seguir discutiendo, y hacerlo delante de las chicas podía perjudicarlas. Lo último que Paige quería era empeorar una situación de por sí difícil.

Se volvió hacia las chicas y apoyó una mano sobre el hombro de Deirdre.

—Se nos acaba de advertir que existe una prioridad. Pero esta conversación es importante. ¿Qué os parece si vuelvo mañana por la tarde —hubiera preferido que fuera por la mañana, pero le tocaba atender el consultorio— y nos encontramos, digamos a la una, aquí mismo?

Ellas contestaron en voz baja y con resentimiento.

—¡Esto es absurdo!

—¡Como si estuviéramos en condiciones de estudiar!

—No será más que una pérdida de tiempo.

—Intentadlo —pidió Paige—. Hacedlo por mí. Mejor aún, si no tenéis ánimo para hacer otra cosa, escribidme una carta acerca de lo que era para vosotras la doctora O'Neill. Eso me ayudaría mucho. A mí también me está costando aceptar su muerte. —Y cuando creía que había logrado controlarse, se le llenaron los ojos de lágrimas. Abrazó a Sami.

Tia las abrazó a ambas y varias chicas se les unieron. A Paige le emocionó la ternura de esas chicas y se sintió agradecida.

Pero el nuevo rector seguía allí parado, observando y esperando. Una a una, las chicas se fueron alejando y al pasar le dirigieron miradas amargas.

Paige recuperó la compostura. Estaba cansada —para decir la verdad, extenuada— y se sentía vacía por dentro. Además, empezaba a dolerle todo. Había sido un día duro, unos cuantos días duros. Aunque Sami no pesaba casi nada, sentía que los tirantes de la mochila se le clavaban en los hombros. Pasó una mano por debajo de la criatura para aliviar su peso.

Supuso que el nuevo rector se había ido con las chicas y ella misma se volvió para alejarse cuando descubrió que, después de todo, no había logrado escapar. Seguía allí, estudiándola, y de repente ella se sintió fea y pálida.

—¿Seguro que no quiere escoltarlas? —preguntó con amargura—. Existe la posibilidad de que pasen de largo la sala de estudio.

Él se permitió una leve sonrisa.

—Eso es lo más perceptivo que ha dicho hasta el momento. Las chicas de este colegio harían prácticamente cualquier cosa para poner a prueba los límites establecidos, y hasta ahora se han salido con la suya. Tal vez yo no sea el tipo más popular del campus.

—Desde luego.

—Pero no permitiré que me atropellen.

A Paige le asombró la frialdad de ese individuo.

—Mi socia acaba de morir. Si existe un momento para mostrar cierta flexibilidad, es este. ¿No cree?

—Lo que yo creo —contestó Perrine— es que usted está muy afectada por la muerte de su socia y que, aunque algunas de esas chicas puedan sentirse tristes, están utilizando la situación para sus propios fines.

—Si hubiera conocido a Mara no diría eso. Era una persona dinámica. Las chicas la adoraban.

—Por lo menos una de esas chicas ni siquiera llegó a conocerla. Este es su primer año aquí, y hace apenas cinco días que llegó.

Paige meneó la cabeza con fuerza.

—La conversación comenzó con Mara, pero habíamos empezado a tratar otros temas. Hablábamos de la soledad y de sus remedios, que es algo que obsesiona a las chicas de esa edad. Por las preguntas que hizo Sara, yo diría que le preocupa la gente que la rodea. Si es nueva aquí, es probable que se sienta sola y asustada, y lo estará hasta que forme un grupo de amigas. Y si, además de todo eso, sus padres no se interesan por ella...

—Sus padres la quieren.

—Bueno, ella no sabe en quién podría confiar, ni con quién podría hablar si le llegara a suceder algo, y eso me asusta muchísimo. Si yo tuviera una hija...

—¿Qué es eso? —interrumpió él señalándola con un movimiento del mentón.

Sami eligió ese momento para moverse, y Paige apartó el pesado mantón que la cubría. La niña tenía los ojos cerrados, y una manita junto a la boca. Paige le abrió la mano con suavidad y metió en ella el pulgar.

—Esto —dijo lanzando un suspiro— es el bebé que Mara iba a adoptar. Llegó hace unas horas.

—¿Se suicidó justo antes?

A Paige tampoco le parecía sensato. Pero en ese momento pensó con renuencia que tal vez lo fuera. A lo largo de los años Mara había criado cinco chicos. La última fue Tanya John. Después de rescatarla de los padres, que la maltrataban, vivió casi un año con ella, un año durante el cual Mara creyó que la chica era feliz, que estaba saliendo del cascarón, que empezaba a confiar. Y entonces, de repente, Tanya huyó. Cuando la encontraron, la pusieron al cuidado de otra persona. Eso le dolió mucho a Mara.

Paige se preguntó si Mara, tras la huida de Tanya, habría dudado de hallarse en condiciones de convertirse en la madre de Sami.

«Pero no dijiste nada, Mara. Hasta el final hablaste con entusiasmo de adoptar a esta niña. Afrontaste todos los trámites preparatorios, compraste todo lo que te hacía falta, decoraste su habitación. Parecías estar en una nube de felicidad».

¿Se habría echado atrás por miedo? No parecía posible.

—Sucedió algo —dijo Paige con cansancio—. Tendré que averiguar qué fue.

—¿Y la criatura? ¿Qué pasará con ella?

—Se quedará conmigo hasta que le encuentren padres mejores.

—¿Usted está casada?

Ella lo miró a los ojos.

—No.

—¿Y es pediatra?

—Sí —contestó Paige con la cabeza repentinamente liviana.

—¿Y qué hará con ella mientras trabaja?

Paige respondió en un tono de voz más alto.

—No tengo la menor idea.

—Pero debe de tener algo planeado.

—En realidad —el vacío que Paige sentía en su cabeza se estaba convirtiendo en una leve histeria— todo esto sucedió tan rápido que no he tenido tiempo de planear nada.

Él apartó la mirada, disgustado.

—¡Qué ejemplo para esas chicas! —Volvió a mirarla a los ojos—. ¿Siempre actúa así, a la ventura?

—Jamás actúo a la ventura —replicó Paige—. Yo no pedí esto. Simplemente sucedió. Mi vida es muy ordenada. Me gusta llevar una vida ordenada. Pero ¿qué quería que hiciera, que devolviera a la criatura?

—¡Por supuesto que no, pero no puede andar con ella a la rastra llevándola a todas partes adonde vaya!

—¿Por qué no? —preguntó Paige con un dejo de beligerancia.

—Porque, para empezar, no es bueno para la niña. Y además no me parece apropiado. Si piensa ser entrenadora de cross country...

—¿Quiere decir que sabe quién soy?

—¡Por supuesto! —contestó él—. Mi tarea consiste en saberlo. Pero ignoraba que tuviera un bebé, y ahora que lo sé, cuestiono el hecho de que lo traiga consigo al campus. Estas chicas ya tienen bastantes problemas. Necesitan toda la atención de la gente que trabaja con ellas.

—Yo les puedo prestar toda mi atención.

Él suspiró.

—¿No comprende que se trata de un problema de disciplina? Durante años, la vida en Mount Court ha carecido por completo de estructuras. Unos días se daban clases y otros no; pocas veces se pasaba lista; no se respetaban los horarios; en los internados el comportamiento era indisciplinado. Estas chicas no tienen la menor idea de lo que es la gratificación postergada ni la abstención. Lo que quieren, lo consiguen. Lo que no pueden tener, lo consiguen a hurtadillas. Así fueron educadas, y el colegio no hizo nada por enderezarlas. Ha habido multitud de escándalos: incidentes de borracheras, abusó de drogas, casi un estado de guerra con los habitantes de la ciudad... y se supone que yo debo solucionar todo eso. —Se pasó una mano por el pelo—. Es preciso establecer una disciplina, instaurar un reglamento.

Paige esperó a que continuara.

Perrine parecía dolido y hasta incómodo por lo que estaba diciendo, y por un momento ella se preguntó si podría haber bondad en ese hombre. Pero al instante él mismo borró esa posibilidad.

—No es posible que el reglamento se aplique a algunas personas y a otras no. Cuando la gente viene a trabajar, deja a sus hijos en casa.

—Yo no he venido a trabajar. He venido a hablar con las chicas, como una amiga.

—Entonces, cuando venga como entrenadora.

—Eso tampoco es trabajo —le replicó, y estaba convencida de que tenía razón—. Es una diversión, y por eso lo hago gratis. Me encanta estar con esas chicas. Les tengo cariño. Y creía que usted, ya que está en este tipo de trabajo, también les tendría simpatía. Por eso me sorprendió que no me permitiera conversar con ellas esta noche. Necesitaban que alguien las ayudara a saber qué pensar. Les hacía falta conversar con un adulto. Antes de que yo llegara, se estaban poniendo frenéticas. ¿Eso no le preocupa? ¿Las notas son lo único que cuenta? ¿Usted no es más qué un burócrata?

Él lanzó una exclamación de disgusto, colocó las manos en jarras y miró el campus por la ventana.

—Este maldito lugar está en ruinas. La fundación casi no existe y nos cuesta llegar a fin de mes... Y eso sin iniciar ninguna de las obras que llevan años de retraso. Los integrantes de la junta directiva están aterrados, creen que nos estamos hundiendo, y justamente ahora que necesitamos reunir dinero nuestros ex alumnos se van a montones. De modo que, sí, hasta cierto punto no me queda más remedio que ser un burócrata, pero eso no quiere decir que no me gusten los chicos. Por supuesto que me gustan. De lo contrario no estaría en esta ciudad dejada de la mano de Dios. Durante años también yo me dediqué a enseñar.

Paige decidió que Perrine le gustaba mucho más cuando se exaltaba. Era más humano.

—¡No me diga!

—¿No me cree? Era profesor de ciencias.

—Supuse que enseñaría matemáticas. Siempre me ha parecido la disciplina más rígida.

—Yo no soy rígido.

—Bueno, por lo menos lo parece. Pero está bien. Si quiere que en este colegio se desencadene una racha de suicidios, que las chicas crean que es lógico seguir los pasos de la doctora O'Neill, la responsabilidad será suya. —En ese momento de la mochila surgió un pequeño grito que borró cualquier satisfacción que Paige hubiera encontrado en pelear con Noah Perrine—. ¡Oh, Dios! ¡Habla! —Sami tenía los ojos entreabiertos. Lloraba en sueños.

—Tal vez esté mojada —sugirió Noah Perrine.

—Gracias. Debí imaginarlo. —Meció a la niña, pero sin resultado.

—Lo más probable es que esté cansada de estar en esa mochila. ¿A usted le gustaría que la tuvieran apretujada durante horas contra otra persona?

—En un momento determinado de mi vida habría dado cualquier cosa por eso. —Fregó la espalda de Sami, pero los sollozos pequeños y entrecortados aumentaron.

—Necesita que la acuesten en una cuna.

—No tengo una cuna.

—¿Y usted me está diciendo lo que debo hacer con mis alumnos? —exclamó el rector.

Paige no tenía por qué aguantar eso. Y menos de Noah Perrine. Estaba demasiado cansada, demasiado tensa, demasiado angustiada.

—Tiene razón. Sami necesita que la acuesten. —Se dirigió hacia la puerta y dijo por encima del llanto de Sami—: Pero sé algo sobre sus alumnos, y ese algo me dice que necesitan ayuda. Le sugiero que contrate a un consejero profesional o que permita que mis socios y yo conversemos con los que estén angustiados. Estas chicas corren un riesgo. Usted y yo podemos seguir discutiendo durante horas, pero nada modificará ese riesgo. —Salió por la puerta y cruzó el césped rumbo al coche, algo que tal vez estuviera en contra del precioso reglamento, pero era el camino más corto para llegar a su coche.

—Está bien —dijo Noah Perrine a sus espaldas, y enseguida la alcanzó—. Mañana puede venir a conversar con ellas. Ya les dijo que lo haría.

Ella siguió caminando.

—De acuerdo. Pero la niña vendrá conmigo. Adónde yo vaya irá ella. —Abrió la puerta del coche y subió.

—Me imagino que no pensará conducir con la criatura ahí delante, ¿verdad? —preguntó él por la ventanilla abierta.

—La alternativa —contestó Paige con sequedad— sería atarla al asiento del acompañante. Y dado que esta niña tiene tantos músculos como una bolsa de patatas, y sobre todo considerando que en este momento no se siente demasiado feliz, no creo que sea una buena idea. Está más segura así. —Puso en marcha el motor del coche y arrancó.

—¡Tiene que comprar una silla para coche! —gritó Noah Perrine.

Paige lo ignoró y se dirigió a la entrada del campus. Cuando llegó a las verjas de hierro, había perdido a Noah Perrine de vista y Sami había dejado de llorar. Al llegar al cruce de caminos, Paige detuvo el coche para mirar a ambos lados, salió a la calle principal y se encaminó a su casa. Conducía despacio, cada vez más atontada, como si su cerebro por fin hubiera alcanzado el límite y solo se hallara en condiciones de realizar las funciones más elementales.

Tal vez a Paige le hubiera gustado seguir así un rato, pero no tuvo tanta suerte. Cuando hubo colocado a Sami con cuidado en el medio de su cama y empezó a armar el parque —que era lo más parecido a una cuna hasta que pudiera trasladar la que tenía Mara en su casa—, le temblaban las manos. Aun así logró cambiar a Sami, le dio otro medio biberón y la acostó en el parque. En sus oídos resonaban sus propios consejos: «Cuando sucede algo como la muerte de la doctora O'Neill es preciso sacar una enseñanza. En este caso la enseñanza es que cuando nos sentimos angustiadas debemos hablar».

A los pocos segundos Paige estaba hablando por teléfono con Angie.