Capítulo 2
PAIGE organizó el funeral para el viernes, dos días después de que encontraran el cuerpo de Mara, tiempo suficiente para que la familia O'Neill llegara desde el este y para que ella aceptara la muerte de su amiga. Pero esto último ni siquiera empezó a suceder. Paige no solo se sentía culpable al organizar el funeral, como si se estuviera apresurando a meter a Mara en la tumba, sino que además se resistía a aceptar que la mujer a quien consideraba una luchadora se hubiera quitado la vida.
La acosaba la posibilidad de que la muerte de Mara hubiera sido un acto impulsivo. La huida de Tanya John fue solo la última de las pequeñas desilusiones que Mara siempre parecía estar padeciendo. En un momento de debilidad, una combinación de esas desilusiones podía haberla sobrecogido hasta el punto de hacerle perder la cordura. De ser así, Paige no podía imaginar el dolor de su amiga. Pero pensaba que si ella hubiese estado más atenta, hubiese sido más comprensiva, una amiga más perceptiva, tal vez la tragedia habría podido impedirse.
Tenía la sensación de que todos los adultos que pasaban por el consultorio se hacían eco de sus dudas. Todos querían saber si alguien había visto venir la muerte de Mara, y aunque Paige sabía que esas preguntas reflejaban Las dudas que los acosaban respecto a la salud mental de sus hijos, sus maridos, sus amigos, ella misma se revolcaba en su sentimiento de culpa.
El informe del forense no la ayudó.
—Estaba llena de Valium —dijo Paige, estupefacta.
—¡Valium! —repitió Angie como una tonta.
—¿Murió por sobredosis? —preguntó Peter.
Paige pensaba en la misma palabra, pero no era eso lo que había dicho el médico.
—El forense afirma que la mató el monóxido de carbono, pero que en su cuerpo había suficiente Valium como para haberle nublado el pensamiento.
—Lo cual significa —sintetizó Angie, con su manera tan directa de ir al fondo del asunto— que nunca sabremos con seguridad si murió de forma accidental frente al volante o si deliberadamente permaneció allí sentada hasta perder el sentido.
Paige no salía de su asombro.
—Yo ni siquiera sabía que tomaba Valium. Y se suponía que era su amiga más íntima.
—Ninguno de nosotros sabía que tomaba Valium —argumentó Angie—. Mara se oponía al consumo de drogas. De los cuatro, era la que menos las recetaba. Aquí mismo, en este cuarto, mantuvimos innumerables discusiones sobre el asunto.
Desde el principio de su asociación, diez años antes, el consultorio de Paige había sido la sede de las reuniones semanales, en las que hablaban sobre nuevos pacientes o pacientes con problemas, sobre nuevos tratamientos y sobre la política del consultorio. El consultorio de Paige no era distinto de los otros tres; todos tenían idénticos muebles de cedro claro, estaban decorados con los mismos colores y de las paredes de los cuatro colgaban cuadros de tonos suaves. Pero Paige fue la que unió al grupo y era el ancla de todos. Los demás, sencillamente, gravitaban hacia su consultorio.
Pero en ese momento se sentía un ancla bastante pobre. Valium. No podía creerlo.
—La gente toma Valium cuando está muy nerviosa o angustiada. Yo no tenía ni idea de que Mara se sintiera así. Siempre se apasionaba por todo, pero ser apasionada no quiere decir estar nerviosa o angustiada. La última vez que la vi, salía corriendo a discutir con el laboratorio porque habían confundido los análisis del chico Fiske. —Trató de recordar los detalles de ese encuentro, pero en su momento no le pareció que tuvieran ningún significado especial—. Yo podría haberla detenido, podría haber conversado con ella, tal vez podría haberla tranquilizado un poco, pero ni lo intenté. Me di cuenta de lo cansada que estaba. —Dirigió una rápida mirada a los otros—. Podía ser el efecto del Valium. Pero creí que se debía al exceso de trabajo y a la falta de sueño. En su momento no quise decirle nada que la inquietara más de lo que ya lo estaba. Fui una cobarde, ¿verdad?
—Eso fue por la mañana temprano —la consoló Angie—. Tal vez en ese momento estuviera perfectamente bien.
—¿Y alcanzó el punto de sobredosis en cuestión de horas? —Paige meneó la cabeza—. Si estaba tomando tranquilizantes era porque hacía tiempo que las cosas le iban mal. ¿Por qué no me di cuenta? ¿En qué estaba pensando?
—En tus pacientes —contestó Peter—, que era en lo que debías pensar.
—Pero ella necesitaba ayuda.
—Mara siempre necesitaba ayuda —contestó él—. Siempre estaba preocupada por una cosa o por otra. Tú no eras su niñera.
—Pero era su amiga. Y tú también. —Paige recordó cuántas veces había visto juntos a Peter y a Mara. Ambos no solo eran entusiastas esquiadores, sino que además compartían su fascinación por la fotografía—. ¿No te estás haciendo estas mismas preguntas, Peter? —Si era así, parecía demasiado tranquilo—. Dijiste que la viste por la tarde y que la notaste aturdida. ¿Además te pareció cansada?
—Tenía un aspecto espantoso. Y se lo dije.
—¡Peter!
—Esa era la clase de relación que teníamos nosotros, y además su aspecto era de veras espantoso, como si no se hubiera molestado en maquillarse ni nada por el estilo. Pero lo que le dije no le molestó. Como os he dicho, Mara estaba con la cabeza en otra parte. No sé dónde.
—¿Se lo preguntaste? —inquirió Angie.
Peter se puso a la defensiva.
—No era asunto mío. Mara estaba apurada. ¿Y tú? ¿Cuándo la viste por última vez?
—Al mediodía. —Se volvió hacia Paige—. La paré en el vestíbulo para hacerle una pregunta sobre el caso Barnes. Mara peleaba para que la compañía de seguros cubriera el coste del tratamiento, y no le resultaba fácil. ¿Queréis saber cómo estaba? Cansada, pero no necesariamente aturdida. Sabía muy bien de qué le estaba hablando y me dio una respuesta lógica y entusiasta, aunque no tanto como otras veces. Fue como si echara humo.
—¡Qué analogía tan perfecta, Angie! —exclamó Peter.
Paige imaginó el garaje de Mara, lleno de humo, superó a fuerza de voluntad el desasosiego que sentía y se obligó a seguir pensando. Necesitaba desesperadamente reconstruir el último día de su amiga, por si eso les ofrecía alguna pista.
—Está bien. Cada uno de nosotros la vio a horarios distintos. Cuando yo la vi por la mañana estaba furiosa; al mediodía, cuando la vio Angie, estaba cansada; y por la tarde, cuando la vio Peter, estaba aturdida. —Hizo una pausa—. ¿A alguno de vosotros le pareció que estuviera deprimida?
—A mí no —contestó Peter.
Angie lo pensó.
—No. Deprimida, no. Estoy segura de que era cansancio. —Miro a Paige con tristeza—. Cuando se volvió y entró en su consultorio, la dejé ir. Me quedaban pacientes por atender. Era una de esas tardes en que no tienes un minuto libre.
Estaba racionalizando. Paige sabía que eso era lo que hacían todos: buscar excusas para su falta de percepción, y hasta cierto punto estaba bien. Si la muerte de Mara había sido accidental, no tenían ninguna culpa. En caso contrario, bueno, eso era otra cosa. La mierda del asunto era que jamás lo sabrían.
Mientras Peter y Angie se encargaban del trabajo extra del consultorio, Paige se hizo cargo de los arreglos del funeral. Pensó a fondo en cada detalle, desesperada por hacerlo todo como le habría gustado a Mara por motivos que iban más allá del cariño y el respeto. Su esfuerzo era una manera de disculparse por no haber sido una amiga mejor.
Habló con el sacerdote acerca de lo que diría. Contrató al coro local para que cantara en la ceremonia. Eligió un ataúd sencillo. Escribió una nota necrológica elocuente.
También eligió la ropa con que enterrarían a Mara. Esa fue la tarea más dolorosa, porque le obligó a revisar la ropa de su amiga. Estar en su casa era sentir su presencia y volver a dudar de que se hubiera ido. Paige se descubrió buscando alguna pista, una nota de despedida que pudiera haber dejado sobre la repisa de la chimenea, una llamada de auxilio pegada en la nevera, una súplica escrita sobre el espejo del botiquín del baño..., pero lo único que remotamente podía interpretarse como un reflejo de angustia eran los Valium del botiquín y el desorden que reinaba en toda la casa. ¡Y qué desorden! Si Paige hubiera sido una mujer paranoica habría sospechado que alguien había revuelto la casa a propósito para registrarla. Pero, por otra parte, ser una buena ama de casa no era una de las principales virtudes de Mara. A medida que avanzaba, Paige iba ordenando las habitaciones ante la posibilidad —y la esperanza— de que la familia quisiera conocer la casa.
La familia O'Neill llegó el jueves. Paige los había visto una sola vez, en su casa de Eugene, al final de un viaje en el que ella y Mara terminaron tan cerca de Eugene que a Mara le resultó imposible encontrar un buen motivo para no pasar a verlos..., aunque lo intentó. En esa ocasión dijo que su familia era desagradable. Dijo que eran parroquiales. Dijo que la suya era una familia numerosa formada por gente obstinada y xenófoba.
A Paige no le parecieron tan mal, aunque los veía desde una perspectiva distinta de la de Mara. Siendo hija única, le gustaba la idea de tener seis hermanos y, en comparación con sus propios padres, que nunca se quedaban demasiado tiempo en el mismo sitio, el hecho de que los O'Neill fuesen gente tan enraizada en un lugar le pareció bastante agradable. Paige decidió que eran personas anticuadas, trabajadoras y muy religiosas; de ninguna manera podían comprender lo que hacía Mara.
Pero la relación entre ellos ya era así cuando Mara era pequeña y mostraba una curiosidad insaciable, debilidad por los enfermos y fascinación por las causas sociales. Ya era así cuando decidió ingresar en la universidad y, ante la negativa de sus padres a pagarle los estudios, ganó por sí misma cada centavo, y volvió a hacerlo cuando se especializó en pediatría.
Y seguía siendo así en la actualidad. Los O'Neill nunca entendieron por qué Mara instaló su consultorio en Vermont. Viendo cómo miraban por la ventanilla del coche, durante el viaje desde el aeropuerto, uno hubiera pensado que se sentían en un país extranjero y, además, hostil.
Solo acudieron cinco miembros de la familia: los padres de Mara y tres de sus hermanos. Paige se dijo que los demás sin duda no habían podido viajar por problemas económicos. Esperaba que Mara lo creyera.
Aparcaron frente al tanatorio en el mismo silencio que mantuvieron durante todo el viaje en coche. Después de acompañarlos hasta dentro, Paige los dejó solos para que se despidieran de Mara. Mientras esperaba en los escalones de entrada, trató de recordar la última vez que Mara había mencionado a su familia, pero no lo logró. Era doloroso y triste. Paige tampoco veía a menudo a sus padres, pero visitaba con regularidad a su abuela, que vivía en West Winter, a solo cuarenta minutos de viaje. Nonny era una mujer independiente y llena de vida. Durante la juventud de Paige, fue para ella madre y padre, todo en uno, y en ese momento era toda la familia que le hacía falta. Adoraba a Nonny.
—Está muy bonita —dijo el padre de Mara con voz tensa. Era un hombre alto y fornido, y estaba parado con las manos en los bolsillos de sus gastados pantalones y los ojos duros como el acero clavados en la calle—. El que la arregló hizo un buen trabajo.
—Mara siempre fue bonita —dijo Paige, saliendo en defensa de su amiga—. A veces estaba un poco pálida. En algunas ocasiones parecía un poco aturdida. Pero siempre estaba bonita. —Incapaz de dejarlo así, agregó con cierta urgencia—: Era feliz, señor O'Neill. Aquí tuvo una vida plena.
—Entonces, ¿por qué se suicidó?
—No sabemos si se suicidó. Pudo ser un accidente o un suicidio.
O'Neill lanzó un bufido.
—¿Y qué diferencia hay? —Mantuvo la mirada fija en el frente—. Ya no importa. Hace mucho tiempo que perdimos a Mara. Esto jamás le habría sucedido si hubiera hecho lo que le dijimos. Si se hubiera quedado en casa hoy estaría viva.
—Pero en ese caso no habría sido médico —repuso Paige. Aunque comprendía el dolor del padre de Mara, no podía dejar de defender a su amiga—. Fue una pediatra maravillosa. Quería a los niños y los niños la querían a ella. Luchaba por ellos. Y por los padres de sus pacientes. Ya lo verá. Mañana vendrán todos.
Él la miró por primera vez.
—¿Fue usted quien le dijo que ingresara en la facultad de medicina?
—¡No! Ella quiso ser médico mucho antes que yo.
—Pero usted consiguió que ingresara en la universidad.
—Lo consiguió ella sola. Lo único que yo hice fue decirle que existía una oportunidad de que entrara.
O'Neill lanzó un gruñido y volvió a fijar la vista en la calle. Unos instantes después dijo:
—Usted se le parece, ¿sabe? Tal vez por eso ella le tenía simpatía. El mismo pelo oscuro, la misma estatura. Podían haber sido hermanas. ¿Está casada?
—No.
—¿Nunca lo ha estado?
—No.
—¿No tiene hijos?
—No.
—Entonces se está perdiendo todo lo que se perdió ella. Mara lo intentó con ese tipo, Daniel, pero él no podía soportar que su mujer no estuviera nunca en casa; no sé qué hombre lo soportaría. Y después, ella no se quedaba embarazada y... bueno, ¿de qué sirve una mujer así?
Paige empezaba a entender lo que había alejado a Mara de Eugene.
—Mara no tuvo la culpa de los problemas de Daniel. Él era adicto a las drogas mucho antes de conocerla. Mara creyó que podría ayudarle, pero no dio resultado. Y en cuanto a lo de quedarse embarazada, tal vez si hubieran tenido más tiempo...
—El tiempo no tuvo nada que ver. Ella no se quedaba embarazada a causa del aborto.
—¿El aborto? —Paige no sabía nada de ningún aborto.
—¿No se lo contó? Lo comprendo. No todas las chicas se quedan embarazadas a los dieciséis años y después corren a librarse de la criatura antes de que los padres puedan dar su opinión. Lo que Mara hizo fue un asesinato. Y su castigo fue no poder volver a quedarse embarazada. —Hizo un sonido lleno de desprecio—. Lo triste es que tener hijos habría sido su salvación. Si se hubiera quedado en casa, y se hubiera casado y tenido hijos, hoy estaría viva y no habríamos tenido que gastar la mitad de nuestros ahorros para tomar un avión y asistir a su entierro.
En ese momento Paige deseó que no hubieran acudido. Deseó no haber hablado nunca con Thomas O'Neill. Y, sobre todo, deseó no haberse enterado de lo del aborto. No porque condenara a Mara por ello —comprendía el miedo que debía de haber tenido, con dieciséis años y en una familia tan intolerante como la suya—, sino porque habría preferido que Mara se lo contara personalmente.
Paige consideraba que habían sido íntimas amigas; sin embargo, en ninguna de las conversaciones que mantuvieron sobre el matrimonio de Mara y su falta de hijos, sobre los chicos que había criado en su casa a lo largo de los años, y sobre su intención de adoptar una criatura, Mara jamás mencionó un aborto. Y tampoco lo mencionó en ninguna de las muchas, muchísimas conversaciones que mantuvieron sobre el tema, tan estrechamente relacionado con las adolescentes que tenían a su cuidado.
A Paige le dolía pensar que había cosas importantes que ignoraba acerca de alguien a quien llamaba amiga íntima.
El viernes por la mañana amaneció cálido y gris, con el aire pesado, como si estuviera cargado con los secretos de Mara. Paige encontró cierto solaz en el hecho de que la iglesia estuviera llena. Era una prueba del número de vidas a las que Mara había ayudado, y del cariño que le tenían. Sobre todo ante la presencia de la familia, que nunca reconoció sus logros, Paige se sentía vindicada en nombre de Mara.
Pero ese pequeño y victorioso alivio llegó y se fue con rapidez, enterrado tan profundamente en el dolor de ese día como lo estaba Mara en un oscuro agujero en la tierra de la colina que miraba a la ciudad. Y antes de que Paige lograra recuperar el aliento, el cementerio había quedado atrás, el almuerzo en la posada de Tucker para todos los que quisieran asistir había terminado, y la familia O'Neill de Eugene, Oregon, estaba de nuevo en el aeropuerto.
Paige regresó a la casa de Mara, una casa victoriana de techos altos, escalera y rodeada de una galería. Una vez allí, pasó de un cuarto a otro, pensando en lo que gozaba Mara al encender la chimenea, colocar un árbol de Navidad cerca de la ventana de la sala de estar o tomar limonada en el porche trasero durante las noches cálidas del verano. Los O'Neill le habían dicho que vendiera la casa y donara lo recaudado a obras de caridad, y Paige pensaba hacerlo, pero no todavía. No podía embalar todo y deshacerse de Mara de un día para el otro. Necesitaba tiempo para vivir su duelo. Necesitaba tiempo para acostumbrarse a la ausencia de su amiga. Necesitaba tiempo para despedirse de ella.
También necesitaba tiempo para encontrar un comprador que quisiera la casa tanto como la había querido Mara. Era algo que ella le debía.
Salió de la cocina por la puerta de tela metálica, que se cerró a sus espaldas, y se dejó caer en la hamaca del porche trasero. Observaba a los pájaros que saltaban de árbol en árbol, de comedero en comedero. Alcanzaba a ver cinco comederos. Sospechaba que debía de haber otros ocultos entre los árboles. A Mara nada le gustaba tanto como sentarse en esa hamaca, abrazando a la criatura que tuviera bajo custodia en ese momento, mientras le contaba detalles de la vida de cada clase de ave.
«Los seguiré alimentando en tu nombre, —prometió Paige—. Me aseguraré de que los que compren la casa los alimenten. No quedarán abandonados. Es lo menos que puedo hacer por ti».
No cabía duda de que Mara habría aceptado cuidar del gatito de Paige. Adoraba todo lo salvaje, lo débil, lo pequeño. ¿Y Paige? Paige no era tan aventurera. Ella también necesitaba cosas, pero más controladas. Le gustaban la constancia, el orden y lo previsible. Los cambios la perturbaban.
Abandonó la hamaca y se internó en el jardín. Los pájaros volaron. Paige permaneció inmóvil, contuvo el aliento y esperó, pero no regresaron. Se sintió muy sola.
«Te extrañaré, Mara», pensó y regresó a la casa sintiéndose vacía y vieja. De repente la casa también le pareció vacía y vieja. Le hacía falta una mano de pintura. Haré que la pinten, pensó. La puerta necesitaba una tela metálica nueva. Eso era fácil de solucionar. En la ventana del primer piso a la izquierda había que cambiar un postigo. Nada del otro mundo. Y en el dormitorio del primer piso a la derecha... el dormitorio del primer piso a la derecha... ¡Oh, Dios!
Sonó el timbre de la puerta de la calle, distante pero claro. Agradecida por el alivio que eso le provocaba, Paige volvió a la casa. Supuso que algún amigo había visto su coche y había querido saludarla, o que alguna persona de la ciudad que no había podido acudir al funeral quería expresarle sus condolencias.
El panel de vidrio opaco de la puerta de la calle revelaba una forma abultada pero no alta. Al abrir la puerta Paige se encontró con que no se trataba de una sola persona, sino de una mujer con una criatura en brazos. Ninguna de las dos era de allí, nunca las había visto.
—¿Qué desea? —preguntó Paige.
—Estoy buscando a Mara O'Neill —contestó la mujer con aire preocupado—. He intentado ponerme en contacto con ella. ¿Usted es amiga suya?
Paige asintió.
—Se suponía que hoy temprano debía encontrarse conmigo en Boston —continuó diciendo la mujer—, pero no ha acudido a la cita. En el camino hacia aquí me he detenido cada poco para llamarla, pero no contesta al teléfono.
—No —confirmó Paige mientras estudiaba a la mujer. Era de edad mediana y caucásica; evidentemente, no se trataba de la madre de la criatura, cuya piel era del color del nogal y que tenía los ojos más grandes y tristes que Paige había visto en su vida. Supuso que ambas debían de formar parte de la organización de adopciones con la que Mara estaba conectada.
—¿Mara está? —preguntó la mujer.
Paige tragó con fuerza.
—No.
—¡Dios mío! ¿No sabe dónde está o a qué hora volverá? ¡Esto es terrible! Lo teníamos todo arreglado, y ella estaba excitadísima.
La criatura miraba a Paige, quien de repente no pudo apartar de ella la mirada. Era una mujercita. Por su estatura todavía no tenía un año, pero la expresión de sus ojos indicaba que era mayor. Paige había visto esa mirada en una fotografía que Mara le mostró. El corazón de Paige le saltaba dentro del pecho cuando extendió la mano y acarició la mejilla de la pequeña.
—¿Cómo conoció a Mara? —le preguntó a la mujer.
—Pertenezco a la agencia de adopciones. Entre otras cosas, mi tarea consiste en estar en el aeropuerto esperando la llegada de criaturas de otros países que han sido adoptadas por norteamericanos. Esta niña viene de una ciudad que se halla a cierta distancia de Calcuta. Desde allí la escoltó un integrante de la filial de la agencia en Bombay. La pobrecita lleva viajando tres días. Mara debe de haberse equivocado en el día o en la hora. ¿El consultorio está cerrado? Se lo pregunto porque las llamadas las contesta una agencia de radiomensajes.
—¡Sameera! —exclamó Paige en un hilo de voz. El bebé de Mara—. ¡Pero yo creí que no llegaría hasta dentro de algunas semanas! —Tendió los brazos para tomar a la criatura.
—A menudo aconsejamos a los futuros padres adoptivos que no hablen de fechas. Los factores políticos pueden demorar las llegadas.
Paige pensó en el dormitorio del primer piso a la derecha, con sus paredes de un amarillo brillante y su cielo raso con estrellas que eran visibles desde el jardín trasero. Acunó a la criatura y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡Sami!
La chiquita no emitió ningún sonido. Paige lloraba en silencio por la madre que hubiera sido Mara y por la felicidad que habría conocido. La llegada de esa criatura afirmaba el misterio de la muerte de Mara. Jamás se habría suicidado cuando solo faltaban tres días para la llegada de Sami.
Sin dejar de abrazar a la niña, Paige se enjugó los ojos con un brazo. Transcurrió un minuto antes de que recuperara la compostura como para mirar a la mujer y explicar:
—Mara murió el miércoles. La hemos enterrado esta mañana.
La mujer jadeó.
—¿Ha muerto?
—Fue un accidente terrible.
—¿Ha muerto? ¡Oh, Dios mío, pobre Mara! ¡Esperó tanto tiempo a esta criatura! Y Sameera ha hecho un viaje tan largo...
—No hay problema —dijo Paige con una extraña calma—. Yo la acogeré. —Era lo único que podía hacer para reparar todo lo que no había hecho antes—. Me llamo Paige Pfeiffer. Fui la mejor amiga de Mara y también soy pediatra. Teníamos consultorio juntas. Me hicieron entrevistas como referencia durante los estudios para la adopción. Si revisa sus archivos comprobará que mi nombre figura en la lista de las personas a quienes pueden llamar en caso de emergencia, que es exactamente lo que ha hecho. —Miró a la niñita, sus piernas delgadas se apoyaban en su cintura y le aferraba el jersey con los deditos. Apoyaba la cabeza en el pecho de Paige, tenía los ojos grandes y muy atemorizados; era liviana como una pluma, pero de una calidez muy agradable.
La cuidaré en tu nombre, Mara. Eso es algo que puedo hacer, se dijo.
—Me temo que las cosas no son tan fáciles —dijo la mujer enseguida.
—¿Por qué no?
—Porque existen reglamentos, procedimientos y burocracias. —La mujer estaba claramente aturdida—. Las adopciones internacionales son complicadas. Mara cumplió todos los requisitos e hizo todos los trámites, y aun así tenía que esperar seis meses más para que la adopción fuera definitiva. Mientras tanto, técnicamente, Sameera está a cargo de la agencia. No puedo dejarla aquí.
—¿Y adonde la llevará?
—No lo sé. Nunca nos ha sucedido nada igual. Supongo que tendré que llevármela a casa hasta que decidamos qué hacer.
—¡No puede volver a mandarla a la India!
—No. Habrá que buscar otra familia que la adopte.
—Y mientras tanto la pondrán al cuidado de alguien, ¿no es así? ¿Por qué no puedo ser yo?
—Porque usted no ha sido aprobada.
—Pero soy pediatra. Adoro a los niños. Sé tratarlos. Tengo casa propia y un buen sueldo. Soy una persona totalmente respetable, y si no quiere aceptar mi palabra pregúnteselo a cualquiera en esta ciudad.
—Por desgracia, eso requiere tiempo. —Extendió los brazos para tomar a Sami, pero Paige no estaba dispuesta a entregársela tan pronto.
—Yo la quiero —dijo—, lo cual me coloca en el primer lugar de la lista. Quiero llevármela a casa ahora mismo y quedarme con ella hasta que le encuentren un hogar mejor. Pero no encontrarán un hogar mejor que el mío, eso se lo aseguro. Mara se alegraría tanto. Tiene que existir una manera de que pueda quedarme con ella.
La mujer vacilaba.
—Supongo que la hay. Si el director de la agencia está de acuerdo, podríamos hacerle un rápido examen como cuidadora de la criatura.
—Hágalo. —La impulsividad era típica de Mara y la hizo sentirse bien.
—¿Ahora?
—Sí, si eso hace falta para que me quede con ella esta misma noche. Esta niña necesita amor y eso es algo que yo puedo darle. Y además le puedo ofrecer un hogar inmediato y estable. Me parece una propuesta sensata.
Fue algo que la mujer no pudo discutir. Después de hacer varias llamadas y conseguir los permisos preliminares, sometió a Paige a un montón de preguntas. Eran preguntas básicas sobre su identidad, un comienzo del estudio que la mujer prometía hacer. Y mientras contestaba a las preguntas Paige subía y bajaba la escalera con Sami sobre la cadera, transportando cosas del cuarto de la niña al coche. Solo se detuvo cuando el coche estuvo lleno.
La representante de la agencia, que la había seguido arriba y abajo, estaba agotada. Después de proporcionarle una lista de números de teléfono, y con la promesa de que se pondría en contacto con ella al día siguiente, se alejó en su coche.
Paige cambió a Sami de posición para poder verle la cara. Sus grandes ojos negros se encontraron con los de ella.
—¿Y tú no dices nada? ¿No estás hambrienta o mojada? —La niña la miraba en silencio—. ¿Te gustaría comer algo? —La criatura ni siquiera parpadeó—. Tal vez quieres que te bañe... —Paige sabía que Sami no entendía inglés, pero esperaba que su tono de voz le arrancara algún sonido—. ¿Sí? —Volvió a hacer una pausa. Al ver que no había sonido alguno, suspiró—. A mí me sentarían bien las dos cosas. Vamos a casa.
Rodeó el coche y cuando estaba a punto de abrir la puerta del lado del acompañante alzó la vista para mirar la casa de Mara. No hacía mucho que la había comprado. Durante sus primeros tres años en Tucker devolvió los préstamos que había recibido para sus estudios; durante los dos años siguientes ahorró para pagar la casa al contado. La casa no era vistosa en ningún sentido, pero, para Mara, comprarla había sido un triunfo. Ahora estaba vacía, y Mara, enterrada en las colinas que miraban a la ciudad. Paige sintió que la recorría un escalofrío. Mara había sido una parte vital de su existencia durante veinte años. Y se había ido.
Cerró los ojos y apretó a Sami contra su cuerpo. La criatura estaba cálida, silenciosa pero viva, y eso era un consuelo... pero solo hasta que Paige empezó a mirar hacia el futuro en lugar de pensar en el pasado. Entonces, con lentitud, tomó conciencia, abrió los ojos y miró a la niña, y en ese instante, con la casa cerrada, la representante de la agencia lejos, y la criatura de Mara a su cuidado, comprendió la enormidad de lo que acababa de hacer. En uno de los días más tristes de su vida lo que sintió no fue dolor. Fue un profundo y absoluto terror.