Capítulo 15
La tarde de Navidad fue tan festiva como cualquiera podría desear. Al principio, los fusileros se mostraron incrédulos, más tarde encantados, y finalmente acabaron mezclándose con el batallón de Dubreton como si formaran un fuerte cordón a la espera de cazar a los fugitivos de las montañas. Al cabo de una hora, ningún francés llevaba puesto el chacó de su uniforme, todos llevaban los británicos, y los hombres se intercambiaban los botones de los uniformes, bebida, comida, tabaco e improvisaban traductores para poder contarse unos a otros los recuerdos de batallas compartidas.
Media hora después, aparecieron los primeros fugitivos. Casi todos eran mujeres y niños, que nada temían por ser capturados, y las mujeres buscaron las tropas de su propio bando para pedirles protección. Tras ellas se oía de vez en cuando el remoto sonido de una carabina de los dragones persiguiendo a algún rezagado.
Sharpe se lo perdió todo. Durante los primeros cuarenta minutos estaba en el convento con Harper. No podían mover el cañón sin que los franceses advirtieran sus esfuerzos, así que Sharpe abandonó la idea de montarlo en la puerta del convento. Entonces se dedicó a explorar las bodegas; bajó a un espacio sucio y húmedo situado debajo de la capilla y los almacenes, y después dejó a Harper y a un grupo de trabajo ocupándose de los materiales requisados a Pot-au-Feu. Sharpe prepararía un par de sorpresas por si las necesitaban.
Después, acortó camino campo a través, entre las tropas que confraternizaban, y condujo el caballo lentamente por los caminos que serpenteaban hasta la atalaya. Los espinos eran altos, constituirían una buena protección, pero la colina quedaba demasiado alejada para recibir apoyo de las tropas del castillo. Mientras desmontaba, Frederickson le hizo una señal con la mano desde lo alto de la torre. Sharpe tendió las riendas a un fusilero, se detuvo unos segundos y observó la situación de la torre. Era un buen lugar. Los españoles habían levantado las murallas de tierra orientadas hacia el valle y, detrás, habían colocado dos cañones de cuatro libras que dominaban la pendiente este de la colina hacia el norte. Hacia el oeste y hacia el este, la pendiente era igual de pronunciada y estaba totalmente cubierta de espinos. Sólo la pendiente sur era más suave. Algunos fusileros maldecían mientras cavaban otro hoyo y lo acondicionaban para las armas, y Sharpe aprobó que Frederickson les hubiera ordenado que cortaran espinos y los colocaran en la ladera sur a modo de barrera. Una compañía cortaba arbustos mientras otra formaba un cordón de protección por si regresaban los hombres de Pot-au-Feu.
Sharpe subió la escalera interior de la torre, salió al torreón y saludó a Frederickson. El capitán de fusileros estaba alegre.
—¡Espero que esos canallas luchen, señor!
—¿De verdad?
—Podría defender este lugar hasta la última de las batallas.
—Es posible que tenga que hacerlo —respondió Sharpe sonriendo irónicamente mientras colocaba su lente sobre una de las murallas medio derruida. Estuvo observando el pueblo durante un buen rato, aunque vio poca cosa, y luego orientó la lente hacia la derecha, donde el valle giraba junto a la colina hasta desaparecer por el este.
—¿Cuántos ha visto?
Frederickson se sacó un trozo de papel del bolsillo y se lo dio a Sharpe sin mediar palabra.
—Lanceros, 120. Dragones, 150. Infantería, 450.
Sharpe gruñó y le devolvió el papel.
—Un tanto descompensado, ¿verdad?
Dirigió la vista hacia el este y contempló el magnífico paisaje, recordó que los cañones de la atalaya habían dejado de disparar durante la batalla. Los hombres apostados en la torre debieron asustarse al ver a los franceses que se acercaban; sin lugar a dudas, los defensores de la torre del homenaje contagiaron su miedo a los hombres de Pot-au-Feu. La victoria de aquella mañana, ya bastante precaria, había quedado deslucida porque la llegada de los franceses había descorazonado al enemigo. Miró hacia el lugar donde el valle engullía el camino.
—Me gustaría saber qué hay más allá.
—Yo también me lo estaba preguntando, señor. Envié una patrulla, pero los mandaron de vuelta, con educación pero con firmeza. Vamos.
—Así que deben de estar escondiendo algo.
Frederickson se rascó debajo del parche.
—No me fío ni un pelo de ellos —dijo alegremente.
—Yo tampoco. ¿Vio provisiones?
Frederickson respondió con un movimiento de cabeza.
—Nada, señor.
—Hay más al dar la vuelta.
La infantería francesa tenía que comer, los caballos necesitarían forraje y hasta aquel momento Sharpe no había visto rastro alguno de los suministros franceses. Hacia el sudeste, donde el camino se perdía, divisó a un grupo de lanceros al trote.
—¿Les mandaron de vuelta?
—Ahí están, rastreando toda la zona. —Frederickson se encogió de hombros—. Yo no puedo hacer nada, señor. Ninguna de mis patrullas puede ir más deprisa que esos bastardos.
—Envíe a dos hombres esta noche.
—De acuerdo, señor. Me han dicho que estamos invitados a cenar.
Sharpe sonrió no sin cierta ironía.
—Usted no podrá asistir, estará demasiado enfermo. Ya le disculparé. —Antes de marcharse siguió hablando durante diez minutos, sentía cómo se filtraba de nuevo el frío con la puesta de sol; se detuvo en la puerta del torreón.
—¿Le importa perderse la cena?
—Espero que me lo compense.
Frederickson parecía alegre, cuanto más hablaba Sharpe, más cercana parecía la batalla, y aquella noche, mientras Sharpe cenara, Frederickson debía realizar ciertos preparativos, tenía que preparar algunas sorpresas.
Farthingdale se había mostrado de acuerdo con todos los esfuerzos de Sharpe por preparar la defensa de la Entrada de Dios, pero Sharpe sabía que su motivo no era el temor de un ataque. Sir Augustus había citado con tono sentencioso una frase de su propio libro. «Tropas ocupadas, Sharpe, son aquellas tropas que no pueden hacer maldades.»
—Sí, señor.
Ahora, mientras regresaba al castillo a lomos de su caballo, Sharpe se preguntaba si no habría dejado volar demasiado su imaginación. Estaba convencido de que tendría que luchar al día siguiente a pesar de que no había motivos reales para creerlo. Era normal que los franceses estuvieran en el valle, al igual que los ingleses, y en unos minutos habría terminado el trabajo que habían venido a hacer y no existiría motivo aparente para quedarse en la Entrada de Dios. Salvo. Salvo el instinto. Farthingdale había menospreciado ese instinto y había acusado a Sharpe de buscar pelea y de negarse a mandar a un teniente con un mensaje al otro lado de la frontera. «¡Está exagerando por un puñado de soldados de caballería y un pequeño batallón! ¡No sea ridículo, Sharpe!» Tras estas palabras Farthingdale se había retirado a sus aposentos, los mismos que ocupara Pot-au-Feu, y Sharpe había visto a Josefina asomada al balcón que algún antiguo dueño del castillo habría construido, orientado hacia el norte y en lo alto de la torre del homenaje. La vista desde la estancia y el balcón tenía que ser preciosa.
De vuelta al patio del castillo, Sharpe descendió del caballo y pidió a un fusilero que le llevara agua caliente. Se quitó la casaca, se bajó el peto hasta la cintura y se quitó la camisa sucia. Daniel Hagman le lanzó una sonrisa desdentada y recogió la casaca.
—¿Quiere que la cepille, señor?
—Ya lo haré yo, Dan.
—Dios nos asista, usted es un comandante sorprendente, señor. —Dan era el hombre más viejo de la compañía de Sharpe tenía casi cincuenta años; su edad y lealtad le permitían tomarse alguna libertad con Sharpe—. Tiene que aprender a dejar que los demás hagan las cosas por usted, señor, como la gente respetable. —Hagman empezó a frotar una mancha de sangre—. Hoy va a comer con la nobleza, señor, y no puede presentarse hecho un gitano.
Sharpe se echó a reír. Sacó la navaja de afeitar del bolsillo del peto, la desenfundó y miró hastiado la delgada hoja. Tenía que comprar una nueva. La asentó con indiferencia en su bota, se mojó la cara y, después, empezó a afeitarse sin molestarse en buscar un poco de jabón.
—¿Todavía tiene mi fusil, Dan?
—Claro, señor. ¿Lo quiere?
—No, si tengo que comer con la nobleza.
—Seguramente le darán cuchillo y tenedor, señor.
—Seguramente, Dan.
—Los terratenientes solían comer con tenedor. —Hagman era de Cheshire y se había alistado en el ejército después de perder su batalla personal contra los guardas de los terratenientes. Escupió sobre la casaca de Sharpe y restregó vigorosamente—. No veo la utilidad de un tenedor, señor, no la veo. Dios nos dio dedos.
Los fusileros encendieron un fuego en el patio con pajas del establo y las llamas avivaron el efecto del ocaso. Sharpe se secó la cara con la camisa, volvió a ponérsela y se subió lentamente los tirantes del peto francés que había requisado. Hagman golpeó la casaca contra el suelo para quitarle las últimas motas de polvo y se la dio.
—Elegante como un caballero, señor.
—Algún día, Dan.
Cinturón, correas, bolsa de munición, faja y espada completaban el uniforme del comandante Sharpe. Le dio un golpe al chacó mientras Hagman meneaba la cabeza mirando hacia la torre del homenaje.
—Ahí viene su señoría, señor. Nos ha tenido toda la tarde subiendo y bajando la maldita escalera llevando madera para su maldita chimenea y comida para su maldita esposa. ¿Esa mujer, es la que usted conoció en Talavera, señor?
—Efectivamente.
—¿Y sabe el marido que no es el primero que dispara ese mosquete?
Sharpe sonrió irónicamente.
—No.
—Quien no sabe, no sufre. —Hagman desapareció rápidamente al ver que asomaba la cabeza de sir Augustus en busca de Sharpe.
—¡Sharpe! —Aquel tono de indignación empezaba a amargarle la vida.
—Señor.
—Espero que nuestra fiesta esté preparada para empezar dentro de una hora. ¿Entendido?
—Sí, señor.
—Su señoría vendrá conmigo. Querría que ordenara a todos los oficiales que se mantengan sobrios y sean decorosos. Tenemos que guardar las apariencias.
—Sí, señor.
Sharpe pensó que tal advertencia iba dirigida a él. Farthingdale no creía que Sharpe fuera un caballero y de ahí había deducido que debía tener tendencia a emborracharse.
—¡Señor! —gritó una voz desde la puerta.
—¿Qué ocurre? —Farthingdale frunció el ceño enojado ante aquella interrupción.
—Viene un oficial francés, señor, con un destacamento.
—¿Cuántos hombres?
—Una docena, señor.
Sharpe no les hubiera dejado entrar, hubiera salido a recibirlos para que no tuvieran la ocasión de estimar las insignificantes defensas del castillo, pero Farthingdale avisó con un grito a los centinelas para que les dejaran pasar. Sharpe miró hacia el establo e hizo una señal para que escondieran al escuadrón de cohetes. A pesar de todo, era muy posible que Dubreton ya tuviera noticia de su existencia. Los hombres de ambos bandos se habían mezclado con total espontaneidad, hablaban abiertamente y la única esperanza que tenía Sharpe de que los cohetes siguieran siendo una sorpresa se limitaba a la incredulidad que normalmente siente el soldado enemigo y a las dificultades de la traducción.
Los cascos de los caballos franceses resonaron en los adoquines de la entrada, retumbaron en las antiguas piedras y Dubreton los guió hasta el patio. El sol lucía rojizo e impresionante, a punto de ponerse en el cielo navideño, y los últimos rayos brillaban sobre la grupa del caballo del francés. Sonrió a Sharpe.
—Le debo un favor, comandante Sharpe. —Detuvo su caballo y se apartó al oír de repente el crepitar de la madera en el fuego. Después, Dubreton se tranquilizó—. Vengo a pagar parte de mi deuda, una parte muy pequeña, pero espero que le satisfaga.
Se dio la vuelta e hizo señas a los soldados de caballería, que se separaron para dejar paso al enorme sargento Bigeard, que avanzaba incómodo sobre la grupa de un caballo. La mano derecha de Bigeard sujetaba unos cabellos grises y sucios, los cabellos de Obadiah Hakeswill.
Sharpe sonrió al francés.
—Gracias, señor.
Obadiah Hakeswill, atrapado e impotente, vestía todavía el uniforme prestado de coronel de infantería. El sargento Bigeard saludó a Sharpe con un gesto, soltó el pelo de Hakeswill y lo empujó de un puntapié.
Era un momento feliz, inmensamente feliz; la felicidad de tener ante sí diecinueve años de odio, de tener delante a aquel hombre, ahora indefenso, que llevaba toda la vida atormentando a los débiles y gozando con la malevolencia. Obadiah Hakeswill se había convertido en prisionero, su rostro amarillo demostraba inquietud y sus ojos de un azul brillante escrutaban sin disimulo el patio en busca de alguna escapatoria. Sharpe se acercó lentamente, los ojos azules seguían buscando una salida, pero se clavaron en él al oírse el sonido de una espada al desenvainarse.
Sharpe sonrió.
—Soldado Hakeswill. Ha perdido su rango de sargento. ¿Lo sabía? —El rostro del prisionero sufrió otra convulsión y Sharpe esperó a que se quedara quieto—. ¡Firmes!
Automáticamente, después de toda una vida de soldado, Hakeswill se puso firmes con los brazos a los lados, y en ese mismo instante, la espada se acercó a su cuello concentrando en su hoja el fuego del sol poniente. Sharpe la sostenía con los brazos completamente estirados y la punta apenas temblaba sobre la nuez de Hakeswill. Silencio.
Los hombres que estaban en el patio podían sentir el odio. Los fusileros se detuvieron, se dieron la vuelta y observaron la espada.
El único que se movió fue Farthingdale. Dio un paso al frente, con los ojos clavados en la espada recta e inmóvil, temeroso de ver un chorro de sangre brillando en el ocaso.
—¿Qué está haciendo, Sharpe?
Sharpe respondió suavemente, pronunciando cada palabra despacio y con claridad.
—Estaba pensando en despellejar vivo a este cabrón, señor. —Sus ojos seguían clavados en Hakeswill.
Farthingdale miró a Sharpe y la tenue luz del sol iluminó la mejilla izquierda de aquel rostro con cicatriz, un rostro implacable y aterrador. Farthingdale sintió miedo. Sintió miedo de que se produjera una muerte a sangre fría y sintió miedo de que una palabra suya pudiera causar esa muerte. Finalmente, emitió su protesta de forma tan débil que ni él mismo la oyó.
—Este hombre debe ser juzgado por un tribunal militar, Sharpe. ¡No puede matarle!
Sharpe sonrió sin apartar la mirada de Hakeswill.
—He dicho que lo despellejaría vivo, no que lo mataría. ¿Lo oye, Obadiah? No puedo matarle. —Alzó la voz repentinamente—. ¡Este es el hombre que no muere! Seguro que todos habéis oído hablar de él, pues aquí está. Obadiah Hakeswill. Pronto veréis un milagro. ¡Lo veréis muerto! Pero no aquí ni ahora, sino delante de un pelotón de fusilamiento.
La enorme espada seguía en el mismo lugar. Los franceses, que habían sufrido durante horas el dolor de sostener la espada en la posición en que Sharpe lo hacía en ese momento, comprendieron la fuerza de un hombre que podía aguantar una pesada espada de caballería durante tanto tiempo y mantenerla inmóvil.
Hakeswill tosió. Sintió que la muerte se alejaba de él y miró a Farthingdale.
—¿Permiso para hablar, señor?
Farthingdale asintió y Hakeswill retorció su rostro esbozando una sonrisa. La espada reflejaba la luz rojiza del sol y del niego en su cara amarilla.
—Me alegro de enfrentarme a un tribunal militar, señor, me alegro. Ustedes, caballeros, son justos, lo sé, señor —dijo mostrándose excesivamente halagador.
Farthingdale estaba siendo excesivamente condescendiente. Por fin había un soldado que sabía cómo dirigirse a sus superiores.
—Tendrá un juicio justo, se lo prometo.
—Gracias, señor. Gracias.
Hakeswill hubiera querido inclinar la cabeza, pero la espada le aterraba.
—¡Señor Sharpe, llévelo con el resto de prisioneros!
Farthingdale sentía que dominaba la situación y que ostentaba de nuevo el mando.
—Lo haré, señor, lo haré.
Sharpe seguía mirando a Hakeswill, no había apartado la mirada de él desde que desenvainara la espada.
—¿Qué uniforme es ése, soldado?
—¿El uniforme, señor? —Hakeswill pretendía no haberse dado cuenta del rango de su uniforme—. ¡Ah, éste, señor! Me lo encontré, señor.
—¿Usted es coronel, verdad?
—No, señor. Claro que no —respondió mirando a sir Augustus y dedicándole su espasmo—. ¡Me obligaron a ponérmelo, señor! ¡Y después me obligaron a unirme a ellos!
—Es usted una verdadera deshonra para ese uniforme, ¿no es así?
Los ojos azules miraron otra vez a Sharpe.
—Sí, señor. Si usted lo dice, señor.
—Lo digo, Obadiah, lo afirmo. —Sharpe sonrió—. ¡Quíteselo!
Dubreton sonrió y se lo tradujo a sus hombres. Bigeard y los demás sonrieron irónicamente y se inclinaron hacia delante apoyando las manos en las perillas de sus sillas de montar.
—¿Señor? —Hakeswill recurría a Farthingdale, pero la punta de la espada seguía presionando sobre su cuello.
—¡Quíteselo, cabrón!
—¡Sharpe! —otra vez ese tonillo indignado.
—¡Quíteselo, sabandija sifilítica! ¡Quíteselo!
La espada osciló de izquierda a derecha y la sangre empezó a brotar de la piel que recubría la nuez de Hakeswill. El hombre grueso y desmañado arrojó el fajín de oficial y la vaina vacía, se desabrochó los cinturones, y después se deshizo de la casaca roja y la arrojó sobre los adoquines.
—¡Ahora los pantalones y las botas, soldado!
Farthingdale protestó.
—¡Sharpe! Lady Farthingdale está mirando. ¡Insisto en que se detenga!
Los ojos de Hakeswill se desviaron hacia el balcón y Sharpe supo que, desde donde estaba, en el extremo del balcón, Josefina podía ver el patio. Sharpe mantuvo la espada inmóvil.
—Señor, si a lady Farthingdale no le gusta la vista, sugiero que se retire. Señor, este hombre ha deshonrado el uniforme que lleva, a su país y a su regimiento, y lo único que puedo quitarle, de momento, es el uniforme. ¡Desnúdese!
Hakeswill se sentó, se descalzó y volvió a levantarse para quitarse los pantalones blancos. Temblaba un poco porque sólo llevaba puesta una camisa larga blanca, abotonada de arriba abajo. El sol había desaparecido detrás de las murallas al oeste.
—He dicho que se desnude.
—¡Sharpe!
Sharpe odiaba a aquel hombre de cara amarillenta y cabello lacio, que sufría convulsiones y que había intentado matar a su hija y violar a su esposa; odiaba a aquel hombre que le había azotado en una ocasión hasta que se le vieron las costillas a través de la carne desgarrada, al hombre que había asesinado a Robert Knowles. Sharpe habría querido matarlo allí y en aquel instante, en aquel patio y con aquella espada, pero había jurado mucho tiempo atrás que la justicia se encargaría de matar al hombre que nunca moría. Un destacamento se encargaría de ello y, entonces, Sharpe podría escribir a los padres de Knowles la carta que deseaba escribir desde hacía tanto tiempo, y comunicarles que el asesino de su hijo había pagado su crimen.
Hakeswill miró a Josefina, después a Sharpe y dio dos pasos atrás como si pudiera así eludir la espada. Bigeard lo empujó con una patada y Hakeswill miró a sir Augustus.
—¿Señor?
Finalmente, el brazo que sostenía la espada se movió: arriba, abajo, en zigzag, desgarró la camisa y la sangre brotó de los cortes superficiales.
—¡Desnúdese!
Hakeswill terminó de desgarrar la camisa con las manos, la rasgó, rompió los botones, y se irguió con los harapos del orgullo a sus pies y un odio atroz en el rostro.
Sharpe recogió la camisa con la espada, limpió la hoja y la devolvió a su funda. Retrocedió.
—¡Teniente Price!
—¿Señor?
—¡Que cuatro hombres lleven al soldado raso Hakeswill a la mazmorra! ¡Y que lo aten!
—¡Sí, señor!
Parecía que la tensión se iba desvaneciendo en el patio. Sólo Hakeswill, contrariado y desnudo, seguía tenso por la rabia y el odio. Los fusileros se lo llevaron a empujones, los mismos fusileros que se habían desprendido de sus casacas verdes antes del cerco de Badajoz.
Dubreton cogió las riendas de su caballo.
—Creo que tendría que haberlo matado.
—Es posible, señor.
Dubreton sonrió.
—Pero no hemos matado a Pot-au-Feu. Lo tenemos muy atareado preparando su cena.
—Estoy impaciente por probarla, señor.
—¡Debería! ¡Debería! Los cocineros franceses tienen muchos secretos, Sharpe. Estoy seguro de que usted no tiene ni uno. —Miró hacia los establos, sonrió, y saludó con la mano a sir Augustus antes de volver su caballo—. Au reuoir!
Las chispas de los cascos brillaban cada vez más conforme los franceses ganaban velocidad y atravesaban la puerta del castillo. Sharpe miró hacia los establos. Había seis hombres vestidos con el uniforme de artillería apostados en la puerta. Les maldijo y ordenó a un sargento que les tomara los nombres. Esperaba que Dubreton sólo hubiera sacado la conclusión de que Sharpe guardaba allí unos cuantos cañones. Ya se vería.
La noche de Navidad había llegado al Castillo de la Virgen.