Capítulo 22
—En Bretaña, ¿verdad?
El ayudante de campo asintió con la cabeza. En realidad este capitán de fusileros con aspecto de villano no era un mal tipo, y sin duda mejoraba mucho cuando se ponía el parche del ojo y la dentadura postiza. Cogió el lápiz y dibujó un jabalí salvaje.
—Las estatuas están todas en el oeste. ¿Y dice usted que en Portugal tienen lo mismo?
Frederickson asintió.
—En Braganza, exactamente lo mismo. Y en Irlanda.
—¿Así que los celtas llegaron hasta aquí?
Frederickson se encogió de hombros.
—O venían de aquí. —Dio unos golpecitos sobre el esbozo de la estatua de jabalí—. He oído decir que es un símbolo de realeza.
Pierre se encogió de hombros.
—En Bretaña dicen que son altares. Uno incluso tiene un hueco donde se podía poner una copa de sangre.
—¡Ah!
Frederickson entornó los ojos, pues el francés estaba a la sombra de la cornisa esculpida. Había resultado una mañana interesante. El francés estuvo de acuerdo con Frederickson en que la arquitectura plateresca de Salamanca era increíble, pero demasiado elaborada. La línea se perdía en el detalle, dijo Frederickson, y al francés le encantó encontrar a otro hereje que compartiera su punto de vista. En realidad los dos hombres odiaban las obras modernas, preferían la simpleza contundente de los siglos X y XI; Frederickson sacó a colación el castillo portugués de Montemoro Velho y Pierre le hizo varias preguntas al respecto. Incluso se habían introducido en la historia, sobre la extraña gente que había tallado jabalíes en las piedras, cuando el sargento de los fusileros se detuvo frente a ellos.
—¿Señor?
Frederickson levantó los ojos del esbozo.
—¿Tom?
—Dos oficiales franchutes hacia el sur, señor. Fisgoneando. Taylor dice que están a tiro.
Frederickson miró a Pierre.
—¿La hora?
—Ah —respondió mientras sacaba el reloj—, las once menos un minuto.
—Dígale a Taylor que dispare dentro de un minuto. Y dígale que mate a uno de los cabrones.
—Sí, señor.
Frederickson volvió a girarse hacia el francés.
—¿Ha visto el toro de piedra en el puente de Salamanca?
—Ah, eso es fascinante.
El sargento sonrió y se fue. Apenas un minuto después el dulce William volvería a ser él mismo, hablaría inglés en lugar del francés pagano y mataría a aquellos cabrones. Se coló entre los espinos para averiguar qué otro fusilero debería disparar con Taylor y tener el máximo de probabilidades de matar al segundo oficial francés. El dulce William siempre daba una ración extra de ron a cualquier hombre que demostrara haber matado a un oficial enemigo.
Sharpe estaba entre los cascotes de la muralla este, cascotes que se extendían ahora hasta la trinchera poco profunda. Tenía menos de tres pies de ancho, resultaba demasiado estrecho, pero el parapeto que se había cavado le daba un pie más de anchura efectiva. Serviría.
—¿Qué hora es?
—Las once en punto, señor —contestó el capitán Brooker nervioso.
Sharpe miró a los hombres que se ocultaban tras la garita. Los artilleros estaban tan nerviosos como Brooker; los cohetes envueltos resultaban extraños. Había hecho que se camuflaran con los uniformes azules y los gabanes de fusileros; parecían un grupo abigarrado. Le sonrió a Gilliland y habló en voz alta.
—¡Tenga paciencia! ¡Me parece que irán hacia la atalaya antes que nosotros!
Dos fusiles sonaron a lo lejos con la detonación amortiguada y Sharpe buscó en vano rastros de humo.
—Debe haber sido en la ladera sur.
—Así parece, señor.
—Sí —contestó Sharpe distraído.
—¿Voy?
Brooker estaba impaciente por alejarse de los cascotes, un lugar que estaba muy desprotegido. Se llevaría a una compañía de fusileros, reforzada por el capitán Cross con veinte fusileros, hasta el valle que separaba el castillo de la atalaya. Cubrirían la retirada de Frederickson si la infantería francesa inundaba la colina.
—Espere un minuto.
No se habían oído más disparos procedentes de la atalaya, ni había movimiento de hombres de la ladera norte a la sur. Sharpe volvió a mirar hacia el pueblo.
—¡Ah!
La exclamación se debía a que el único batallón francés que estaba enfrente del pueblo se movía hacia el sur, hacia la atalaya, y Sharpe vio a los hombres en las compañías de retaguardia que atravesaban chapoteando el riachuelo que discurría junto al camino. ¡Así que iba a ser la atalaya! Había jugueteado con la idea de que los franceses tuvieran prisa y pudieran ir directamente a por el castillo y el convento, pero el tiempo, al parecer, no era lo que más les preocupaba. Lo harían como tenía que ser. Vio al batallón que se dirigía al sur, supuso por los disparos de fusil que había otro que él no veía al otro lado de la colina, y Frederickson pronto tendría las manos llenas. Le sonrió a Brooker.
—¡Venga! ¡Buena caza!
Brooker y Cross abandonarían el castillo por el gran boquete abierto en el lado sur de la torre del homenaje, a través del cual tantos seguidores de Pot-au-Feu habían escapado. Sharpe pensó con satisfacción en la presencia de Hakeswill, encerrado en las mazmorras, y entonces se preguntó qué les sucedería a aquellos prisioneros si los franceses invadieran el castillo. Sí. Se le ocurrió que había querido aguantar dos días y casi un cuarto de ese tiempo había transcurrido ya; sin embargo, también sabía que los veteranos que se concentraban detrás del pueblo lo iban a poner a prueba.
—¿Señor? —Era el corneta que seguía llevando el fusil de Sharpe y que le señalaba hacia la atalaya.
—¿Qué?
—Ahora no lo veo, señor, pero hay un hombre que viene corriendo hacia nosotros, señor. Corre como el demonio. Un fusilero, señor.
¿Qué era lo que había salido mal? No se oían disparos que procedieran de la colina, no había humo que se elevara con la brisa que de repente era glacial. Se había quitado los guantes en algún sitio durante la noche y había olvidado dónde, así que se sopló las manos y levantó la vista hacia las nubes. Estaban hinchadas, bajas y oscuras y alcanzaban la parte más alta de la atalaya, prometían nieve que convertiría al desfiladero en peligrosísimo y dificultaría el paso de una fuerza de socorro.
—¡Allí está, señor! —señaló el corneta.
Un fusilero había salido de pronto de los espinos allí donde el riachuelo se adentra en el valle. Echó una mirada hacia la derecha a los franceses, vio que no corría peligro y corrió hacia el castillo. Estaba en forma, quienquiera que fuera, corría con el fusil y las cartucheras, saltó la trinchera y se dirigió hasta Sharpe. El hombre, con la respiración entrecortada, apenas podía hablar y sólo sostenía un trozo de papel. Su aliento formaba gruesas nubes delante de su cara y tan sólo fue capaz de decir una palabra jadeando.
—¡Señor!
En el papel había el dibujo extraño de un jabalí que Sharpe no entendía, un dibujo sobre el que se había garabateado un mensaje a lápiz.
«¿Recuerda el contraataque f. de Salamanca? Lo estoy viendo. Detrás del pueblo. Diez guineas que va por su lado. Tiradores todos hacia el oeste. 8 bat. ¡Piense que “me” prometió un combate! 2 oficiales f. se acercaron demasiado. Bang, bang. D.W.»
Sharpe se echó a reír. Dulce William.
¿Ocho batallones? ¡Santo Dios! Y Sharpe acababa de enviar a la mitad de sus fusileros y una quinta parte de su mosquetes hacia los espinos. ¿Y si los franceses atacaran ambas posiciones? ¿Y si a Frederickson le cortaban la retirada desde el castillo? Se giró.
—¡Abanderado!
—¿Señor?
—¡Mis saludos al señor Brooker y que vuelva lo más rápido posible! Lo mismo el capitán Cross.
El abanderado echó a correr.
—¡Vaya, señor! —exclamó el corneta que miraba fijamente hacia el pueblo.
Y había motivos para eso y para más. El batallón que se había trasladado hacia el sur lo había hecho para dejar paso a las tropas que iban a asaltar el castillo, tropas que llenaban el valle y que los oficiales agrupaban, tropas que oscurecían el extremo este de los pastos.
—¡Oh, Dios!
—¿Señor? —se interesó el corneta preocupado. Sharpe sonreía e iba sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—Corderos para el matadero, chico. ¡Oh, Dios, Dios mío, Dios mío, Dios mío! —Se giró—. ¡Capitán Gilliland!
—¿Señor?
Gilliland salió de la entrada a la torre donde se protegía de la brisa helada.
—¿Ha visto eso, capitán?
Gilliland miró hacia el pueblo y su rostro manifestó incredulidad y sorpresa.
—¿Señor?
—Aquí empieza la primera lección, capitán. —Gilliland no entendía la alegría repentina de Sharpe—. Capitán, va usted a ver una columna francesa. Es un blanco inmejorable y usted lo va a hacer añicos. ¿Me oye, hombre? —Sharpe sonreía con placer, se había olvidado del frío—. ¡Los vamos a matar! ¡Saque los canalones!
Gracias a Dios por el príncipe de Gales. Gracias a Dios por ese Prinny y por su padre loco, y gracias a Dios por el coronel Congreve y gracias a Dios por un general francés que estaba haciendo lo que cualquier otro soldado haría en su lugar. Sharpe le sonrió al corneta.
—¡Tienes suerte de estar aquí, muchacho! ¡Tienes suerte de lo que vas a ver!
—¿Sí, señor?
Sharpe se quedó en los cascotes, el viento le agitaba el cabello negro y se le pasó por la cabeza que tal vez los franceses planearan atravesar el hueco entre el castillo y el convento, pero podía hacer frente a eso. Encararían los cohetes hacia el norte, con la misma facilidad con que estaban encarados al este, y él observaba la voluminosa formación de las filas francesas delante del pueblo y se percató de que la línea central de la primera fila estaba más a la derecha del camino, y se dio cuenta de que iban a por él. Echó una mirada a la atalaya. Aquella masa creciente sería un blanco tentador para el cañón de Frederickson, pero Sharpe había ordenado que el cañón sólo debía usarse para defender la colina. Frederickson tendría que esperar el momento oportuno.
Buscó al otro abanderado que le llevaba los mensajes y ordenó que dispusieran tres compañías de fusileros dentro del patio, más el resto de los fusileros. Quedaba por resolver cómo contener a los tiradores franceses, un verdadero enjambre, cómo mantenerlos alejados de la trinchera. Avanzó hacia la pequeña excavación, había treinta yardas útiles, y en ellas los hombres de Gilliland estaban haciendo quince canalones en el parapeto, canalones que apuntaban directo al frente, y Sharpe corrigió el ángulo para que cubrieran el centro del valle. Se agazapó detrás de los canalones, vio dónde irían los cohetes si fueran en línea recta y dónde dividirían en dos la línea de ataque, justo a cincuenta yardas por delante. Asintió.
—¡Perfecto!
Los artilleros dispusieron los canalones metálicos en los lechos de tierra. Estaban nerviosos, aterrorizados, pero Sharpe les sonreía, bromeaba con ellos, les hablaba de la inminente victoria que iban a conseguir y su buen humor se fue contagiando. Le dio una palmada a Gilliland en el hombro.
—Hágalos salir. ¡Sin darle importancia, unos cuantos de golpe!
Había ordenado que el pelotón de cohetes se vistiera con gabanes de infantería y mantuvo oculta el arma hasta el último momento. Los fusileros observaban con atención la masa compacta que era el enemigo, y Sharpe los llamó. Les ordenó que se adelantaran en la trinchera, su trabajo consistiría en mantener a los voltigeurs alejados de los cohetes, e hizo que las tres compañías de fusileros se alinearan sobre los cascotes. Algunos caerían abatidos ante los tiradores franceses, pero sus descargas formarían un campo mortífero delante de los fusileros.
En cada canalón servían dos artilleros. Los otros se mantenían en reserva. Un hombre ponía las armas en la cuna metálica, el otro encendía la mecha y ambos se meterían a gachas en la trinchera mientras el explosivo ardía por encima de sus cabezas. Y dispararían tan rápido como pudieran, cohete tras cohete, cada canalón podía hacer cinco disparos por minuto liberando setenta misiles por minuto, misiles con proyectiles en la punta; era la muerte ardiendo que salía de la trinchera en dirección a un blanco que aún se estaba concentrando en el pueblo.
Cross había regresado al patio, respiraba con dificultad y parecía estar preocupado. Sharpe dispuso a cinco de sus fusileros en la entrada de la torre, el resto delante de la trinchera, y añadió una compañía de Brooker a los otros fusileros que se alineaban en los cascotes. Los hombres estaban aterrados, una doble fila de cuatro compañías se encaraba a la columna francesa, la fuerza que había derribado reinos, y la única ayuda de que disponían eran los cohetes larguiruchos que atendían en la trinchera, cohetes que rechazaban despectivamente como si fueran juguetes.
—¡Carguen! —Sharpe los observaba—. ¡A la orden de fuego empiecen con fuego de pelotón! Su misión consiste en mantener a los tiradores alejados de la trinchera. ¡Capitán Brooker!
—¿Señor?
La compañía de Brooker era la que más cerca estaba de la entrada a la torre.
—¡Vigile aquel flanco abierto! Si esos tiradores entran en la trinchera estamos todos muertos. ¡Impídaselo! Y no se preocupe de la columna. ¡Esos ya están muertos! —Les sonrió—. ¡Lo están haciendo por el coronel Kinney! ¡Que vea que esos cabrones se van al infierno!
En ese momento los primeros tambores sonaron, los mismos que habían conducido las columnas hasta Madrid y Moscú, los mismos que habían acumulado en París estandartes capturados, los mismos que tocaban el pas-de-charge, el ritmo que acompañaba todos los ataques franceses y que tan sólo se detenía con la victoria o la derrota. Bum-bum, bum-bum, bumabum, bumabum, bum-bum.
Y esta vez eran para Sharpe, tan sólo para Sharpe, el saludo del Emperador a un hombre del orfanato de Londres, y él giró el rostro hacia ellos, vio que los franceses se movían a bandazos y se echó a reír, con la boca abierta al viento. Se reía del orgullo que se había apoderado repentinamente de él, porque los tambores, al fin, eran para él.